La ganadora al Oscar a la mejor película de habla no inglesa de este año podría ser otra nota al pie sobre el terror de los campos de exterminio de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, el film de László Nemes termina logrando lo que muchas otras películas que comparten la misma temática sólo alcanzan a medias: ir más allá de la mera (y necesaria) descripción de unos hechos para convertirse en un ensayo hiriente sobre la destrucción de la personalidad.

Saúl Ausländer (Géza Röhrig) es un prisionero judío húngaro atrapado en la macabra rutina de Auschwitz. Como miembro de un Sonderkommando, Saúl se encarga de recoger todos los objetos de valor que dejan atrás los prisioneros enviados a la cámara de gas y también participa en la macabra tarea de llevar los cuerpos al horno crematorio. Tras presenciar la muerte de un chico al que reconoce como su hijo, Saúl decide emprender una quimérica odisea.

Sin ahondar demasiado en los detalles de la premisa (para evitar desvelar demasiado), cabe decir que ésta podría ser la de un drama al uso e incluso haber derivado en un espectáculo de lágrima fácil, como el despropósito lacrimógeno que terminó siendo El niño del pijama de rayas (The Boy in the Striped Pajamas, 2008). Sin embargo, László Nemes evita en todo momento caer en trampas melodramáticas y lleva la historia por senderos mucho más elevados y oscuros.

Uno de los mayores aciertos de El hijo de Saúl tiene que ver con la forma en que ha sido filmada. La lente de la cámara, con una profundidad de campo mínima, se acerca al rostro de Saúl y lo sigue por los infiernos de Auschwitz, dejando el fondo estratégicamente desenfocado. El apartado sonoro también contribuye a este difuminado, con una banda sonora casi inexistente que se disuelve entre los rugidos de las máquinas y los gritos distantes. Ante tanta niebla visual y auditiva, será la imaginación la que se encargue de dar definición al horror, provocando que una de las películas que ilustran menos gráficamente el Holocausto se convierta en una de las más duras de ver.

Teniendo en cuenta que gran parte del film se narra a través del rostro del protagonista, sorprende que László Nemes recurriera a un amigo suyo que prácticamente no contaba con ninguna experiencia como actor. No obstante, Géza Röhrig está a la altura de las circunstancias y demuestra un asombroso dominio interpretativo, logrando decir muchísimo con un diálogo y unos gestos mínimos. El resto del elenco consigue dotar la película del realismo descarnado que necesita y evita en todo momento la teatralidad excesiva. Otro gran acierto, en mi opinión, es no haber suprimido la variedad de idiomas que se hablaban en Auschwitz en favor de la uniformidad lingüística de la que adolecen otras películas sobre el horror de los campos de exterminio. El húngaro, el alemán, el yiddish, el polaco o el francés conviven y malviven en aquella cárcel de nacionalidades, contribuyendo al aislamiento y a la confusión.

Sin embargo, aquello que eleva a El hijo de Saúl por encima de otros grandes títulos del género, más allá de su osadía técnica o de sus grandes interpretaciones, es su retrato magistral de la alienación. Mientras que, en películas como La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993), o La vida es bella (La vita è bella, 1997), las víctimas mantienen en todo momento su humanidad y parecen psicológicamente impermeables a la tortura diaria de sus verdugos, los miembros de los Sonderkommandos de El hijo de Saúl muestran las heridas abiertas de su deshumanización. En este sentido, es su protagonista quien parece llevarse la peor parte en su afán por conservar un último reducto de humanidad que los demás parecen haber perdido entre la barbarie. No obstante, Saúl no es un héroe, ni tampoco el único cuerdo en aquel pozo de locura. Y es que la genialidad del film de László Nemes consiste, precisamente, en narrar los horrores de la barbarie nazi a través de las graves secuelas personales de su protagonista.

Algo que cabe celebrar también es la sutileza narrativa del guion, escrito a cuatro manos por el mismo Nemes y la debutante Clara Royer. La tragedia de Saúl es presentada sin grandilocuencia, con unos diálogos que contribuyen al avance de la trama sin caer en la teatralidad o en los tintes melodramáticos. Las revelaciones, que las hay, aparecen sin fanfarria y casi en segundo plano, imbuidas de una cierta ambigüedad que sulfurará a los amantes del cine masticado.

La decisión de centrar el relato en un miembro de los Sonderkommandos no está exenta de cierta relevancia histórica. Durante mucho tiempo, esta clase de prisioneros sufrió el estigma de ser haber sido cómplice material de la macabra maquinaria de exterminio que Hitler puso en marcha durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial. La película ahonda en la doble tragedia de los miembros de este denostado grupo, víctimas del nazismo que fueron obligadas a colaborar con sus verdugos, y lo hace sin asumir una posición de superioridad moral. En definitiva, no me parece ninguna exageración afirmar que El hijo de Saúl es uno de los mejores títulos que ha dado el cine sobre el Holocausto y quizás el más universal. La película de László Nemes logra transgredir el aquí y ahora de Auschwitz en 1944, esquivando la épica y la hipérbole para componer un magistral ensayo sobre la alienación.