Berlinale 2023: “MANODROME”, de John Trengove (Competición)

Berlinale 2023: “MANODROME”, de John Trengove (Competición)

Manodrome es una película muy incómoda de ver. El segundo largometraje de John Trengove expone al espectador a una enorme tensión mediante el personaje de Frankie, interpretado por Jesse Eisenberg. Si bien los Osos de Plata a las mejores actuaciones son raras de ver en estrellas hollywoodienses (los últimos precedentes fueron Denzel Washington en el año 2000 y Charlize Theron en 2004) Jesse es de seguro un serio candidato en esta edición.  

Los conceptos de masculinidad y vulnerabilidad, tanto por separado como, más bien, asociados, son dos temas muy presentes en el discurso social actual y temas en los que Trengove ya profundizó en 2017 con The Wound (La Herida), que también participó en la Berlinale. Manodrome nos presenta a Frankie como un joven obsesionado con progresar muscularmente en el gimnasio e incómodo con otros hombres en determinadas situaciones. Frustrado tras perder el trabajo, sus inseguridades se acentúan por cuadrar su rol en el embarazo avanzado de su pareja y su inminente figura de padre.

Más allá de lo que nos mostrará la película y de las acciones y decisiones que Frankie vaya tomando, Manodrome no nos invita a reflexionar, nos propina una soberana paliza en forma de visceralidad y escalada hacia un sueño febril. En ocasiones hasta el absurdo. La habilidad del director sudafricano para retratar la negación y desconexión de nuestro fuero interno es lo suficientemente realista e inteligente, conocedora de la mente del hombre, que serviría como terapia de shock, como catarsis para algunos espectadores. Es decir, podría decirse que la película incluso aportaría un valor social.

Adrien Brody interpreta al “Dad Dan”, es decir padre Dan, como lo llaman los miembros de una inquietante comunidad formada por hombres de diversas procedencias y edades. El común denominador es que todos ellos encontraron aquí la paz interior, también un sentimiento de pertenecer a algo, de reconocimiento de grupo, de comprensión y empatía por otros con problemas, traumas, enfermedades o adicciones. Y un pasado de relaciones infructuosas con las mujeres. Un compañero de gimnasio de Frankie le presentará a Dan y al grupo, quienes lo acogerán con los brazos abiertos.

Si en la película Blackberry, también presente en Competición, la música convierte una comedia en un thriller, en Manodrome transforma un thriller en una película de terror. Pero no el terror de parámetros clásicos que solemos asociar al género, no, no hay baños de sangre. Ni monstruos. Ni sustos. Lo que Trengove nos presenta es una triste realidad que desencadena en destrucción, propia y ajena.

Son satisfactorias las películas de capas profundas que remueven, que incomodan, como también lo hicieron en los últimos años mother! de Aronofsky o Utøya: July 22 de Erick Poppe. Muy distintas entre sí, pero las tres se cargan de una tensión nada común de encontrar en el cine.

La imagen recurrente de Frankie mirándose a los espejos revela la mente de un hombre buscando desesperadamente su identidad, su lugar en el mundo, su propio yo. Como apuntó Jesse Eisenberg en rueda de prensa, los problemas no resueltos crean vidas perturbadas. En los tiempos en los que vivimos, los avances en derechos sociales y en conceptos de igualdad se suceden a la par que el aumento de discursos de odio, racismo y misoginia. Es la nuestra por tanto una época convulsa donde la enorme polarización desata tensiones y donde se tiende muchas veces a leerlo todo en base a un prisma, a una lente determinada. Por todo ello sería un error interpretar Manodrome como un simple retrato de masculinidades tóxicas, poniendo la lente de clave social, porque entonces no encontraremos las respuestas que, por el planteamiento inicial de la película, esperábamos encontrar. De hacerlo, seguramente nos conduciría a la frustración y a minimizar su valor. Al final del día, esta es una obra de ficción que, si alguna intención pudiera tener, sería la de incomodar. Y vaya si incomoda.

Berlinale 2023: «She Came to Me», de Rebecca Miller (Berlinale Special)

Berlinale 2023: «She Came to Me», de Rebecca Miller (Berlinale Special)

La gran facilidad de Rebecca Miller para encontrar un balance entre comedia y drama vuelve a suceder en She Came to Me, la película inaugural de esta Berlinale. Si bien con un tono más ligero que sus primeras obras (Angela, La balada de Jack y Rose), en esta ocasión la directora estadounidense añade una enorme inventiva a través de sus personajes excéntricos y un guion sabrosamente disparatado.

