Música vespertina

Música vespertina

Las tardes del final de otoño suelen tener un color melancólico. Esta sensación se acentúa entre otras razones, porque el sol cae realmente pronto y ya para las 7 pm, estamos rodeados de oscuridad. Ahora bien, ese color melancólico de las tardes de finales de otoño es un marco maravilloso para según qué manifestaciones estéticas. Pienso en como tuvo que ser asistir a los famosos Abendmusik que en la ciudad de Lübeck organizó primero Franz Tunder, maestro cantor en la Marienkirche, de esta ciudad alemana y tras su fallecimiento, su sucesor: Dietrich Buxtehude

 

Aquellas “tardes de música”, que es lo que significa su título en alemán, eran verdaderos musicales, que revolucionaron el medio musical de toda Alemania. En estos conciertos, se podía escuchar música escrita por los maestros cantores de la iglesia de Santa María, que siguiendo la directriz marcada por la generación anterior de maestros alemanes como H. Schütz, producían su obra bajo innovaciones llegadas desde Italia, asombrando y conmoviendo a todo aquel que escuchaba aquella hermosa música.  

Buxtehude brilló como uno de los más grandes autores de su época, al punto que jóvenes aprendices del oficio, al iniciar el s. XVIII peregrinaban a verle, para poder escuchar sus obras y, sobre todo, para ser escuchados y aleccionados por el gran maestro. Entre estos jóvenes alevines, están nombres como el G.F Händel o el de J.S. Bach, que reconocían en el magisterio de Buxtehude, el origen de su obra posterior.

 

El pasado 1 de diciembre, pudimos disfrutar en el Auditori, de una auténtica “Abendmusik”, en este caso, a cargo de una de las más distinguidas agrupaciones vocales del momento. Me refiero al conjunto Vox Luminis, cuyo director, es el maestro Lionel Meunier y que nos presentaron un programa integrado en su totalidad por obras del mencionado D. Buxtehude.  En concreto, disfrutamos de 4 cantatas sacras y tres Tríos Sonatas, que se fueron alternando y entretejiendo en un programa que dejó un gratísimo sabor de boca. 

 

Vox Luminis llegó precedido por una merecida fama de seriedad y perfección técnica, a la hora de abordar precisamente este tipo de repertorio. Los refinamientos vocales en la afinación y el color que esta música exige, son cubiertas sobradamente por un conjunto perfectamente ensamblado, que cuida la emisión de cada nota, que ha de estar ensamblada en un todo perfectamente congruente. A esta solvencia técnica, se une una altísima exigencia en la expresión en cada uno de los textos cantados. Las aproximadas 102 cantatas que nos han llegado del maestro sueco, están impregnadas de una honda religiosidad. En sus textos, encontramos a un creyente devoto que se abandona a su salvador con la casi inocencia y candidez de un niño. Es imposible no esbozar una sonrisa cómplice, al leer algunos de estos textos que rezuman un poco de candor y al mismo tiempo hondura y tranquilidad. Es sin duda por ello, que su música nos transmite lo mismo, pues es reflejo del mundo interior de un hombre con una fe infinita. 



Lamentablemente, la parte instrumental de nuestro concierto quedó deslucida en parte. El color apagado en las cuerdas, logrado por los intérpretes de los tres Tríos Sonatas, sin llegar a ser un error como tal, no hicieron justicia a una música que, pese a no ser la parte más significativa del catálogo de Buxtehude, merecían una sonoridad más brillante y no tan apagada. Así, pasajes enteros de la parte del violín, quedaron ocultos por el bajo continuo, y al ser contentadas por la Viola da Gamba con un sonido mucho más brillante, dieron una impresión muy desfavorable del conjunto, al verse afectada su congruencia en el color y la articulación de estas obras. 

 

Un absoluto acierto iniciar esta temporada con una velada tan hermosa, integrada por tan buen repertorio y, sobre todo, tan bien interpretada. La posibilidad de escuchar cuatro de las cantatas de uno de los compositores más importantes del segundo barroco en Alemania, no es, lamentablemente, tan habitual y si a esa excepcionalidad, se aúna la brillante interpretación de un grupo como Vox Luminis, podemos decir sin temor a equivocarnos, que la experiencia fue memorable. Una experiencia estética que quizás es bueno vivirla en una tarde de finales de otoño, sobre todo, por su color melancólico, su color de otoño.  Seguimos. 



