La música como quiebra de la ironía

La música como quiebra de la ironía

El gran arte moderno es siempre irónico, al igual que el antiguo era religioso. Del mismo modo que el sentido de lo sagrado enraizaba las imágenes al margen del mundo de la realidad, dándoles fondos y antecedentes preñados de significado, la ironía descubre bajo las imágenes y en su interior un vasto campo de juego intelectual, una vibrante atmósfera de hábitos fantásticos y raciocinantes que convierte a las cosas representadas en otros tantos símbolos de una más significativa realidad.

                                                                                                                                            (Cesare Pavese. El oficio de vivir)

A pesar de la teórica vuelta de la New Sincerity, en la actualidad —época del frameo, el meme y Yung Beef en el Sónar— somos, a la manera de Kierkegaard, sujetos irónicos. Entendida como distancia y gesto autoconsciente, la ironía es hoy la clave para interpretar muchas actitudes y la lingua franca de lugares como Twitter, Reddit o 4chan. Pero no basta con tuitear u opinar irónicamente, sino que hay quien viste irónicamente, come irónicamente y, por supuesto, hace o escucha música también de manera irónica. Aunque en la producción de música académica hay una serie de tipos formales asociados a la ironía —registros muy agudos, alteraciones radicales de la textura, elipsis o yuxtaposiciones modales— algunos de los cuales desglosa Benet Casablancas en El humor en la música. Broma, parodia e ironía (2014), es en los ámbitos tradicional y popular donde lo irónico, desde las letrillas satíricas con música del siglo XVII a Die Antwoord o Las Bistecs, es en muchas ocasiones un motivo central.

Más profunda y de límites más ambiguos es la recepción irónica de la música, muy variada y que comprende vertientes como la práctica institucionalizada de bailar música considerada kitsch en bodas, verbenas y otras celebraciones, diversos fenómenos de Youtube (La Tigresa del Oriente, Delfín o Wendy Sulca) y la recuperación de viejas glorias en festivales teóricamente alternativos, algo que quizá se inició con la participación de Kiko Veneno en el FIB de 2007 y que, desde entonces, es relativamente habitual (Raphael y el Dúo Dinámico en los Sonoramas de 2014 y 2016 o Los Chichos en el Primavera Sound de 2016). Evidentemente, la línea entre lo irónico y lo «serio» es ciertamente difusa y algunos de estos fenómenos (Camela en el Sonorama de este año o Lionel Ritchie en el Glastonbury pasado) pueden leerse como parte del discurso de recuperación de lo otro popular defendido por críticos como Víctor Lenore.

Wendy Sulca, de broma de Internet a MTV.

Pero es posible que la condición estética de la música, por varios motivos que trataré de explicar, tenga tendencia a disminuir o romper cualquier tipo de distancia irónica impuesta por el receptor, indistintamente de si su producción tiene o no una intención irónica. Cuando Heidegger señala en El origen de la obra de arte que, a diferencia de un cuadro colgado en una pared, los cuartetos de Beethoven yacen en los sótanos de las editoriales como las patatas en las bodegas, apunta una diferencia fundamental en el régimen estético de la música respecto a otras artes. La música, más que existir como objeto (una partitura, un disco, un archivo informático), sucede. Su ser-obra se realiza con su interpretación, o cuanto menos con su re-producción, algo que la diferencia de un cuadro, una escultura o una instalación y la acerca a regímenes representativos como el teatro o un recital de poesía.