Un reparto de altura encabeza She Came to Me, donde el compositor de ópera Steven (interpretado por Peter Dinklage, el Tyrion Lannister de Juego de Tronos) trata de superar un bloqueo creativo con la ayuda de su mujer y terapeuta Patricia (una fenomenal Anne Hathaway). Por otro lado, una familia formada por un taquígrafo judicial ultraconservador, una inmigrante polaca que se dedica a limpiar hogares (Johanna Kulig, la inolvidable Zula de Cold War) y una hija adolescente que les oculta una relación con un chico más mayor, el hijo de Steven y Patricia. Y finalmente, por si fuera poco, añadimos al adorable personaje de Katrina (la encantadora Marisa Tomei), una mujer que vive en un bote y sufre una incontrolable adicción al romance y al sexo.

Con estos elementos, es patente el riesgo de caer en un telefilm de sobremesa de sofá y siesta. Nada más lejos de la realidad, She Came to Me se perfila como una de las grandes comedias del año gracias a sus magníficas actuaciones y al talento de Rebecca Miller para controlar los tempos y la narración.

Esta es una película que habla de temas como las obsesiones, los miedos, la depresión y, como no, del amor. Patricia padece un TOC de limpieza y orden, algo nada infrecuente en nuestra realidad de hecho, que nos podría recordar al Jack Nicholson de Mejor Imposible, mientras que Steven está terriblemente deprimido por su bloqueo ya que, según él, no sirve para otra cosa. El detonante de los acontecimientos llegará de la mano de Katrina, quien cree estar recuperándose un año después de una condena judicial por acoso, pero entonces tiene un encuentro fortuito con Steven.

Leerán y escucharán ustedes, de seguro, bastantes opiniones respecto a la inverosimilitud de la historia y a una excesiva “suavidad”, cuando, en mi opinión, la nueva dirección de la Berlinale acierta eligiendo un año más la película inaugural del festival. Empezando por 2020 con The Kindness of Strangers (leer crítica aquí), My Salinger Year en 2021, Peter von Kant en 2022 (lea aquí) y ahora She Came to Me. Muy buenas comedias dramáticas todas ellas, ligeras, pero no demasiado, que tratan temas importantes, entretienen sin tender en exceso a lo superfluo y nos recuerdan que en la vida se puede salir adelante, olvidándonos del pesimismo reinante de la realidad y regalándonos esa vitalidad y dulzura tan necesarias para conseguirlo.

Elogio de lo radical. Flamenco en Nîmes (y III)

Elogio de lo radical. Flamenco en Nîmes (y III)

Fotografía con © de Sandy-Korzekwa

Flamenco: espacio creativo.

La raíz también necesita estar asentada en el terreno, ajondarse y profundizar en un suelo, que a veces puede resultar hostil incluso para la supervivencia de la propia planta. Alfonso Losa, bailaor con una carrera ya consolidada en los escenarios del flamenco nacional e internacional -justo en 2022, ha obtenido el XXIII Premio de la Crítica de la XXVI edición del Festival de Jerez-, propuso en su Flamenco: espacio creativo –el viernes 20 de enero– todo un jardín coreográfico exquisito: con la bailaora invitada Concha Jareño desplegó un ramillete de sutilezas y complicidades, acompañado de una propuesta musical francamente cautivadora, que tuvo a Ismael el bola en el cante, a quien se asoció la invitada Sandra Carrasco –cuya voz siempre resulta portentosa—, y la gustosa y suculenta guitarra de Francisco Vinuesa.

© Sandy Korzekwa

Desde los tientos con los que se abrió el telón, tuvimos clara una cosa: Alfonso Losa es un virtuoso en lo físico y en la precisión con la que ejecuta cada uno de sus muy medidos gestos coreográficos. El vocabulario corporal que exhibe nos resulta familiar y reconocible —ahí se percibe el rastro del Güito y Antonio Canales o la explosión pasional de la Chana–, pero adquiere un fraseo distinto, quizás enriquecido e inesperado. Cada intervención de Losa supuso un despliegue orgánico pero también efectivo y enérgico: en la seguiriya rematada por bulerías vimos la fiesta y el buen humor, en la soleá extremadamente lenta percibimos también la necesaria contención; en la repentina conclusión a solo vivimos casi la suspensión del movimiento, frustrada por un público deseoso de aplaudir y que no tuvo la paciencia de esperar al silencio final. Pero también pudimos observar el diálogo con Jareño tras su elegante y viva aparición en escena para bailar sola los tangos y con un fandango ternario y de tempo verdial después, pasmosamente grácil y festivo, danzado a dos junto con Losa.

La propuesta estrictamente musical fue tan alentadora –por el despliegue armónico y compositivo de Vinuesa– como excitante –con Carrasco y el Bola dialogando también a dos voces–, sobre todo en las cabales que abrieron y cerraron el extenso paso por la seguiriya, que concluyó con un Todo es de color que nos quebró el alma. Las alegrías se movieron entre Córdoba –y su paso a modo menor–, Jerez –transitando a bulería por soleá– y Cádiz, demostrando que todo el flamenco es en sí mismo una creación nómada.

