Fe de etarras, una comedia muy seria

Fe de etarras, una comedia muy seria

Hoy se ha estrenado en Netflix la última y esperada película de Borja Cobeaga titulada Fe de etarras. He de decir que, después de la exitosa Ocho apellidos vascos, no esperaba demasiado de este nuevo film del director donostiarra. Al ser estrenada, además, en esta plataforma, pensaba que sería un producto concebido para el mero entretenimiento. Pero, nada más empezar a verla, se me han caído a los pies todos mis prejuicios. Porque he de reconocer que la película ha «decepcionado» mis expectativas con creces y me ha dejado un sabor amargo y la necesidad de una profunda reflexión. Esperaba una comedia vacua, banal, llena de tópicos y gags previsibles, pero Fe de etarras, en realidad, ni siquiera es una comedia. Lo que hace Cobeaga con verdadera maestría es contar, desde el humor, una historia real y dolorosa sobre Euskadi, personificando en un comando etarra algo sui generis las tensiones internas de la banda terrorista ETA en un momento histórico muy concreto.

La narración acontece en el verano de 2010, el verano del Mundial de Fútbol de Sudáfrica del que la Selección Española salió campeona. Sin embargo, ese verano es también el previo a que ETA declarara un alto al fuego el cinco de septiembre de ese mismo año. Como Didi y Gogo en Esperando a Godot, los cuatro integrantes del comando esperan la llamada de Artetxe, jefe de ETA, para que les dé indicaciones sobre el siguiente gran golpe. La espera es, pues, casi un acto de fe de estos cuatros personajes: el jefe del comando, un riojano de nacimiento e integrante histórico de la banda, que “si puede jugar en el Athletic, también puede ser etarra”; una pareja de jóvenes que, más allá de las consignas románticas de la kale borroka, poco pueden aportar; y un anarquista de Albacete del que tienen que echar mano porque ya nadie dentro de la organización sabe manejar explosivos. De esta manera, Cobeaga nos muestra una ETA venida a menos, en la que la inercia y la incapacidad de los personajes de vivir de otra manera les llevan a continuar una vía sin saber en realidad por qué ni para qué. Esperan a Godot, pero éste, como no podía ser de otra manera, no se hace presente.

La tensión interna es evidente durante toda la película, tanto entre los integrantes del grupo como dentro de cada uno de los personajes. La pareja sueña con una vida en común, en Uruguay o como comando itinerante. Sin embargo, no pueden escapar del todo de lo que han sido y son, de esa ansia de hacer historia de Euskal Herria. Se quieren ir, pero no pueden. Se quieren quedar, pero no tienen nada que hacer. El jefe del comando juega a mantener viva la ilusión de un gran acto terrorista, pero a la vez manipula y evita la llamada de Artetxe. El anarquista quiere formar parte de esa idea romántica de la lucha, quedándose, de esa manera, en la parte estética del asunto, obsesionado por euskerizar su nombre e imaginándose en los titulares de los informativos como un mártir.

El título de la película no es casual, porque ser etarra en 2010 es un acto de fe, una cuestión religiosa. Pero la organización interna de ETA ha entrado ya en un proceso de secularización que no tiene marcha atrás. Ahogada tanto por los agentes externos, simbolizados aquí en el entorno hostil en el que se mueven, en el ambiente generalizado de orgullo patrio futbolístico -valga la redundancia-, el comando sólo existe en el claustrofóbico piso franco en el que pasan los días. Fuera no son nada y dentro, las tensiones entre ellos sólo se palían gracias al deseo irracional que tienen en común de continuar un camino a todos ojos absurdo y patético. Sin querer hacer  de spoiler, solamente mencionaré una de las frases que el gran Ramón Barea pronuncia hacia el final de la película: “a los cobardes se les espabila a hostias, pero cuando no hay fe, no hay nada”. Y Cobeaga retrata esta pérdida de fe interna, el paso de la idea romántica de los personajes históricos de ETA a una nueva realidad dentro y fuera de la organización de manera brillante. Y lo hace a través de un humor fino y sutil, sin dejar de ser, sin embargo, incisivo y serio, muy serio a ratos.

