Algunas lecturas del 2020 (y algunas propuestas para 2021)

Algunas lecturas del 2020 (y algunas propuestas para 2021)

No quisiera insistir demasiado en el tópico de que este año 2020 que acabamos de dejar atrás ha sido un año diferente, pero lo cierto es que lo ha sido también en el terreno literario. Algunas editoriales han tenido algunas reservas en publicar ciertos títulos en días de pandemia ya que las dificultades han sido evidentes; ha sido difícil realizar presentaciones, las librerías no siempre han sido accesibles y mucha gente ya tenía suficientes problemas laborales como para encontrar tiempo y ganas para gastar. Así pues, algunos lanzamientos se han pospuesto varios meses, incluso hasta 2021. Este año que empieza parece prometer muchas novedades esperadas, algunas de las cuales avanzaré más adelante, pero sobre todo lo que me apetecía hacer en estas líneas era un repaso de algunas de las lecturas que más me han gustado de este año que se ha terminado. Como siempre, aviso para navegantes, hay muchas novedades que no he leído así que mí lista es limitada. No busco hacer un ranking de mejores lecturas del año, ya que eso supondría haber leído una lista mucho más extensa de la que realmente he leído. El año también ha sido complicado para los lectores, incertidumbres laborales, distancia social y confinamientos han dificultado también la concentración de muchos. 

La verdad es que no recuerdo mucho del 2020 anterior a la pandemia, es un recuerdo difuso que pareció ocurrir hace años La primera lectura que considero que vale la pena comentar es posiblemente una de las novedades del año de la editorial Gatopardo. La primera novela de Alexandra Kleeman, con extenso y confuso título Tu también puedes tener un cuerpo como el mío, en realidad se publicó en Estados Unidos en 2015,  pero nunca había sido traducida hasta ahora. Me sorprendió que Gatopardo nos trajese una novela de una autora millenial, nacida en el 86, pero fue para mí una grata sorpresa. Otra sorpresa fue descubrir que la novela encajaba tan bien con el marzo de 2020, ya que nos hablaba de aislamiento, histeria colectiva y distopía pseudosectaria, no sabías si te estaba hablando de ficción o se trataba de una visión premonitoria. Escribí sobre él en Resuena así que no diré mucho más, podéis consultar el artículo aquí. 

Gatopardo parece seguir queriendo apostar por ficción millenial y nos traerá en febrero la novela, Temas de conversación de Miranda Popkey, que probablemente también reseñaré. Autora del 87, ha sido un éxito reciente en Estados Unidos este 2020 y parece que nos transportará aún más que Kleeman, si cabe, al universo literario millenial habitualmente comparado con otro de los éxitos del 2020, en su caso por la serie de su novela de 2018, Sally Rooney. Otra de las novelas millenials que tendremos este 2021 de la mano de la editorial Temas de Hoy es Días apasionantes de Naoise Dolan, autora de 28 años también irlandesa y también estudiante del Trinity College, las comparaciones con Rooney no faltan en ninguno de los numerosos artículos dedicados a su novela debut. La novela de Dolan habla de una joven bisexual irlandesa en Hong Kong en la que conocerá a un joven rico y a una atractiva mujer. Diferencias sociales, intimidad e ingeniosa comicidad marxista, las comparaciones con Rooney son imposibles de evitar pero no por eso deja de ser prometedora. La respetada escritora británica Zadie Smith ya le ha dado su sello de aprobación y ha sido una de las novelas del año en Estados Unidos, junto a Luster de la escritora afroamericana del año 90 Raven Leilani, que este enero llegará al Reino Unido y que esperemos que pronto llegue a España. 

Sería imposible hablar de novela millenial sin hablar de Panza de Burro de Andrea Abreu, que podemos considerarla casi nuestra Rooney canaria, con ya un montón de ediciones, traducciones y los derechos de una futura película concedidos. Abreu publicaba su primera novela con solo 25 años en julio en una edición modesta de la editorial Barret y Sabina Urraca, que hacía de editora por un libro, y lleva ya más de 15.000 ejemplares vendidos. Una novela sobre dos amigas íntimas de poco mas de diez años que viven en un pequeño pueblo del interior de la isla de Tenerife, justo en ese periodo entre la infancia y la adolescencia. Una amistad de amor odio y de descubrimiento narrada con un lenguaje poético y un uso del lenguaje canario único y muy especial. Esta es una de esas novelas que te guste más o menos la sinopsis tienes que leer porque desde luego será recordado como un hito en la literatura española y ojalá que Abreu no sea escritora de un solo libro.

En el terreno de la no ficción, o de ese punto intermedio difícil de catalogar entre la autobiografía y la autoficción, ha sido un año bastante prolífico como va siendo habitual los últimos años. Jia Tolentino, redactora de 32 años del New Yorker, publicó a principios de año Falso Espejo (Temas de Hoy), un compendio de textos sobre la generación que creció con internet. En ellos aborda temas muy variados como política, televisión, precariedad laboral y feminismo entre otros, y su lucidez y amplia documentación hace que sea una lectura muy agradable y gratificante para entender el mundo actual y entendernos a nosotros mismos.

Otro de los fenómenos del año, que también reseñé aquí, es la novela autobiográfica de Vanessa Springora, editora francesa que relata la relación con tuvo con el conocido escritor francés Gabriel Matzneff cuando ella tenia 13 años y él 48. Ha sido un fenómeno mediático en Francia que ha abierto incluso causas judiciales contra Matzneff y que abre el debate sobre el poder y el abuso en las relaciones sentimentales aparentemente consentidas entre hombres adultos y mujeres menores. 

También ha sido un año en el que han aparecido muchos libros donde la migración tiene un peso importante, alimentados en parte por el movimiento Black Lives Matter y coincidiendo con el auge de la literatura africana y latinoamericana del que también se podría escribir mucho este año. 

