Imagen: Filosofía, de Gustav Klimt (1900).

Porque Miguel es torpe, porque Miguel no sirve para nada.
Porque no sirve para nada, como el arrebol soñoliento
de la tarde y los pájaros. Porque no sirve para nada,
como el olor de las encinas. Porque no sirve para nada
como Miguel en el umbral de las puertas. Porque es torpe
y tartamudo, como un niño que es niño;
porque besa lo absorto en lo inmediato
y se fatiga cuando corre sin fe.

«El que no sirve para nada», de Leopoldo María Panero.

Hay mucha gente que rechaza la filosofía porque dice que «sí, es muy bonita, pero no sirve para nada». Esto nos abre dos cuestiones respecto al «no servir para nada». Por un lado, el significado de «no servir para nada». ¿Servir para algo implica tener una función clara? ¿En dónde? ¿Cómo? ¿En la sociedad, en la empresa, en la familia, en los bares de copas? Porque, por ejemplo, salvo que pensemos que la música sirve para que grandes empresas se lucren con algunos proyectos o que «nos emociona»  (sea lo que sea eso) parece que su función no es muy clara. Y, sin embargo, no le diríamos a alguien que nos dice que se dedica a la música que lo que hace no vale para nada con la misma tranquilidad que se nos dice a los que nos dedicamos a la filosofía. Si tomamos en cuenta, por otro lado, otra acepción del «servir», que implica «estar sujeto a alguien por cualquier motivo haciendo lo que él quiere o dispone», pues casi mejor no renunciar a la independencia.

Nos da pavor lo abstracto: lo que no sabemos definir muy bien, lo que sobrepasa las expectativas de lo cotidiano. Preferimos no enfrentarnos a ciertas comodidades. Ante  el juego infantil en que se nos plantea la disyuntiva de si preferimos saber o ser felices, la mayoría escoge ser feliz. Ya saben, ojos que no ven, corazón que no siente. Así que la filosofía, al igual que la cantidad de cosas que nos parece que «no sirven para nada», es incómoda. Porque nos abre esa disyuntiva, y el saber siempre es doloroso. Por mucho que nos digan que «es bonita», no aparece su belleza por ningún lado, salvo que seamos de esos que la ven en las enrevesadas digresiones. La filosofía mantiene viva la crítica, si es filosofía en serio. Se opone a casi todo, se dedica a levantar velos protectores de creencias preestablecidas. No sirviendo para nada sirve para articular una trinchera contra el servir, para algo y por sí solo.

A veces, cuando salen temas que supuestamente (o no supuestamente) pertenecen al ámbito de la filosofía (como por ejemplo, la libertad o el «yo»), alguna gente se queja «¡ay, no saques estos asuntos, que no quiero pensar!». Esto nos lleva al quiz de la cuestión. El problema no lo tiene la filosofía. El problema se encuentra en que se ha situado en un plano en el que parece que se ocupa de algo que podemos decidir si tocar o no tocar, como si no nos afectase a nuestra cotidianidad. Es decir, la filosofía se ha situado de forma ideológica en un plano separado de la vida, como si su contenido fuese del todo complementario a la vida (y, como todo complemento, no es necesario). Eso la hace, naturalmente, prescindible. Decía Goethe que todos los habitantes del siglo XVIII eran, hubiesen leído o no a Kant, kantianos. Porque Kant dijo muchas cosas importantes, pero sobre todo dos: que no podemos conocer más allá de lo que nos es dado según nuestras estructuras mentales y físicas (esto, claro, expresado con otros términos: que tenemos dos ojos, y no cuatro y otras formas de ver, que codificamos las imágenes, etc.) y que la máxima ética sería aquello de que «no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti». No es tan ajeno, ¿no? Es que Kant se dio cuenta de que tenemos un cuerpo que se tiene que mover en un contexto concreto y que la realidad nos supera (por ejemplo: ¿cómo podemos estar seguros de que efectivamente la realidad en que estamos existe y que no es un sueño, o que ese semáforo en rojo también lo ven los demás y que, además, lo van a respetar según mis mismos principios de convivencia?) y que tenemos un problema importante en la vida común, que aunque nos resulte lejano o fuera de las preocupaciones habituales, implica que se mueran miles en las aguas del Mediterráneo o que se desahucien familias o que haya mujeres que mueran a manos de sus parejas. Parece que no tenemos tan claro cómo nos ubicamos en el mundo, aunque lo sobrellevamos como podemos, y pensamos que esto, que afecta directamente nuestra forma de vivir, es un complemento, algo para que hagan otros, que es bonito. Me gustaría vivir en ese mundo donde la filosofía realmente no hiciera falta, porque no hay contradicciones sociales ni políticas, porque hemos entendido eso del yo, del cuerpo, del género, que sabemos entender la relación entre cultura y naturaleza, que hemos explicitado nuestra compleja relación con el lenguaje (si alguien no ve complejidad en el asunto, que por favor deje en los comentarios qué significa y qué relación tiene con su uso en lo real la palabra «democracia»), etc. Mientras tanto, seguiré ocupándome de eso que no sirve para nada o que no hemos sabido integrar (¡afortunadamente!) en la lógica dual de lo que sirve y lo que no sirve. Si usted quiere ser absolutamente útil, deberá dejar de hacer (y ser) casi todo lo importante.