Algo que sin duda llamó la atención durante todo el espectáculo fue la capacidad del elenco para habitar el escenario y los bailes -ese infinito espacio creativo- de manera fluida y aparentemente sencilla: en ello fue decisivo el magnífico trabajo de Rafael Estévez y Valeriano Paños en la dirección artística y coreográfica -aquí junto al propio Alfonso Losa-.

Flamenco: espacio creativo es por todo lo dicho y por lo que se pudo disfrutar una excelente ocasión para el goce de lo flamenco.

Herencia

 © Sandy-Korzekwa

Tras la vivencia crítica propuesta por Yinka Esi Graves en The Disappearing Act, la 33ª edición del Festival Flamenco de Nîmes fue concluida el sábado 21 de enero por la guitarra desnuda, solitaria y ascética de Rafael Riqueni. Resulta obvio declarar aquí la envergadura que adquiere la figura de Riqueni en el paisaje de la guitarra flamenca durante las últimas décadas del siglo XX y en la actualidad, de forma ya sublimada. Parque de María Luisa (Universal, 2017) y Herencia (Universal, 2021) suponen una oportunidad para detenerse y reposar, para observar la belleza de un entorno en calma, tras una tormenta que quizás haya durado demasiado y que aún se atisba en el horizonte, pero ya alejándose. Riqueni presentó en Nîmes su Herencia y pudo ofrecer al público una mano amable, con una guitarra frágil pero convencida, más libre y sugerente en las fantasías flamencas -sin duda un nuevo palo flamenco- que en aquellas piezas que intentaban seguir un sistema musical prefijado como el de la granaína o la soleá. Como el guitarrista Pat Metheny y el contrabajista Charlie Haden consiguieron en aquel mítico Beyond the Missouri Sky grabado en 1997, Riqueni alumbró el camino hacia una luna clara en una noche gélida, con armonías aparentemente sencillas y un lenguaje musical familiar y hogareño que se pudo extender hasta con cuatro espléndidos bises.

El Festival Flamenco de Nîmes llegó a su fin con más de 15.000 asistentes y un índice de ocupación del 95%. Un éxito, sin duda, en el que tiene mucho que ver la apuesta decidida por la creación actual que exhibe su programación –magníficamente ideada por François Noël y Chema Blanco– y la labor de transferencia y divulgación que desarrolla, a través de conferencias como las de José María Velázquez-Gaztelu sobre el maestro Manolo Sanlúcar y la de Corinne Frayssinet-Savy sobre el tristemente fallecido René Robert.

Por todo lo dicho en estas tres breves reseñas y volviendo al episodio con el que las comenzaba, Nîmes resulta ser un opulento humedal, una laguna abierta, extensa y propicia para el flamenco migrante y nómada, en busca siempre de un territorio diverso donde poder echar nuevas raíces.

 

Con.con.cordia.senso. Conflicto. Sobre Lucha de clases, franquismo y democracia

Con.con.cordia.senso. Conflicto. Sobre Lucha de clases, franquismo y democracia

Lucha de clases, franquismo y democracia. Obreros y empresarios (1939-1979)

Xavier Domènech Sampere

Akal

411 pgs.

Quizá como reacción a la definitiva y tortuosa exhumación de Francisco Franco el 24 de octubre de 2019 —momento que nos ha legado estampas populares para el recuerdo como la de aquella enfervorecida católica que reivindicaba ardorosamente su deseo de ir a la última misa en el Valle de los Caídos cuerpo de Franco todavía presente—, como reacción a esta exhumación decía, han aparecido en el pasado 2022 una serie de libros que, en la línea de la reconsideración del pasado franquista y la transición iniciada en 2008, reevalúan la figura del dictador y su pervivencia espectral en la vida política y social española. Tanto Franco desenterrado de Sebastiaan Faber (Pasado&Presente) como Generalísimo. Las vidas de Franco 1892-2020de Javier Rodrigo (Galaxia Gutenberg) han contribuido a ofrecer nuevas perspectivas sobre la vida y legado del dictador español. A ellos se añadió La revolución pasiva de Franco (HarperCollins) de José Luis Villacañas que, desde los presupuestos teóricos de Maquiavelo —en su primera parte— y de Gramsci —en su segunda— reconstruye la figura de Franco como el último condotiero moderno que, gracias a la ayuda de los tecnócratas del Opus Dei, logró consumar una revolución pasiva en la España del siglo XX cuyos efectos sociológicos —el carácter hegemónico del ideal mesocrático y la restricción del proceso de modernización a la conversión de la sociedad española en una sociedad de consumo— siguen sintiéndose hoy en día.

