Moses und Aron, de Schönberg, en la Komische Oper de Berlín: una lectura beckettiana.

Moses und Aron, de Schönberg, en la Komische Oper de Berlín: una lectura beckettiana.

El reto de representar Moses und Aron, una de las grandes obras de A. Schönberg, es al mismo tiempo complicadísimo y apasionante. En Berlín casi se habla más de la escenografía de Berrie Kosky que de todo lo demás. Y es que presentó un trabajo al principio poco convincente. Antes de iniciarse la escena, se proyecta sobre una tela negra un fragmento del texto de Esperando a Godot, de Beckett, lo cual es una declaración de intenciones por parte Kosky
«ESTRAGÓN: Siempre encontramos alguna cosa que nos
produce la sensación de existir, ¿no es cierto, Didi?
VLADIMIR (impaciente): Claro que sí, claro que sí, somos
magos».
(Traducción de Ana María Moix)
 Sin duda, Moisés y Aron (Schönberg decidió eliminar la segunda «a» de Aarón porque si no el título original tendría 13 letras, y él era altamente supersticioso) son ellos dos, Vladimir y Estragón. Una idea atrevida y muy rica para trabajar todos los recovecos de la historia. Es un giro radical del relato, que deja abierta la cuestión de si Kosky estaba buscando, entonces, hacer una crítica radical al momento religioso de la ópera. Moisés representa al intelectual, el teólogo, por así decirlo, el personaje que recibe inmediatamente la palabra de Dios y es así como quiere transmitírsela al pueblo oprimido de Israel, que vive en Egipto bajo el yugo de los faraones. Aron, que representa el momento práctico, lo mediato, le sugiere que deben facilitarle al pueblo ese mensaje. Él hace una de las grandes preguntas que recorren toda la pieza: ¿cómo podemos creer en algo abstracto?. Para Kosky, esta cercanía de Dios al pueblo no es sino mediante la magia, algo que ya apareció desde el principio con los zapatos de Moises, que prenden f Aron se dedica a hacer trucos de magia que hipnotizan a algunos, aunque otros siguen recelosos de ese mensaje divino. Una lectura radical, pues estos trucos no son tal en el libreto original, sino verdaderos milagros. Así que Kosky está traduciendo la verdad simplificada que propone Aron por el engaño y el artificio que es la magia. Con lo cual, cabe la pregunta de si Kosky está viendo en la religión la capacidad de poner, en lo que originalmente sería la palabra de Dios, la palabrería y lo volátil. Esto contradice esencialmente la idea judía de revelación y de inmediatez, que sólo se mantiene intacta en Moisés. Kosky marca la separación de los dos polos, y eso enfatiza el final del primer acto, donde el pueblo rechaza a Moisés pero se convence de las medias verdades de Aron. Pero, si asumimos que Moises es Estragón, Dios no es más que ese convencimiento que nos hace existir. La revelación no es más que desesperación por el sentido de la vida.
El segundo acto también lo enmarca una cita de Esperando a Godot, lo cual confirma toda sospecha, y con Moises haciendo un truco de magia: se introduce un pañuelo blanco con una estrella de David azul en la mano. Al sacar el pañuelo, la estrella ha desaparecido. Y lo vuelve a hacer varias veces, haciendo así aparecer y desaparecer la estrella. Bien podría interpretarse este acto simbólico como la pregunta de si lo que ocurre en el escenario es sólo una cuestión judía o, en general, un problema del fundamento de cualquier religión. La aparición del becerro de oro fue uno de los momentos de más belleza de la puesta en escena. Con la luz de una cámara de cine antigua, cuya manivela es movida por Freud, Marx y ¿Schönberg mismo? (algunos críticos apuntan que es Mahler, maestro de Schönberg) aparece una bailarina dorada, que guía al pueblo a la idolatría, a la «adoración de la carne», el cual está desesperado por la tardanza de Moisés en el monte Sinaí. Una danza bellísima, que termina con tres bailarines más que se le unen y, más adelante, con una mujer anciana, con el pecho caído, desnuda, que viste los despojos del becerro de oro y mira al público con la boca abierta pero sin decir nada durante un tiempo que se hace eterno.