Pero antes de hablar de esta acentuación de la temporalidad del ser —en términos heideggerianos— propia de la música, hemos de entender una característica común a la experiencia estética que Schiller condensó en el término Spiel (juego) y que más tarde sería sistematizado en el análisis de Kant y recuperado en la estética de Gadamer. Lo que define la esencia del juego es que no tiene otro fin que él mismo y que somete al sujeto a sus propias reglas, ajenas a las del existir cotidiano y que, por tanto, suponen la suspensión temporal de este y la imposición de una esfera de experiencia distinta. Como hizo notar Gadamer en Verdad y método, la experiencia estética comparte esta forma de ser del juego. Pero además, tienen otra cosa en común. Tanto en el juego como en la experiencia estética no hay una contraposición clara entre sujeto y objeto. Cuando jugamos formamos parte del juego, este es jugado por nosotros pero nosotros a su vez somos jugados por el juego. Lo estético es, en esto, idéntico al juego, solo existe como experiencia cuando es jugada, cuando el espectador, oyente, receptor, se abstrae de la cotidianidad, deja de considerar lo percibido un simple objeto y se abre a ser transformado por ello. Esto, en el caso de la música, puede implicar desde la escucha activa de Verklärte Nacht (Noche transfigurada) de Schoenberg a bailar un tema de minimal techno o cantar una nana. Aunque, por supuesto, cualquiera de estas prácticas puede realizarse desde la distancia, la música reclama el juego (la participación, el dejarse-llevar-con o sentirse parte) de lo que se escucha, baila o canta. Frente a esto, entendemos la ironía frente a la música como la oposición o negación parcial a que el receptor pueda dejar de ser sujeto-espectador para ser parte-participante en el juego. Por supuesto, de igual manera que uno puede ver un partido de rugby sin necesidad de jugarlo, también es posible establecer frente a la música la misma distancia en forma de ironía o análisis frío, aunque, como veremos, es mucho más difícil conservar este espacio como cesura. En absoluto se trata de entender la música como algo universal y todopoderoso a la manera de cierta estética romántica, sino más bien todo lo contrario. La música es tanto una práctica cultural como una experiencia subjetiva y la mejor forma de interpretar cómo nos afecta de forma diferente tiene más que ver con la semiótica cognitiva o el discurso fenomenológico de Merleau-Ponty que con la estética de Schopenhauer.

No es casual que en los Juegos Olímpicos de Londres de 2012 dos de los iconos británicos que participaron en las ceremonias de apertura y clausura fueran, respectivamente, James Bond (interpretado por Daniel Craig) y las Spice Girls, que llegaron en cabs con luces de colores y finalizaron su actuación en unos podiums instalados sobre ellos. Dado que es un grupo en decadencia —sus mayores éxitos fueron entre 1996 y 1998 con el repunte de su gira en 2007-2008— y seguido sobre todo por adolescentes bailar un tema suyo puede suponer una especie de guilty pleasure que se disimula a través de una falsa ironía quebradiza. Algo parecido sucede con ciertos hombres heterosexuales que bailan Y.M.C.A. o I will survive —himnos gays clásicos—  con la ironía impostada que sirve, sobre todo, para exculparlos (¿?) simbólicamente por hacerlo. En la misma línea puede verse, por ejemplo, la aparición de los Backstreet Boys en la última escena de This is the End que además sucede en Cielo, en el cual por supuesto rigen unas reglas diferentes a las terrenales. ¿Y qué sucede con la música que se ha hecho expresamente con una intención irónica? Excluyendo la música que se ha concebido como burla o antimúsica —de Vexations de Satie a algún disco del sello Warp— el efecto sobre la ironía, ya sea la canción del verano o un éxito eurovisivo, es esencialmente el mismo. Tomemos, por ejemplo, cierto trap y rap, conocido a veces —despectivamente— como meme rap, cuyos exponentes más conocidos son Lil B, Yung Lean o Tyler, The Creator y que tiene sus réplicas aquí en Bejo, Cecilio G o Pimp Flaco. Aunque pueden señalarse como precedentes los Beastie Boys o Goldie Lookin Chain, estos planteamientos solo han podido crecer al calor de la ironía de Internet y discursos como el vaporwave, que son siempre susceptibles de ser des-ironizados por el oyente. La ironía sería en este caso, a la manera del Schlegel de Fragmentos críticos, una dialéctica contradictoria entre creación y destrucción que hace a los autores plantearse su propia posición y papel sobre lo que crean y que sitúa al espectador, obligado a reconstruir este planteamiento, en una posición parecida que muchas veces se salva tomándose en serio la obra.

https://www.youtube.com/watch?v=PArTdhNda7k

Las Spice Girls, guilty pleasure de la edad adulta.