Música que es más que solo música

Música que es más que solo música

Finalmente, la vida de cada uno de nosotros se construye a partir de recuerdos. Vivimos en un presente que está salpicado constantemente de pasado. Nuestra memoria nos trae constantemente al presente, sucesos antaño vividos, ya sea por un olor, un sabor o como no, por una música escuchada y que inmediatamente nos trasporta a un lugar y un momento preciso.

En mi caso, la sinfonía Núm. 9 de Beethoven, está íntimamente ligada a mi primera juventud y periodo de formación como músico profesional. No tenía ni la mayoría de edad cuando el coro de mi Conservatorio y del que yo era integrante, fue invitado a participar en la ejecución de esta obra, por la Filarmónica de Querétaro, mi ciudad natal. Daríamos dos conciertos, uno en mi terruño y otro en la Ciudad de México, en el escenario más importante del país: el Palacio de Bellas Artes. Para un jovencito que apenas se iniciaba en esta vida, pisar aquel escenario, estuvo a punto de llevarme al paroxismo, y ya simplemente ese recuerdo, es lo suficientemente importante para nunca olvidar aquel concierto. Pero lo verdaderamente significativo de aquella experiencia, fue que, en medio de la ejecución de aquel monumento sinfónico, la voz comenzó a fallarme, víctima de la emoción, no me sentía capaz de seguir cantando. Para mi fortuna, a mi lado, estaba un profesor del mismo conservatorio que colaboraba con la coral y por ello se había apuntado en las fuerzas vocales del mismo. En cuanto me notó flaquear y aprovechando un período de descanso en la parte coral, muy suave me susurró al oído, “estás aquí para darlo todo, y no tienes derecho a flaquear, convierte tu emoción en música”, aquello se constituyó en un revulsivo maravilloso, que me ayudó no solo en ese concierto, si no a lo largo de toda mi vida. La alegría infinita que experimenté dentro de mi, tras el corte final del último acorde de la obra, fue magia pura y hace que recuerde con mucha emoción aquel concierto sucedido hace ya muchos años.

Querido lector disculparás que te agobie con mis recuerdos, pero la obra central del programa presentado por la Orquesta de la ópera de Praga el pasado 18 de noviembre en el Auditori de la ciudad de Barcelona dentro de la temporada de Ibercamera, tenía como obra central precisamente la Sinfonía núm. 9, en Re menor, op. 125 de Beethoven.

Y es que, si hay una obra que podemos decir que partió la historia desde su estreno en un antes y un después de ella en nuestra cultura, es precisamente esta sinfonía. Las historias que se han contado muchas de ellas falsas, han impregnado a la obra de un claro sabor de santidad. La imagen de un genio atormentado y sordo, que da al mundo en un último gran esfuerzo su más grande obra, es en si misma, la imagen del compositor romántico. Y ciertamente como apuntó en su momento Luciano Berio, esta sinfonía es el gran experimento de Beethoven, pudo no haber salido bien, pues el hecho de aventurarse a poner texto a un poema que habla de la alegría y hacerlo sin someterlo a una forma establecida como podía ser la cantata o el oratorio, es arriesgado, pero si además esto se da en el marco de una sinfonía de grandes proporciones, la cosa suena a aventura. La idea que subyace siempre de fondo, sin duda es la de comunicar lo más claramente posible, un mensaje que las formas existentes no logran hacerlo, se trata de emocionar en lo más profundo, de tocar en cada uno de nosotros esos mecanismos íntimos que hacen que la emoción y la sensación de lo trascendente nos embargue. Si se escucha esta obra con los oídos del alma, es imposible salir indemne de ella. El problema es que nuestra época ha abusado tanto de ella que ya nada, o casi nada, nos emociona.

En el concierto que nos ocupa, como suele suceder cuando se anuncia esta sinfonía, la sala estaba repleta. La pasada temporada pudimos disfrutar de un Beethoven espléndido de mano del director y clarinetista Karl-Heinz Steffens, que en recientes fechas fue nombrado titular de la orquesta Checa, por lo que las esperanzas de escuchar una buena lectura de la novena eran altas.