La unión de otros judíos que dan cuerda a la cámara cinematográfica, la propia introducción del cine como elemento histórico del engaño y el baile son elementos altamente simbólicos. A mí me sugirió, dado el escenario que se mantuvo toda la pieza, muy similar a una suerte de sala de proyección o a una suerte de sala de operaciones, que Kosky quería trabajar con el adentro y el afuera, con la ilusión que mantenemos en nuestra existencia de tener nuestro espacio; el cual, en realidad, es el espacio que nos dejan tener.
Quizá la escenografía fue, precisamente, lo más deficiente de la puesta en escena. Parecía demasiado sobria, demasiado vacía. Luego ese vacío se convirtió en todo lo contrario, en una claustrofobia absoluta, un horror vacui de manual con la aparición del coro. El contraste era muy interesante, pero los polos fueron demasiado extremos, especialmente al principio, en la revelación de Moisés. A nivel musical, el coro fue ejemplar, algo fundamental, ya que la obra, si es algo, es expresión de lo comunitario, trabajo del pueblo, relación de lo social con las imposiciones, las ideologías y las creencias. Es lo político, en el sentido del demos griego. La precisión, los matices, el gusto, la comprensión de la obra: todo fue excelente, y lo potenció una coreografía milimétrica, acelerada, radical: todo un año de ensayos, según me contaron algunos de sus miembros. Se mezclan en el escenario judíos vestidos al modo tradicional y con ropa actual, lo cual nos permite introducir la continuidad en el relato koskyano. Vimos a un Moisés (Richard Haywaks) que hizo un Sprachgesang con una voz rota de gran calidad  e impostación de calidad, pero en muy baja forma física. Su postura, con los hombros caídos, las dificultades para moverse y los problemas respiratorios fueron evidentes en su teatralización, totalmente absorbida por Aron, que fue imponente. Hubo algunos errores de coordinación, debido a que John Daszak tuvo que incorporarse a última hora por enfermedad de David Cavellius. Aún así, y aunque vocalmente le faltaba todavía un plus, fue muy convincente teatralmente, demostró cómo un artista ha de adaptarse a todo y trabajar rápido y con calidad. Su voz fue especialmente interesante en las dinámicas medias. Jens Larsens, que hacía el rol del sacerdote, muchas veces brilló más que los protagonistas. El error no está en él, claro, sino en la descompensación vocal de aquéllos. Y, a la batuta, estaba Wladimir Jurowski, que hizo un excelente trabajo, en términos generales, con esta partitura que es complejísima. No obstante, echamos de menos más pianos como los que Berg supo musicar en el III movimiento de su Suite lírica: es decir, pianos introspectivos, de la nada, a la altura de la música que escribió Schönberg.
Creo que marca de que una obra es buena es que siempre deja preguntas sin contestar y, si se alcanza una respuesta, aparece una nueva. Esto ya sabía que pasaba con Schönberg (aquí tienen el enlace  a una tesis doctoral excelente sobre la pieza), pero intuyo que Kosky ha acertado en muchas cosas: su escenografía aún me deja muchos enigmas y me da la sensación de que ha revisitado muy dignamente este monumento musical del siglo XX.
FICHA TÉCNICA
Dirección musical
Escenografía
Decorado e iluminación
Colaboración de decorado
Anne Kuhn
Vestuario
Dramaturgia
Coro
Choreografía del becerro de oro
Coro
Solistas del coro de la Komische Oper y el Vocalconsort Berlin
Moses
Aron
Mujer joven/ primera mujer desnuda
hombre joven
Adrian Strooper,
Michael Smallwood, Michael Pflumm
Efraim/otro hombre
Sacerdote
Joven desnudo
Michael Pflumm,
Johannes Dunz
Una enferma/tercera mujer desnuda
segunda mujer desnuda
Sheida Damghani
por Marina Hervás
Fazil Say en la Konzerthaus de Berlín. Un programa descompensado