Sólo espero que esta película se reciba como lo que es: una crónica de una muerte anunciada, pero no una banalización del mal. La película molestará a algunos sectores de la sociedad, pero eso es seguramente lo que el humor serio de Cobeaga pretende. Ahora que la equidistancia está tan mal vista, el director nos muestra una película llena de grises y matices, como lo está también de frustraciones, miedos y dolor. Pero esto es, en definitiva, lo que ha dejado en todos nosotros una época marcada por el patriotismo y el fanatismo. Y, para que no se me malinterprete, diré que me refiero aquí no sólo a la cuestión de la lucha armada en la que Cobeaga se centra más, sino a lo que se ve en los vecinos de la comunidad en la que se encuentra el piso franco. Una comunidad que recoge una muestra algo sesgada, pero real, de las diferentes simplificaciones de las que hacemos uso para comprender mejor la complicada realidad que nos rodea. Porque, al final, lo que hemos sido y lo que somos siempre puede volver a llamar a la puerta. Y no diré más.

 

 

El verano de Cultural Resuena

El verano de Cultural Resuena

¡Vaya calor hemos pasado este verano! Ahora que ya podemos dar por extinguido el verano vamos a repasar lo que hemos estado haciendo por la redacción de esta revista. Spoiler: no hemos parado.

Alex Mesa

Tengo que admitir que me gusta el verano. Y la playa. Y bañarme, bucear, etc. Pero, siendo honestos, no es muy buena idea pasarse cada instante de la temporada estival en remojo, pues uno corre el riesgo de arrugarse como una pasa (quién sabe si para siempre). Por ello, también me gusta disfrutar de otras cosas (sí, como dijo aquél sabio: “los catalanes hacemos cosas”). De entre todas ellas, este verano me ha gustado descubrir la serie “Rick and Morty” (sí, lo sé, es imperdonable que no la conociera hasta el momento). He estado visionando las dos primeras temporadas a través de Netflix y es interesante observar como ahora se está estrenando la tercera temporada en USA. Si alguien había pensado alguna vez en fusionar Padre de Familia con The Big Bang Theory, rebuscarlo más, y añadirle un extra de ironía, cinismo y absurdo, creo que encontrará algo emocionante en esta serie del estudio Adult Swim.

Ainara Zubizarreta

Durante cuatro días de julio, el preciosísimo pueblo costero de Hondarribia (Gipuzkoa) se convierte en un gran escenario de blues, esa música ya clásica que sigue siendo tan actual. En los diversos escenarios repartidos por los lugares emblemáticos del pueblo se ofrecen conciertos GRATUITOS de mano de grupos históricos y nuevas promesas. El ambiente es inmejorable y, si eres capaz de asistir sin que se te muevan las caderas, seguramente estés muerto. ¡Larga vida al blues!

Marc Nadal Ferret

En verano hace mucho calor en Cataluña, almenos en la costa, donde yo vivo, así que o vas a la playa o buscas sitios con aire acondicionado. Yo prefiero aquella, pero a veces tienes que refugiarte en estos. Así, recorridos todos los centros comerciales y cafeterías con wifi (pronunciado uifi) sin conseguir evitar la consumición, encontré el lugar perfecto: la exposición Talking Brains del Cosmocaixa, en Barcelona.

 

La exposición trata de lingüística, y destaca por ser muy participativa (ahora hay que decir hands-on). Además de explicaciones hay botoncitos, juegos de memoria, paneles interactivos y demás artilugios (ahora hay que decir gadgets). Se comienza con la clasificación de lenguas en el mundo según origen, familia, características… se aborda el aprendizaje de la lengua por parte de los niños, la adquisición de otras lenguas, la neurocirugía y finalmente se acaba en la parte más trágica: las afasias, explicadas mediante vídeos con ejemplos. Incluso se podía participar en un experimento para detectar qué partes de nuestro cerebro se activan cuando realizamos una actividad dada.