En la primera parte del programa, pudimos disfrutar en una deliciosa interpretación por parte del maestro Steffens que, en un doble papel de solista y director, presentó el Concierto para clarinete, en La mayor, K. 622 de W.A.Mozart. La musicalidad, la honradez ante el texto original y el cuidado extremo por el detalle, son solo uno de los muchos méritos que pudimos disfrutar de este experto músico. El concierto que fue pensado no para el lucimiento de un solista virtuoso, es el escenario perfecto para que un músico de alta escuela demuestre que la verdadera música está más allá de la simple técnica y la pirotecnia.

La segunda parte del programa, como ya lo mencioné, estuvo consagrado a la novena sinfonía de Beethoven. La orquesta de la ópera de Praga en este caso y pese a los esfuerzos de su nuevo titular, no lograron una sonoridad lo suficiente potente en el primer movimiento, además de que pudimos distinguir claras inexactitudes en la congruencia rítmica, sobre todo a la hora de empastar secciones, lo que restó dramatismo al inicio de la obra. Los movimientos intermedios de la obra, fueron bien resueltos por la orquesta, para dar paso al extenso y famoso movimiento final, donde brilló intensamente el Orfeón Donostiarra, espléndido coro que dio un empaque y una contundencia notable a la interpretación de este icónico movimiento. Los solistas vocales fueron maravillosamente acompañados por el maestro Heinz Steffens, experto director operístico, que mostró un oficio muy acabado a la hora de arropar a los cantantes y permitirles que pudieran fluir con soltura dentro de una obra muy exigente para ellos.

Las emociones que esta obra despierta en el público desde su estreno, son indescriptibles, en mi caso personal, están asociadas a los hechos referidos al inicio de esta crónica, pero a nivel cultural, la novena sinfonía, tiene una preminencia en nosotros, en tanto que continúa convocando a millones de personas que aún llenan salas como el pasado 18 de noviembre en Barcelona. Todas las sociedades a lo largo de la historia, han tenido monumentos o manifestaciones artísticas que representaban de manera privilegiada, lo que esa sociedad o civilización consideraba algo fundamental, la novena sinfonía de Beethoven es, sin suda para la nuestra, una de esas manifestaciones, la novena es mucho más que solo música. Seguimos.

 

 

Prestigiadores… de nuevo

Prestigiadores… de nuevo

Lamentablemente para nosotros, hay obras que se programan poco y que sin duda son enormemente valiosas. Las razones son muchas, finalmente, quienes organizan y promueven temporadas musicales, lo hacen bajo directrices económicas. No nos llamemos a engaño, los promotores musicales son empresarios y quieren mediante su iniciativa, generar unas ganancias. Hasta ese punto todos de acuerdo. El problema en este punto radica en que se tira demasiado de éxitos, de obras ya consagradas, para asegurar el éxito de una temporada y ello hace que el medio poco a poco se fosilice. No hay entrada de nuevos públicos, en parte porque no hay renovación en los repertorios, existiendo mucho material de todas las épocas, que podría ser combinado con el ya existente y de este modo, generar un movimiento de renovación, que cada vez es más urgente.   

 

El pasado 13 de noviembre, en el Palau de la Música tuvimos el gusto inmenso de poder escuchar una obra que se toca poco en nuestros escenarios y que, con mucho, es una obra maestra en la literatura violinística. Me refiero al concierto para violín y orquesta Núm. 2 de B. Bartók, que fue interpretado por el maestro Leonidas Kavakos, acompañado de la NDR Elbphilharmonie Orchester cuya dirección corrió a cargo de Alan Gilbert

 

El maestro Kavakos es ya un habitual de nuestros escenarios y no por ello, deja de sorprender el espléndido violinista que es. Abordar con una absoluta naturalidad un concierto tan complejo, como el segundo de violín de Bartok, está reservado a muy pocos virtuosos. La obra está escrita en estado de gracia y hay que estar igualmente inspirado para abordarlo con fortuna. La orquesta perfectamente bien medida desde la escritura original del autor, nunca sobresale ni cubre al solista, que es quien guía el decurso de la obra. Orquesta y solistas se complementan y se retroalimentan en una obra que muestra hasta que punto pueden aunarse en un músico, una depurada técnica violinística y un inmenso instinto musical. Kavakos no defraudó y mostró el increíble violinista que es, administrando sabiamente su arco, logrando fraseos y articulaciones increíbles. Su sonido fue robusto por momentos y en otros, ligero y muy ágil, pero siempre manteniendo una calidez sonora impresiónate. Gilbert por su parte, fue sensible siempre al solista y mantuvo en su lugar a una orquesta muy potente, que supo amalgamarse con Leonidas Kavakos. 

