Hay una pregunta que recorre, como un fantasma, las consciencias de todos los programadores de música y, también a los gerentes orquestas y salas de música -clásica: ¿cómo hacer para atraer “nuevos públicos” -sea lo que sea eso- y cómo motivar a la gente joven a que escuche este repertorio? Muchos, en los últimos años, apuestan por la moficiación de formatos: renovarse o morir.

Y en este contexto cabría entender la atrevidísima propuesta de Vox Harmónica que presentaban el pasado 12 de marzo en el Teatro Maldá, el “Cabaret Monteverdi”. Teniendo como hilo conductor un bar de copas y cocktails, los perfiles de tinder o gayromeo como nuevas formas de ligoteo y mucho desparpajo, el sexteto nos ofreció una nueva imagen de Monteverdi. O, quizá, no es nueva en absoluto, sino que hace que el trasfondo de la música de Monteverdi de repente nos siga diciendo cosas a nuestra época. La creencia de que su música es algo “bonito”, “relajante”, etc. le hace un flaco favor a la potencia de la descripción -con sus medios- de la sensualidad, el complejísimo mundo emocional y el amor no necesariamente puro e impoluto, sino atravesado por la carne. Ariadna, Orfeo, Neptuno o Euridice eran, de repente, perfiles de redes sociales de ligoteo y exploraban sus personalidades a través de la música. Se tocaban, se seducían, exploraban su deseo. Y funcionaba maravillosamente bien. Por ejemplo, el Puor ti miro, uno de los hits de Monteverdi -donde el “sí, sí, sí” no es, precisamente, algo casto, sino con mucha probabilidad la expresión del orgasmo-, que casi siempre es cantado como una especie de balada renacentista, aquí se tomó en serio ese lado carnal de la música, a veces en exceso espiritualizada y alejada de su origen, que es lo más terrenal. Es, desde luego, un Monteverdi más fiel que algunas de las versiones más mojigatas del asunto -se nos olvida, muchas veces, que la moral tan rígida en materia amorosa es algo posterior y, especialmente, marcada por nuestro concepto de amor romántico decimonónico- pero no apto para aquellos que esperan un concierto de gente seria y vestidos con frac. Aquí, Monteverdi se canta en vaqueros y con pinta de hipster. Porque es la forma de hacer que la música -en general- no quede como algo petrificado, como algo muerto, sino que tenga algo que decir al presente. Por eso, para los más escépticos: no, no hubo una banalización de Monteverdi. Más bien todo lo contrario. Su gesto de irreverencia, quizá, de con la clave de lo que esconde su música y la protege, precisamente, de aquellos que se creen guardianes de lo que ella tiene de falsamente inmaculado.

Y todo esto, sin perder un ápice de calidad musical. Vox Harmónica lo formaban, para este proyecto, Anaïs Oliveras, soprano, Eulàlia Fantova, mezzosoprano, Mariona Llobera, alto, Carles Prat, tenor, Antonio Fajardo, bajo y Edwin García, tiorba. Destaco, especialmente, el trabajo de Anaïs Oliverdas, con un vibrato delicadísimo y una deliciosa conducción de voces; y la labor de Antonio Fajardo, que demostró grandes dotes para el teatro que, unida a su potencia vocal, hacían de sus personajes algo hipnótico

Esta propuesta es un revulsivo. No sólo revisa la música de Monteverdi, sino que hace una pregunta para todos los que estamos en el mundo de la música sobre la dirección que deben tomar los conciertos. Los músicos interactuaban con el público, invitaban a una copa de cava al empezar -para hacernos sentir dentro del ambiente del bar donde sucedía la escena-, reían, bailaban: se divertían tanto que nos lo transmitieron y tuvieron a todo el público sonriendo de principio a fin. Esto de sonreír en un concierto es algo que se nos olvida a veces en los entornos habituales de clásica, donde parece que el músico, como un funcionario de turno, va, toca y se va, tratando en la medida de lo posible de darle a aquello un hálito de seriedad suprema que siga alimentando la idea de que la música clásica es complejísima, dificilísima, y que sólo se abre para algunos agraciados -algo que no siempre coincide con los que pueden pagar la entrada-.

¡Aire fresco, eso es lo que ha traído el Club Monteverdi al abrir sus puertas! ¡Chin chin!