 

El libro que Xavier Domènech Sempere publicaba en la editorial Akal a finales del año pasado también cubre un periodo histórico similar al de los libros mencionados previamente, con la salvedad de que Lucha de clases, franquismo y democracia. Obreros y empresarios (1939-1979) no está focalizado —y creo que la utilización de este concepto de la narratología es aquí pertinente— en la figura de Francisco Franco, de manera que la reconstrucción, aunque crítica, del pasado adquiere su sentido por cuanto todos los acontecimientos se refieren a su protagonista y todas las otras agencias quedan subordinadas a ese único centro de coordenadas que posibilita y asegura el sentido unívoco de la acción. En el caso de la obra del historiador Xavier Domènech, los acontecimientos narrados tienen un carácter más multívoco y multilateral por cuanto no se hayan focalizados en un protagonista, sino que pretenden más bien asumir la perspectiva de una historia desde abajo. Este contraste no ha de interpretarse, ni mucho menos, como un juicio negativo sobre la obra de José Luis Villacañas —fundamental para comprender el proceso de configuración final del Estado franquista y su proyecto de modernización de la sociedad—, sino, más bien, como una disolución que destaca las peculiaridades y logros del libro de Domènech: su capacidad para articular un relato no lineal de los movimientos sociales durante el franquismo donde queda iluminado no solo lo que fue sino también «lo que podría haber sido» y en «lo que aún podría ser». (Domènech, p. 43)

 

Las palabras previas están extraídas del prólogo al libro, de carácter más filosófico político, donde Domènech, aparte de considerarse heredero de la tradición de E.P. Thompson, realiza una discusión tan rigurosa como anclada en el presente de la noción de clase y clase obrera que, sin renunciar a la precisión analítica, logra desmontar algunas de las reivindicaciones peregrinas que, actualmente, se realizan de la clase obrera como una identidad. Como no deja de repetir el autor, la clase admite formas distintas y culturalmente diversas de identidad por lo que su elemento distintivo no descansa en la identificación sino, más bien, en la relación (conflictiva) que mantiene con otras clases. En este sentido, la clase no es una categoría prepolítica, fruto de la posición en el sistema productivo, sino una noción primordialmente política y su análisis ha de centrarse en rastrear los momentos de ascendencia o declive de su fuerza y en los movimientos que propician este vaivén. Domènech cierra esta reflexión citando a E. P. Thompson: «reducir a una clase a una identidad es olvidar dónde reside exactamente la facultad de actuar, no en la clase sino en los hombres». (Domènech, 55).

 

El libro hace justicia a este presupuesto metodológico pues consigue ilustrar las metamorfosis de la clase obrera, sus momentos de mayor consciencia y actividad y sus relaciones conflictivas tanto con el Estado franquista como con los empresarios, aunque este binomio constituyera, durante el franquismo, una fuerza unida. Si bien es cierto que esta tesis —aquella según la cual el franquismo fue una dictadura de clase que defendió la acumulación de capital y el beneficio empresarial— es apuntalada en los dos últimos capítulos del libro dedicados a reflejar tanto la relación y la participación del sector empresarial en algunas instituciones franquistas como su recomposición y reconfiguración tras la muerte de Franco, en un contexto donde su hegemonía estaba gravemente deteriorada. No obstante, el libro empieza mucho más atrás, en “Vino viejo en copas nuevas”, donde Domènech enjuicia el grado de transmisión de culturas obreras previas a la guerra en el contexto de la España de los años 40 y 50. A pesar de que la guerra no solamente supuso la aniquilación o el exilio del pueblo republicano, sino también la destrucción de su cultura, Domènech rastrea, a través del análisis de archivos y de testimonios orales obreras, la transmisión de culturas obreras, especialmente a partir de los 50, azuzadas por un incipiente clima de conflictividad de clase. Son particularmente fascinantes algunos de los testimonios obreros sobre la violenta trasposición de mundo rural a un contexto urbano e industrial donde el tiempo está estrictamente medido y racionalmente distribuido. Cito las palabras del obrero:

 

«había quién se paraba en el ángelus a rezar […] y que si tenía la vaca enferma o el caballo, pues lo cuidaba y tal […] entonces, aunque trabajaban para un patrón y trabajaban eventualmente, tenían un orgullo de pertenencia a su pueblo […] que cuando llegan aquí, en una fábrica donde había 1.000 personas, eran un número, no eran nadie […] y lo que primero regalaba la empresa era un reloj, para saber que tenías que venir a esta hora, que a la hora del ángelus no se paraba y tal» (Domènech, 77)

 