 

Tras un intermedio, el programa continuó con una de las grandes sinfonías del siglo XIX: la Sinfonía Núm. 7 en Mi mayor de A. Bruckner. Bruckner es otro compositor que pese a tener cada vez más presencia en nuestras orquestas, sigue siendo uno de esos grandes ausentes de nuestros programas y temporadas. En este caso, los requerimientos en la plantilla orquestal hacen difícil que una orquesta no muy grande, pueda interpretar una sinfonía del compositor austriaco. Bruckner requiere de un aparato orquestal muy nutrido. No cualquier orquesta puede abordar las inmensas sinfonías del maestro, entre otras razones, porque demanda una solvencia técnica muy elevada por parte de todos los intérpretes del conjunto y una comprensión absoluta del director que trabaje cualquiera de sus obras. 

Es este el gran aspecto ha tener en cuenta: Bruckner es un autor difícil de entender por varias razones, pero quizás la más evidente sea la enorme extensión de sus sinfonías. El director ha de comprender el sentido que tiene cada una de las extensas partes que integran estas colosales obras. Su sentido de la forma y de la proporción, ha de agudizarse en grado extremo porque de lo contrario, la escucha de una sinfonía del maestro austriaco se puede constituir en una condena de más de una hora. 

 

La presencia de una orquesta alemana con la solera de la NDR Elbphilharmonie Orchester garantizaba una buena interpretación de la 7ª sinfonía, y lamentablemente, solo quedó en una correcta lectura de este monumento sinfónico. Gilbert, que es un director competente y muy brillante, no supo entender la arquitectura de la obra y nos regaló una interpretación hueca, donde al faltar esa comprensión profunda, muchos pasajes sonaron absolutamente descontextualizados y sin esa magia especial. Sobre todo, el exceso de velocidad, lastró el decurso de la pieza, pues no permitió que las extensas melodías tan características de nuestro compositor trasmitieran toda su expresividad, misma que, fue ahogada en un puro gesto acústico, sin ningún tipo de sentido de más hondura emocional. 


Al final, la sensación trasmitida fue la de una lectura correcta, solvente, por parte de una orquesta de altísima calidad, pero, cuando se te ha prometido viajar al Olimpo y ni tan solo te has elevado un metro del suelo, la frustración es normal. Las condiciones estaban dadas para algo memorable y ello no llegó, muy probablemente porque este tipo de repertorio, en el caso de un director tan “americano” como Gilbert, que es sin duda un valor en alza en la escena internacional y que cuenta con una brillante carrera, no es donde mejor podemos disfrutar de su trabajo. Hacer recaer el peso de una lectura tan insulsa, en la tradición que supone una orquesta con el nombre de la Elbphilharmonie Orchester y con esto querer presentar por bueno algo que no lo es, constituye un truco de prestidigitación artística asombroso.  Seguimos.

 

 

Veni, vidi,… e música

Veni, vidi,… e música

En estos tiempos de zozobra y desazón, comprobar que las entradas para los conciertos de esta semana, dentro de la temporada regular de la OBC están casi agotadas, tiene el efecto de un milagro reconciliador. Pero ¿qué o quien es el que ha logrado semejante novedad en nuestra ahora sobresaltada vida cultural?, es fácil la respuesta y se llama Rinaldo Alessandrini.  

Alessandrini es un caballero italiano de los pies a la cabeza. Inquieto y lleno de energía, nos ha visitado ya en numerosas ocasiones, tanto al frente de su grupo instrumental el Concerto italiano, como en solitario, demostrando siempre un altísimo nivel artístico en sus interpretaciones. Pese a no ser ya el jovencito que era hace 30 años, que comenzó a dejarse ver por casa nostra, ahora a sus casi 60 años, mantiene esa misma vitalidad y entusiasmo que es sello distintivo de nuestro director huésped.

