Retazos, retazos no inconexos pero sueltos como lo son los traumas del pasado que vuelven a la mente sin que uno pueda decidir, cuarenta, treinta y nueve, treinta y ocho, treinta y siete, treinta y seis, treinta y cinco, treinta y cuatro, treinta y tres, treinta y dos, treinta y uno, treinta, veintinueve, la cuenta atrás la usa el maltratado para llevar su mente lejos de su cuerpo, lo suficiente para que éste sufra sin apenas sentir, una abstracción que es, a su vez, una conexión entre Joe y Nina, esa empatía entre personas que sufren igual aunque no sufran por lo mismo – como yo que soy melancólico y me atrae la melancolía de esa chica francesa de mirada triste porque a veces le duele la vida- de Joaquin Phoenix (Joe) y Ekaterina Samsonov (Nina) que se necesitan tanto que les deseamos lo mejor cuando baja el telón, que hipnotizan como toda belleza extraña, como ya logró la directora Lynne Ramsay en esa bruta Tenemos que hablar de Kevin (con ese niño terrible) aquí en En realidad, nunca estuviste aquí -lindo título por inusual- son niños que sufren cosas terribles, tráfico de abusos, deberíamos pensar en que hacer con esa gente, quien abusa, ese hombre en el cine que al acabar la película se levantaba mientras se arreglaba el pantalón y abrochaba la bragueta, porque había estado tocándose, excitándose, teníamos un pederasta en la sala, pero no teníamos pruebas, porque en realidad no lo habíamos visto masturbarse, junto al impacto que causa la película, me deja la mente como un cristal que se ha caído al suelo y se ha roto, yo me agacho e intento juntar los trozos para darle un sentido, un orden, pero no lo consigo, el hombre que se excita con niños ¿no estamos acaso rodeados de gente con todo tipo de filias y fobias y muertos en el armario, y ni lo sabemos, que es el vecino un poco raro o el del supermercado con esa actitud nerviosa y extrañamente amable, o quien escribe, quién está libre de perturbaciones?
Con un cuerpo musculado venido a menos, de quien estuvo durante años a entrenamiento, con una barba descuidada y mirada loca, rota, como los cristales en el suelo que no pueden volver a juntarse- porque siempre hay algún trozo que se queda bajo el mueble del televisor- con esa presencia que tiene Joaquin Phoenix, de persona más diferente de lo normal, excéntrico sin que tenga que hacer nada por demostrarlo, solo estar (en Alemania lo llaman Ausstrahlung, derivado de austrahlen que significa radiar) esa ira contenida y esos ojos desolados, pero siempre llenos de bondad como en Her o Señales o El Bosque, incluso ese tirano emperador Cómodo de Gladiator –¿no tenían bondad esos ojos, incluso cuando mataba a su padre Marco Aurelio o apuñalaba aMáximo?– subyacía, digo, ese mirar casi de niño sorprendido y enfadado por todo y “Al final, en cada película, cada vez que leo un guion, llego a la misma conclusión para encarar el reto: el personaje es solo un hombre, y debo averiguar qué siente en ese momento” decía Joaquin un febrero en Berlín, reconocido ex alcohólico e “inseguro, para regodeo de mis amigos, y aún me sorprende que mi trabajo conecte con la gente” que podría ser una falsa modestia o una verdad, que una estrella de Hollywood, si es que Phoenix es acaso una estrella, seguro una no habitual de los cánones, pueda ser modesta, pues no deja de ser solo un hombre, traumatizado y descompasado en sus películas y sonriente y feliz en las entrevistas, pero no esa sonrisa radiante que acostumbramos a ver en las estrellas, es la sonrisa retraída de quien anteayer estaba en la mierda en el fondo de una botella y ahora disfruta la calma del éxito junto a su familia.