Fazil Say en la Konzerthaus de Berlín. Un programa descompensado

Quizá es que estoy cansada de que siempre se repitan una y otra vez los mismos programas, quizá es que el repertorio tiene que tocarse de una manera extraordinaria para que cuente cosas nuevas. El caso es que me sobró Mozart y Haydn, aunque por dos diferentes razones. El Mozart fue soso, simplemente correcto. Estos stars que tocan hoy aquí y mañana en la otra punta del mundo es imposible que tengan tiempo de pensar las obras como merecen. Las ideas estaban claras, estuvo bien tocado (en el sentido de que se entendían las líneas de tensión y de construcción), pero no había ese plus que la partitura mozartiana puede ofrecer. El cansancio, quizá, la dinámica de tocar hoy el Mozart n. 12 y mañana el Beethoven n.3 y pasado el Grieg, como si la música fuera una suerte de mercado donde se pueden elegir los hits que exige el cíclico cambio de programa acorde con los gustos de cada institución. El Haydn sobró porque la obra de Say, de la que hablaremos a continuación, al eclipsó. Queridxs programadorxs: ¡ojo! la música dice cosas, tiene un sentido. No se puede poner, simplemente, dos obras juntas porque hay que llenar un horario. Las obras tienen que dialogar entre ellas. El paso de una atmósfera a otra fue casi insultante para ambos compositores. Un sinsentido que dejó al público con un sabor agridulce.
El Idilio de Siegfried, una obra de juventud, ayudó a resaltar las cualidades musicales de la Orpheus, que demostró que determinados repertorios (con un número concreto de músicos) pueden funcionar extraordinariamente bien sin director. Así hicieron todo el concierto y fue ejemplar. Su conexión, el trabajo conjunto de pensar la obra era evidente. Se podía seguir auditivamente la construcción de las obras, especialmente en el Wagner, donde fueron delicadísimos. Supieron mantener la tensión en una obra que tiene el defecto de que se puede caer muy fácilmente, porque los motivos son sencillos y aparecen numerosas veces. Si se tocan sin más, se desmorona la construcción.Desde luego, lo mejor, fue la forma de dialogar entre el conjunto de cuerdas y el viento. Las dinámicas y el color fue excelente. Especialmente logrado fue el sonido de la oboísta.
La obra de Fazil Say volvió a confirmar algo que llevo pensado varios años: que se está volviendo mejor compositor que pianista. Con esto no quiero decir que sea mal pianista, ni mucho menos. Pero su talento está en la composición, donde demuestra una y otra vez que sus ideas son riquísimas y sabe hace hablar a los instrumentos de esa mezcla que es su propia vida. En la obra escuchamos un trozo de toda la tradición musical, también la más contemporánea. La composición jugaba con la unión entre efectos sonoros (como glissandi y sul tasto), que eran una suerte de marco, y la unión entre melodías que toma de la tradición turca y romántica europea. Una obra que sabe a Istambul, a esa ciudad entre dos continentes, entre varias religiones, varias culturas, un idioma que bebe de casi todos los arcaicos; que huele al gran bazar, donde aparecen las especias de todos los colores y se juntan los tapices y alfombras tradicionales con las camisetas de los equipos de fútbol. Musicalmente, como Say sabe para qué músicos trabaja, se aprecia la construcción de cámara, si se puede decir así. Si duda, fue lo mejor del concierto, aunque Say se hizo un flaco favor a sí mismo al haber escogido el Mozart y al hacer una interpretación del mismo tan por encima, tan de puntillas. La orquesta, un diez. Demostraron muchas cosas: que no hace falta un gran número de músicos para alcanzar un buen sonido, que no hace falta (siempre) un director, que la música de cámara tiene que existir siempre, con cualquier repertorio, que todas las voces hablan.