El asedio estético que la música realiza sobre la ironía del receptor y que tiende a forzar en última instancia su participación en el juego gadameriano es posible, en parte, por aquello que distingue la música de otras formas artísticas y a lo que antes nos hemos referido como la acentuación de su ser, puesto que la música sucede, es puesta es marcha. Esta dimensión temporal, su ritmo, está asociada directamente al cuerpo en forma obviamente de baile y movimiento (la producción motora derivada de la música) pero también, como señala Rubén López-Cano (Los cuerpos de la música: Introducción al dossier Música, cuerpo y cognición), a la proyección metafórica de esquemas cognitivos corporales o la semiotización corporal de la música. Aunque quizá este es el elemento más importante, también tienen incidencia la dimensión armónica (a través de la alternancia entre tensión y relajación en el sistema tonal, por ejemplo) y la dimensión emocional que evoca recuerdos asociados lo que se escucha.

Por decirlo con un ejemplo concreto, You Never Can Tell, de Chuck Berry, depende de igual manera para implicar al oyente de su backbeat rítmico, su tensiones armónicas entre dominante y tónica y la escena de Pulp Fiction que le dio una segunda juventud a partir de la década de 1990. Puede decirse que Vincent Vega (John Travolta) encarna perfectamente la quiebra de la ironía de la que hablamos, pues pasa de ser reacio a participar en el concurso de baile a entrar en casa de Marselus Wallace y Mia (Uma Thurman) bailando un tango con ella. ¿Es irónica la forma en la que Mia y Vincent bailan en el Jack Rabbit Slim’s? Es posible que sea una pregunta poco relevante pues, como simboliza el trofeo que consiguen, la música acaba rompiendo cualquier barrera irónica y llevando a ambos a ser partícipes del juego. Por supuesto, lo que pasa a continuación no es más que una forma, tan sarcástica argumentalmente como efectiva, de romper este juego y devolver a sus participantes a la esfera ordinaria de la experiencia —Eros-Thanatos-Eros— desde la sangre, la desesperación y, por último, la adrenalina.

Apuntes sobre presencia y auras frías en la música digital

Apuntes sobre presencia y auras frías en la música digital

En Las auras frías (Anagrama, 1991) Jose Luis Brea suavizaba el diagnóstico de Walter Benjamin sobre el efecto de la reproductibilidad técnica en la obra de arte. La tesis que abre el libro sostenía que el aura, contrariamente a la desaparición diagnosticada por Benjamin, seguía flotando «vaporosamente en torno a la obra» aunque su constitución era la de un halo frío cuya electricidad actuaba precisamente como el nuevo origen de todos los flujos simbólicos que van desde el objeto hasta su ámbito representativo. La implicación más importante de este nuevo régimen mediático de reproducción, continuaba el autor, era la estetización difusa pero patente de todos los ámbitos reales y virtuales de la existencia. Hoy en día, veintiséis años después del texto de Brea y con ejemplos como la posibilidad de mostrar contenido efímero de las redes sociales, parece evidente que esta colonización estética sigue completándose y que uno de sus espacios principales es el escenario digital.

La música digital, entendida como aquella cuya recepción está mediada por un dispositivo o elemento digital, está especialmente sujeta, por su propia existencia desde la reproductibilidad técnica, a la circulación y los efectos de estas auras frías. Uno de los procesos favorecidos por esta condición es el de la intensificación y atenuación de la presencia, tanto material como simbólica, de  músicas no siempre nuevas pero sí envueltas por nuevas categorías musicales. La presencia puede entenderse como el acto de mostrarse, hacerse presente, representada por dos tipos de recepción: oír y escuchar. Esta distinción, hecha por Barthes en Lo obvio y lo obtuso: imagénes, gestos, voces (Paidós, 1986), considera que oímos cuando nuestra atención no se orienta hacia lo percibido como ente concreto, por lo que no tratamos de descifrar sus códigos ni realizamos una reelaboración intersubjetiva explícita. La música que se oye pero no se escucha y por tanto no entra en el juego de las significaciones, es aquella musique d’ameublement de Satie que dota de ambiente sonoro un centro comercial o aeropuerto pero cuya presencia podríamos llamar negativa, es decir, material pero no simbólica.