Dos obras me han impactado especialmente. Por un lado En la tierra somos fugazmente grandiosos, Anagrama, escrita por Ocean Vuong, estadounidense de ascendencia vietnamita, que es esencialmente una extensa carta a su madre en la que con lenguaje muy expresivo habla de sus orígenes, su infancia, su familia y su precariedad. Una familia marcada por la guerra de Vietnam, con una abuela que aún tiene visiones de las explosiones y limitada por la diferencia de idioma. Vuong, cansado de no ser capaz de comunicarse en inglés fluidamente, estudió lengua y literatura inglesa, se convirtió en profesor y en el intérprete de su familia. Durante su obra, aparecen algunas referencias a sus inicios en la escritura y el descubrimiento de su homosexualidad y la poderosa influencia de su familia por la que destila mucha simpatía. 

La otra novela que personalmente me ha impresionado es Desencajada de Margaryta Yakovenko, editada por Caballo de Troya en uno de los últimos títulos editados por Luna Miguel y Antonio J. Rodriguez antes de que el sello joven de Penguin Random House pase a manos de Jonás Trueba. En ella, a través del personaje de Daria, vemos el proceso de emigración de la Ucrania postsoviética de los noventa de una niña de 7 años. A través de un juego de saltos en el tiempo, vemos cómo la joven Daria  y sus padres tienen problemas para ser aceptados y sentirse parte de la España del boom inmobiliario y de cómo esta consciencia de emigrada perdura a lo largo de los años. Yakovenko habla de emigración forzosa y todo lo que comporta, y de ese angustioso sentimiento de no sentirse parte de ningún lugar y de no obtener pleno reconocimiento ni como miembro de el país de acogida ni del país de origen. 

Por último quería nombrar un par de novelas de autoras muy notables que nos han sido traducidas por primera vez al español, algo que es muy buena noticia por la dificultad que arrastramos aún en España con las lecturas en inglés hacen que nos perdamos muchos autores destacables. Por un lado, la Japonesa Yuko Tsushima, editada por Impedimenta, con la obra Territorio de luz, una novela íntima y esperanzadora sobre la maternidad en soledad y la dificultad de tirar adelante de las mujeres solteras japonesas sin ser juzgadas, en una sociedad conservadora  y rígida como la japonesa, donde la apariencia es tan importante. Sigue la estela feminista de la también japonesa Sayaka Murata y su novela La dependienta que publicó Duomo en 2018 y que recientemente ha vuelto a ser publicada en inglés con éxito con una nueva novela, probablemente la tendremos pronto en castellano. 

La otra escritora es la británica Tessa Hadley que en su novela Lo que queda de luz habla de dependencia emocional, amor y el peso de los secretos a través de la historia común de cuatro artistas burgueses de mediana edad. Una novela muy completa que recuerda a la tradición americana de retratar la intimidad de las clases altas en la ficción y que personalmente me ha sorprendido por su capacidad de hablar sin tapujos del redescubrimiento del amor y la sexualidad en edades próximas a los cincuenta, algo que no  acostumbro a ver en la ficción literaria. 

2021 nos reserva algunas novedades esperadas como la nueva novela de la exitosa Maggie O’Farrel títulada Hamnet (Libros del asteroide) que verá la luz en España en febrero, que ha recibido muy buenas críticas y que en esta ocasión tendrá un trasfondo histórico alrededor de la figura de Shakespeare. Ya más cerca del verano, en mayo, se publicarán en inglés las nuevas novelas de Kazuo Ishiguro y Rachel Cusk, y es de esperar que no tarden mucho en ser traducidas (si sigue como hasta ahora, por Anagrama y Libros del Asteroide respectivamente) y seguro que muchas novedades estimulantes e inesperadas más. Buena entrada de año a todos. 

Reflejos de una vida sin fin

Reflejos de una vida sin fin

Reimann, Brigitte, Franziska Linkerhand, Madrid, Errata Naturae, 2016.

Bajo los efectos de la morfina apura Brigitte Reimann (Burg, 1933 – Berlín Este, 1973) en el hospital donde, aquejada de un cáncer en estado avanzado, moriría prematuramente a la edad de cuarenta años, la línea que cierra Franziska Linkerhand, su proyecto literario más ambicioso. Su escritura, a la que se dedicó durante los últimos diez años de su vida siempre que su estado de salud se lo permitía, se había convertido en una especie de exorcismo de sus traumas, fracasos y frustraciones al que le costaba ponerle punto y final.

El garabato alucinado del final es parte de la leyenda que en torno a esta novela se ha construido, a la que también contribuyen su rescate póstumo (y elusión de la censura), el tema del urbanismo y su atrevida estructura formal. Sobre este último aspecto cabe destacar los audaces cambios de perspectiva (salta de la primera a la tercera persona, en contra de la linealidad decimonónica por entonces imperante); los cambios de dimensión temporal y en la narración, que van del narrador objetivo (incluso para referirse a sí misma) a la voz interior; y el método, que evoluciona según nos adentramos en la lectura y parece estar supeditado a los vaivenes de sus estado anímico y de salud del momento en el que escribe. Al comienzo abundan las descripciones de lugares y ambientes, pero después da la sensación de avanzar sin rumbo fijo, al azar de los encuentros fortuitos con las emociones de sus personajes. No sabe muy bien por qué, pero siente que está haciendo lo correcto: “acumular vida, sin más, lo cotidiano y casual, no necesario.”