El encargado de la música Jonny Greenwood te envuelve y conduce a un lugar donde te sientes seguro, donde no importan los males de la película, las imágenes son ahora poesía, te sumerge en ellas, en un bienestar extraño, incómodo, un nudo en la garganta como de culpa, quizá por gozar de una música que acompaña una temática tan dura, el abuso a menores, ya así lo hacía Ramsay en su anterior película, niños de por medio y música que liberaba la tensión…
…acordes desordenados y punteos, oh, lo ves venir, tu pie estará enseguida punteando el suelo, punta y cabeza al ritmo de Joe observando la ciudad por la noche en un taxi- se vuelven de repente tan incómodas las melodías, violines que chirrían y fascinan, fastidiosamente, creando un malestar contradictorio, de ritmos psicodélicos, vanguardistas y electrónicos, el siguiente paso será elegir qué película vamos a ver en base a si Jony Greenwood compone la banda sonora, aun a riesgo de mareo, una decisión acertada no deja de serlo porque esté basada en una extravagancia, como la estética de la película, una fusión de imágenes que hemos visto en algún sitio- en Lanthimos –Langosta– en Kubrick –Resplandor– en Scorsese–Taxi Driver– en Park Chan Wook– Oldboy– o en Eastwood –Medianoche en el jardín del bien y del mal– bellas reminiscencias de una directora que disfruta mezclando e innovando, que es lo que vemos aquí, innovación, flashes de hiperviolencia hechos con tanto gusto que la sangre parece algo limpio, vuelve ahora el beat, el ritmo arrítmico que no se deja seguir, la mente perturbada de Joe, los acordes descompasados atacando de nuevo, Ramsey y Phoenix y Greenwood y la inspiración consiguen que la pantalla tenga luz aunque parezca que en la película siempre es de noche, que hay esperanza pese al dolor, no importa cuánto, siempre podremos contar hacia atrás desde cuarenta y si no funciona probaremos con setenta, hasta que el monstruo se haya ido y vengan a rescatarnos, volver a notar el aire en la espalda sin temor a que sea el suspiro de un malvado, sonriamos de bienestar y enamorémonos de cualquier pequeño detalle, un amigo lejano que te regala su voz, la chica que te sonríe por la calle sin conocerte, un bebe en el metro que juega con su manita sobre tu brazo, y esa sensación de repente es otra vez inconexa y el bienestar empieza a diluirse, a parecer lejano y queda ese poso, tan parecido a los otros, no paramos de movernos para terminar en el mismo sitio, a miles de kilómetros de distancia, pues uno siempre está consigo mismo.
Paralela a la entrada de la sala del cine, en la fila de en medio, la deambulante que sirve como pasillo, mientras él estaba al descubierto pero nadie vio nada, con el pene en la mano y la depravación por las nubes, mientras esto sucedía, Joe martilleaba en la película, jugueteaba al suicidio y miraba a ningún sitio en el andén, esperando que llegara el tren, sangre artística y bolsa en la cabeza con violines desafinados, una mente turbada, perturbada y curvada, como la realidad que se pliega cuando, tras encenderse las luces, el hombre de la fila de en medio se levanta, mientras también se levanta el pantalón y se lo abrocha como el acto más natural del mundo, niñas, perversiones y una persona enferma luchando, vengándose de hombres enfermizos en una película de clase, la propia y sus influencias, como el Oh Dae-su de Oldboy o el Travis de Taxi Driver, el Joe de En realidad nunca estuviste aquí hubiera desparramado el cráneo del hombre que se masturbó en el cine, pero quizá ese hombre tampoco estuvo allí, quizás Ana y yo lo imaginamos, paradoja de una realidad y una sociedad que destroza a los desviados, que no traga saliva y se pregunta por qué se desvió ese hombre, sino que le escupe en la cara, que el estómago se nos revuelva no debería revolvernos la mente, despedirse de cualquier perspectiva, Joe despedido vagando en la venganza, cajas de música con bailarinas y perros de peluche, Phoenix a rugido de todoterreno año tras año- el mejor actor de su edad- con esa mirada de quien ha tocado suficiente fondo como para alcanzar la genialidad, curiosa esta vida, un osito de labio sensible y corazón leporino, en una atmósfera que rodea de matices, como abejas que te van picando y dejan en la percepción de la memoria un veneno con desmayo de belleza, oscurantismo, detallismo e hipnotismo, como el griego Lanthimos, esta película es una langosta musculada e hinchada, carnosa pero con una cabeza que no recomendamos chupar, albergando horrores como la noche que es oscura, una herida que inflama la encía y va dilatando el rostro.
Tras ahogos, golpes, líquidos y fluidos, versos y caricias, el dolor de la risa, el placer del desgarro, el mañana que no avisa, cuarenta segundos, dos minutos, el ruido se termina y la voz en tu cabeza, quedan restos y algún chillido, pero grita muy bajo para tomarlo en serio, empieza otra etapa, es un día hermoso, it is a beautiful day.
