Eric Berne, psiquiatra nacido en Québec y de formación psicoanalítica, se hizo conocido al público por escribir uno de los primeros y más exitosos libros de la categoría que hoy denominamos autoayuda. Games People Play, publicado en 1964, es un libro a mitad de camino entre la pop psychology y la divulgación de la escuela psicológica que Berne había fundado: el análisis transaccional, una aproximación a la psicoterapia generalmente englobada en la psicología humanista.

El análisis transaccional surge en un momento en el que las ideas del psicoanálisis están en retirada en el mundo intelectual (y al mismo tiempo generalizándose en ámbitos como la publicidad o las políticas públicas) y, a la vez, como una alternativa al conductismo en auge. Como éste, abandona el lenguaje barroco y los constructos especulativos del psicoanálisis (aunque manteniendo una idea básica de la psique esencialmente psicoanalítica) y se centra en comportamientos observables externamente; pero en lugar de tomar una interpretación mecanística de causa-efecto se centra en las interacciones interpersonales como sujeto de análisis. Al calor del furor cibernético de los años 50, y de la misma forma que la teoría de sistemas familiares de Murray Bowen, el análisis transaccional entiende la personalidad (y por extensión la disfunción) como un proceso interactivo, incluso dialéctico, que sólo puede entenderse en relación al Otro.

Games People Play es un compendio de juegos psicológicos, patrones de interacción repetitivos y predecibles que, en palabras de Berne, sirven a sus participantes para estructurar el tiempo. Los juegos ayudan a explicar por qué la disfunción no se resuelve: quienes juegan obtienen un retorno, una recompensa, pero no los aparentes: la esencia de los juegos, lo que obtienen los participantes, no se encuentra en el contenido explícito de sus acciones o palabras sino en una capa más profunda, relacional. Como en todo código, en toda jerga que busca ocultar lo que de verdad está ocurriendo, los verdaderos motivos sólo se hacen evidentes ignorando el discurso explícito y observando las dinámicas relacionales que lo rigen. Por ejemplo, en el juego que Berne titula Why Don’t You – Yes But, un participante se presenta como víctima de un problema irresoluble, aparentemente pidiendo ayuda a sus interlocutores, pero descontando cualquier sugerencia con objeciones banales; en The Alcoholic, un adicto y la persona de la que depende se utilizan mutuamente como justificación para que nada cambie.

Un juego continúa hasta que una de las partes se cansa y «rompe» las reglas, pero esta ruptura también forma parte del juego: es la conclusión hacia la que se dirigía desde el principio. La observación clave de Berne es que esa ruptura es precisamente el «premio» del juego: la persona que se queja no lo hace para obtener sugerencias sino para reafirmar su posición de víctima de las circunstancias, y quien sigue proponiendo soluciones que son obviamente ignoradas insiste por la sensación de superioridad moral que obtiene de hacerlo. Los participantes están al tanto de las reglas no escritas, propone Berne: sólo un observador externo que no se fijara en el contexto interpersonal se tomaría literalmente el contenido de la conversación. Cada participante está jugando un papel, y cuando esos papeles son complementarios, cuando los participantes obtienen de ese papel la recompensa que necesitan, el juego es estable y puede prorrogarse indefinidamente.

Pero, si la ruptura está programada de antemano, ¿cómo termina el juego? Cuando uno de los participantes se sale del guión. Cuando una de las acciones no responde a la lógica interna del juego y rompe las reglas implícitas. Por ejemplo, en Why Don’t You – Yes But, el interlocutor puede reaccionar a que sus sugerencias se rechacen redoblando sus esfuerzos, o bien indignándose y culpando a la persona que pide ayuda de su incapacidad para resolver el problema; de ambas formas el otro jugador siente reforzado su papel de víctima impotente. Pero si el interlocutor decide «no hacer nada», dejar de hacer sugerencias y cambiar de tema, está subvirtiendo el objetivo, está saliéndose del papel y haciendo una jugada que no puede ser reinterpretada en el contexto del juego. E, inevitablemente, la reacción de quien pedía ayuda es «intentar devolver al otro jugador a su papel», restablecer el equilibrio disfuncional del juego. Porque los demás nodos del sistema, hasta ahora perfectamente cómodos en sus posiciones (independientemente del discurso explícito que tuvieran sobre su situación), van a presionar al «tramposo» de múltiples formas que terminan queriendo decir lo mismo: «Esto está mal, vuelve a tu sitio». Por eso en las relaciones disfuncionales la violencia, la agresividad, el control, la manipulación siempre escalan cuando se hace obvio que una de las partes está a punto de salir del sistema: la lógica colectiva del sistema tiende a su preservación.

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Cartel de la película

J’ai tué ma mère, de Xavier Dolan, es una película sobre disfunción. Sobre una relación disfuncional larga, intensa y profunda, una relación cautiva: la relación entre una madre y su hijo. Y, sorprendentemente, es una película veraz. Que el hijo es una proyección del propio Dolan es transparente, y ha valido que muchas críticas recurrieran al adjetivo «autobiográfica» para describirla; pero no es veraz porque documente fielmente los hechos de la vida de Dolan (la estetización e idealización de ambos personajes es igualmente obvia), sino porque el enfoque de la historia desvela una verdad existencial que, precisamente, aleja a la película de los clichés narrativos sobre la disfunción. Dolan evita dos polos alrededor de los que suelen orbitar las historias audiovisuales de maltrato: ni existe la dignificación costumbrista de la víctima, que desde su pureza reúne una dignidad que desemboca en una justa rabia y un final feliz, ni presenta la intelectualización vulgar del ciclo de la violencia, la búsqueda de las raíces psicológicas profundas de la posición del agresor que, en el fondo, es también víctima de un pasado que no puede resolver. No hay contexto, no hay historia, no hay un arco vital que nos permita entender quién tiene razón y quién no la tiene: lo que hay es una radiografía de un momento de crisis de la relación, donde las reglas del juego están cambiando; el desconcierto y la ansiedad de sus participantes, que están a punto de pisar terreno desconocido. Y las viñetas que muestra, los bailes emocionales, las concatenaciones de acción y reacción, son veraces precisamente porque Dolan renuncia a intelectualizarlos o a exaltarlos, porque se limita a mostrar las miserias de dos personas perdidas en el umbral de un cambio de etapa.

Que la situación que Dolan muestra sea particular, que la familia infeliz que presenta sea infeliz a su manera, no evita la universalidad de la herida de la ruptura con la madre. Y al evitar tomar partido, al evitar construir un discurso de la culpa, Dolan levanta un espejo donde el espectador puede proyectar su propio proceso, su propia historia emocional: quizá por eso, y como cabría esperar, las críticas online a la película son absolutamente dispares en su interpretación.