 

Mirad si fue interesante que se me olvidó preguntar si tenían wifi en el Cosmocaixa.

Carles Samper Seró

A mi modo de ver verano es esa época del año que guardamos para cumplir todos aquellos propositos de año nuevo que no hemos cumplidohasta la fecha. Y, evidentemente, tampoco cumplimos. El calor nos puede; trabajamos en el sector turístico y no tenemos vacaciones; o bien tenemos vacaciones y por eso no podemos.

A pesar de eso yo he conseguido cerrar bastantes temas pendientes. Voy a comentar las tres más interesantes.

  • Teatro: Asistí a una interesante obra en el olivar de castillejo (espacio maravilloso de Madrid, que recomiendo encarecidamente, pues la temperatura respecto al centro de la ciudad es cuatro grados más baja) sobre ciencia. Distintas piezas montadas, algunas con más acierto que otras, pero con mucho cariño en su ejecución por parte de la compañía TeatrIEM.

  • Videojuegos: He dedicado muchas horas junto a mi compañero de piso a jugar a Salt and Sanctuary. Un juego que bien se podría situar en aquel género que ahora llaman algunos “Dark Souls”. El modo sofá es aquello que más me ha fascinado, aunque es un poco difícil de activarlo sin ayuda de alguna guía externa al juego. Decorados fantásticos, buen planteamiento en el desarrollo de personaje y algunos bugs muy divertidos.

  • Literatura: Me cuesta llamar así esta recomendación, pues en verdad acabé un libro de memorias que tenía pendiente de hace mucho. Las memorías del autor polaco Slawomir Morsczek. Lo más interesante del asunto es que, el autor, narra su propia vida como parte de una terapia para recuperarse de un afásia que tuvo. Realmente interesante y recomendable para aquellos fan de este maravilloso autor polaco.

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Marina Hervás Muñoz

El verano es para las bicicletas… Y las mujeres. Y las guitarras. Han sido protagonistas en mis listas de reproducción de Spotify. Especialmente tres: Silvia Pérez Cruz, que publicó su último álbum (titulado como una de sus canciones fetiche, “Vestida de Nit”), el pasado 12 de mayo de 2017, y que nos brindó por primera vez alguna de las versiones que solo se encontraban en vídeos de youtube o en grabaciones mejorables. La segunda es María Arnal que, junto a Marcel Bagés, han traído aire fresco cuando no veíamos luces al final del túnel. Originales (aunque las malas lenguas los comparan con la ya nombrada Pérez Cruz en su disco junto a Raül Fernández), comprometidos, con un directazo y con todo por ofrecer. Al menos así lo augura su “45 Cerebros y un corazón”, publicado el 21 de abril de este año. Y, por último, Rosalía y Raül Refree, que me conquistaron con el quejío de “Nos quedamos solitos”, la tercera pista de Los Ángeles, su primer álbum, que vio la luz el pasado febrero. Algunos lo llaman “flamenco hipster”, porque no sabemos vivir sin etiquetar las cosas. Lo bueno de este proyecto es que no es ni flamenco ni hipster, sino puro tercipelo. Así de cursi me pongo para decirles que no pierdan de vista a estas tres mujeres a las que, como según Sabina le pasaba a Serrat, les tiembla el corazón en la garganta.

Camino Aparicio Barragán

El verano en México tiene un encanto muy particular que sólo puedes entender cuando has pasado uno en estos lares. Si bien México está en el mismo hemisferio que España y, por tanto, las estaciones son las mismas, el clima de esta tierra hace que en este país el año se divida, en la práctica, en dos estaciones: la de secas y la de lluvias; y, curiosamente, la época de lluvias abarca los meses del caluroso veranito español.

