El teatro nos convoca a menudo a pensar, sentir, emocionarnos, temblar y madurar en común. Los que disfrutamos de este arte tenemos entonces una responsabilidad en tanto que participantes del hecho teatral, debemos reflexionar y hacernos cargo de nuestra disposición ante la creación colectiva de ese arte único, esencialmente efímero, provocador y superviviente. Varias preguntas me asolaron en los momentos previos a asistir al montaje de Incendios de Wajdi Mouawad en el teatro La Abadía. En primer lugar por un artículo anterior en el que la recomendaba a mi(s) desorientado(s) lector(es) sin haberla visto previamente, confiando por un lado en la potencia de un texto que ya había visto representado anteriormente con la emoción en el cuello, y por otro en las expectativas que creaba el cartel de dicho montaje, dirigido por Mario Gas e interpretado por actores de la talla de Nuria Espert y Ramón Barea. Razones suficientes, me dije, para recomendar la obra. Y así lo hice. Esto me lleva a la primera reflexión como espectador teatral, en torno a la importancia de la gestión de las expectativas, tan importante en el teatro como en la vida, pues una representación embelesa no solo por sí misma sino en relación a las esperanzas que el espectador ha puesto en ella. Además llevaba conmigo a tres acompañantes que no tienen tan arraigada la costumbre de asistir a este tipo de eventos. Me la estaba jugando. Mi credibilidad estaba en riesgo. De tal manera que debía gestionar mis expectativas y las expectativas que había creado, como un pregonero exaltado, a mi alrededor. Es conveniente, por lo general, asistir al teatro o a cualquier evento artístico, limpio, receptivo, con la disposición pura de permitirse la emoción, el arrebato, la sacudida provocada por la palabra o por el gesto, sin luchar, sin construir muros. Conviene por tanto dejar de lado las expectativas y dejarse llevar por el espectáculo. Pero esto es fácil de decir y muy difícil de hacer.

Por otro lado, como ya he dicho, tuve la ocasión de acudir a un montaje de Incendis en Barcelona, con Clara Segura (una actriz extraordinaria, emocionante como pocas, tristemente poco conocida fuera del circuito catalán) y otros tres actores que debían ponerse en la piel de los más de diez personajes de la obra, en un esfuerzo transformista que me deslumbró hasta el estremecimiento. Si, como digo, las expectativas eran altas con el montaje de la Abadía, el miedo a que el espectáculo me defraudara en comparación con la referencia anterior superaba los límites de mi escasa sensatez. Me preguntaba entonces, ¿es razonable entender esta ocasión como una relectura? es decir, ¿me puedo enfrentar a este nuevo montaje de la obra como me enfrento a la relectura de un libro?¿o por el contrario debo considerar cada evento como un hecho único, singular, irrepetible y huir de las odiosas comparaciones? Porque cuando uno lee un libro amado por segunda o tercera ocasión el texto no ha cambiado, el que ha cambiado he sido yo, por tanto, cualquier matiz nuevo, cualquier decepción o cualquier nuevo regocijo se circunscribe exclusivamente a la modificación de mi mirada y mi sensibilidad. Sin embargo en este caso debía tratar de distinguir aquello que se había modificado en el montaje y aquello que correspondía a mi adquirida madurez.

 

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Lo cierto es que una vez me senté en la butaca poco importaron estas reflexiones que me tenían obsesionado a priori, porque desde la primera escena me encontré absolutamente imbuido y fascinado por lo que estaba viviendo en el escenario. La tragedia de un país (que podrían ser muchos) asolado por la miseria, los conflictos entre familias, etnias, el miedo al otro, la tristeza heredada de padres a hijos y el silencio también heredado, se desarrollaba ante mis ojos sin que pudiera controlar el erizamiento de mi piel. El texto nos enfrenta a nuestra humanidad, a la violencia visceral, el rencor, al instinto reptiliano de la venganza, para increparnos sobre el origen de la violencia y el círculo vicioso que genera, del que solo podemos escapar a través o a partir de lo mejor de nuestra humanidad: la palabra, la música, las matemáticas y la búsqueda incesante de la verdad reparadora. Los incendios de la obra son las catarsis de los personajes, el viaje a la infancia (“la infancia es un cuchillo clavado en la garganta”) es el incendio íntimo en busca de la verdad, es el renacer del fénix, la palabra veraz que deviene en silencio elocuente.

Como era de esperar, no defraudaron ni la dirección de Mario Gas ni el elenco. La obra se desarrolla con un ritmo intenso con un buen equilibrio entre los momentos trágicos y otros más distendidos, con dosis de comedia, vertebrados alrededor del personaje del notario, extraordinariamente interpretado por Ramón Barea. Inolvidable resulta también la interpretación de Nuria Espert, que deslumbra desmenuzando las palabras, paladeándolas, para que cuelguen sobre el anfiteatro desde el principio de la obra hasta su resolución: un auténtico lujo. El resto de actores, acaso menos experimentados, necesitan, a mi modo de ver, algo más de rodaje para limar impurezas (especialmente Edu Soto en los momentos de mayor dramatismo, aunque se luce con la interpretación del grotesco francotirador), pero su trabajo es digno de alabanza dada la complejidad del texto y del propio montaje. Merece también una mención especial la escenografía diseñada por Carl Fillion y Anna Tusell, protagonizada por un alto muro que nos remite a tragedias reales de hoy, resulta versátil, elocuente y adecuada para situar las distintas escenas de la obra.

 

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Por desgracia para los que esperan hasta el último momento para conseguir entradas, ya se han agotado en el Teatro La Abadía; espero sin embargo que el despistado lector, si lo hubiere, esté atento a la gira y no dude en asistir a la primera oportunidad. Merece la pena. Pocas veces puedes asistir en el teatro a la exaltación unánime del público, a la certeza de que todos los que te rodean comparten un estremecimiento contagioso, una contención eléctrica y ensimismada, y una admiración sin fisuras hacia los cuerpos y las voces que se transforman en el escenario. Eso es lo que se vivió en aquella función. ¡Qué placer inmenso el de ver una sala repleta poniéndose en pie para aplaudir semejante experiencia! Porque una sala en pie no es solo un reconocimiento para los artífices de la obra concreta, sino que certifica, celebrándola, la capacidad transformadora del teatro, su potencia catártica, su verdad emocionada.