FICHA TÉCNICA

ORPHEUS CHAMBER ORCHESTRA

FAZIL SAY Piano
Richard Wagner
«Siegfried-Idyll»
Wolfgang Amadeus Mozart
Konzert für Klavier und Orchester A-Dur KV 414
Fazil Say
Chamber Symphony op. 62 (Composición de encargo de la  Orpheus Chamber Orchestra)
Joseph Haydn
Sinfonie Nr. 80 d-Moll Hob I:80

por Marina Hervás
Programa doble en la Komische Oper de Berlín: Excelente Bártok, prescindible Puccini

Programa doble en la Komische Oper de Berlín: Excelente Bártok, prescindible Puccini

 

Fotografía de Monika Rittershaus
FICHA TÉCNICA

Dirección Musical      Henrik Nánási
Escenografía               Calixto Bieito
Decorado                     Rebecca Ringst
Vestuario                     Ingo Krügler
Dramaturgia               Pavel B. Jiracek
Iluminación                Franck Evin, Rosalia Amato
Gianni Schicchi          Günter Papendell
Lauretta, su hija         Kim-Lillian Strebel
Zita, prima de             Christiane Oertel
Buoso
Rinuccio, sobrino       Tansel Akzeybek
de  Zita
Gherardo, sobrino      Christoph Späth
de  Buoso
Nella, mujer de           Mirka Wagner
Gherardo
Betto Di Signa,           Stefan Sevenich
cuñado de Buoso
Simone, primo de      Jens Larsen
Buoso
Marco, su hijo             Nikola Ivanov
Ciesca,                          Anna Werle
mujer de Marco
M. Spinelloccio,          Bruno Balmelli
Médico
Amantio Di Nicolao,  Philipp Meierhöfer
Notario
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Barbazul                         Guidon Saks
Judith                             Ausrine Stundyte

Además, para más inri, la puesta en escena de Gianni Schicchi fue obscena, escatológica y muy banal. Las alusiones al infantil «caca, culo, pedo pis» eran constante, además de hacer de los personajes una suerte de corte de los milagros que incluyen a Torrente, La Chona, Betty «La fea» o una suerte de jorobado de Notre Dame, un tontito, del que burlarse fríamente. El escenario, que mostraba una habitación de esas de casa de abuela que no se pueden situar específicamente en un periodo del tiempo, castísima (con sus vírgenes y crucifijos), era una suerte de habitáculo claustrofóbico para la esperpéntica familia. Sobraron por completo los momentos (por citar algunos) en que Nella (que hacía de las veces de La Chona o de la Jenny de cualquier teleserie española) se insinuaba, se tocaba todo el cuerpo, e incluso, cuasi explícitamente le sugería tener sexo anal a Schicchi; o cuando Rinuccio se restregaba la cara con excrementos de su difunto tío; o cuando Gherardo enseña su trasero de manera gratuita o cuando Marco se tira dos pedos y los dirige al público. No se trata de ponerse casto o escandalizarse por este tipo de humor. Sin embargo, en algunos momentos atentaba contra la inteligencia del espectador y molestaba verdaderamente al transcurso de la acción. Por fortuna, y nadie sabe cómo, los músicos supieron mantener la concentración entre aquel espectáculo penoso y dejaron momentos muy destacables. Kim-Lillian Strebel hizo un dignísimo «O mio bambino caro» (que es probablemente el aria más esperada de toda la pieza), con un decrecesndo largo y muy delicado al final, en el pianissimo. Tansel Akzeybek tuvo momentos muy bonitos. Su voz es potente y su vocalización y dirección son impecables. Günther Papendell brilló en su doble caracterización (haciendo de él mismo y Buoso). Fue divertido, convincente y caradura, también en lo musical. Los demás fueron correctos.