En la Ciudad de México, en verano, el clima es fresco, hay días nublados y llueve por las tardes. Todo invita a disfrutar de una buena lectura, con una bebida caliente y buena música de fondo, mientras ves a través de la ventana cómo diluvia afuera (porque aquí cuando llueve, llueve de verdad). Así es como me adentré este verano en la música para chelo y descubrí el concierto para dos chelos y cuerdas en Sol menor de Vivaldi, una maravilla musical que, junto a un rico chocolate caliente, me sirvió de escenario perfecto para disfrutar de algunos clásicos de la literatura que, confieso, no había leído hasta ahora: Madame Bovary de Flaubert y Arráncame la vida de Ángeles Mastreta.

Claro que nada me impide enfundarme el chubasquero y las katiuskas para salir a disfrutar de otras muchas actividades, como el teatro (sin duda alguna, la mejor obra a la que asistí este verano fue “Después del ensayo”, un magnífico montaje sobre la obra de Ingmar Bergman) o la primera Feria internacional del libro universitario (organizada por la UNAM y con la Universidad de Salamanca como invitada de honor).

¡El veranito lluvioso… también es gozoso!

Antonio

Me he hecho una buena gira de festivales. Empezando en el festival de arte en la calle «A la fresca» en Molina de Aragon, después el festival de música celta de Ortigueira en Galicia y terminando con el Samba Embora en Valladolid. Con un julio ajetreado también de trabajo lo que más me apetecía era descansar y ¿qué mejor manera que con una videoconsola nueva? Me subí al tren del hype de la nueva máquina de Nintendo (Switch) y no he parado de echar carreras y combatir el mal en Hyrule gracias al Zelda Breath of the Wild. Un increíble juego que redefine de alguna manera el genero sandbox dándonos herramientas para explorar a nuestro gusto y tener siempre algo esperando en cada rincón del mapa.

He hecho más cosas pero por seguir con la temática de videojuegos os diré otro interesantisimo que he podido disfrutar: Calendula. Un juego desarrollado por el estudio español Blooming Buds Studio que se adentra en un discurso artístico más que jugable. Se trata de un meta juego en el que el propósito será, precisamente, intentar jugar, a lo que se opondrá continuamente. Es bastante corto, creo que me habrá durado una media hora pero sumamente satisfactorio y sorprendente no solo por lo visual sino por la originalidad de los puzzles.

Irene Cueto

El verano invita a deleitarnos más tiempo con aquellas actividades que nos entusiasman. Y eso hice. Como no todo iba a ser hacer deporte, me adentré en literatura extranjera y descubrí Esperando a mister Bojangles de Olivier Bourdeaut. Pero para no pasar demasiado calor, estuve unas horas en Invernalia para vivir Game of Thrones. También disfruté con festivales flamencos y de jazz por nuestra geografía. De hecho, recomiendo el disco Passin’ Thru de Charles Lloyd New Quartet. ¡Porque la vida es mucho mejor con estos placeres!

¡Bailad lo que yo digo, malditos!

¡Bailad lo que yo digo, malditos!

¿Se habrán enterado ya Las Vulpes, el grupo punk de los años ochenta, de que una institución gubernamental ha incluido su canción Me gusta ser una zorra en una lista de reproducción de canciones “adecuadas” para las fiestas de verano de las ciudades y los pueblos de Euskadi? ¿Tomarán como un triunfo el hecho de que su subversivo mensaje haya conquistado el terreno de lo políticamente correcto o, por el contrario, lo vivirán como la derrota definitiva del punk y de lo que quisieron representar? Más aún, ¿estaría la canción original de Iggy Pop I wanna be your dog en esta lista?

¿Qué opinará Shakira, si es que le importa, de que su canción Me enamoré, en la que narra su profunda historia de amor con el futbolista Piqué, haya sido considerada peligrosa por estas mismas instancias gubernamentales por avivar el sexismo que tantas formas toma en nuestra sociedad actual? ¿Sentirán ella y Luis Fonsi -cuya canción Despacito también ha sido excluida de la lista de canciones adecuadas- angustia al pensar en el prematuro y amargo final de sus carreras porque, al estar en la lista negra, ya nadie más bailará sus canciones?