Resulta difícil adscribir Franziska Linkerhand a un género concreto, lo que da muestra de su carácter inclasificable, innovador e inconformista. Tras el abandono de Hans Kerschek, su tercer marido (representado en la novela por el personaje de Ben Trojanowicz), reescribe Reimann la novela en forma de carta de despedida. Ben es un personaje idealizado, si bien no el único de estas páginas, que homenajean a todos los hombres que han sido importantes en su vida: los personajes de Reger y Schafheutlin tienen trasuntos en la vida real. En el caso del primero se trata de Hermann Henselmann, arquitecto estrella de la RDA, maestro e interlocutor de la escritora; y en el del segundo de Siegfried Wagner, nuevo arquitecto jefe de Hoyerswerda.

Sin embargo, no estamos ante un texto exclusivamente introspectivo, encerrado en los límites de la subjetividad de las emociones y los sentimientos de su protagonista. Franziska, alter ego de Brigitte, es una joven arquitecta que, en acto de rebeldía, rompe con los códigos burgueses de su familia casándose primero con un obrero y yéndose a vivir y trabajar a la periferia después, en el marco del proyecto que debe sentar las bases de la nueva ciudad obrera y socialista.

Los temas y las preocupaciones de Franziska no son solo reflejo de las de Brigitte, sino las de toda una sociedad en el lapso de tiempo que va desde la construcción del muro de Berlín desde 1961 hasta el relevo de Ulrich por Honecker en 1971. La crítica que la protagonista lanza sobre el aspecto uniforme y desangelado de las ciudades dormitorio que se estaban construyendo por doquier para proveer de vivienda a la clase trabajadora sigue siendo actual tras años de desenfreno constructivo. Otros temas  interesantes sobre los que se reflexiona son: la relación entre la arquitectura y el estado anímico de las personas; los desafíos políticos del presente y el futuro; o el carácter efímero de la vida y la perdurabilidad del arte.

Detrás de la reedición del libro en 1998, publicitada a bombo y platillo como un éxito de la RFA que rescataba el texto original liberado de la censura de 1974 y lo reubicaba en el panorama literario de las letras alemanas, había mucho de interés comercial y mera propaganda ideológica. Como bien señala Ibon Zubiaur, responsable de traducir a Reimann al español, la edición de 1998 no representa un cambio sustancial en el sentido de la obra, ni tampoco las partes agregadas añaden información que no pudiera ser ya entrevista en la anterior. También en los años noventa se recuperaron su diario y sus cartas, en las que se revela una personalidad arrolladora, pasional y sensible, que vive intensamente el día a día con sus picos, valles y acantilados.

La relación que Reimann mantuvo con la RDA fue contradictoria. Por un lado, estaba comprometida con la revolución y los ideales comunistas hasta el punto de abandonar, al igual que Franziska, las comodidades de la ciudad y de la casa familiar para iniciar una nueva vida por su cuenta en la nueva ciudad que se estaba construyendo en Hoyerswerda. Además, se beneficiaba de un sistema que le daba todas las comodidades para dedicarse a lo que más le gustaba: escribir. Por otro, nunca terminó de encajar en él y siempre vivió en un estado de contradicción permanente, pues se sentía aprisionada en los límites y las convenciones preestablecidas para desarrollar su obra. Resulta paradójico que, bajo las circunstancias históricas en las que le tocó vivir, lograse una obra tan rica, compleja y original. O quizá no lo sea tanto a tenor de los numerosos ejemplos que, en este sentido, existen entre los artistas y escritores de su generación. Quizás, como dice Zubiaur en la introducción a este libro, tuvo una repercusión positiva para el arte y la literatura el sistema de censura y represión del régimen comunista en Alemania, al igual que ocurrió en los años de la dictadura franquista en España.

Sea como fuese, lo que está fuera de toda duda es el valor artístico de la obra reimanniana. La lectura de Franziska Linkerhand constituye una experiencia estética de primer orden que pone en juego todos los sentidos. Leyéndola uno tiene la sensación de situarse fuera del tiempo y el espacio, y fuera también de los límites que separan la realidad y la ficción. Ahora podemos disfrutar de ella también en español gracias a la excelente traducción de Zubiaur (Errata Naturae, 2016), dedicado los últimos años a traducir y reivindicar su obra y la de otros grandes autores de la RDA.

 

 

Entre fantasmas. Sobre el último libro de Carolina Sanín «Tu cruz en el cielo desierto».

Entre fantasmas. Sobre el último libro de Carolina Sanín «Tu cruz en el cielo desierto».

“Saber que no se escribe para el otro, saber que esas cosas que voy a escribir no me harán jamás amar por quien amo, saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que es precisamente ahí donde no estás: tal es el comienzo de la escritura”

Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso

 

“De repente mi escritura ya no me cobija, sino que me expone, y entonces tengo que salir a otro círculo de mí, a una órbita más exterior, para seguir contando y buscando abrigo”

Carolina Sanín, Tu cruz en el cielo desierto

 

Pedro Páramo de Juan Rulfo encauza su narración en un viaje por el paisaje desértico en busca del padre, que termina siendo un viaje a la muerte, o bien, un viaje a sí mismo. El pueblo al que llega, Comala, lleno de fantasmas comienza a complicar la búsqueda, el personaje se pierde en espejismos de todo tipo, o bien en la literatura misma, en literatura fantasmal: y el yo termina al final desmoronándose como un montón de piedras. Al final del libro la lectora ha llegado de la mano de la escritura a encontrarse ella misma sumergida entre fantasmas, entre letras, buscando símbolos, perdida, leyendo. La escritura pues como fantasma, o búsqueda o amor por el fantasma del Padre – el mismo que se le aparece a Hamlet –. El fantasma es desierto y promesa de contacto, de tacto y de intimidad: el yo está sujeto entonces, como si la vida se le fuera en ello, sobre la cuerda floja de la ausencia, del fantasma. “Tenerme a la distancia del fantasma, a la distancia de la letra, era ya darme por muerta”.

