La serie de conciertos Kontraklang ha vuelto a la capital alemana y, para ello, ha preparado una suculenta presentación, la Black Box Music de Simon Steen-Andersen (2012) junto con dos entrantes, sky-me, type-me (2011) de Jagoda Szmytka y el estreno de Freunde, de Christian Winter Christensen  (2017). Para ello, eligieron uno de los teatros más interesantes de Berlín, el Heimatfhafen, en el corazón de Neukölln, que tiene una dirección explícitamente política, al ensemble Scenatet y al percusionista Håkon Stene, para el cual fue escrita originalmente Black Box Music.

sky-me, type-me fue un comienzo un tanto desabrido. Es una obra que consiste en la exploración de las sonoridades que propician megáfonos portátiles: el sonido surgía del acople, de la saturación, de la extrañeza ante escuchar la propia voz con un aire robótico… La parte teórica de la obra prometía, además, una  búsqueda de la expresión sonora de las emociones básicas, una especie de traducción sonora de los emoticonos. El resultado, sin embargo, dejaba algo que desear ante tal promesa. Cuatro voces diferentes, de los performers sentados de espaldas al público cada uno con una mesa, un megáfono y una pequeña lamparita, seguían su línea que a duras penas conseguía superar la fácil exploración de efectos. Era, a mi juicio, mucho más la exposición de materiales para una obra que una obra en sí. Sus partes quedaban desintegradas y enseguida perdía el interés. Esta obra, que se sitúa cerca a las obras que suelen preparar ensembles como Handwerk o a las de François Sarhan, pecó de exceso de confianza en la materia prima de la contaba y redujo todo su discurso al medio, el megáfono.

Freunde, sin embargo, tenía algo más que contar y más relación con la última obra de la noche, Black Box Music. Se unía el elemento coreográfico de cuatro performers sentados en círculo con la electrónica que iba ‘aprendiendo’ según los patrones que se iban creando en el desarrollo de la pieza -la aceleración del final, que rompía con el tempo estable hasta el momento, dislocaba a la máquina-. El material de la obra partía de la percusión corporal, la coreografía y la poesía fonética y daba como resultado una obra que conseguía hipnotizar con la mecanización de los gestos repetidos. No obstante, uno de los performers iba siempre por delante del tempo, lo que rompía con la lógica de engranaje que aparentemente Christian Winter Christensen quería crear. Es interesante que parte del efecto percusivo corporal se conseguía golpeando o tocando el cuerpo de los otros de forma no violenta –como se ha hecho en piezas de danza– sino íntima. El silencio total de la sala era cómplice de esa incursión en el cuerpo de los otros. Quizá ese es el sentido del título de la pieza, Freunde (amigos): ser amigos implica poder tocar al otro con su beneplácito, moverse a la vez, comprenderse en el gesto. Perdonen la digresión.

Y, por fin, llegó el plato fuerte del menú: Black Box Music. Ha sido aplaudida y reseñada por numerosos medios y no es para menos. Se trata de una pieza absolutamente hiptnótica, que juega con lo que la audiencia puede y no puede ver  y también lo que puede escuchar y no escuchar de una caja negra que se proyecta en una pantalla. Håkon Stene, en este caso, maneja los elementos de dentro de la caja detrás de ella, introduciendo sus manos por dos aberturas. Para que lo entiendan más rápidamente: es como un teatro de marionetas, en el que el director mueve los muñecos intentando no ser visto. La analogía con el teatro no es baladí: una pequeña cortinita que el director abre y cierra recuerda a las de los juegos de niños. La sorpresa de lo que aparecerá cada vez que abra el telón es parte del truco de esta pieza. Salvo por algunos problema de encaje entre el gesto del director y el ensemble –sobre todo, en el retraso en la reacción–, la interpretación estuvo muy lograda, sin caer en dinámicas monótonas y evitando la fácil estrategia de dejar que el visual cargue con todo el peso. Tres partes, claramente diferenciadas, la constituyen –no es baladí esta velada referencia a la importancia de las tres partes en la música tradicional–: una, en la que la caja está prácticamente vacía, en la que el director mueve al ensemble entre el juego de sombras y el sound painting. Es decir, sus gestos están asociados con un sonido, muchas veces directamente tomado de la cultura pop, como una suerte de traducción de los sonidos de los dibujos animados. Las manos extendidas hacia fuera era como un volver a casa: así comienza la pieza, que es el gesto para un cluster entre todos los instrumentos convocados, en los que entran algunos tradicionales, otros modificados y algunos objets trouvés, como un taladro. La segunda parte consiste en la exploración sonora de diapasones de distinto diámetro, que crean una atmósfera sonora más íntima. Los diapasones se apoyan en piezas metálicas dentro de la caja que amplía el sonido mediante micrófonos en sus paredes. Es decir, si bien la primera parte tomaba el sonido (fuera) mediante el gesto (dentro), la segunda parte es una inversión: la prioridad la tiene lo que sucede en la caja (dentro) que consigue sacar sonido hacia fuera, no ser solo un medio sino también un fin (sonoro) en sí misma. La tercera parte es la de factura más steenandersiana, pues consiste en ir llenando poco a poco la caja de objetos cotidianos y buscar sus sonidos: gomas de plástico estiradas que dialogan con el contrabajo, basos de plástico que son movidos por un ventilador para oficinistas sofocados, serpentinas, globos. La pieza es una exploración del vacío –el gesto mínimo– al horror vacui, que resignifica completamente los sonidos iniciales –como el cluster con el que se abre la obra–. Aunque los materiales sonoros que constituyen la pieza y la fuerza del visual son determinantes, la pieza no deja indiferente.  Mientras muchos de los sonidos están directamente asociados con el mundo del pop, provocando incluso la risa entre los asistentes al traer al recuerdo los sonidos del Coyote y del Correcaminos, el pip de la censura televisiva o el chasqueo de lenguas y dedos; otros buscan reescribir la tradición de la que parten, poniendo en entredicho la labor del director –llamarlo titiritero no deja en muy buen lugar a los músicos vestidos de pingüino, serios y concentradísimos– y de la relación entre gesto y sonido. Si bien el gesto ha sido clave en toda la tradición musical, pues incluso la notación musical surge como copia de un gesto, éste tiene algo de autoritario, de guía, que impide alternativas a lo que el gesto indica. Quizá por eso el teatro donde se enmarca tal gesto es una caja de cartón donde se ve parte de la tramoya y casi está construida como lo haría un niño, con los materiales que tiene más a mano, materiales sencillos que nada tienen que ver con la búsqueda y defensa de lo liso y lo pulido de los adultos. Esto lo dice Byung-Chul Han, que en su libro La salvación de lo bello justamente incide en la tendencia contemporánea a eliminar la arruga, la marca, a favor de lo intacto. Como los móviles o los ordenadores. La caja de Steen-Andersen abandona este ideal y dignifica los sonidos de las cosas corrientes; esos que, quizá, hemos olvidado cómo escuchar.