Una de las nuevas categorías que puede entenderse mejor desde las auras frías es el vaporwave, establecido como género a partir de 2010 desde tendencias como el seapunk. Aunque musicalmente es bastante dispar y ha mutado en multitud de microgéneros, en general podemos decir que proviene de músicas con presencia negativa como el ambient, smooth jazz o new age, que samplea y repite con la aplicación de diversos procedimientos (compresión, pitch shifting, distorsión…) para, en definitiva, intensificar la presencia de una música tradicionalmente ausente de la escucha. La intención y el efecto de este hacer presente lo velado ha tendido a leerse en el vaporwave como una reapropiación subversiva de elementos del capitalismo a modo de détournement situacionista —como sugiere Grafton Tanner en Babbling Corpse (Zero Books, 2016)— aunque esta interpretación ha sido objeto de críticas tanto formales como de contenido. Al margen de este debate, interesante en sí mismo, es importante señalar que su condición digital —la circulación de las auras frías de las que hablábamos— ha sido central para su crecimiento en redes como Tumblr o Reddit y el desarrollo de su discurso visual, basado sobre todo en la cultura pop de las décadas de 1980 y 1990 a través particularmente de la animación informática de ese momento (Windows 95, videojuegos de 16 bits o la Web 1.0), en lo que podríamos considerar un acto paralelo de (re)presentación, esta vez desde lo iconográfico.

リサフランク420 / 現代のコンピュー (Lisa Frank 420 / Modern Computing) de Vektroid, uno de los temas clásicos del primer vaporwave

Otro caso paradigmático es el llamado chill hop o lofi hip hop. En lo musical no es, en ningún sentido, una novedad y puede relacionarse sin problemas con productores actuales como Freddie Joachim y Damu the Fudgemunk o el lado más amable del sonido conocido comercialmente como trip hop —sellos como Ninja Tune o Mo’Wax— hasta el punto de que hay quien lo considera un subgénero, previa eliminación de cualquier factor experimental y acentuación elemento jazzístico. Sin embargo, un cambio interesante que opera en su forma de representación es que sitúa en primer plano un elemento inicialmente secundario, el fondo musical para la melodía o el recitado rítmico de un rapero. Simultáneamente, en un juego de presencias y ausencias, a la vez que rescata este soporte como protagonista sonoro invierte su presencia ofreciéndolo como música de fondo, por lo que en los títulos de sus listas y mixes aparecen palabras como ambient, cafe, study, relax o afterhours.

Además de esto, plataformas como Youtube han posibilitado un fenómeno que añade otro tipo de presencia a la mediación de esta música, el streaming musical. Por ejemplo, el canal Lofi Hip Hop 24/7  Chill Study Beats Radio emite «en directo» ininterrumpidamente desde hace meses música encuadrada en este género a través de una lista de reproducción que suena junto a la imagen de un animeWolf Children, Summer Wars y similares— convertida en un loop infinito. Este canal suele rondar los 4.000 oyentes simultáneos, que además interactúan entre ellos a través del live chat de la aplicación. La gente escribe acerca de lo que hace mientras suena la música. Hablan de lo que estudian, comen o pintan —un examen de arquitectura, la mejor pizza de San Francisco, una mala imitación de Renoir— con alguna mención a la música, que se oye más que se escucha. A la presencia de la música se suma por tanto la de las personas que forman, en cierto modo, la sociedad de emisores con la que Barthes fantaseaba en su autobiografía Roland Barthes por Roland Barthes (Paidós, 2004).

La emisión en directo de Lofi Hip Hop 24/7  Chill Study Beats Radio

Los cambios que la reproductibilidad técnica introduce sobre la música y sus prácticas sociales van, en definitiva, mucho más allá de una pérdida o metamorfosis en su aura. Las auras frías, en términos de Brea, determinan flujos simbólicos cada vez más complejos desde y hacia el medio digital como régimen de representación. Puede que a la música digital se le haya incorporado un valor diferente tanto al ritual como al exhibitivo, un valor que podríamos llamar congregativo y que genera presencias y comunidades virtuales. El hecho de que la presencia y la interacción con otros pueda ser tan importante como la de la música misma nos obliga a recordar que, a pesar de visiones apocalípticas y simplistas sobre una red anónima o líquida, como sugirió Eloy Fernández Porta en Homo sampler (Anagrama, 2008) la red también es capaz de consolidar cosas etéreas tales como amistades, vínculos o deseos a la vez que las articula en estructuras sólidas a pesar de su condición digital.

 

* Sobre las relaciones entre sujeto y dimensión mediática es interesante leer el texto de Ernesto Castro contenido en Redacciones (Caslon, 2011), de donde he tomado las referencias a Barthes y Fernández Porta.