La escritura de Fernando Vallejo ha girado también en torno a los fantasmas, y sobre todo a su fantasmal yo: ese nostálgico y fugaz yo que se pierde entre fantasmas, y grita, impreca y llora, llora el amor imposible de ese yo efímero como una candelilla, el corazón de un globo de papel. Dos imágenes en perpetua analogía, el fantasma y el corazón, llevan a cualquier lectora al centro de la tragedia amorosa y al mismo tiempo de toda literatura: el sujeto amado, inalcanzable, forjado como un sueño profundo en el amante (“Ojos de perro azul”), en el interior, en el pecho. Metáforas o fantasmas que se alejan y se acercan: el quehacer literario, la analogía.

En clave fantasmal leo el último libro de la escritora colombiana Carolina Sanín Tu cruz en el cielo desierto. Aparte de ser un libro sobre el amor y sus laberintos en la era digital (“En las relaciones virtuales, el otro está muerto y resurgido como fantasma”), sobre el amor y su teatralidad, es un libro sobre la escritura misma, sobre la literatura y el deseo. Es por eso que se trata de un libro no solamente sobre la escritura sino sobre la lectura (“El juego, en todo caso, era la lectura”): los ecos infinitos, fantasmales de otras letras entran a jugar un papel erótico, dialogante y escurridizo en el ensayo de Sanín. Además de ser la historia de un amor ahogado en la promesa del encuentro, es un ensayo autobiográfico, o bien autoficcional, de la escritora y la lectora y su amor por la literatura y el lenguaje: la lectora Sanín encuentra entonces en todas partes las analogías a un amor que es justamente su lectura, el deseo de su encuentro, de una imagen: “La metáfora es una operación resucitante”. La narradora va entonces por el mundo y por la literatura (que es el mundo, “la cabeza redonda como la tierra”) como por el cuerpo del amante (“[l]a imagen del amado se pone en el lugar del mundo, y el mundo entero adquiere sentido y se aparece en ella”). El amado, un chileno en China, parece ser solamente un pretexto, un juego erótico y literario con la literatura misma: “[p]ues cada personaje que la literatura ha inventado corresponde a una de las partes innumerables de la persona infinita”. Por ese mundo de letras, por el mundo de la lectora y la narradora, viaja la escritura buscando una otredad para reflejarse en ella (de la Biblia y Las mil y una noches a Shakespeare, Dante, Rulfo, Lezama Lima o Nerval), recomponiendo, fantasma por fantasma, el rostro de su amado. En la analogía se hace la escritura de Sanín al cuerpo del amante.

“Este libro, que es sobre una no entrada en materia, no entra en materia”. El libro de Carolina Sanín es un prólogo, un gran prólogo de una obra que nunca llega: el amor prometido, el amor reducido a la escritura misma, al chat, el amor en la ausencia absoluta del amado. Y contradictoriamente el prólogo ya ha entrado, penetrado desde el comienzo en la materia: la celebración de la ausencia y la promesa, el aviso de llegada (como la resurrección) es ya el camino que emprende la escritura, el camino del deseo. Octavio Paz entendió que en el centro de lo poético estaba el deseo, el deseo entre dos voces (dos lenguas, dos bocas o bien dos oídos, “[l]os amantes se aman como dos oídos”) que se atraen y se repelen: esa otra voz (el silencio) que en la voz del amante lleva a la imagen y al ritmo, signos en rotación sobre el vacío. Como El arco y la lira puede leerse en clave erótica, Tu cruz en el cielo desierto puede leerse en clave de poética: el amor es solamente un fantasma, un alejamiento y acercamiento poético al quehacer literario.

El libro de Sanín reflexiona constantemente una y otra vez sobre el texto mismo, sobre las palabras (enajenadas como si fueran de otra voz, una lengua extranjera), y vuelve a su etimología, las observa como cuerpos inertes y tornados en vivientes en la misma escritura, una vez se hayan convertido en voz, en lengua. “El español: esa era la lengua que querías que te lamiera entre los muslos”. Analogías de la vida en clave de letras que se persiguen unas a otras (del fantasma al corazón, del corazón a la tela, de la tela a la traga, de la traga al hurto, del hurto a la lanza, de la lanza a la cruz, de la cruz al desierto, …) como en una carrera erótica que la devuelve a sí misma, a su cuerpo, a la soledad de la escritura y de la enamorada.

Ensayo, novela, autoficción, diario y muchas otras formas literarias pero, sobre todo, libro erótico, pornográfico: ¿cómo entender lo pornográfico sin pensar en cómo la imagen, la letra, sin contacto físico lleva una y otra vez al cuerpo solitario y desesperado, al placer? En medio de la pandemia del Covid-19, el libro de Sanín habla de ese confinamiento de la literata que se ha transformado, en medio de una aparente soledad, en cuerpo erótico – el libro habla de la exaltación del mismo cuerpo como anclaje para muchos otros (el cuerpo como texto, como textura o textil). El tema es entonces la soledad colmada de fantasmas, un cuerpo de múltiple posesión fantasmal, la revolución erótica. Es indiferente si ese mundo, su amado, existe materialmente o no, su existencia está en el lenguaje, en la candelilla endeble y vulnerable de la amante, pero candelilla al fin y al cabo, fuego.

“Se me ha hecho la violencia invisible y extrema de convertirme en un sueño de mí misma. Se me ha dado esa otra vida”. Y es que al final se trata de una violencia – el sujeto amarrado, deseoso y expectante – que en la figura de la mujer, de la hija y de la amante, y su coqueteo con explicaciones psicoanalíticas de su deseo, se pierde en reproducciones infinitas de lo fálico hasta deshacerlo (“[y]a eres un falo. Un faro. La torre de Babel”). La somatización corporal de los símbolos o bien la simbolización de lo corporal son también el tema del libro: ¿cómo entender esa herida deliciosa en la carne que causan las palabras o las imágenes, esa penetración fantasmal de lo otro, el contagio sin tacto?