¿Estará Calle 13 brindando con piña colada en alguna playa de Puerto Rico para celebrar que esta misma institución pública no haya considerado sexistas versos como “súbete la minifalda hasta la espalda” o “yo también quiero consumir de tu perejil” de su canción Atrévete-Te-Te, sino que haya tenido el privilegio de verlos incluidos en la playlist de canciones empoderadoras y decentes?

Sirvan estos ejemplos para retratar la aleatoriedad con la que Emakunde-Instituto Vasco de la Mujer, a través de su plataforma Beldur Barik (Sin Miedo), ha seleccionado una lista de reproducción en Spotify de unas doscientas canciones “libres de sexismo” con la intención de concienciar y evitar ataques machistas durante las fiestas. El hecho de que una institución pública pretenda decidir, con un criterio absolutamente sesgado y casi azaroso, lo que debemos o no bailar en estas fiestas populares debería, antes de a abrazar la decisión con entusiasmo por el discurso buenista bajo el que se escuda, incitarnos a la reflexión.

Dicen en la página web de Beldur Barik que “la música no es machista. Ahora, otro cantar es la utilización que hacemos [de ella].” Y añade más adelante que “(…) si quieres bailar twerk… ¡hazlo! Pero que tengan clarito que lo haces por ti, porque tú quieres. Y si quiero bailar para seducir a alguien, para entrarle, porque quiero que me miren… ¡ya te vas a enterar!… y lo haré porque yo quiero”. El problema no parecería estar, por tanto, en la música, sino en el uso que hacemos de ella. Pero, por otro lado, no parece haber inconveniente en que las mujeres hagamos el uso que nos dé la gana de esa música. Si esto es así, el problema no estaría ni en Despacito ni en cómo la bailo, sino en que no tengo por qué ser acosada ni por mi gusto ni por el modo de bailarla. Entender, pues, ciertas canciones como las causantes del machismo y de la desigualdad entre sexos, más que una denuncia del problema, es un planteamiento reduccionista y simplista. Pretender, además, con su veto, que este gravísimo problema desaparezca y dar a entender que, al ritmo de Paquito el Chocolatero o Pajaritos -que sorprende que no están en la lista-, o al de Las Vulpes o Calle 13, el problema de la violencia sexista en las fiestas va a verse disminuido es, además de muy ingenuo, bastante peligroso.

Por un lado, se criminaliza a las personas que disfrutan con un cierto tipo de consumo cultural, llegando así a la simplificación más absoluta del problema al reducirlo al absurdo silogismo de “si te gusta Despacito, eres un acosador en potencia”. En la misma lógica, se premia a las personas que encajan en lo que la institución vasca ha declarado ser el consumo musical que fomenta la cultura igualitaria y democrática, llegando al mismo reduccionismo de que “si te gusta Skalariak, eres mejor persona”. Y se olvida, de este modo, que el problema del machismo es transversal y que, al englobar a personas de todas las clases sociales y gustos culturales, se revela como un fenómeno hondamente arraigado y enquistado en la sociedad.

Por otro lado, nos encontramos con el peligro que suponen los vetos y las censuras. Y es que, cuando las instituciones públicas se toman la licencia de hablar desde un púlpito y asumir un papel cuasi-religioso, enviando mensajes morales sobre lo que está bien y lo que está mal en cuanto al consumo cultural, se plantea un problema de mayor calado. Si Despacito es la canción más reproducida de la historia, habrá que analizar por qué sucede, pero optar por la vía del veto y la censura no parece ser la mejor idea. La solución, más compleja y de más a largo plazo, parecería, más bien, consistir en educar el pensamiento crítico de los jóvenes, en tratar de que desarrollen las herramientas necesarias para desenvolverse en el mundo de manera libre y hacerse conscientes de lo que consumen y cómo lo consumen. Otras maneras de querer atajar el problema podrían derivar en otro mayor. Porque, tal y como puede comprobarse aquí, la playlist de Emakunde es un batiburrillo de canciones que ciertas personas consideran adecuadas para la construcción de un Zeitgeist a su medida. Y este es el gran problema: el hecho de que la institución se atribuya, de un lado, la capacidad de distinguir entre lo bueno y lo malo, arrogándose una función moralista que no le corresponde, y, de otro, abuse de su poder, imponiendo el consumo cultural que considera adecuado. Cuando, según están las cosas, la cuestión es, creo yo, que las mujeres podamos bailar lo que queramos y como queramos, sin miedo a que nadie nos acose. Si no, que se lo pregunten a Las Vulpes, que, como dicen en esta entrevista, hubo quienes “entendieron mal” el mensaje de su canción y, entre otras lindezas, las llamaban zorras. No se trata, pues, de que la música sea o no machista, sino de que son los machistas los que utilizan hasta la música -y todo tipo de músicas- para comportarse como tales. Y esto ni se arregla ni se reduce recomendando arbitrariamente canciones.