 «La otra cara del milagro español. Cambio económico y emergencia del movimiento obrero» es el capítulo donde se discute una de las principales tesis que construyen el relato hegemónico sobre el franquismo; aquella según la cual el deterioro y la muere del régimen serían el producto indeseado de las fuerzas desatadas por el propio régimen al acabar con la autarquía y permitir la liberalización de la economía española. De acuerdo con esta tesis, la progresiva integración internacional del Estado franquista en diversas instituciones, unidas a una mayor permisividad censora, habrían propiciado la paulatina infiltración de ideas liberales y la asimilación de referencias culturales europeas que minaron la base de valores morales católicos y tradicionales en los que se sostenía la legitimidad popular del régimen. El propósito de Domènech en esta sección es restaurar la importancia de la acción obrera y la incipiente configuración de comunidades de trabajadores en industrias y empresas a partir de la emigración política del campo a la ciudad. En esta fase inicial de configuración del movimiento obrero, la protesta se articularía por oleadas en distintas fábricas e industrias —de una chispa inicial se irían extendiendo conflictos que se definían por rituales y ceremonias propios, como el esparcimiento de granos de trigo frente a algunas fábricas—. Siendo coherente con su planteamiento propedéutico, el libro refleja bien cuál fue la reacción del Estado franquista ante esta nueva ola de conflictividad obrera que consistió en la promulgación de la Ley de Convenios de 1958 con la que se logró desactivar este primer momento de lucha de clases.

 

El tercer capítulo está dedicado a «La conflictividad obrera bajo el franquismo» y constituye un extraordinario estudio de caso a partir del cual demoler la dicotomía entre economía y política. Mediante el análisis de las causas de la conflictividad obrera —¿fueron protestas motivadas por intereses pecuniarios de los trabajadores o alentaban también una protesta en pos de la transformación política del régimen?— Domènech impugna esta dicotomía mostrando cómo el modelo de explotación empresarial estaba asegurado y sostenido por el aparato represivo franquista, que constituía un apéndice armado para el disciplinamiento de la clase obrera. En esa represión confluían los intereses políticos del régimen —eliminar cualquier elemento de politización social al margen de las estructuras orgánicas de Falange— y los intereses económicos de las empresas —asegurar su tasa de beneficio mediante la explotación de los trabajadores. Así también en los trabajadores, sus intereses económicos —mejorar las condiciones de la clase obrera— confluían con sus intereses políticos —asegurar que esta no era violentada o incluso eliminada mediante la violencia estatal—. Asimismo, el capítulo realiza una crítica de las elaboraciones estadísticas sobre los conflictos obreros, señalando que sus motivaciones podían variar a lo largo de su curso y que, por tanto, lo que comenzaba como una reivindicación pecuniaria podía convertirse en una protexta política, por lo que los criterios de clasificación y taxonomía deberían de considerar su naturaleza metamórfica.

 

El cuarto capítulo «El factor inesperado. Movimiento obrero y cambio político» investiga los efectos del Plan de Estabilización en la legislación laboral y las transformaciones a las que obligó a la lucha obrera. En un contexto donde la legitimidad del régimen no podía emanar del orgullo de la victoria bélica, sino que había de fundarse también en una mejora de las condiciones de vida de los trabajadores, la dictadura se encontraba ante la necesidad de un desarrollo político que generara afección por el gobierno, sin que este estuviera fundado en el miedo o el orgullo bélico. Las elecciones sindicales de 1966 constituyen el paradigma de esta nueva búsqueda de hegemonía por parte del régimen que se salda, sin embargo, con la infiltración de la oposición franquista en las estructuras del Sindicato Vertical y con la constitución clandestina de las Comisiones Obreras. Esa infiltración posibilitó una mayor organización y coordinación de la clase obrera lo que hizo que la conflictividad aumentará en los setenta, incluso en aquellos territorios donde la tradición de lucha no había estado históricamente arraigada. Asimismo, y de forma determinante, la ampliación de la nómina de militantes obreros con ciudadanos que no tenían un pasado activista frustró las expectativas de control del régimen, que carecía de registros de estos nuevos militantes obreros. A este conjunto de factores se añadió «el desarrollo de un modelo que se muestra efectivo en términos de crecimiento de la protesta social», (Domènech, 221), protesta social que será determinante en las victorias democráticas tras la muerte de Franco.