El libro de Sanín es entonces el prólogo al mundo, al mundo forjado en y por la palabra.

Entonces está la lectora, yo, mi otro yo “fugaz fantasma”, a quien va dedicado el texto (“voy en pos del lector, que es mi proyección”) y con el que se comparte el mundo y en su vastedad una intimidad desértica. El libro de Sanín es en definitiva una carta de amor destinada a la lectora y es por eso que es inevitable encontrar mis lecturas, mis fantasmas, una y otra vez en las letras de este libro. “voy por tu cuerpo como por el mundo” (O. Paz).

 

Carolina Sanín (2020): Tu cruz en el cielo desierto. Bogotá: Laguna Libros. 

Confinamientos voluntarios, vacío, egoísmo y todo lo que saca el miedo.

Confinamientos voluntarios, vacío, egoísmo y todo lo que saca el miedo.

Tenía pendiente hace bastantes días esta novela que ha sacado recientemente Gatopardo y lo cierto es que me ha costado acabarla. No porque no me haya gustado sino porque las circunstancias que estamos viviendo con el confinamiento son duras. Hablando con personas creativas de mi entorno la sensación es compartida, todos tenemos muchas preocupaciones de índole diversa y concentrarse cuesta mucho. Aun así, lo cierto es que es importante mantenerse ocupado e intentar aprovechar el tiempo. Por una cosa u otra, el contenido cultural que consumimos estos días suele hacernos reflexionar sobre la situación excepcional que estamos viviendo. No tengo claro si es por eso por lo que el libro de Alexandra Kleeman me ha hecho pensar en ello, sea como sea, lo cierto es que las reflexiones que la novela evoca son plenamente pertinentes para el momento presente.

Tú también puedes tener un cuerpo como el mío es una novela que podríamos catalogar de distopía, aunque la distopía novelada es tan similar con la realidad que prácticamente parece una descripción dramatizada de la sociedad contemporánea, similar a como funciona la novela Kentukis de Schweblin, de la que ya hablé aquí.

Nos encontramos en una sociedad desquiciada, una sociedad que ha dejado de creer en si misma. A, la protagonista del relato, es un ejemplo de ello, pasa los días mirando anuncios, concursos y programas de televisión y cuando no hace eso espía a sus vecinos. Todo aquello que ocurre en televisión tiene a menudo una intención morbosa o comercial, busca impresionar al espectador y lo consigue de una forma tremendamente fácil, ya que nada de lo que ocurre fuera de la pantalla parece tener ningún tipo de interés. A se siente resignada a encontrar su función en el mundo, todo lo que les ocurre a los demás parece más interesante y se limita a observarlos y obsesionarse con ellos. Suple sus frustraciones con el consumo de productos alimenticios o de belleza o se conforma con el simple deseo de poseerlos ya que prácticamente solo se alimenta a base de naranjas.

A se encuentra socialmente aislada y prácticamente solo tiene contacto con B, su compañera de piso, y con C, su novio. Mantiene una fuerte dependencia emocional con ambos aunque su relación con ellos no se puede catalogar de agradable. Esta dependencia obsesiva parece sin duda fruto del propio vacío, de una inseguridad respecto a sí misma que genera la necesidad casi desesperada, de contar con algún apoyo humano, aunque este se dé por medio del silencio o la incomunicación. Durante toda la novela A piensa mucho en B y en C pero a menudo no dialoga con ellos. Lo mismo le ocurre a su compañera B, que está muy obsesionada con ella y le provoca una intensa inseguridad encontrarse sola en casa sin A, pero cuando está con ella es incapaz de prestar atención a nada de lo que esta le dice. Lo mismo o peor le ocurre con su novio C. La mayor parte del tiempo que están juntos están viendo la televisión y cuando se acuestan siempre lo hacen con películas porno de fondo. En la novela se expone un concepto que me parece muy interesante que es la delgadez del presente. Todo el mundo está siempre haciendo dos o tres cosas a la vez porque el presente por sí mismo no tiene ningún valor, es insuficiente. Encontrarnos solos en el presente y nada más es incluso aterrador y siempre que hacemos algo estamos pensando o haciendo otra cosa a la vez. Eso hace que las experiencias se difuminen casi al instante, se vuelvan borrosas y según la propia A terminamos por añadir capas de realidad a la fantasía y capas de fantasía a la realidad.

Uno no acaba por entender por qué A sigue con C, nunca se hacen caso el uno al otro, no se escuchan, no hablan y cuando lo hacen a menudo se desprecian, se aburren. Sin embargo A se aferra a él, el temor a la soledad es demasiado grande y la alternativa poco prometedora, no hay nada ni nadie mejor ahí fuera. Parece que los personajes se llamen A, B y C porque podrían ser cualquiera, podrían ser intercambiables, todas las vidas son similares y todas buscan parecerse a los demás. Es algo en que la novela parece hacer mucho hincapié, todos se odian a si mismos y a los demás pero aún así buscan parecerse desesperadamente, mimetismo por falta de identidad. Se crea un dilema entre la adaptación o la nada. A su vez, cuando más profunda es la sensación de la nada más se busca encontrar cualquier excusa, por más perversa que sea, para hacer algo diferente, salir de esa espiral de monotonía. Es cuando llega la amoralidad, el sálvese quien pueda, utilizar a los demás bajo la promesa del beneficio propio aunque sea a expensas del desgaste psicológico de los otros. Sin duda esta sensación de vacío nos debe resultar familiar a muchos estos días.