El plato fuerte fue el Castillo de Barbazul de Bártok. Es, sin exageración, toda una experiencia musical. Fue excelente a todos los niveles. La coreografía y el escenario es hipnótico. Saks y Stundyke trabajan de forma ejemplar. Musicalmente fue brillante en la conservación de la tensión hasta el final. Destacaron, además, la sección de vientos maderas (en especial el oboe) y la percusión. Lo interesante y originalísimo de la unión de ambas obras es que el cambio de escenario se hace sobre la marcha, sin pausa. De pronto, entra Barbazul a la habitación en la que antes sucedía Gianni Schicchi, y le sigue Judith. La habitación se parte en tres módulos, los cuales se van desplazando y desaparecen de la escena. Los técnicos introducen nuevos módulos con los que los cantantes van interactuando, según Judith va abriendo puertas. La interpretación que Bieito hizo de la obra es extraordinaria. Judith va abriendo, en realidad, las puertas del interior de Barbazul, por eso el teatro también se abre. Se muestra todo el rato la tramoya, pero no importa. Nada es más real que lo que sabemos que pasa de mentira, lo que sucede en el escenario. La sensibilidad de la estructuración de la escenografía y la coreografía hicieron brillar la obra, ya de por sí una pequeña joya del repertorio operístico del siglo XX. Se debate los polos esenciales del ser humano, sobre todo, la convivencia entre lo racional y lo irracional o el conflicto entre lo que uno es, lo que otros creen que uno es y lo que uno quiere mostrar de sí mismo. ¿Qué derecho tenía Judith de abrir esas puertas, de penetrar en el yo de Barbazul? Conocerle más es renunciar a poder quererle. Pero, al mismo tiempo, esa renuncia es la única forma que tiene Judith de no traicionarse a sí misma. Si tuviésemos que buscar una sola palabra para esta representación sería pasión, en sus dos acepciones: como éxtasis, como cúlmen emocional y como padecimiento. Por eso Judith quiere hacer padecer físicamente a Barbazul, lo condena, lo odia, pero al mismo tiempo no puede sino quererle porque se está abriendo a ella, porque le está mostrando su negrura. Los dos, allí, en ese teatro negro, con escenografía que va desde una cama, a un baño y a la fachada de un castillo clásico en muy mal estado, y un juego de lueces impecable, se llenan de sangre, tienen relaciones sexuales, se pegan, se intercambian la ropa. No saben cómo expresar físicamente ese pathos, por eso todo es tan exagerado: no puede ser de otra manera cuando se trata de despojarse de secretos, de saber que el final ha llegado porque se comienza a conocer el inicio. Todo se queda corot: fue magistral. Saks y Strundyke son un dúo de extremada fuerza teatral y vocalmente son precisos, potentes, claros y capaces de modular a su antojo. Strundyke salvó como si fuera fácil los complejos pasajes a capella y demostró una forma física fundamental, ya que forzando la respiración o corriendo seguía siendo impecable. La compenetración con la orquesta fue clave, Nánasi captó perfectamente la interpretación de los personajes.
Lo que la komische Oper consiguió con este tándem fue dejar en un lugar pésimo a Puccini, que quedó como un mero compositor simplón y prescindible. Creo que el año de composición no es un motivo suficiente para poner a dialogar de esta manera a dos obras: ya dijo Dahlhaus que no siempre lo cronológicamente simultáneo es contemporáneo. El Gianni Schicchi podría ser una pieza imprescindible en otro ámbito pero, en esta relación, quedaba muy retrasada con respecto a Bártok, tan sensible a lo que pasaba en esos primeros años del siglo XX.
                                                                                                                   Por Marina Hervás
Mahagonny no llegó a su ascenso. Kurt Weill en la Staatsoper de Berlín

Mahagonny no llegó a su ascenso. Kurt Weill en la Staatsoper de Berlín

 

 

