Confieso que soy un apasionado de la ficción japonesa. Goza de una sensibilidad por la individualidad y los temores y peligros de la sociabilidad que es capaz de hacer que los introvertidos de todas las partes del globo empaticemos con ella. Supongo que era cuestión de tiempo que existiera una Sayaka Murata. Una escritora joven de treinta y nueve años que después de varias novelas de distribución intranacional ha conseguido llevar una fuera de los horizontes del país nipón. Nos ha traído con ella, un personaje extraño. Como si de una versión femenina y orientalizada del Maursault del Extranjero de Camus se tratara, que tiene, como él, vocación de convertirse en universal.

La Dependienta tiene desde luego buenas perspectivas. Ya ha sido traducida a más de 30 lenguas y en España nos llega de la mano de Duomo ediciones, una editorial que de vez en cuando nos trae muestras de buen olfato literario y de Marina Bornas, una ya habitual de las traducciones del país del sol naciente. La novela en cuestión nos habla de Keiko, una joven que vive atrapada, por propia voluntad en un trabajo de aquellos que llegan en principio como temporales y precarios, principalmente para estudiantes, pero que a veces en algunas circunstancias se convierten en permanentes.

Keiko lleva la friolera de dieciocho años trabajando en un Konbini, lo que aquí conocemos como colmado o tienda veinticuatro horas. Desde la época en que estudiaba y necesitaba un trabajo así, una época que no terminó de superar. Keiko, que le supone un gran esfuerzo improvisar ya que le cuesta sentirse natural en situaciones sociales nuevas, encuentra en el trabajo en el Konbini un refugio. El Konbini le ofrece la estabilidad que necesita. Tiene unas normas a seguir, una rutina que siempre se repite y un conjunto de respuestas a cualquier situación que pueda darse dentro de él. Keiko se siente cómoda siguiendo un manual de instrucciones al pie de la letra y la cuesta entender las razones por las que un compañero de trabajo puede querer saltárselas.

A Keiko le cuesta relacionarse. No solo eso sino que le cuesta entender las motivaciones por las que la gente se relaciona, se casa o emprende una carrera laboral determinada. Siempre se ha visto a si misma como un bicho raro y por eso tiene que inventarse excusas para satisfacer a su insaciable entorno. Un entorno que se muestra insistente, que quiere respuestas sobre la vida privada de Keiko y que no duda en interrogarla. Sus compañeros de trabajo, sus antiguas compañeras de universidad, nadie entiende porque sigue sin casarse y sigue trabajando en un Konbini. Y ella solo busca la forma más eficiente para que la dejen tranquila.

La novela nos viene a contar eso. Como de rechazada puede sentirse una persona cuando no sigue los patrones sociales que siguen los demás. Como la sociedad se construye en grupos de adaptados y excluidos entre aquellos que aceptan las reglas sociales del juego y los que no. Una presión social muy presente en Japon y que es especialemente opresiva sobre las mujeres solteras. A partir de cierta edad socialmente no se entiende que una mujer que no haya encontrado marido o un buen trabajo, o preferiblemente ambas cosas.

Como Camus, referente reconocido por la misma Murata, sus textos reflejan lo absurda que a veces resulta la vida social y un cierto tinte de pesimismo en el momento de encontrar alternativas plenamente satisfactorias. Murata nos lo explica desde la voz narrativa de Keiko, que rápido vemos que parece sacada de otro planeta, y que se siente perdida en un mundo que no termina nunca de entender. Una voz narrativa obsesionada con el lugar donde trabaja y profundamente oprimida por la invasión de su intimidad que supone cualquier contacto social. Una voz narrativa que tiene algo de autobiográfico ya que Murata confiesa no poder vivir sin una rutina perfectamente detallada todos los días y también conocer muy de cerca los Konbinis. La autoficción siempre convierte la ficción en algo más interesante.