Vivimos acostumbrados a estar activos y cuando se nos pide que paremos durante tanto tiempo pueden salir muchos monstruos. El coronavirus puede ser motivo de divorcios, de violencia o incluso de crímenes como ya ha pasado en China, pero también puede ser creativo y revelador en un sentido radicalmente opuesto. Las crisis sirven también para esto, escuchar al que tenemos al lado, saber con quién y con que podemos contar, investigar quien somos, que queremos ser, repensarnos, comunicarnos. Sin duda Kleeman nos está poniendo frente a un espejo y nos muestra como nos llegamos a conformar con llevar vidas vacías. Yo siempre trato de ser profundamente optimista, el optimismo es lo único que nos puede hacer seguir a delante pese a las adversidades y siempre le doy la vuelta a estos relatos apocalípticos. El mensaje que podemos extraer es que necesitamos más que nunca ser exigentes con nosotros mismos, sacar la fuerza para analizar lo que nos está ocurriendo y encontrar cómo podemos salir de esta espiral de apatía de forma propositiva. 

La novela da un cambio importante a partir del momento en que los vecinos de A y B desaparecen de forma abrupta. El ambiente general empieza a trastornarse, padres de familia empiezan a desaparecer huyendo de sus asfixiantes contextos y las grandes empresas, sectas y religiones de diversa índole parecen interesadas en confundir, frustrar y trastornar a los individuos. Esto también me parece un poderoso mensaje de alerta que la novela nos manda. Nada resulta más fácil para aquellos que mueven los hilos o pretenden moverlos que aprovecharse de una situación en que los individuos ya están de por sí confundidos y no parece que exista una tormenta perfecta mejor que la que estamos viviendo ahora con el coronavirus por bandera. La novela explica de una forma bastante perturbadora cómo poderes invisibles pueden conseguir que los individuos se anulen a sí mismos por voluntad propia y se conviertan en policías unos de otros controlándose y delatándose de la misma manera como ya está sucediendo hoy con los chivatos de balcón y que tiene unas reminiscencias inquisitoriales que para nada son buenos recuerdos.

Efectivamente, como A, B y C nos encontramos perdidos, nos estamos buscando y parece que centremos nuestros esfuerzos en buscar retornar a un pasado más feliz, controlado, idílico. Pero no podemos conformarnos con replicar lo que ya hemos vivido, lo que ya conocemos. Si todo es sustituible acabamos por llegar a un comercio de los efectos en el que todo vale, cualquier persona sirve y la individualidad de cada uno no cuenta, no es relevante. Creo que el momento presente nos pide más. Parece ser que nada va a volver a ser igual y nos toca reinventarnos, conocernos más, conocer a quien tenemos al lado. Parafraseando a Zizek, que por cierto tiene el premio al más rápido en la carrera por sacar tajada económica y mediática a la pandemia, ¡Bienvenidos a tiempos interesantes!

Ansiedad, creatividad y exposición

Ansiedad, creatividad y exposición

Quien haya sufrido de ansiedad conoce el sentimiento de intensa soledad que experimenta después de sufrir un ataque. Primero porque sabe cómo de incomprensible resulta algo así para quien no lo padece. Pero sobre todo porque la sensación de fragilidad que sientes te lleva a menudo a desear el cobijo de los demás y a su vez el miedo al rechazo resulta aún más intenso. Olivia Sudjic en su libro cita a Olivia Laing para hablar de cómo la soledad tiene un íntimo vínculo con la exposición. Una persona solitaria anhela ser aceptada y a su vez se vuelve temerosa de encontrarse expuesta a los demás. Tiende a percibir las interacciones sociales como hostilidad o desprecio.

Sudjic empezó a escribir este breve ensayo titulado «Expuesta» publicado en español por Alpha Decay, en Bruselas. Se había trasladado allí una temporada con el objetivo de escribir su segunda novela pero una vez allí entró en una profunda crisis creativa. Se sentía presionada por lo que se esperaba de ella. Una impostora usurpando una profesión impropia. No se sentía cómoda en ningún lugar y no podía hacer más que dar vueltas improductivas pensando en multitud de cosas asfixiantes. Tenía todos los ingredientes para una buena crisis de ansiedad y se preguntó por qué motivos seguía escribiendo. Por qué seguía obstinada en una tarea tan ambiciosa en un momento tan vulnerable de su vida, cerca de los treinta. Llegados a este punto no pude evitar hacerme la misma pregunta que ella y seguro que cómo yo muchas otras personas.

Muchos no sabemos por qué escribimos. En mi caso empecé de niño, no recuerdo porqué. Solo recuerdo que el momento en el que he tenido más claro que quería ser escritor fue entonces. Alguna razón poco meditada me llevó a escribir. Quería plasmar aquello que imaginaba, aquello que me gustaría vivir, aquello que no me gustaría y , siempre de una manera sumergida, aquello que siento mientras vivo. Desde entonces no he dejado de hacerlo. Y sin embargo el miedo a hacer públicos mis escritos, el miedo a perder el control de lo que escribo, de la lectura que se hace de lo que escribo, es algo que siempre ha estado en mí.

Sudjic describe esa sensación de intimidad y exposición a propósito de la tecnología, otra fuente de esta posición ambivalente. Lo define como esa sensación por la noche cuando las ventanas se transforman en espejos. Podría estar sola o podría haber alguien observando.

Según estudios, las mujeres tienen el doble de posibilidades de padecer ansiedad que los hombres y sin embargo no por ello las mujeres son más frágiles o débiles. Me pareció muy interesante un árticulo de Owen Jones en The Guardian que hablaba sobre que hay más hombres que mujeres que se suicidan. Los hombres somos más propensos a la represión. A hacer ver que todo va bien y a no permitirnos ni un momento de debilidad que hierra nuestra masculinidad, con a menudo terribles consecuencias. No es ese mi caso. Empecé a tener ataques de ansiedad con 16 años y aunque hoy en día es algo que tengo bastante controlado es algo que siempre llevo conmigo.   