Una no se espera salir del cine, o despegar los ojos de la pantalla, con esta sensación de impotencia y redención al mismo tiempo; de éxito a medias, de injusticia repetitiva y abusiva. Una visiona La Belle et la meute (Túnez-Francia, 2017), de Kaouther Ben Hania, y se pierde en una larga noche que transcurre entre hospitales y comisarias, entre agresiones y gritos. Más tarde una advierte que ésta es la odisea particular de las mujeres violadas.
Basada en la obra Coupable d’avoir été violée (Michel Lafont, 2013) de la escritora tunecina Meriem ben Mohamed, el argumento del film recorre junto a su protagonista, Mariam, los obstáculos burocráticos a los que ha de enfrentarse esta joven tras haber sido violada por tres policías. Un sistema policial y hospitalario kafkiano, tremendamente patriarcal, en el que no hay espacio para la presunción de inocencia, y en el que los derechos de las mujeres se ven pisoteados casi en cada escena. ¿Cómo demostrar tu inocencia si quien ha de defenderte es juez y verdugo al mismo tiempo?
Sin duda, uno de los rasgos que más interpela al espectador es la razón por la cual los policías se acercan a Mariam esa fatídica noche: la joven estaba en la playa con Youssef, un chico al que acaba de conocer en una fiesta, y con el que quizás deseaba mantener relaciones sexuales. Este hecho –banal, cotidiano– sigue considerándose inmoral y reprochable en muchas sociedades, un atrevimiento, todo un desafío a las normas de comportamiento asumidas y trasmitidas por la opinión pública. Tanto es así, que la inexistencia de escenas explícitas de sexo, o incluso de erotismo, hace que toda la violencia que padece Mariam sea aún más indignante.
Los ocho capítulos que conforman La Belle et la meute, cada uno de ellos grabados en un plano secuencia, otorga a la película un cierto aire episódico, casi como si se tratase de un relato épico y no semi-autobiográfico. La referencias al relato original de La Belle et la Bête (La bella y la bestia), que tanto éxito cosechó con la adaptación al cine de la factoría Disney, no sólo remiten al título, sino que se diseminan por todo el guion. El plano final de Mariam con el pañuelo anudado al cuello, en forma de capa, que un buen samaritano de la comisaria le regala horas antes, deja incluso entrever su victoria final pero no como una superheroína sino como alguien que, al fin, ha conseguido cierta justicia social.
Proyectada en la sección Un certain Regard del Festival de Cannes de 2017, la película muestra cómo la revolución social tunecina del 2011 no ha cambiado gran cosa, y los derechos y libertades de los ciudadanos siguen siendo papel mojado, más aún en el caso de las mujeres. Un largometraje que, en palabras de Florence Martin, profesora de Estudios francófonos en el Goucher College, anuncia y posteriormente confirma el movimiento #Metoo!(#Ana aydan! en Túnez) desatado tras el caso Weinstein. “La realizadora no solo apunta con su cámara el acoso, sino también el aparato social que protege al violador”, añade en su artículo Sexo, disfraces y verdades en las pantallas recientemente publicado en la revista afkar/ideas.
Es inevitable no entablar lazos con la actualidad, la de España o la de cualquier otro lugar recóndito del planeta; no dejarse llevar por la verborrea incesante que produce tanta injusticia siempre dirigida a esa otra mitad de la población que somos las mujeres. Pero creo que ya basta por hoy, que no es el momento. Al fin y al cabo, quería hablar de cine. Y de igualdad de género.
La narración del coming out no es verdaderamente queer, por el contrario, pertenece al repertorio cultural del mundo heterosexual: por más de que todas las personas LGBTI hemos pasado, algunos más y otros menos, por momentos difíciles, extremadamente difíciles en una mayoría de los casos, al momento de aceptarnos a nosotros mismos y ante los otros nuestras diferencias sexuales y/o de género, el dolor al salir del closet pertenece todavía a un mundo heteronormativo. Se trata justamente del dolor que siente el heterosexual al ver una alteración de lo “normal”, es el dolor de la extrañeza de la violación a una regla interiorizada: se muere la parte heterosexual y se siente el horror al no ver en el espejo de nuevo su rostro sino el de un monstruo.
