Llego un poco tarde, según los ritmos que nos marca la modernidad, a escribir estas letras. En marzo me llegaba un ejemplar de Cartas imaginarias, el último libro del escritor canario Bernardo Chevilly. Me pilló en un momento en el que no podía dedicarle la concentración que merece, y eso que el libro se lee en un suspiro. Ahora, por fin, siento que puedo poner algunas letras con sentido a las suyas, que lo tienen tanto. Ya me ha pasado en otras ocasiones, que no me adapto a los tiempos y comento libros cuando los descubro o cuando buenamente puedo. Es, también, una forma de resistencia a la supuesta «novedad» de las obras. Algún día veremos que no hay tal cosas como «novedad» en arte, pues entonces admitiríamos que Picasso es más «nuevo» que Goya. Eso solo pasa por cronología, y a mí la cronología me importa un bledo.

Cartas imaginarias (Editorial Renacimiento, 2017) es un libro que en realidad es tres. Contiene ilustraciones de Ginés Liébana, que hablan por sí solas, pequeños poemitas en el reverso de las ilustraciones (que ¡ojo!, no son mera anotación, sino que constituyen una carta por sí misma, donde Chevilly se desnuda un poco); y luego las cartas que dan nombre al texto. Son cartas que no existieron, pero que podrían haber existido o querríamos que existiesen. Chevilly hace un ejercicio de rebeldía, poniendo en boca de grandes autores de la cultura occidental experiencias, miedos, dudas y alegrías que los acercan a este lado de los seres normales y mortales. Es difícil hacer este ejercicio, pues se nos caerían mitos (y si algo somos es tendentes a la idolatría) y perdería su fuerza la absurda y común relación -que atufa romanticismo- entre lo extraordinario de las dotes artísticas con lo supuestamente extraordinario de la personalidad de estos seres. Es un desfile de humanidad, en el mejor sentido del término, lo que emanan estas cartas. Gente como Stravinsky, brahms, Debussy o Juan Ramón Jiménez se muestran como eso, como gente. Hay dos cosas que destacan: por un lado, algo que Benjamin consiguió con cartas reales en su texto Personajes alemanes: mostrar una «Alemania secreta» (como dice Vicente Valero). Chevilly lo hace con ficticias: abre un mundo subterráneo, una herida real en la historia de estos personajes. Lo segundo, en relación a lo primero, es que no son realmente cartas, sino microrrelatos. En una carta, Jacqueline Du Pré le escribe a Pablo Casals «La muerte es para usted un tránsito. Para mí, una liberación»: se condensa en esta frase el sufrimiento que vivió la virtuosa del cello cuando aparecieron los primeros síntomas de la esclerosis múltiple, que solo se irían (eso lo sabía) con la muerte. También el gesto de un Stravinsky viejo que escribe a Steve Reich y le dice que encuentra en su Come out un lugar donde volver a depositar su interés es significativo: solo algunos autores vieron (¡y se atrevieron a decirlo!) que algo de aquellas propuestas de las vanguardias no solo había sobrevivido, sino que venía dispuesto a cambiar todas las comodidades auditivas y visuales (la zona de confort, como dicen los modernos).

Cada carta es, por tanto, una puerta a otro mundo posible, donde esas cartas realmente hubiesen existido. Chevilly se sitúa así como un mero mensajero y editor de esos mundos posibles que él abre. Nos invita a pasar a la complejidad de cada una de sus frases que, como les digo, no tienen nada de mera anécdota, sino que recogen buena parte de lo que fue constitutivo en la vida de estos personajes ilustrísimos. El libro acaba con una referencia a la Carta a una desconocida de Zweig y así nos da una pista Chevilly de su pícaro objetivo: hacer de estos desconocidos, que creemos conocer bien porque nos deleitamos con sus obras, gente de carne y hueso, como nosotros, porque necesitamos ser algo de ellos (al menos, eso es lo que parece que el fondo hacemos cuando nos sumergimos en su legado cultural). Así que, en resumen, este texto sobre cómo lo imaginario está hecho de lo silenciado en lo real.

Decía que este libro se lee en un suspiro. No me entiendan mal: el suspiro al que hago referencia es de esos de las damas tipo Bovary, que condensan eternidades, o como los de los que comunican algo inenarrable de otro modo. Un suspiro que nos deja sin aliento.