En los círculos de los aficionados a la música clásica (sea lo que sea eso), estos días, aparte de al Quijote y a «Chespir», también se homenajea a Yehudin Menuhin, esa criatura virtuosa del violín que hubiese cumplido 100 años el pasado 22 de abril. También la Konzerthaus de Berlín ha elaborado un programa suculento de conciertos para celebrar tal onomástica. Uno de los highlights era el concierto de Daniel Hope, su alumno, con la orquesta de la Konzerthaus bajo la batuta de Ivan Fischer, que se pudo escuchar por partida doble: el día 22 y el 24 de abril, pase del que es objeto de esta crítica.

El programa, soprendentemente bien compacto y con obras con muchas posibilidades de diálogo entre sí (digo sorprendentemente porque suele pasar que los conciertos se parecen más a un popurrí de hits que una estructura de sentido), comenzó con una rara avis de las salas de conciertos, el Prélude à l’unisson de la Suite Nr. 1 op. 9 (1903)  de Enescu. Esta obra trabaja un elemento: el unísono. Eso obliga a que, para que se consiga, se deba ser absolutamente riguroso con la medida y la afinación. Esta pieza pone contra las cuerdas, en un momento muy temprano, dos cosas: por un lado, la imposibilidad del unísono absoluto, algo así como la constatación de la imperfección de toda interpretación y, por otro, el perjuicio que ha hecho el mundo virtuosístico al de la cuerda con grandes vibratos que ponen en entredicho la precisión en la afinación. Pues bien, ante estas dos cuestiones se enfrentaron los músicos de la orquesta de la Konzerthaus con un resultado bastante mejorable. Faltaba trabajo, faltaba autoexigencia, faltaba respeto por el trasfondo de la pieza. Ay ay ay Ivan, no nos des estos disgustos, pensaba yo constantemente.

Los problemas de afinación no se arreglaron con la aparición de Daniel Hope para interpretar el Concierto de violín op. 61 (1910) de Elgar. Aunque ya he visto que la prensa alemana elogia sobremanera al violinista (a ver quién se atreve a no hacerlo, siempre pasa con los consagrados), yo hago justicia a mi pluma siendo consecuente con lo que me dijeron mis oídos. A Hope le faltaban muchas horas de estudio y más respeto por un público al que le gusta oír mucha (y buena) música. Los pasajes rápidos no estaban, la técnica de arco era tirante y ruda, la afinación bailaba escandalosamente (también en los vientos madera, que casi cada vez que paraban corregían la afinación del instrumento) y no había sentido constructivo entre solista y orquesta. Además, aunque esto es discutible, desde mi punto de vista hubo un exceso de de vibrato poco justificado. Cuando no se está cómodo tocando, evidentemente no se puede atender a lo que pasa en la orquesta. Para ser Daniel Hope, o para merecer lo que ha sido, no se pueden vivir de las rentas. O sí se puede, pero sin esperar que se le siga valorando como hasta entonces. Fue una interpretación mediocre, pero disimulada porque el concierto de Elgar es puro fuegos artificiales y eso engaña a oídos ingenuos. Un buen amigo lo describió así: Hope estaba inmerso en su particular carrera de obstáculos y todo lo demás le sobraba. Lo mejor: los vientos metales, algo que debería ser preocupante en un concierto de violín.

Con gran desánimo afronté la segunda parte, el Concierto para orquesta (1943) de Bartok. Es una música deliciosa, llena de cosas que contar. Ivan Fischer la conoce muy bien, y eso se notó. Fue interesante que, a diferencia de como suele ser habitual, no interpretó la obra de manera en que el tercer movimiento, la ‘Elegia’ se sitúe como cúlmen y punto de partida para lo que sigue, es decir, ocupando un lugar central desde el que derivan el resto de movimientos; sino que explotó su carácter más irónico, el que se refleja en el segundo movimiento «Giucco delle coppie» y explota en el último, «Finale». De esta forma, le dio fuerza al carácter de montaje de esta pieza, que se construye con elementos del jazz de aquellos años, del  lenguaje musical del cine y de los contrastes de escuelas compositivas del complejísimo siglo XX, en las que Bartok aparecía siempre como heterodoxo. La distancia cualitativa que representó esta pieza con respecto a las otras dos del programa confirmó lo que he expuesto hasta ahora. Aquí la orquesta tenía un sonido rotundo, lleno de personalidad, capaz de hurgar con mucha eficacia en los rincones de esta obra. También lo demostró en sentido técnico, con un V movimiento, que es frenético, preciso en medida y afinación, un mínimo que había brillado por su ausencia y que es requisito sine qua non para comenzar a construir el edificio de cada pieza. La sección de viento madera (y especialmente el solista de fagot) y las trompas fueron de lo mejor de la noche

En este enlace pueden encontrar el vídeo del mismo concierto, cuya primera pasada fue el 22 de abril, justo el día del cumpleaños de Menuhin. Esta versión presenta problemas parecidos, aunque menos frecuentes que en la interpretación que comento en este texto. Juzguen ustedes mismxs y, si no están de acuerdo, pueden hacer uso de la posibilidad de comentarios de aquí abajo. Y si están de acuerdo, también pueden comentar, ¡cómo no!