Cómo comenta Sudjic, la masculinidad viene siempre asociada a la firmeza, a no tener dudas, a no necesitar cuestionarse nada. Mi vida ha sido un cuestionamiento constante, una autoexploración a menudo desmedida que me ha llevado a la ansiedad y tal vez también a interesarme por la feminidad. Nunca había relacionado ambas cosas, pero tal vez lo estaban.

Según Sudjic la autoexploración es uno de los rasgos definitorios de la feminidad y es vista como peligrosa por la sociedad patriarcal. Los hombres han huido a menudo de ella y han sentido que su masculinidad se veía atacada cuando pensaban demasiado en cómo se sentían y esto es algo que también ha estado en mi cabeza mucho tiempo. Con el tiempo he aprendido a verlo como absurdo. Para mí, toda corriente de pensamiento que defienda encasillar a los hombres en unos comportamientos determinados y a la mujeres en otros debería ser ignorada. Cuando Sudjic dice que los hombres tenemos mucho que aprender de la subjetividad femenina creo que está totalmente en lo cierto. 

Aunque Sudjic a menudo no se dirige a mí, puesto que sus reflexiones entorno a la subjetividad femenina parten de unas vivencias comunes en las mujeres que no son las mías, me ha parecido útil para reconciliarme con la fragilidad y la ansiedad en el acto de escribir. La escritura es también una forma de buscar respuestas, de encontrarse a uno mismo, de buscar la salida al caos. La ansiedad te pone alerta, te hace más consciente de tu entorno. Sudjic considera la ansiedad esencial tanto para vivir cómo para crear. Hay una frase que suele utilizar Erik Urano «Las luces más brillantes vienen de los lugares más oscuros».

Buscamos en la literatura personas similares a nosotras en las que arroparnos. Sentir que lo mismo que nos ocurre a nosotros les ocurre también a personas a las que admiramos y que de ello sacan grandes novelas. Sudjic tiene autoras que siempre la acompañan en momentos de duda como estos, los llama talismanes. Ella tiene a Nelson, Kraus, Cusk, Offill, Lispector y Ferrante. Yo desde ahora tengo, entre otros, a Olivia Sudjic. 

Gente rota

Gente rota

Leer “Tiempo muerto” (2017), novela corta de Margarita García Robayo, resulta incómodo y aun así engancha, interesa, vincula, inspira: Presenciamos la imagen congelada del desmoronamiento de un matrimonio y percibimos las manchas de una diáspora (latinos en EEUU). Irreversibles. La familia con la que lidiamos en la lectura, está compuesta por Lucía, su esposo Pablo, y los 2 hijos comunes, mellizos, Rosa y Tomás. Su residencia habitual es New Haven, un espacio en el que, en la percepción de Lucía, uno puede convertirse en “un punto indistinto en el paisaje frondoso y civilizado” a poco que se descuide. Un lugar donde mezclarse significa “desaparecer”, algo que -y este es un centro existencial de la protagonista- a ella no le importa; New Haven es un hábitat donde cada cual está “a lo suyo” (p. 110) donde no hay nada “roto ni virulento” (p. 111) como en Colombia.

ELLA

Lucía experimenta su existencia situada en un hueco, un espacio vital donde se deja llevar por inercia, por ejemplo, al asumir que “[S]u vida estaba llena de cenas importantes que no servían para nada” (p. 146). La protagonista vive a regañadientes consigo misma, es más, parece que todo lo hace contra su voluntad, pero lo hace: escribir artículos para la revista Elle, comer, abrazar fuerte a sus hijos, emborracharse, meterse en el agua del mar hasta casi perder la conciencia. Y, sobre todo, pensar. Su vida se asemeja a un gruñido anímico y mental.

 

Ahora bien, con su pareja no actúa, pues ni ella ni su esposo mueven ficha para cambiar algo de su descalabrado matrimonio: están asentados en un “tiempo muerto que ninguno se ha dignado a remover” (p 54). Las únicas escenas de sosiego y silencio, que contrastan con la mayoría de situaciones donde se plasman retazos de vidas rotas, son aquellas en las que Lucía contempla el mar, abrazada a sus hijos: con ellos dos a sus costados se levanta y se cierra el telón. De ahí que podamos afirmar que ese “tiempo muerto” de la protagonista que se nos ofrece en la lectura se enmarca en un fragmento de espacio temporal anímico ubicado en la Tierra al borde de un mar. Aunque en realidad, Lucía no reside en ningún lugar identificable geográficamente, ni es su deseo arraigarse a ningún sitio concreto. Solo se pertenece a sí misma en su vacío de relación vinculante con el mundo.

ÉL

Pablo, su esposo, colombiano, es un individuo destartalado. Una ruina de sí mismo. Trabaja como profesor en una secundaria que “pretendía favorecer a la comunidad hispana. Todos los chicos hablaban español. Inglés también. Pero mal. Ambos idiomas terriblemente mal” (p. 31). Marido, padre, profesor, amante convulsivo de vecinas, drogadicto, alcohólico. La afirmación del médico de confianza de la familia lo retrata: un “fiestero de puta madre” (p. 16).

