La friolera cifra de 21 años llevaba el Concierto de violín en Re Mayor Op. 35 de Korngold sin sonar en Tenerife. Lo revivió Carolin Widmann junto a la Orquesta sinfónica de Tenerife que se estrenaba bajo la batuta de Antonio Méndez el pasado 4 de noviembre en el Auditorio de Tenerife.

El Concierto de violín de Korngold es, para mí, una de esas rarezas de repertorio que merecerían recuperarse. Compuesto en 1947, resulta toda una afrenta para el mundo atonal, dodecafónico y tantas otras cosas que ya habían pasado desde principios del siglo XX. Mientras que apenas un año antes habían comenzado en Darmstadt los Cursos Internacionales de Música, en los que se decidió el futuro de la composición en Europa y parte de Norteamérica, había un grupo de músicos que encontró aquello dogmático y decidió seguir componiendo dentro de los recursos de la tonalidad. Lo interesante de este concierto es que está profundamente enlazado con lo «popular». El primer tema del primer movimiento surge de la Another Dawn (1937) y, el segundo, de Juarez (1939), cuya banda sonora firma, claro, Korngold. Y seguimos con las autocitas. En el segundo, el tema es parafraseado de la banda sonora de Anthony Adverse (1936). En el último, que nos recuerda a la música del Oeste y tiene un carácter juguetón que, en cierto modo, rompe la lógica que se había construido en los otros dos movimientos, toma su segundo tema de The Prince and the Pauper (1937). Y es que este concierto es la primera pieza donde Korngold  trata seriamente de dejar atrás su pasado como compositor exclusivamente para el cine -algo que sólo logra en parte, pues el concierto está plagado de elementos músico-visuales, y su sabor nos lleva ciertamente al Hollywood de los años 20 y 30-.

Me apasiona cómo comienza el concierto: el violín solo, con un tema que parece venir de otro lugar, in media res, donde se va sumando la orquesta. Es como si aquella música de las películas siguiese de alguna forma hablando. Aquí Korngold independiza los temas y los lleva hasta sus últimas posibilidades. Todo esto, y mucho más, nos contó la excelente interpretación de Widmann, que demostró tener un sonido limpísimo y al mismo tiempo de gran potencia, hipnótica y valiente. Es muy fácil dejarse llevar en este concierto por las fantasías melódicas. Lo difícil es que estas melodías no se conviertan en insoportables tras diez minutos de fragmentos ‘bonitos’. Es ahí donde se encuentra la mejor interpretación. Por su parte, en el tercer movimiento, donde a nivel técnico se pone toda la carne en el asador, Widmann demostró que no sólo trabaja de forma excelente la construcción y dirección de las frases, sino también los pasajes más exigentes. En este caso, además, es muy fácil retrasar o apurar los finales, pues la propia tendencia del movimiento es frenética. Como ya apunté, me parece el menos logrado pero, aún así, fue en el mejor de los sentidos una interpretación divertida, llena de energía y arrojo.  Ya aquí se cifró lo que luego se confirmaría de la dirección de Méndez: de su asombrosa capacidad para multiplicar el sonido, para trabajar los silencios y las tensiones para que la música invada todo el espacio. Widmann se despidió con la Sarabanda de la Segunda Partita de Bach. Un greatest hit  para los bises un tanto decepcionante.

Rachmaninov  era el siguiente protagonista de la noche, con su Segunda Sinfonía. Rachmaninov es otro de los compositores denostados en el siglo XX, aunque no llegó a ver tanto como para que su continuidad en el mundo tonal le afectase como a Korngold. Eso sí, de Rachmaninov sobre todo se conoce su música para piano y, en concreto, el Segundo concierto, incluido en cualquier caja con un recopilatorio de música clásica que se precie. La Segunda sinfonía es larga y compleja. pues su construcción es muy lenta y frágil: parece que se puede desmoronar en cualquier momento. Es cierto que, en esto, Rachmaninov no es Mahler, pero sí comparte mucho de los principios constructivos de su compatriota ChaikovskiMendez mostró todas sus armas para ofrecer una interpretación serena pero llena de fuerza, sacó un sonido de gran rotunidad a la OST, que yo en pocas veces la había visto a tanto nivel sonoro como la pasada noche, algo evidente en el final apoteósico de la sinfonía. Pero también sacó el máximo jugo, con un trabajo por capas y densidades, a las partes más delicadas, como el caso del tercer movimiento. El silencio final, antes de comenzar el cuarto, fue tremendo: todo el público aguantó la respiración, fue el culmen del trabajo que había realizado esa noche. Un silencio tan lleno de sentido, tan cargado de potencia, que es sólo posible si el sonido ha dejado de ser suficiente para contar cosas importantes, sólo si el sonido ha generado tanto que termina deshaciéndose entre las manos. Mendez tiene la frescura de la juventud y el buenhacer de alguien de mucha más edad, que ha entendido algo muy profundo de la música. No se pierdan de vista a este hombre: seguirá dando, y mucho, de que hablar. Qué gusto encontrar nuevas generaciones que saben transmitir tan bien su madurez batuta en mano.