Veinte marchas militares y una canción desenfadada

Veinte marchas militares y una canción desenfadada

Como cada año desde 1880, el pasado día 14 de julio se llevó a cabo en Francia la celebración de su Día Nacional. A pesar de que popularmente se lo conoce como el Día de la Bastilla por coincidir en fecha con el inicio de la Revolución de 1789, lo que ese día se conmemora es la celebración que el año siguiente se realizó en París con el nombre Fiesta de la Federación. Este tipo de eventos no se caracteriza, precisamente, por la innovación y suele reducirse a un desfile de las Fuerzas Armadas por las avenidas emblemáticas de las distintas capitales de los países en los que tales conmemoraciones siguen celebrándose, como un reducto irreductible del pensamiento decimonónico que aún hoy impera en la vieja Europa. Sin embargo, este año las celebraciones del Día Nacional han tenido en París dos importantes focos de atención personificados en los protagonistas que ocupaban el palco institucional: por un lado, el recién estrenado Presidente de la República Francesa, Emmanuel Macron, y, por otro, el también novato en su puesto de Presidente de los EEUU, Donald Trump. La visita de este segundo polémico personaje estaba justificada por la conmemoración del centenario de la intervención de EEUU en la Primera Guerra Mundial.

Sin embargo, hubo una pequeña anécdota en el cierre del desfile que ha eclipsado, en parte, semejante pompa y circunstancia, y ha captado gran parte de la atención mediática. Atención que quizá habría sido más interesante enfocar a un análisis serio sobre el buen rollo que estos dos dirigentes han querido visibilizar puede que hasta de manera un tanto exagerada -basta con leer el tuit que Macron le dedicó a su amigo Trump-. Algunos ya habréis alcanzado a adivinar que la pequeña anécdota no es otra que la escenificación musical y coreográfica que la banda del ejército realizó sobre un popurrí de temas del grupo discotequero francés Daft Punk. La decisión de incluir esta innovación en el tradicional desfile militar ha sido aplaudida por la mayor parte de la opinión pública y se ha entendido como un pequeño triunfo del sonriente Macron frente a un desconcertado Trump. Sería conveniente, no obstante, dejar de mirar el dedo y enfocar la mirada en la luna.

Lo primero que hay que analizar es el mensaje que se quiere enviar con esta canción en cuestión. Soy muy dada a pensar que en asuntos políticos no hay detalle azaroso, y, por tanto, no creo que la decisión de tocar la música de Daft Punk -y no otra- pueda considerarse tal. ¿Qué tiene esta música que no tienen otras y la opinión pública acepta de tan buen grado en un desfile nacional militar? Pues que es, precisamente, una música sin importantes implicaciones políticas. Las letras de Daft Punk hablan, repetitivamente, de pasarlo bien, de bailar toda la noche y de ligar, y sus recursos musicales son igualmente simples. Nos encontramos así ante una decisión que difícilmente se puede rechazar porque no dice nada. El mensaje de Macron es, por tanto, vacuo y banal, y podría querer decir que con él se inaugura una nueva política despreocupada y superficial. No sé yo si son éstas las mejores características para una política en los tiempos que corren. Macron parece querer retratarse también como un líder moderno, fresco y atrevido, que es capaz de saltarse el protocolo, que se divierte y que quiere que nos divirtamos. En este sentido, la música de Daft Punk funciona exactamente igual que un vals en el siglo XIX, es decir, como una música de puro entretenimiento de las clases acomodadas, una especie de Marcha Radetzky del siglo XXI, en la que las instituciones tradicionales se permiten el lujo de soltarse la melena y aplaudir más o menos acompasadamente al son de la música y mostrarse así más humanos y en contacto con la sociedad en la que viven. Una estrategia de marketing que, hasta ahora, parece haberle funcionado al líder francés.

