Imagen de Martin Grandjean (CC BY-SA 3.0)

El profesor Alan Liu publicó en la colección de ensayos de 2011 Debates in the Digital Humanities (accesible online) una aportación crítica a la vez que «esperanzada» (en palabras del autor) sobre el porvenir de esa nueva disciplina de corta vida pero probada eficacia conocida como las digital humanities (que traduzco algo a regañadientes, por falta de asentamiento del uso, como «humanidades digitales», si bien es cierto que se trata de una expresión casi tan reciente en español como en inglés). Su inquietud se fundamenta en la ausencia de crítica cultural en este nuevo paradigma.

Liu enmarca su propuesta en una breve reconstrucción histórica de distintas metodologías humanísticas, formuladas en torno al debate entre close reading y distant reading (lectura de cerca y de lejos: referido a la distancia que la práctica de la lectura debe tener respecto de un texto y la presencia de tal texto en el proceso). La close reading fue introducida por los integrantes un movimiento anglosajón de principios del siglo XX que vino a denominarse New Criticism y que rechazaba grandes teorías macroexplicativas (basadas sin duda en variaciones de la filosofía hegeliana y sus derivaciones en el Historismus alemán de finales del siglo XIX) para las que el texto era una mera excusa en la que apoyar una tesis precocinada sobre el espíritu de una época, nación, pueblo, etc. En su lugar, propusieron una praxis lectora completamente centrada en el texto y en sus mecanismos y recursos estilísticos, tanto intratextuales como intertextuales. Liu considera que este método entró más tarde en conflicto con una nueva irrupción de tendencias macroexplicativas después del mayo francés de 1968, donde elementos como sistemas, ideologías, narrativas y aparatos discursivos (por muy decentrados y fragmentarios que fuesen, en ocasiones incluso «esquizofrénicos») volvieron a tomar preponderancia a la hora de explicar fenómenos culturales, frente a la individualidad del hecho cultural en sí, que volvió a ser anecdótica.

Este conflicto que nos dibuja Liu entre close reading y macroteoría post-68 es desde luego bastante simplista y no permite entender a autores como Jacques Derrida (que él mismo llama «ultraclose reader», pero del que no tiene en cuenta que generó también una teoría filosófica de alcance indudablemente universal: la deconstrucción), pero a pesar de su inadecuación histórica, permite entender a nivel conceptual, por oposición, el ámbito en el que se mueven las humanidades digitales, que han venido a ubicarse en una compleja e inestable posición intermedia. Su técnica del distant reading consiste en extraer metadatos, tendencias y correlaciones de todo tipo de información a partir de enormes bases de datos digitalizadas de bibliotecas de obras literarias, filosóficas, políticas, etc. La idea fundamental consiste en extraer información sin experiencia lectora ni lectura orgánica. Como ejemplo tómense los proyectos del Stanford Literary Lab, puesto en marcha por Franco Moretti. Las carencias de este método se aprecian en seguida cuando se valora en contraste con los dos que Liu comentó previamente: por un lado presenta análisis textual (como el close reading) pero centrado en elementos microlingüísticos o puntos de referencia formales. Por otro lado, presenta teoría en el sentido grueso del término (tendencias históricas, evolución de géneros, etc.) pero sin el factor de crítica cultural que caracteriza a la macroteoría post-68 (pues el distant reading se limita siempre a una mera recogida de datos). Esta posición intermedia ha acabado por imponer grandes limitaciones a las posibilidades que las nuevas tecnologías abren al estudio humanístico y han acabado por reducir las humanidades digitales a un mero rol servicial, instrumental, de apoyo técnico a la investigación, pero sin un aporte sustancial. Liu considera que esto es un error y que para solventarlo los humanistas digitales deben asumir también el rol de críticos culturales.