Foto de Matthias Baus

Ficha técnica

Hay algo de esta ópera, en cierto modo tan actual, tan viva, que no ha estado presente el pasado 9 de abril en la Staatsoper de Berlín. Aún no detecto qué es lo que no ha terminado de funcionar. Fue una representación que deja a los asistentes fríos, pese a haber pasado musicalmente por un montaje de música que nos acompaña a menudo. No podemos terminar de sentirnos identificados con nada de lo que pasaba en el escenario. Quizá fue eso: quizá fue que la escenografía no estaba a la altura de la calidad de la partitura. En muchas ocasiones, se asemejaba a los malos montajes escolares. Las escenas se sucedían entre dos cortinas de cadenas metálicas lo cual, visualmente, al inicio, era muy convincente pero que terminaba entorpeciendo el discurrir de la acción y, sobre todo, aportaba poco al contenido de la obra (algo no permisible a estas alturas de la historia de la escenografía). El centro del escenario lo presidía una suerte de espejo enmarcado, que hacía, de cuando en cuando, las veces de puerta y de estrado. También el escenario terminaba en dos espejos. Algo que podría haberse calificado de meramente decorativo si no fuera porque, en un momento dado, Jenny lo utilizó para crear formas caleidoscópicas con su cuerpo. Lo cual me desconcertó más: si los espejos tienen un protagonismo, o parece que lo tienen, en el sentido esceanográfico, ¿porqué no usarlos a conciencia? ¿qué sentido tienen elementos situados en lugares tan llamativos si sólo casi por casualidad adquieren un sentido dentro de la acción? Bien, esto nos llevaría por otros derroteros que ahora no vienen al caso. Tampoco el vestuario fue convincente. Los hombres iban vestidos como gentlemen  de los años 30. Las prostitutas y Leokadja Begbick iban vestidas, no obstante, de manera estrafalaria. El contraste con los gentlemen era excesivo y, además, innecesario. Lo estrafalario de las damas era, simplemente, kitsch, una suerte de pastiche de un estilo glam venido a menos. Que fueran prostitutas y, según la interpretación del esceanógrafo, Leokadja Begbick una suerte de madame, no justifica ese atuendo de la diferencia, donde los varones tienen derecho a estar en el mundo de lo normal y ellas, sin embargo, en lo anormal, lo extraordinario. Precisamente son las mujeres, en esta obra, las que muestran el problema social, el veneno del paraíso que prometía ser Mahagonny. Con esto no hago una interpretación à la Adán y Eva, donde la mujer trae todos los males al mundo (según el relato de asiduos a Intereconomía…), sino que la mercantilización del cuerpo de las mujeres como pilar de la economía de la ciudad es una de las claves críticas de la pieza. Es decir, las mujeres en Mahagonny representan lo que más crudamente es el ser humano. Y si no, que se lo digan a las mujeres asesinadas, a las putas de los mundiales de fútbol, a las lapidadas vivas, etc. Por eso, apartarlas de la normalidad, como si eso fuera diferente a lo que son esos hombres con chaqueta que se tapan sus partes nobles con el bombín antes de entrar al prostículo, es una ideologización (si me permiten) del rol femenino. Ellas van disfrazadas, evidentemente. Para que pueda ser posible el distanciamiento y para que tengamos la tranquilidad que nos ofrecen otras plataformas para pensar que eso no va con nosotros y que ese tipo de cosas sólo existen en un marco teatral: luego la vida no puede ser más dura. Con este planteamiento, se está haciendo un flaco favor a Mahagonny. Como dice Th. W. Adorno, atento crítico de esta pieza (que reseñó en su estreno), lo absurdo en Mahagonny «es real, no simbólico». Para él, en Mahagonny se muestra, como en Kafka, el mundo burgués de la administración llevado hasta su límite: todo es anarquía, salvo la regla que lo cambia todo. Está prohibido no tener