Pablo, en un rincón apartado de su escasa voluntad, pretende buscar sus raíces volviendo a su patria mental, atrapándola con las palabras metidas en una novela. Reconoce que su deseo es dejar las clases y dedicarse solo a escribir, pero en el trazo vital que abarca la novela este personaje también se encuentra en un punto muerto: ni avanza ni retrocede. Vive al lado de sí mismo, encenagado, “llevaba cerca de un año escribiendo una novela sobre una isla colombiana donde había vivido parte de su infancia” (p. 14). Él, al contrario de su esposa, sí que se siente arraigado a Colombia –“patria lejana” (p. 43) y aguanta –“sobrevive”- en los EEUU. Vive -transita- por la vida familiar con un desinterés pasmoso por sus hijos, por su mujer, quien pone a los pequeños como parapeto entre ambos quedándose ella con la mayor parte de sus vidas. Los consejos de Lucía o no llegan a Pablo o le sobrepasan. Desea crearse un destino de escritor, pero no hace nada fundamental para llevarlo a cabo. Su tía Lety -mujer hacendosa, empresaria, pragmática, con un hobby que la arraiga al mundo: el bingo-, le comenta lacónica después de leer el manuscrito de su novela: “¿Tú quieres volver, Pablito? ¿Es eso lo que te pasa?” (p. 53). La novela es el hilo que le une a sus raíces pues según él “un hombre sin raíces es un hombre muerto” (p. 41). La visión de su Colombia, la de su infancia es a todas luces lo que lo mantiene a flote, le facilita la supervivencia.

LOS HIJOS

Han nacido en Estados Unidos. Hablan indiferentemente español e inglés, son “bellos, avispados y extraños” (p. 29). Rosa se sorprende de que haya venezolanos en Miami y le pregunta a su madre por qué no viven en Venezuela. Cuestión cuya respuesta queda en el aire y hace pensar en su propia familia migrante en EEUU.  En ningún pasaje de la novela se ofrece etiqueta alguna a esta familia: ni colombiana ni estadounidense. Están los cuatro en Tiempo muerto. En un limbo de identidades nacionales.

Tomás revela una facilidad exuberante por retener palabras inusuales: pterodáctilo, guayaba, shitty place (p. 76). Como la propia voz narrativa cuando emplea -siempre en el contexto argumental de Lucía- términos inusitados del tipo: voces ríspidas (p. 9), para referirse al sonido de la lengua rusa; ácido muriático; o el neologismo “proxemia”, refiriéndose a la mirada de Lucía sobre la gestualidad de Cindy, la niñera: “su sentido de la proxemia era la de un perro faldero” (p. 12). Lucía necesita distancia. La importancia que para ella tiene la expresión verbal de sus hijos se refleja no solo en sus quejas cuando dice que resulta trabajoso que los niños construyan frases largas (p. 29). También en sus conversaciones es obvio que fomenta la capacidad imaginativa de su hijo varón. Este se inventa historias y “sabe palabras. Es un pequeño adulto. Y es tan parecido a ella”. En cuanto a su hija, más interesada por el deporte y los deportistas, Lucía se alegra de que Rosa haya incubado una “rebeldía fabulosa”. Sin embargo, hay algo que diferencia fundamentalmente a las generaciones: Si sus hijos asumen la lengua inglesa como algo natural, propio, ella, la madre, se excluye conscientemente en el ámbito de esa lengua, no porque no la domine, sino porque no forma parte intrínseca de su estar en el mundo. Cuando ella se dirige a un fan de su hija (se trata de un tal David Rodríguez, “tercera generación de dominicanos en Estados Unidos”) y le pregunta si se tomaría una foto con ellas (Lucía y su hija), piensa que el joven nieto de dominicanos no habla “ni gota de español”. Cuando le repite la misma pregunta en inglés, “se excluye, dice “the girl”, refiriéndose ya solo a su hija, la llama “the girl”. ¿Por qué hace eso?” (p. 61). ¿Es una inercia no querer involucrarse en la lengua inglesa? Creo que no. Creo que es consciente de que ella no cuaja en el mundo anglosajón. Lucía pertenece a sus palabras: Su vínculo a la lengua, a su lengua materna, que es el español, es su patria, que es eso “que se muda contigo” (p. 113).

También se traslada con uno mismo el sabor primigenio, el que se lleva consigo desde la infancia. Cuando cocina comida “calórica y grasienta”, pasando por alto dietas y curas de salud, todos comen en abundancia y disfrutan: “Es el día que se siente más querida. Es el día que se siente su madre y su abuela” (p. 65). Palabras originales (del origen hispanohablante), comida primitiva (de los orígenes de aquellos países de Latinoamérica por donde pasaron sus padres) son sus herramientas sensitivas de ubicación terrestre. El resto en su vida es parálisis. Y contemplación.

EL HORIZONTE

Cuando al final de la historia se encuentra de nuevo sola con sus hijos en una playa mirando hacia el horizonte se adueña de ese pequeño espacio de arena húmeda que ocupan. Y ¿qué es lo que hace? Respirar. Su única forma de arraigarse. El aire del arraigo. Pide a sus hijos que respiren también en cuatro tiempos, para elevar sus pulsaciones, y porque quiere “limpiarlos, llenarlos de oxígeno, preservar sus corazones.” Pero ellos se niegan y se alejan. La siguiente actividad de los mellizos es el negocio insertado en el juego -la ilusión- infantil. Rosa, que es quien más se afianza en la tierra agarra una caracucha (flor ornamental) y se la ofrece a Tomás, su hermano, por siete dólares. Este hace el gesto de sacar dinero del bolsillo y le reta: “Tengo cinco”. Están anclados en el terreno que pisan.

Lucía representa aún y todavía la pertenencia a su pasado, porque ante esta últimísima escena de la novela “Piensa en la ambición inútil de fijar momentos”, es decir, acumular experiencia, hacerla consciente allá donde se encuentre. Por el contrario, sus hijos, ya están instalados en otra esfera: la más pragmática del presente. Allá donde estén, actúan.

Según Lucía es necesario “aprender a orientarse”, parece que eso es lo que importa. En esta novela corta del desarraigo, la orientación de la mirada de la protagonista es literalmente el horizonte, una línea inexistente que divide dos elementos coexistentes en un mismo espacio: La esencia del migrante. Esa persona que se ha movido, ha salido de su hueco y co-existe.