 

La confluencia del movimiento de protesta obrera con otros sectores de la sociedad civil franquista como profesionales del sector de servicios, del mundo de la cultura o de ciudadanos organizados en torno al movimiento vecinal, posibilitaron la toma del espacio público por parte de la oposición antifranquista y marcan, de acuerdo con el autor, en este capítulo titulado “El cambio político. Lucha de clases, franquismo y democracia”, la pérdida de la hegemonía social del régimen. Si algo destaca en este capítulo —«El cambio político. Lucha de clases, franquismo y democracia»— es el cuestionamiento de la llegada de la democracia como una ofrenda caída del cielo de las élites y su pormenorizada argumentación para mostrar el papel determinante del movimiento huelguístico y la oposición antifranquista en su consolidación. Este momento de extraordinario protagonismo político de los movimientos sociales será, sin embargo, desactivado con la apertura de un marco institucional liberal que confinará los fenómenos de participación ciudadana al acto del voto y que erigirá a los partidos políticos y, en menor medida, a los sindicatos como interlocutores privilegiados y privativos en la discusión sobre el futuro del país.

 

Como señalaba al principio de este texto, el libro se cierra con la reconstitución de la hegemonía empresarial por medio de la creación de la CEOE, en un contexto —el de los últimos años del franquismo— donde la imagen del empresario estaba muy deteriorada por ser vista como un apéndice del régimen franquista. Son los años de Numax presenta (1980), el documental de Joaquim Jordà que refleja la experiencia de autogestión de la fábrica Numax durante 1977, un año antes de la presentación de la Ley de Acción Sindical que, como recuerda Domènech en su artículo 9 obligaba

 

«a los empresarios a informar al comité de empresa sobre la evolución de la empresa (situación económica), programas de producción y previsión de inversiones. […] Esto daba conocimiento a los trabajadores sobre la marcha de las empresas y, a su vez, permitía discutir en mejores condiciones la distribución de la renta en el seno de las mismas. […] En realidad, en torno a estos debates parecía dirimirse […] el contenido de la democracia, si estaba sería una democracia basada en el pluripartidismo, en un proceso de distribución de poder muy marcado en los partidos y el Estado, o si se extendería a formas de poder popular» (Domènech, 386).

 

El documental de Jordà refleja bien los últimos destellos del impulso utópico que alimentó la oposición antifranquista y que, en la esfera del trabajo, podían concretarse en una democratización de las empresas que abriera las puertas a la autogestión. Sin embargo, el proceso de organización de clase que los empresarios inician a partir de los setenta propicia la creación de una patronal fuertemente cohesionada y sectorialmente transversal que logra tener una influencia directa en los primeros gobiernos democráticos y que termina por orientar sus políticas económicas hacia la protección de la acumulación capitalista. Ello unido a los vientos de cambio en la política económica global terminan por convertir el proyecto colectivo de Numax en una experiencia de transformación individual.

 

Lucha de clases, franquismo y democracia. Obreros y empresarios (1939-1979) aparte de constituir un relato alternativo sobre el franquismo y la transición, constituye una lograda explicación del triunfo definitivo de los ideales mesocráticos en la España democrático, triunfo no solo debido al éxito de la revolución pasiva llevada a cabo por Franco, sino también propiciado por unas narraciones de nuestro pasado que han minusvalorado y obliterado la importancia fundamental de los movimientos sociales y, especialmente, del movimiento obrero en el cambio político.

 

 

 

 

Elogio de lo radical. Flamenco en Nîmes (II)

Elogio de lo radical. Flamenco en Nîmes (II)

Imagen de Yarin con copyright de Claudia Ruiz Caro

Yarín

Esa misma noche, después de la vivencia de Toná -con Luz Arcas, Luz Prado y Lola Dolores, radical y al mismo tiempo catártica y purificadora-, nos adentramos en la raíz dialógica de lo flamenco. Me refiero a esa raíz que busca fundamentalmente nutrientes para su tejido vegetal o xilema –si me permitís continuar con el silogismo botánico– y que, al hacerlo, debe crecer y alejarse cada vez más de su propia planta.

Todo proceso creativo es –o debería ser– en sí mismo una forma de nutrición y para ello es imprescindible que se dé el encuentro en otros terrenos, con otras disciplinas y otros seres. Dicho encuentro puede darse incluso con años de diferencia, es decir, sin que ni siquiera estén todos los participantes al mismo tiempo, ya que su resultado crece en cada unx de manera a veces inesperada.  

El encuentro de Andrés Marín, bailaor, coreógrafo y flamante ganador del Premio Nacional de Danza 2022, con Jon Maya, bailarín y también coreógrafo vinculado inicialmente a la danza tradicional vasca, es sin duda un diálogo nutrido y muy nutriente en el que también intervinieron el cantante David Azurza con el espacio sonoro de Xabier Erquizia y la asistencia dramatúrgica de Sharon Fridman. Estrenado en la última Bienal de Flamenco de Sevilla, Yarín supuso en Nîmes un canto sonoro y gestual exquisito, minimalista y pletórico por momentos, un incesante batirse, revolverse, vencerse y derrotarse entre Marín y Maya.