dinero. ¿No es eso acaso, como ya sabía Quevedo, lo que mueve la lógica de la normalidad en el modelo capitalista? ¿No eres normal, no entras en el juego si y sólo si tienes dinero? Si no, que se lo pregunten a Grecia, por citar un ejemplo reciente. Mahagonny es un como si, una especie de pacto con el público en el que se juega  a ver qué pasaría si, de pronto, el mundo se convirtiera en un paraíso organizado en torno a una única regla. Según Adorno es, precisamente, este momento de juego el que hace que se alumbre de manera precisa las grietas de lo real, donde la distancia entre el pacto y lo que pasa después de salir del teatro se une. Por eso, musicalmente, Mahagonny es una suerte de montaje, de crítica a esructuras musicales (no podemos verlo aquí, pero se pasa por toda la historia de la música en la obra de Weil), de construcción de esas reglas del juego que terminan siendo las de la vida misma.
Wayne Marshall, al que no conocía con la batuta, sino ante las teclas blancas y negras, estuvo excelente. Mahagonny es una obra muy exigente a nivel rítmico y de color orquestal, y consiguió el carácter irónico que pide la pieza sin caer en una suerte de ridiculización de sus motivos. Según Adorno, Mahagonny utiliza (él dice, igual que Mahler), «la fuerza explosiva de lo inferior para destruir lo mediocre y hacerse partícipe de lo superior». Es decir, Weil, y esto lo entendió Marshall, se sirve de songs, de jazz, de cabaret, sumados a cantus firmus, ostinatos, duetos de sabor arcaico, etc. sin que nada sea lo que parece. La Moon of Alabama, por ejemplo, no es ni una canción de pop, ni de blues, ni de jazz, ni es tampoco nada estándar de la música de ópera. Sin embargo, ella, y su símbolo lunar, es uno de los hilos conductores del libreto.
Los cantantes fueron bastante irregulares. Los roles protagonistas no brillaron en absoluto y tuvieron algunos problemas vocales bastante serios. Gabriele Schnaut no tenía muy claro, o no parecía que lo tuviera, la vocalización ni la dirección de la voz, y en varias ocasiones la orquesta la superaba en volumen, y no precisamente porque la orquesta no fuese cuidadosa con las dinámicas. A nivel teatral, dejó también bastante que desear. Forzada, ruda, y simplista. Del dúo de Jonathan Winell y Tobias Schabel, salvamos a Winell, que estuvo a nivel vocal y teatral espléndido, con algunos momentos muy brillantes. Adriane Queiroz fue una Jenny muy atractiva. Teatralmente fue muy convincente, tenía momentos, por así decir, magnéticos. Lástima que, a nivel vocal, sólo destacó a partir del segundo acto. Por su parte, Christopher Ventris nos gustó vocalmente, pero teatralmente fue bastante lánguido. Su resignación, el final de su personaje, se atisbaba desde el principio. De resto, el coro fue excelente, especialmente las voces masculinas. Sus vocalizaciones daban en el clavo con la intención musical.
Aún no sé qué es, aparte de la escenografía y el vestuario, lo que no me convenció de la representación. Creo que, simplemente, flotaba en el aire la falsa creencia de que la música contemporánea es menos seria que la tradicional. Tenía la sensación, todo el tiempo en aquel patio butacas, de que la asunción del montaje musical que es Mahagonny le impide ser una gran obra, como si Rossini fuese otra cosa que montaje (pero nadie pondría en duda su grandeza sin miedo a los críticos más feroces). No es que no hayan sido serios, no quiero quitar el valor del trabajo de las horas que han invertido en este proyecto. A lo que me refiero es que se no se pensaron las últimas consecuencias de la pieza de Weil, que no terminó de darse pábulo a los problemas que se abren con él. Quizá es eso: que parecía que sólo pasaban por su música y el teatro de Brecht de puntillas, como si adentrarse más fuese abrir heridas desagradables para todos.

