Ricard III, de William Shakespeare (espectáculo en catalán).Teatre Nacional de Catalunya. Director: Xavier Albertí.

Durante un par de meses, el Teatre Nacional de Catalunya ha ofrecido una nueva versión teatral de la clásica tragedia shakespeariana, la cual forma parte de la saga que el bardo inglés dedicó a «loar» las lindezas y proezas de los monarcas británicos. En ella, Lluís Homar encarna al susodicho monarca, acompañado por un elenco actoral nutrido por interprétes como Carme Elias o Julieta Serrano, entre otros.

Esta nueva versión de la monumental obra del maestro Shakespeare – quien esto escribe sigue suscribiendo que nunca antes ni después ha habido en el arte dramatúrgico pluma tan aguda para diseccionar el psiquismo humano -, el director catalán Xavier Albertí nos ofrece una apuesta escénica para trasladar todo el intríngulis que preside la obra shakespeariana mediante una opción estética que se ha convertido en un auténtico leitmotiv de muchos creadores contemporáneos. Me refiero a la hibridación entre arte audiovisual y arte escénico, pudiendo (supuestamente) otorgar una nueva gama de intensidades y sensaciones a los espectáculos. En este caso, el apoyo en una cámara en movimiento que persigue al titánico Homar en su recreación de la nauseabunda criatura shakespeariana permite dar una profundidad al espacio que no solamente ilumina los recovecos velados por el ojo del espectador cuando selecciona determinados fragmentos, sino que testimonia todos los ardides que el monarca va tramando en su afán interminable por obtener un poder que sacie su sed de venganza al haber nacido físicamente deformado.

Dicho esto, debo decir que, como espectador, agradecí que Albertí se alejase de tópicos desastrosamente naturalistas como los de la inefable Vida privada, auténtico jarrón de agua fría en la temporada del Lliure de Montjuïc durante el período 2010-2011. Si bien la traducción al catalán con la que se maneja la dramaturgia y el montaje es exquisita, el estatismo que preside el deambulamiento de gran parte de los actores durante el desarrollo de la tragedia carga el ambiente con un hieratismo que entorpece la ya por sí compleja cadencia de los versos del maestro Shakespeare. En otras palabras, Shakespeare no es un autor para ser recitado, sino para ser vivido, pide a gritos que cuerpo y palabra se acoplen mediante desgarros y producciones de intensidades incesantes. Si a ello le juntamos lo errático que constituye el primer acto, con todos los actores a medio gas (incluido el señor Homar), la primera hora se hace difícil de soportar. Es una auténtica lástima que esto ocurra, ya que, tal y como lo analizó el genial Sigmund Freud, Ricardo III muestra el anhelo interminable sde un personaje que, dada su falta de gracia física, se cree en el derecho abusivo de obtener una compensación tiránica por semejante contingencia. Bien presente en la actualidad con todos los sujetos que no cesan en su empeño por reivindiciaciones narcisistas bajo el lema: «Yo me lo merezco todo».

Ni Carme Elias ni Julieta Serrano son capaces de levantar la primera parte y media de la función y, de hecho, si no fuera por el monumental y descomunal monólogo con el que se cierra la tragedia, con un Lluís Homar que sólo entonces tiene la bondad de mostrarnos su descomunal talento, estaríamos ante una de las más insulsas recreaciones del pérfido personaje shakespeariano. Demasiado subtexto se ha quedado en el tintero para crear un espectáculo con una dirección de actores y espacial bastante pobre y exigua, lo cual es de lamentar cuando se cuenta con el trío Homar, Elias y Serrano. No defrauda, pero tampoco emociona.