Desde la penumbra inicial y con dos planos verticales enfrentados y ubicados a cada lado del escenario, bailaor y bailarín –o viceversa– escudriñaron sus cuerpos, sus vacíos y sus huecos, entre el suelo, pisado y percutido por Marín y el aire, al que siempre anheló llegar Maya. Los brazos de Andrés, siempre incisivos; el torso de Jon, nunca hermético. La danza nos guio desde la exuberancia a la extenuación, con ambos bailarines dialogando a través de chasquidos, muecas y aspavientos, pies rítmicos y volátiles, manos estrictas o sueltas, la mayor parte del tiempo con la performance musical de Azurza -que recordó poderosamente a la vocalidad mística de Fátima Miranda- y un entorno sonoro sutil y enigmático al mismo tiempo. También destacó en lo flamenco la habilidad siempre inesperada, asombrosa y admirable de Andrés Marín -teniendo en cuenta el esfuerzo físico que exhibe en cada una de sus actuaciones- para cantar: su voz pasó por la fuente de las lágrimas, por los pícaros tartaneros y por su querido Pepe Marchena para expresar la terrible soledad del creador que, sin embargo, siempre tendrá la oportunidad de alejarse de su planta y nutrirse en otros terrenos, con otras disciplinas y otros seres.

 

The Disappearing Act TDA

Fotografía con copyright de Miguel Ángel Rosales

“Sé generosa con el corrector. No hay que dejar ninguna mancha. Ni la menor huella de una denominación de origen. Crea tu propia ilusión óptica. Redefine los contornos de tu mirada –oculta aquello que no te sirve, oculta también lo que te sirve–”.

El acto de desaparecer –en adelante TDA–, performance escénica y acción dramática, audiovisual y flamenca a un mismo tiempo, sirvió el pasado sábado 21 de enero para cerrar la Sala del Odeón como ubicación ligada al Festival Flamenco de Nîmes. El proyecto de la bailaora y coreógrafa Yinka Esi Graves, con Raúl Cantizano en la dirección sonora, Remi Graves en la batería y Rosa de Algeciras al cante, se alzó ante todo como una gran interrogación en torno a la identidad lanzada al público asistente que abarrotó la sala. Si, como decía José Luis Brea, el ejercicio crítico y hermenéutico debe ser “sinónimo de contracultura, inquietud e incomodidad”, TDA es una extraordinaria oportunidad para ejercer el flamenco crítico y -bajo mi punto de vista- hondamente radical. 

La secuencia compuesta por cantes -de la trilla inicial sobre base rítmica binaria a la caña coral y el trío vocal final en francés, inglés y español-, improvisación libre -configurada a través de un sabroso diálogo entre Graves y Cantizano- y la fascinante guitarra expandida del propio Raúl Cantizano -un John Cage barra Dereck Bailey barra Marc Ribot del flamenco contemporáneo- sirvió de tejido musical sobre el que Yinka Esi Graves deconstruyó su cuerpo. Entre el silencio, la ficción identitaria y la resistencia que encarna su propia condición como mujer negra, la bailaora extendió las posibilidades de su cuerpo danzante interpelando al público, maquillándose y ocultando así su “denominación de origen” o delineando con tiza en el suelo una suerte de mapa vital, lo que recordó poderosamente a Anne Teresa De Keersmaeker y su Violin Phase de Steve Reich. La propuesta tuvo además una dimensión visual inhabitual: sobre el telón de fondo se proyectaron distintos pasajes de lo que ocurría en la propia escena, generando una doble imagen, a la vez espejo y sombra de lo real.

Negritud, esclavitud, identidad, memoria y flamenco, ficción,… los distintos conceptos y niveles de lectura que puso sobre el escenario The Disappearing Act hacen imposible cerrar este comentario de manera mínimamente satisfactoria. Solo nos queda esperar a que Yinka Esi Graves siga ajondando en la raíz y nos lo manifieste. Ella sabrá cómo.    

Elogio de lo radical. Flamenco en Nîmes.

Elogio de lo radical. Flamenco en Nîmes.

Fotografías con copyright de Virginia Rota

La laguna de Thau, conectada al mar Mediterráneo por las comunas de Marseillan y Sète, es la más grande de la región Languedoc-Roussillon, situada al sureste de Francia. En ella, y por toda la costa hacia el norte, pasando por la laguna de Caitives y hasta los humedales del Parque Natural Regional del Camargue, habitan miles de parejas de flamencos rosados. Es sencillo avistarlos en grupos o colonias de mayor o menor número desde el propio tren, si viajáis bordeando la región al este.