El coming out es aquel umbral por el que se puede pasar de un mundo connotado heteronormativamente, de un mundo monocromático a un mundo multicolor de lo queer, a un mundo donde las formas pierden sus contornos y todo se deja catalogar de una manera distinta. Sin embargo, no todos deciden tomar este paso, hay coming outs a closets más grandes, o bien, a estrategias para acomodar el closet de una mejor manera en el entorno heteronormativo. Hay una opción, un paliativo de la sociedad conservadora para el dolor de verse como un monstruo en el espejo, una medicina, una anestesia que se presenta como tregua, como opción al momento de aceptar frente a la sociedad ese nuevo deseo – es la tregua que ofrece el mundo “normal”: para vivir en él debes verte como los demás, debes seguir poniéndote la máscara que tenías puesta, debes actuar como si fueras heterosexual y así te será permitido seguir viviendo allí, permanecer en tu zona de confort y, a manera de premio, se te permitirá tener sexo con quien quieras, siempre y cuando lo hagas tras la puerta, en privado, en silencio, sin perturbar el orden público.
El declararse homosexual no implica necesariamente el salir del closet, el dejar la homofobia o el adquirir una libertad. (Sí, el verse en el espejo como un monstruo es una homofobia somatizada.) Hay quienes tienen sexo con personas del mismo sexo, sin haber dejado de llevar una vida heterosexual, sin ser queer en lo absoluto.
El otro camino luminoso es vertiginoso, pero al mismo tiempo fascinante: la gente queer celebra el poder salir de esas cuatro paredes, planea celebrando la explosión de esa casa perfecta, quiere ensuciar todo, revertir el orden de las cosas, encontrar nuevas formas, nuevos placeres, construir nuevas casas o, mejor, chozas que no sean para vivir como la mayoría espera. Lo queer quiere incomodar esa normalidad, con los codos se abre campo a un nuevo espacio, multiplica los espacios. Sin embargo, no todos soportan el vértigo de verse ante un giro radical que se abre justamente al ver a ese monstruo en el espejo, al monstruo más hermoso del mundo, uno distinto siempre. Algunos quieren a todo precio pagar esa alternativa: actuar como “normales” para recibir la licencia de tener sexo con quien quieran. Entonces el homosexual acepta ser distinto, pero no tan distinto (“ok, not so gay”), uno que no incomode, uno que los otros puedan “tolerar”.
El mundo heteronormativo tiene miedo a la mezcla de los géneros, a lo indefinido, a lo ininteligible, al amaneramiento; el heterosexual tiene miedo a lo sucio, a los géneros indefinidos, a la mezcla de lo conocido, a lo borroso, a las nuevas formas, a lo queer. Por eso existen películas destinadas al público heterosexual donde a manera de paliativo se les vende la imagen de un homosexual “normal”, es decir, se les presenta al homosexual como un ser humano con los mismos dramas heterosexuales, con su misma vida, con sus mismas narraciones para así mostrar que no todos son chocantes, que no todos “echan plumas”, que el homosexual se puede domesticar, que es un problema más como una “condición”, una enfermedad. Son películas que se muestran como manuales de convivencia para promulgar una idea de “tolerancia”, como si esta fuera la mejor política ante los conflictos en medio de la diversidad del ser humano. Este es el caso de la película Love, Simon, que se vende como una gran lección de convivencia en medio de la diversidad sexual, mientras que no es más que un panfleto para el buen comportamiento en un mundo homogeneizado.
La estética de la película es todo lo contrario a diversa: es estéril, estereotípica y aburridora. La película bien pudo haberse rodado en una casa de muñecas Barbie.
El filme comienza con la terrible aclaración que vaticina apresuradamente lo que viene muy después: “My name is Simon, the most part of my life is perfectly normal. […] So, I’m just like you, except that I have a huge secret.” En esto se reduce la trama de la película: se narra el coming out de un joven que es presentado tan “normal” como los otros. La película le cumple las fantasías a un público que quiere ver eso, a un homosexual pero “normal”, es decir heterosexual, por lo menos en apariencia. Simon cumple además con todos los estándares de belleza United Colors of Benetton: flaco, lindos dientes y, claro, blanco como la nieve. Se trata del hombrecito deseado por toda “familia tradicional”, uno que siga con el linaje del padre, la ley misma. Solamente que ahora es homosexual y la película adhiere a esto una importante aclaración: “pero sigue siendo el mismo”. En una escena emotiva, pero igualmente cursi al resto de la película, la mamá le dice eso: “sigues siendo el mismo”. Una mentira, una mentira que el público heterosexual consume con alivio, un paliativo más.