por Marina Hervás
Blooming Duo en la Casa Elizalde

Blooming Duo en la Casa Elizalde

¡Cuántas formaciones quedan aún por explorar! Eso demostraron ayer el Blooming duo en su actuación en la Casa Elizalde de Barcelona. Esther Pinyol (arpa) y Ferran Carceller (marimba) (re)dignifican los grupos de cámara no habituales.

Empezaron con la primera pieza escrita para este conjunto, las Tänzerische Impressionen Op. 119 de Jan Koetsier, escritas en 1990, de cuatro movimientos. Tenían un carácter naïve. Koetsier todavía estaba anclado a las sonoridades de la melodía acompañada por el piano cuando pensaba en esta pieza, donde el arpa y la mrimba se intercambian el rol de acompañante y acompañado. Es decir, aún no había un verdadero impulso por buscar las peculiaridades sonoras de cada instrumento. En cuanto a la interpretación, nos dejaron unos planos pianos deliciosos, pero echamos un poco en falta un mayor contraste con las sonoridades forte.


La siguiente pieza, como el resto de las que completan el programa, es un encargo del Blooming Duo. Se trata de Video Games Music for Harp and Marimba (2014), de Marc Timon. Esta pieza recrea la música de Super Mario , Sonic, Donkey Kong y otros clásicos de los videojuegos. Al estar compuesta para estos insturmentos, al estar hecha ad hoc, pudimos ver una primera exploración de la riqueza sonora de su unión, que seguiría en crescendo a lo largo del concierto. De la obra, destacaríamos el primer y el cuarto movimiento, a saber «Super Mario Bros vs Sonic Reloaded» y «Angry Birds hate Candy Crush Saga». La combinación y diálogo entre melodías y personajes en las dos voces nos pareció realmente estimulante y la interpretación fue estupenda. No nos convenció tanto el segundo movimiento «Donkey Kong plays Tetris in the Caribbean». Pierde la tensión que deja abierta la primera pieza y se desinfla muy rápido. El bellísimo (por melodía y por interpretación, con todo el peso sobre Pinyol) «When Lemmings didn’t want to die…» (un homenaje que ya tardaba en llegar al momento trágico de los pobres Lemmings descendiendo sin remedio al abismo) no se merecía un final tan abrupto como el que le da Timón, por más que podamos interpretarlo como el símbolo de la caída de los Lemmings.

La Fantasía sobre temes populars catalans (2014), de Albert Guinovart, nos dejó un tanto fríos. Su construcción es repetitiva. Se basa siempre en los mismos elementos melódicos y de tempo, combinando rubatos y a tempos que resultaban al final un tanto forzados. No tanto por la interpretación de Blooming Duo, que antuvo el nivel de todo el concierto, sino por la propia petición de la partitura. Poco convincente. Algo similar nos pasó con El Peixet de Bloomington (2012), de Feliu Gasull, aunque mucho menos acusado. Gasull comienza con una fantasía melódica apabullante, muy interesante, pero se alarga demasiado. La comienza a desintegrar desde muy pronto y se alarga de manera un tanto artificial. No obstante, tuvo momentos brillantes y a nivel técnico fue excelente, tanto por la partitura como por la interpretación, especialmente en los pequeños fragmentos de semiostinatos de la marimba. Igualmente, encontramos un acierto la combinación arpa con percusión de agua. Atmosféricamente funciona muy bien. En un segundo se cambia d escena, el arpa se reinstala en otro lugar. Es una ganancia, desde luego.

La tercera pieza, Milonga en Scherzo (2014), de Andreés Serafini, así como la quinta, A través de la piedra (2013) de Joan Sanmartí, fueron las dos más interesantes y más respetuosas con las posibilidades de ambos instrumentos por separado y juntos. En la primera, a través del desarrollo y diálogo entre pequeños temas, se alcanzaba un edificio sólido y riquísimo. La pieza de Sanmartí, por su parte, jugaba con la creación de atmósferas sonoras. Lo mejor: las escalas descendentes en hiper pianísimo. ese fragmento demustra la delicadeza y el gusto que gastan Blooming Duo.

No se pierdan Blooming Duo: tienen mucho que mostrarnos.

Marina Hervás Muñoz