Una de las curiosidades de la migración del flamenco rosado es que puede llegar a cubrir entre 500 y 600 kilómetros cada noche, lo que hace posible encontrar colonias del Mediterráneo occidental en Mauritania, Sri Lanka o el Golfo Pérsico, por citar algunos destinos que sin duda encontraréis exóticos.

Pues el caso es que no resulta difícil imaginar que quizás algunos de los flamencos rosados que pude ver en la laguna de Thau, a través de la ventana del tren que partió de Barcelona el pasado miércoles 18 y que llegaría a Nîmes unas horas más tarde, hubieran nacido en la Reserva Natural de la Laguna de Fuente de Piedra, ubicada entre Mollina y Sierra de Yeguas, provincia de Málaga, para los menos hábiles en geografía. Y no es tan insensato pensar que esos flamencos rosados que vi en Thau habitan, se nutren y generan vínculos comunales en un medio distinto –aunque no tanto– a aquel en el que han nacido ellos mismos o sus progenitores. Algunos de ellos nacieron posiblemente en Fuente de Piedra. Otros quizás lo hicieron en el lago Urmia en Irán o incluso en la reserva de humedales de Ras al Khor en Dubai. ¿Eso importa?

Esta idea, así como los propios flamencos rosados y su movimiento migratorio, ha rondado mi cabeza durante los 4 días que he podido habitar en Nîmes y convivir con el Festival Flamenco, dirigido por François Noël, con el perspicaz consejo artístico de Chema Blanco. 

Bueno… Miento, perdón.

No soy exacto.

Esta idea y la de lo radical.

En los últimos días de su 33ª edición, por lo que he podido ver y escuchar, el Festival Flamenco de Nîmes ha encarnado un elogio de lo radical. Sin duda. Luz Arcas, el dúo Andrés Marín y Jon Maya, Alfonso Losa con Concha Jareño, Yinka Esi Graves y Rafael Riqueni.

Os lo digo ya: lo radical.

Toná

Luz Arcas sale al escenario en penumbra para asumir la piel negra de un torero trágico. Con la ayuda de la cantaora y compañera dramática Lola Dolores, despliega un vocabulario gestual radical, es decir, perteneciente o relativo a la raíz. Pero la raíz no está limpia en absoluto. Su hábitat es oscuro, tenebroso y húmedo. Está rodeada de detritus en descomposición y enmarañada en las entrañas bajo tierra, donde sus propios pelos radicales absorben el agua y los nutrientes minerales. En estas mismas entrañas se ubica la Toná de Luz Arcas, figura emergente quizás para lo flamenco pero ya consolidada en la escena dancística contemporánea al menos desde 2015, cuando le fue concedido el Ojo Crítico y el Premio a la Mejor Intérprete Femenina de Danza, y con La Phármaco, compañía propia fundada en 2009.

Aquel torero trágico del inicio se transforma poco a poco en toro que vomita sangre negra. Pero la muerte es “celebración de la vida, la fiesta y la catarsis individual y colectiva”.

Poco después, Luz se acerca a la luz frontal del escenario, instalada en el suelo. Mueve los focos y su cuerpo se ilumina de manera siniestra, casi enferma. Sus hombros, sus clavículas, su rostro abatido y su abdomen se ven realzados. Sus entrañas se dan a la luz.

Mientras tanto, lo sonoro se instala en una aparente raíz popular pero también enmarañada y entrañal -si me permitís la expresión-, con el despliegue musical de Luz Prado, violinista, musicao y performer que aplica técnicas extendidas a un violín expandido. Con Helmut Lachenmann, Luciano Berio o Frances-Marie Uitti en mi memoria y quizás también en la suya, el discurso sonoro que despliega revisita el cancionero pretendidamente popular que grabaron en 1931 la Argentinita y García Lorca (Zorongo gitano o Nana de Sevilla, entre otras), abriéndolo a la distorsión electrónica en la que haya tenido algo que ver su contacto con el alquimista sonoro Wade Mathews. 

Lola Dolores, por su parte, busca el cante por lo jondo de su garganta, a la profundidad de las circunstancias, recuperando el timbre de El Cabrero -y su fandango Los locos buscando guerra (ca. 1980)- o de Manuel Agujetas, con su toná o martinete también entrañal –Si la momaíta de mis entrañas- que formaba parte -¡qué casualidad!- del disco Raíces (1976).

Como toda bandera es una forma de muro, Luz Arcas -con Trinidad Huertas la Cuenca siempre en su memoria- empuña, fustiga, pisotea y baila sobre una banderola mariana con la que nos conduce hacia el verdial catártico final, en el que los cuerpos musicales y danzantes de Luz Prado, Luz Arcas y Lola Dolores son utensilios de batalla: “vivo, vivo, vivo,vivo… lo muerto no vale ná”.