No, ser homosexual es ser distinto, es tener otro deseo en una sociedad capitalista enfocada a la reproducción compulsiva, con un ideal claro de familia y de futuro – la imagen de este ideal es igualmente clara y por eso poderosa: una mujer débil y bella, un hombre grueso y fuerte, una casa lujosa, el sol radiante encima de ellos, un niño y, si acaso, una niña, las mascotas y demás. Lo radical de la libertad que se puede adquirir en el coming out es poder destrozar esa imagen, hacerse a una propia, hacerse a un futuro distinto.
Ser distinto es una libertad que la sociedad no quiere permitirle a nadie (Deleuze y Guattari advierten: “No te dejarán experimentar en paz”), ya que abre la puerta para celebrar una diferencia que es el caos de las formas del ser humano, un caos que es en sí la celebración verdadera de la vida.
Simon no quiere afrontar ese dolor de sentirse desplazado, de tener que exiliarse. Simon siente la pereza de hacerse a nuevos espacios, de buscarse nuevas familias, de vivir el amor de manera distinta. Simon teme sobre todo tener que renunciar, en medio de nuestra sociedad farmacopornográfica (Paul B. Preciado), a satisfacerse sexualmente. Nuestra sociedad reduce, en su obsesión compulsiva con el sexo, el deseo de las personas a la satisfacción sexual (al orgasmo) y genital, como si se tratara de un gusto o necesidad más, algo para consumir: el deseo y sus distintas formas van más allá del orgasmo, incorporan al sujeto una identidad que perfora el corazón biopolítico de la sociedad en la que vivimos: nosotros las máquinas estériles, máquinas no-reproductivas pero incandescentes.
Para no correr con esta pena, con la prohibición del deseo sexual, tendrá el homosexual que pagar cualquier costo, así sea el de seguir jugando al juego de los otros y el de vivir su deseo tras la puerta, en silencio. Aquí aparece la otra parte, lo que se tolera en negativo, lo que se tolera fuera del campo de la vista. En la película se puede ver solamente hasta el final un acercamiento homoerótico y este es un simple y seco pico – el homoerotismo es evitado para no incomodar al público heterosexual al que está dirigido, quiere con esto garantizar la taquilla, dar a ver una película gay sin que lo gay aparezca en ningún momento. Al igual que Moonlight (2016), la película no quiere incomodar con lo obsceno y mucho menos con lo perverso. La película dice: “Simon es uno más, solo que detrás de la puerta hace lo que no queremos ver, el sexo anal, las felaciones y todo aquello que nos mancharía el hermoso cuadro que hemos construido. ¡Aceptaremos a los gays porque así podremos dormir tranquilos con nuestra consciencia, pero no dejaremos que nos incomoden con sus inmundicias! ¡No los volveremos a mandar a Ausschwitz pero no permitiremos que nuestros hijos vean sus cochinadas!”
La película retrata el estereotipo de vida de un joven cualquiera, que se diferencia claramente del homosexual amanerado, el que también hace parte de ellos. El personaje que personifica a este homosexual indeseado, al amanerado, contrasta drásticamente con el resto: él parece personificar al verdadero monstruo al que se le puede rechazar, justo aquel que no cierra ningún pacto con la heteronormatividad. La película se muestra como un momento educativo perverso, mostrar que la homosexualidad no solamente es ese amaneramiento que incomoda a la heterosexualidad y que por eso debe ser respetada, porque hay realidades que son compatibles con las de la mayoría. Es por eso que la película, más que celebrar la diversidad sexual, consuela al cómodo homofóbico en su sillón y que en tiempos de la political correctness ha comenzado a tener cargos de conciencia. La película muestra que no es malo ser homofóbico, más bien que ellos (nosotros, los otros) están dispuestos a esconder esa suciedad que tanto les incomoda.
