Una buena temporada de conciertos no siempre es aquella que reúne al mayor número de orquestas, solistas y directores de renombre – eso solo requiere poder echar mano del talonario. Lo verdaderamente interesante de una temporada es el diseño de las propuestas; si además en ellas participan intérpretes de prestigio, mejor. Eso es lo que ha logrado el Palau de la Música Catalana con su programación propia que, además de traer a figuras como Gardiner o Kaufmann, también ha sido capaz de generar colaboraciones entre los coros de la casa – Orfeó Català y Cor Jove de l’Orfeó – y artistas internacionales de la talla de Mark Padmore, Simon Rattle o, en el concierto que nos ocupa, Bryn Terfel, con programas diseñados a medida para la ocasión.

El Palau montó un concierto alrededor de dos de las grandes escenas para bajo-barítono del repertorio: el adiós de Wotan a Brünhilde en Die Walküre y la muerte de Boris Godunov en la ópera homónima de Músorgski. Aprovechando la presencia de coro en esta última, el concierto se complementó con fragmentos corales, más otras escenas de ópera y musicales, en las que Terfel lució su versatilidad.

El bajo-barítono galés es un cantante único en el panorama actual, no solo por su privilegiada voz, sino sobretodo como por su irresistible carisma y personalidad. A pesar de encontrarse el escenario abarrotado por el Cor Jove,el Orfeó Català y la Orquesta Gulbenkian, la simple presencia de Terfel los eclipsaba a todos. Ya se ganó al público con su primera intervención, incluso antes de cantar una sola nota: con gesto insolente se abrió paso entre los músicos, arrojó una toalla -que usaría después para convertirse en el panzudo Falstaff- a los pies del director y lanzó una mirada desafiante al público. Seguidamente entonó una contundente versión del aria de Mefistofeles, llena de maldad y aderezada con unos impactantes silbidos que superaban a los de insignes predecesores como Ghiaurov, Siepi o Remey por la potencia ensordecedora y, sobretodo, por ejecutarlos notablemente afinados y ligados.

Terfel demostró una gran capacidad de conexión, además de elocuencia y sentido del humor en las diversas ocasiones en las que se dirigió al público, ya fuera para presentarnos alguna obra o para contarnos las circunstancias de su debut en la península, hace ya más de un cuarto de siglo. El galés lo dio todo en cada una de sus intervenciones, pasando sin problemas de las escenas más trágicas a las más cómicas. La muerte de Boris fue posiblemente la más impactante de ellas, con una conmovedora actuación tanto escénica como vocal que nos mostró a un tsar atormentado y arrepentido de su pasado. Menos adecuado vocalmente resultó el adiós de Wotan, con momentos que evidenciaban cierto desgaste vocal. A pesar de ello, logró transmitir con éxito el dolor y la tristeza del personaje, uno de los más humanos y complejos de la historia de la ópera.

A las escenas de ópera siguieron números más ligeros en los que el bajo-barítono siguió brillando, desde la sencilla belleza de Homeward Bound de Marta Keen, cantada conjuntamente con los coros del Orfeó, hasta la hilarante versión de «If I were a rich man», del musical El violinista en el tejado. La voz profunda a la vez que clara, la dicción diáfana y la expresividad natural de Terfel le permiten abordar este tipo de música con el mismo éxito que el repertorio lírico, esquivando la artificialidad que suele empañar la mayoría de empresas de este tipo.

Como es natural con artistas de este calibre, Terfel fue el gran protagonista de la noche. Pero no podemos pasar por alto el papel de quienes lo acompañaron en el escenario, que en ningún momento actuaron como simples secundarios. Este fue especialmente el caso de los coros del Orfeó, que mostraron un nivel altísimo, hasta el punto que se echó de menos alguna intervención más. El «Va, pensiero» de rigor sonó con la frescura de una primera audición, con un fraseo flexible y lleno de intención, seguro en los agudos y culminando en un final en piano excelentemente controlado. También la Orquesta Gulbenkian destacó por la calidad de su sonido. Gareth Jones dirigió con eficacia, especialmente las piezas de Verdi, con contrastes bien marcados, aunque en Wagner se echó de menos un planteamiento más cuidado, ya que la calidad de la orquesta lo permitía.