Fotografía de Julius Eastman en 1980 © Andrew Roth

Este año el MaerzMusik, un básico ya del programa anual preprimaveral del Berliner Festspiele, ha dado un giro: mientras que otros años ha estado casi exclusivamente dedicado al problema del tiempo en el arte –y específicamente en la música– en términos teóricos, siguiendo las tendencias de la musicología de antes de 1980, en esta edición han dividido el protagonismo entre tal tema “clásico” y la política. ¿Quién maneja el tiempo? ¿Quién entra en el tiempo? ¿Quién no crea tradición, quién es expulsado de ella? Por eso, han incluido dos nombres que ayudan a repensar el tiempo como devenido canónico: Julius Eastman, con cuyas obras protagonizaron l festival el pasado 16 de marzo y Terre Thaemlitz, que es protagonista en varios eventos (y del que hablaré en mi próxima crónica).

El concierto de apertura comenzó con Prelude to the Holy Presence of Joan d’Arc para voz solista, una obra de 1981 que se escuchaba por primera vez en Alemania. Sofia Jernberg, situada en medio del patio de butacas, ofreció una rotundísima interpretación de una obra extremadamente exigente. Se mostró expuesta, vulnerable, pequeña y grande a la vez. Juana de Arco siguió siendo tema en la velada, que continuó con Holy Presence of Joan d’Arc para 10 violoncellos. La continuidad entre ambas obras aún es un misterio para mí. Un comienzo en tremolo en los cellos recordaba al más rancio estilo de Apocalyptica, rematado con una melodía de poco interés en el aparente primer cello. Se deshizo así la mágica intimidad que había abierto la noche con la voz desesperada y a veces tímida y fugazmente esperanzada de Jenberg. La falta de trabajo conjunto entre los cellos fue evidente, pues no había una línea constructiva clara, tampoco una idea conjunta de enfoque de las melodías. Solo quedó la sensación, como se dice en jerga, de estar “contando compases”, dibujada en las caras de (angustia de) los músicos y también –sobre todo– en el pobre resultado sonoro, que la hizo tediosa con solo breves momentos de interés. Por su parte, Gay Guerrilla, en versión para 16 guitarras eléctricas de Dustin Hurt (1979/2017) –originalmente compuesta para cuatro pianos–, resultó una mejora con respecto a la original con las posibilidades de color de las guitarras eléctricas. El trabajo dinámico fue excelente. Steh Josel, encargado de la dirección, tenía, a diferencia del ensemble anterior, dirigido por Anton Lukoszevieze, bastante claro adónde quería llegar. La tensión del final estaba pensada desde la primera nota, buscando la creación de atmósferas y destacando el minucioso trabajo de microvariación que articula esta pieza. El ambiente del Prelude volvió al Berliner Festspiele demostrando,  a la manera de los clásicos minimalistas, que menos es más.

No sucedió así, sin embargo, cuando llegó en la segunda parte con Femenine para Ensemble (1974), interpretada tras una modestísima versión de Buddha (1984), que pasó casi desapercibida y se unió de forma tosca con Femenine. Varias obras se han considerado a lo largo de la historia como “ininterpretables”. Es el caso por ejemplo de las primeras versiones de Romeo y Julieta, de Prokofiev o Die Soldaten, de Bernd Alois Zimmermann, que tuvieron que ser retocadas hasta alcanzar la versión actual para poderse representar. La pregunta que habría que hacerse es qué significa “ininterpretable”. Si es “intocable”, es decir, tan complicada de tocar que ningún músico humano podría ser capaz de hacerlo; o “impagable”, cuando el caché o gastos de producción son tan altos que es imposible hacerse cargo de ellos, como en Mysterium, de Scriabin; o “insoportable” para el público. Está siempre en el aire, casi como una amenaza, la cuestión de quién es el receptor de las obras de arte, especialmente las contemporáneas: ¿los especialistas, los iniciados, el mayor público posible? Eso que se suele decir de que “el público es el que manda” o “te debes a tu público” es evidente en los modelos industriales de creación de cultura, porque casi siempre es más importante el receptor que el producto cultural. Sin embargo, hay cierta música que si se hubiera compuesto pensando en el (gran) público no habría visto nunca la luz. Aquí se ponen en juego muchas cosas: desde la paciencia al asco. Pues bien, en Femenine se lleva la paciencia del público hasta el extremo en una obra marcada por el horror vacui del peor gusto. Un tema principal, mantenido en el xilófono, así como un ritmo constante de cascabeles crean el marco de la obra, que se basaba de nuevo en la microvariación del tema y la creación de atmósferas sonoras mediante su expansión y mutilación. En directo se suele esperar que obras que no nos terminan de convencer en grabación muestren su mejor cara. En este caso, sin embargo, se mostró una de las peores del minimalismo. Lo interesante, eso sí, es que puso a los oyentes entre las cuerdas.

Quizá se retrató en esta apertura el mejor y el peor Eastman, el que hilvana con un material mínimo algo íntimo y secreto, y el que expande sin mucho atino temas con poca gracia e interpretados pobremente. Eso sí: es un acierto por parte del Berliner Festspiele (sumándose así a una corriente que ya se siente en la capital alemana) de reconfigurar el canon de la música académica, que aún arrastra lo peor de la mal llamada clásica, limitándose en muchos casos a lo occidental, blanco, heterosexual y masculino.