Lo más triste de la propaganda homofóbica de la película de Love, Simon es que la comunidad homosexual ha asumido este pacto de autocensura y autodesprecio una y otra vez. Revistas como CQ o Vangardist, compañías porno como Bellami, series como Queer as folk y muchos otros productos destinados a un público gay, muestran a un homosexual normalizado, un homosexual heterosexualizado al que se le respeta por la cuota que ha pagado: hombres fuertes, ‘masculinos’, que alzan pesas, sudan y toman cerveza, etc. ¡Y hasta en las redes de dating como Grindr, el “no locas” o “no plumas” ya son clásicos en la mayoría de los perfiles! El amor viene a ser heterosexualizado también, “si es que hay amor entre ellos –parece decir una voz en off de la película– es justo aquel que conocemos, el amor normal”. La historia de amor detrás de esta película es una entre dos muchachos “normales”, uno de ellos (y para poder cumplir así con la cuota de lo políticamente correcto) es negro y judío; se trata al fin y al cabo de una pareja de dos hombres heterosexuales, y por eso su orquestada ternura al final (con ese beso insípido, estéril de todo deseo) en la que parece oírse otra vez la voz en off que dice: “sí, también los gays pueden verse bien, como dos hermosos hombres heterosexuales dándose besos, y es esto lo que toleramos”.
La película pretende entonces combatir una homofobia que sin embargo respalda y hasta refuerza con gran vigor: la compasión con el dolor de un coming out se da solamente allí donde el público heterosexual se puede reconocer como en un espejo, es decir, donde la transformación del coming out en algo distinto es abortada. Pero la verdad es otra, el deseo es plural y se le resbala de las manos a la ley que lo quiere encasillar, domesticar, naturalizar y normalizar. Aquel que sale del closet para simplemente cambiarle de sitio en la casa, recibe solamente una reducida cuota de libertad, una libertad masturbatoria, ilusoria: la libertad de creer poder escoger un futuro que tiene que ser siempre el mismo.
El ser distinto es una celebración por sí misma, un sentimiento político que es la alegría misma; es el darle rienda suelta a la diferencia, a las formas.
Al final de la película, Simon aclara que lo único que quiere es tener derecho también a una historia de amor como la de los otros, los ‘normales’. Nosotros no necesitamos esa historia de amor porque en ella nunca hemos estado. Nosotros no queremos esa historia de amor porque es una que está infectada, una misógina y excluyente, blanca. A lo queer no se le agota el repertorio amoroso en ese que siempre es el mismo, esa imagen que se repite hasta el infinito. Esa ‘historia de amor’ no es, como se nos ha vendido, la única manera de ser feliz, de tener placer, de realizar un futuro. En el futuro los caminos se multiplican, el futuro es potencialidad pura – no hay caminos sino un campo insondable para el arado. Nuestra narración es siempre otra, nuestro coming out es una caída en vacío a la libertad absoluta, un vértigo delicioso que no es la monstruosidad que nos reflejan los otros.
¿Cuál sería la historia alternativa, la versión verdaderamente queer de Simon? Yo diría que algo parecido a la de la película Freak Show (2017), una gran celebración, no de la diversidad sexual, sino de la libertad de todo ser humano.
Un lugar tranquilo (con título original A quiet place) se desarrolla con un silencio con el que uno empatiza a respetar. Eso hace que su disfrute en el cine pueda darse en toda su magnitud, algo cada vez menos posible. Es una película novedosa, que toca muchas teclas correctas, aunque éstas no suenen –recordad, no se puede hacer ruido- y una de las más interesantes y logradas del género de terror de los últimos diez años.
Vemos a una familia caminar por el bosque. Van descalzos. La comunicación es no verbal. El sigilo debe llegar al extremo. Con calma y una narración bien estructurada nos van explicando el porqué de estos comportamientos post apocalípticos. Estamos de acuerdo en que la narración de una historia es tan importante como la historia en sí misma y aquí el director John Krasinski realiza un trabajo muy meritorio, introduciendo ideas frescas y algunos encuadres impactantes, que los fans exigentes agradecerán. Obvio que hay elementos típicos de las películas de terror pero es algo que no distorsiona el entretenimiento. Ni la tensión, que es mucha. Es la única -y supongo que última- vez en mi vida que en un cine no escucho a un solo espectador pronunciar una sola palabra durante la película, desde la primera escena hasta la última, esto es, un silencio del cien por cien. Durante una hora y media. Puede que hayamos sentado jurisprudencia y no porque fuéramos todos mudos. Esto no viene a ensalzar a nivel de prodigio -ni mucho menos- la película, que es muy inteligente y está fantásticamente hecha, pero lo comento como anécdota, una de mimetización inconsciente del público con la historia. Como si hablarle al compañero de al lado pudiera destrozarle la vida a esa familia de la pantalla. O quizás estábamos embrujados.