Tras una breve exposición del daño que han sufrido las humanidades tras la gran depresión del 2007 (falta de financiación estatal, reducción de plantilla académica, etc.) y la falta de contacto de las humanidades tradicionales con el público: reducidas totalmente a las instituciones universitarias, ajenas a los nuevos medios en los que se generan hoy en día los más importantes discursos sobre conocimiento, etc. Liu cree que es en este ámbito donde las humanidades digitales pueden hacer un aporte realmente genuino a las humanidades: creando nuevos sistemas que permitan cerrar el bache entre público y academia, como por ejemplo sistemas de administración de contenido como OMEKA o Simile Exhibit, promocionando Open Journals, etc. Liu está convencido de que parte de la solución pasa por saber transmitir el entusiasmo que el humanista siente por su investigación, y que si bien muchos proyectos de investigación humanísticos pueden parecer abstrusos y oscurantistas, este fenómeno se da en todos los ámbitos del saber. En las humanidades, nos dice, también existen (otros) proyectos que pueden demostrar de forma intuitiva y «conmovedora» el valor de la disciplina.

Las humanidades digitales deben, en opinión de Liu, sumarse a la crítica cultural a través de un apoyo activo a la defensa, promoción y difusión pública de proyectos de humanidades, más allá de proporcionar un mero instrumentario para mejorar la eficacia de las investigaciones concretas. Esto pasa por ampliar la noción de «instrumentalidad» y llevarla más allá de la mera implementación, abrirla a la innovación y emprendiduría (conceptos que si bien hoy suenan a ideología tardocapitalista, han estado siempre mutatis mutandi en el seno de los grandes proyectos tanto filosóficos como literarios, sociológicos y artísticos). Liu propone que intentemos reconsiderar esta instrumentalidad mediante un diálogo fructífero entre creadores de nuevos medios, ciencia y humanistas digitales para producir no solo ya tecnología culturalmente relevante (como la que hasta ahora ha permitido el distant reading), sino también crítica cultural consciente de la condición tecnológica actual. Ello, nos dice, cabe perfectamente dentro de la categoría de «servicio social» que se espera no solo ya de la academia, sino de cualquier quehacer humano que no tenga como meta principal producir beneficios.

Esta propuesta de Liu se revela en seguida, no obstante, como a la vez excesivamente optimista e insuficientemente exigente. En primer lugar optimista porque considera que establecer condiciones para un diálogo fructífero (organizar conferencias, congresos, etc.) es suficiente para que este diálogo se dé, y no tiene en cuenta el hecho de que a falta de un interés común (económico, social, etc.), es bastante improbable que esto ocurra: «defender las humanidades» no es un interés común lo suficientemente vinculante para ello, fundamentalmente porque la disgregación en las humanidades es tal, que cada escuela (incluyendo aquí a los humanistas digitales) tiene una idea distinta de lo que debe ser la función de las humanidades. Y en segundo lugar, es insuficientemente exigente porque considera que repensar y reformular la idea de instrumentalidad ya es una labor catalogable como crítica cultural: sin duda habría una ganancia en cuanto a conciencia social, etc., pero la crítica cultural va mucho más allá.

En cualquier caso, el principal problema que plantean las ideas de Liu radica no tanto en los humanistas digitales (cuya disposición a aportar algo relevante a la sociedad a mí personalmente me parece poco discutible por la mera naturaleza de su tarea), sino más bien en los humanistas tradicionales. En gran parte de las humanidades impera la idea de que el valor de la propia investigación es completamente irreducible a repercusiones sociales concretas, a pesar de que se intenta a menudo disfrazar esta carencia con vaguedades («la crítica es la más noble forma de implicarse socialmente», «primero hay que entender el pasado para poder cambiar el presente», etc.): ideas que en el fondo no expresan sino la propia pereza intelectual respecto de la innegable necesidad de legitimación social y de la creciente complejidad de los fenómenos culturales más recientes. El problema reside en gran parte, pues, en el hábito intelectualizante y la ostentación que los ámbitos académicos de humanidades propician en sus investigadores (altivez, hiperespecialización, jergas ininteligibles, orgullo de conocer tal o cual canon de autores, etc). Estos son a su vez un mecanismo de defensa frente a una sociedad que desprecia su trabajo y con él el enorme esfuerzo y la constancia que este conlleva (cuestionado una y otra vez). Para que las humanidades digitales puedan romper este círculo vicioso, que parece mucho más antagonizado en el ámbito de las humanidades que en el de las ciencias formales (que también lo sufren), quizás deban redefinir lo que significa ser académico para un mundo como el actual.