Nos encontraríamos, pues, ante un simple guiño que hay quienes han querido ver como un acto heroico, como una demostración de la resistencia francesa frente al líder estadounidense. Nada más lejos. Pretender “americanizarse” en estas cuestiones de atrezzo apolítico y venderlo como un intento de modernización pone, más bien, en evidencia lo perdidos que andamos. Una no puede evitar acordarse de ese “Americanos, os recibimos con alegría” de la película Bienvenido Mr. Marshall de Berlanga al ver bailar torpemente a los músicos de la banda militar francesa como cheerleaders, y empatizar con el rostro desconcertado de Trump mientras su indomable flequillo se deja llevar por la emoción del momento. Se trata, sin duda, de una escena fascinante, pero más por lo esperpéntico que por lo épico. También sería fascinante ver sonreír a Rajoy un 12 de octubre al son de la Macarena de Los del Río, aunque, en este caso, poco tendría de irreverente.

La música en este tipo de eventos no tiene un papel meramente ornamental y quedarse en esa lectura supone siempre una simplificación de sus implicaciones. La de Daft Punk puede que no sea una música especialmente política, pero, precisamente por ello, el hecho de que haya sido elegida para un evento de estas características es lo que la convierte en un hecho político. Entender la música house como algo irreverente y moderno es un grandísimo error y una muestra de que las viejas fórmulas funcionan aún muy bien. Así, lo único que se consigue es que la política quede alumbrada por una bola de luces de discoteca y se convierta en una política de filtros en la que la modificación de las formas se venda como un cambio de fondo. Un desfile militar en la celebración de la Fiesta Nacional es lo que es. Pretender modernizarlo a base de la inclusión de música pop es la mejor prueba de no querer modernizar nada. El 14 de julio de 1789 se tomó la Bastilla, pero dudo que se hiciera al ritmo de Daft Punk.

Ofensa, delirio y censura

Ofensa, delirio y censura

Resulta llamativo cómo, en una sociedad en la que se lucha cada día por las libertades individuales y colectivas, se dan, también cada día, episodios de indignación que nacen de la más mínima cosa y que terminan desembocando, en muchos de los casos, en la censura. Sin embargo, puede que lo segundo esté relacionado con lo primero, ya que quizá todo provenga de la mala comprensión de lo que es la libertad individual, la libertad de expresión y nuestros derechos ante las libertades de los otros. Hay veces que no hay más que darle la vuelta a la sartén y cambiar los agentes que intervienen en el asunto para darse cuenta de que nos estamos convirtiendo en lo que más detestamos.

Estoy hablando, cómo no, de la polémica que ha surgido a raíz del último anuncio de Mahou, que cuenta una historia real -aunque si fuera ficticia tampoco cambiaría mucho el asunto- en la que un grupo de rock toca cada año en un pueblo de diecinueve habitantes llamado Pejanda, en Cantabria, a cambio de 6000 botellines de cerveza porque el ayuntamiento no tiene dinero para pagarles. El grupo de músicos y el ayuntamiento han llegado, pues, a un acuerdo simbólico libremente. Como los músicos estamos muy cansados de que nos paguen mal, o no nos paguen, o nos paguen en cerveza, nos hemos indignado y en pocas horas ya estaba rulando por las redes sociales el enlace de change.org en el que se podía firmar para exigir la retirada del anuncio. Cosa que, en un tiempo récor, ya se había conseguido.