 

El programa que nos presentó en esta ocasión al frente de la OBC, fue realmente atractivo y permite terminar de entender el éxito de asistencia que ha tenido nuestra orquesta esta semana. Tal programa inició con la famosa Sinfonía n.º 25 en sol menor, KV 183 (173dB) de W.A. Mozart concluyendo, tras una media parte, con el Stabat Mater de G. Rossini. En la parte vocal contamos con las brillantes actuaciones de la soprano catalana Marta Mathéu, la mezzosoprano noruega Marianne Beate Kielland, el joven tenor italiano Enea Scala, y completando a los solistas, el experimentado bajo italiano, Riccardo Zanellato. En la parte coral disfrutamos de la actuación del Cor Madrigal

La sinfonía mozartina, obra ya de repertorio, escrita por el maestro salzburgués en plena adolescencia (¡¡17 escandalosos años!!), es con mucha frecuencia, considerada una pieza de sencilla ejecución; por el contrario, los contrastes dinámicos dentro de ella son constantes y requieren del intérprete una precisión rítmica que obliga a todo el conjunto orquestal a estar muy pendientes el uno de otro, y en última instancia, es precisamente el director del conjunto, el gran generador de esa comunión musical. Como era de espera, el maestro Alessandrini logró su cometido final, aunando en un todo homogéneo a una orquesta que lució un sonido compacto y muy elegante, lleno de una ligereza y de una gracia que permitió que la obra fluyera como el agua e inundara nuestros sentidos. 

El plato fuerte de nuestro concierto, si me permite el símil culinario, era sin duda el Stabat mater del cisne de Pésaro. Obra ya tardía en el catálogo de Rossini y que obedece inicialmente a un encargo realizado en la ciudad de Madrid. Su destino era muy modesto de acuerdo con los planes originales de su autor y solo una concatenación de sucesos, obligaron a Rossini a trabajar en profundidad en lo que sin duda es una obra maestra dentro de la música litúrgica del siglo XIX. 

Rinaldo Alessandrini presentó una lectura llena de fuerza y vigor, logrando que la OBC se aplicara profundamente a lo largo de toda la obra. Su larga experiencia como director operístico, le permitió acompañar con mucha solvencia a los cuatro solistas, dando pie a que cada uno de ellos, en sus números individuales, construyeran una línea vocal perfectamente fraseada, sin el agobio de una orquesta que los hostigase, o los llevara a errores en el decurso de su interpretación. Alessandrini es un músico de pura cepa, inteligente y muy sensible, que sabe esperar cuando toca, e intensificar cuando es conveniente. 

Tanto el cuarteto vocal, como el coro, se mostraron espléndidos. Los solistas, mostraron cada uno una enorme estatura artística, y tanto en los números solistas como en los de conjunto, nos regalaron con lecturas de muy alta factura. El coro, no defraudó, mostrando un trabajo muy logrado en cada una de sus voces. La potencia y homogeneidad del sonido final, el mimo al detalle y a cada uno de los fraseos y articulaciones marcados en la partitura por el autor, son marcas distintivas de una interpretación maravillosa por parte de esta espléndida coral catalana. 

 

Sin duda alguna, Rinaldo Alessandrini puede decir como Julio Cesar: “veni, vidi, vici” y nos alegramos de que así sea.  Seguimos.



Mahler en estado puro

Mahler en estado puro

Con lágrimas en los ojos nos contaba un entrañable maestro de composición a sus alumnos, que, en sus años de formación en Londres, había tenido la oportunidad de asistir a un concierto del mítico Arthur Rubinstein y que aquel concierto fue una de las experiencias más trascendentales en su vida. Eran los años setenta y el maestro polaco estaba ya muy disminuido de sus facultades visuales. En el programa de esa noche estaban las últimas sonatas para piano de Beethoven, obras extremadamente complejas y con una carga emotiva inmensa. Recuerdo que, cuando narraba el final de ese concierto, los ojos se le llenaban de lágrimas todas las veces que lo escuché contarlo, pues nos decía que tras el último acorde de la sonata Op. 111, era imposible aplaudir ante algo así, y de hecho, nos refería que en un principio mucha gente inició los aplausos mas bien tímidamente y muchos sinceramente no sabían que hacer. El mensaje era claro: ante lo trascedente, ante aquello que nos supera, la única respuesta posible es el silencio. 

 

A mi memoria llegó este recuerdo, tras el impacto inmenso que generó en todos los que pudimos estar el pasado 18 de septiembre en el Auditori de la ciudad de Barcelona, para vivir lo que será recordado como un concierto memorable. Zubin Mehta al frente de la Orquesta Filarmónica de Israel, presentó una lectura llena de belleza y profundidad de la Sinfonía Num.3 de Re menor de G. Mahler. Además de la agrupación sinfónica, participaron el Cor de Noies y el Cor Infantil de l’Orfeó Catalá, y la mezzosoprano Gerhild Romberger

 

En el momento en que Mahler aborda la escritura de esta ambiciosa obra, está entrando ya en una madurez musical pasmosa. Es quizás un caso sorprendente de genialidad el suyo, pues ya desde la primera sinfonía, muestra un absoluto dominio tanto de la forma, como de las proporciones tímbricas, cosa nada habitual.  Es tanto como hablar de un genio espontaneo, sin obras de preparación; incluso se ha llegado a especular, sobre la posibilidad de que existan algunas obras de juventud, donde el maestro hubiera adquirido esa destreza, pero de ello por ahora, nada se sabe. 

Para el verano de 1895, Mahler se encuentra en pleno acenso en su carrera como director y a nivel compositivo, cuenta ya con el bagaje necesario para abordar la escritura de una partitura de tan hondo calado como la sinfonía en Re menor.  Obra donde las proporciones son amplias y parafraseando a Schumann de “proporciones celestiales”. 

 

La sinfonía, inicia con un primer movimiento rotundo y lleno de vida. Toda una lección de unidad formal, en medio de una diversidad de ideas que Mahler logra fusionar en un todo perfectamente congruente. A ello se une, una exuberancia tímbrica que requiere de los intérpretes una precisión absoluta. No es una sinfonía para una orquesta de medio pelo, de hecho, por su alto nivel técnico, el estreno de esta obra se retrasó mucho al no encontrar Mahler un director que aceptara la encomienda de presentar semejante monumento. 

 La Filarmónica de Israel, mostró a lo largo de toda la interpretación, un nivel que solo pocas orquestas pueden lucir actualmente; en una época en que los músicos están siendo preparados primorosamente en todos los niveles, lograr un sonido tan característico, tan homogéneo, y tan lleno de color, es algo que solo se logra con años de trabajo sistemático y comprometido.  La riqueza tímbrica que pudimos disfrutar en este concierto, no se logra de la noche a la mañana, y solo un instrumento así, logra hacer justicia a una obra como las 3ª de Mahler. 

 

Ver a Zubin Mehta físicamente tan disminuido, ayudándose para andar con un bastón, lleno de una dignidad y una paz internas, encogía el alma. Su salud en los últimos años ha estado muy comprometida, pero peso a esta apariencia, en cuanto comenzó la interpretación de la orquesta, una extraña fuerza lo envolvió todo. Mehta pertenece a ese selecto grupo de artistas que ven muy desde otra altura las cosas; su musicalidad, el perfecto y hondo conocimiento que tiene de cada una de la notas e indicaciones de todo el repertorio que presenta, hace que cada uno de sus conciertos sea algo que se grava en el interior de los que acudimos a ellos. Este concierto no fue la excepción:  tras el sexto movimiento de la sinfonía en re, marcado por Mahler como “lento, tranquilo, sentido” y que es una de las mas pasmosas muestras de amor jamás escuchadas, las lágrimas asomaron en los ojos de muchos de los presentes, era imposible no sentir que algo muy grande había pasado esa noche en el Auditori de Barcelona y tras la última nota escuchada, sinceramente, me era imposible aplaudir, recordé a mi maestro en Londres y estoy seguro que ambas vivencias son muy similares. 

 

Pese a mi personal vivencia, el público ovacionó tan excelsa interpretación y pudimos ver a muchos músicos de la orquesta, absolutamente conmovidos con lágrimas en los ojos. La música había creado una magia muy especial esa noche en la sala.  No quiero dejar de mencionar el alto nivel artístico de los dos coros participantes en la velada, orgullo sin lugar a duda de “casa nostra”. La mezzosoprano Gerhild Romberger, estuvo espléndida, con un color vocal perfecto, un sonido robusto y lleno de armónicos. Un gozo absoluto el poder disfrutar de sus dotes musicales. 

 

Gran inicio de temporada, lo que hace abrigar grandes esperanzas de lo que está por venir, por el momento, seguimos.