El colectivo de músicos -al que, por cierto, pertenezco- ha sido víctima durante los últimos tiempos de ciertas situaciones de indignación surgidas, sobre todo, de sentimientos de ofensa que han terminado en censura. Me refiero aquí a los casos como, por ejemplo, el del rapero Valtónyc, que, por su canción sobre el Rey Juan Carlos, ha sido condenado a tres años de cárcel por la Audiencia Nacional; al grupo Soziedad Alkoholika, que fue acusado de enaltecimiento al terrorismo por algunas de sus letras; o a los trece raperos de La Insurgencia, acusados de lo mismo en 2016; o el famoso tema de los titiriteros, sólo por citar algunos. Estemos o no de acuerdo con lo que estos artistas dicen en sus letras o en sus obras, coincidiremos en que la libertad de poder decirlas está por encima de nuestra posición concreta ante el tema, y nuestra libertad de criticar o apoyar públicamente a estos artistas es también -o debería ser- incuestionable. La libertad de expresión es, precisamente, aceptar el derecho del otro -no sólo el de una misma- a decir lo que quiera, ofensas incluidas. El buen gusto o la zafiedad con la que se diga es otra cosa. Pero, en principio, basta con que yo no los escuche para que no me molesten. ¿O vamos a censurar también el reguetón porque no nos gusta su mensaje?

En las redes sociales sabemos mucho de libertad de expresión, pero sabemos lo mismo de censura. El spot publicitario de Mahou, que yo sepa, no vulnera los Derechos Humanos, ni hay delito en nada de lo que dice. Simplemente, cuenta una historia. Real, según dicen. Lo que ha ocurrido, sin embargo, y como suele ocurrir con casi todo hoy en día, es que un colectivo se ha ofendido por el mensaje que envía. Hasta tal punto ha llegado la ofensa, que la marca comercial -no olvidemos que no se trata de un ente público- ha sucumbido a la protesta y ha rectificado retirando el anuncio. Una rectificación, por otra parte, que tendrá más que ver con las cifras de venta que con un arrepentimiento sincero, no seamos ingenuos. Pero este punto al que se ha llegado, más que fruto de la sensatez y el buen hacer, me parece que es el triunfo del delirio colectivo y de la censura de lo políticamente correcto.

En el anuncio no se denigra la profesión del músico, sino que se cuenta una historia, precisamente, por lo excepcional que hay en ella. Podemos poner el grito en el cielo, podemos dejar de comprar Mahou, podemos desahogarnos en las redes sociales si queremos, pero exigir la retirada del anuncio es, cuando menos, exagerado. Sobre todo, porque no hay músico que yo conozca que no haya tocado alguna vez gratis o a cambio de comida y de bebida, por la razón que sea. Por una causa solidaria, por una amistad, porque le da la gana. Seamos serios y, si queremos que nuestras condiciones laborales cambien, invirtamos nuestras fuerzas en la dirección adecuada. Pero convertirnos en adalides de la censura cuando algo no nos gusta me parece deshacer un camino que puede llevar a una situación algo peligrosa. La libertad es esto, señoras y señores, y pretender que el mundo en el que vivimos sea el reflejo de nuestro pensamiento individual nos lleva, bien a una sociedad polarizada en la que el blanco y el negro ocupan el espacio de los grises, o bien a un mundo en el que se imponga el pensamiento único. Porque no sé cuál es la diferencia entre exigir la retirada de este anuncio por ofensas al colectivo de músicos o exigir que las mujeres se tapen las rodillas por no ofender a un grupo de puritanos.

La solución es mucho más sencilla y reside en ejercer nuestra propia libertad y nuestro sentido de la responsabilidad para no tocar a cambio de cerveza si no queremos, para no consumir esa marca de cerveza, para apagar la televisión o para provocar un debate fructífero sobre el asunto. Pero utilizar la libertad individual para coartar la de otro, siempre me parecerá una mala idea. Sobre todo cuando hay aún tanto camino que recorrer en lo que a libertades individuales y colectivas se refiere. Porque estoy segura de que este artículo ofenderá a mucha gente, pero espero que nadie exija que lo retiren.