El mencionado John Krasinski -foto- es el director, guionista y coprotagonista de la película, muy habilidoso en las tres facetas. A su lado, la gran protagonista es Emily Blunt, que está firme como lo es su personaje, pese al continuo desasosiego en el que vive junto a su marido y sus hijos. Curiosa esta actriz que alterna, si miras su filmografía, papeles tensos en thrillers con otros ligeros en comedias románticas, como quien mezcla salado y dulce, melón con jamón. En Un lugar tranquilo trasciende algo más allá de la química entre ambos, como una confianza extraordinaria. Uno descubre que en la vida real están casados desde hace ocho años, tienen dos hijos y forman una de las parejas más encantadoras de Hollywood. Ved este magnífico Timeline de Cosmopolitan donde desprenden complicidad, es un ejercicio sano.
Tienes escenas de verdadera incomodidad y largos segundos de sufrimiento. Como es astuta y apenas recurre al susto habitual, buscando sus propias maneras, nos lleva a lo que aludía al principio: tanto -o más- importa la forma de contar una historia como la historia en sí. No es cine independiente ni tampoco es el típico blockbuster. Ambos tienen sus clichés y Un lugar tranquilo no es una excepción, pero se forja una personalidad propia a base de esfuerzo, algo que todo el mundo termina por reconocer. Las energías se transmiten.
La hija mayor es sorda y experimentamos su perspectiva del mundo. Son algunos de los mejores momentos de la película. Es como darle al mute, podéis hacer la prueba. O esta otra. Venden tapones para los oídos en droguerías por apenas dos euros, muy útiles para estudiar y la concentración. El mundo parece totalmente distinto. Es un filme sobre la sordera, sobre los monstruos y por encima de todo sobre adaptabilidad y supervivencia. Ya hemos visto películas de padres protegiendo a sus hijos, pero es que ésta lo hace muy bien. Tan bien lo hace que logra permanecer en la cabeza durante los días siguientes. Sobrevive. Uno la va recordando. Eso, en nuestra era de consumo masivo -consumir y olvidar- y expuestos a más estímulos que nunca ya es un logro. Y sin hacer apenas ruido.
En Norteamérica M. Night Shyamalan nos ofrecía siempre algo nuevo con sus historias, llenaba de riqueza y diversidad al terror con El sexto sentido, El bosque, Señales y La joven del agua entre otros, pero ya son diez años que giró hacia la ciencia ficción y los thrillers, dejándonos muy huérfanos desde el otro lado del charco. Solo Bone Tomahawk de Kurt Russell en 2015 y Get Out en 2017 dieron un soplo de aire fresco, despiadada la primera, enigmática la segunda. Desde entonces el terror inteligente y que arriesga, el que sigue aportando cosas nuevas, viene de Europa con joyas como Déjame entrar (Suecia), Martyrs (Francia), Goodnight Mommy (Austria) o Mientras duermes (España). La coreana Bedevilled, la australiana Babadook y la canadiense Pontypool completan los títulos más singulares de esta última década. La norteamericana mother! de Aronofsky está fuera de concurso por ser inclasificable, por si alguno la echabais de menos.
En Un lugar tranquilo, un análisis puritano, detallado, nos arrojaría que la película parece mejor de lo que en realidad es, no es demérito en absoluto. Es genial la habilidad con la que esconde sus debilidades, que no pasa nada por verlas y reconocerlas. Porque tenemos hordas de gente que derrochan hipérboles y la ensalzan ya como obra maestra del género. A los extremos sabemos que no hay que tomarlos muy en serio. Basta con ver la película. Se pasa lo suficientemente mal -ni poco ni demasiado- para que salgas del cine con esa sonrisa satisfactoria de quien ha finalizado una gran aventura. Un terror apto para casi todos los públicos, con poca sangre de por medio y mucha destreza.
Es bonito porque su éxito reside en un amor muy cómplice, el de Emily Blunt y John Krasinski en la vida real, que trasciende a la pantalla en forma de cinta de terror. Ahí está ese “algo” que engancha a la gente y explica el éxito de taquilla. Lo original, los grandes aciertos de la película nacen del ingenio que crea su complicidad. Descubrirlo me hace sentir un tanto culpable, como quien rompe la magia explicando un truco muy logrado. Espero al menos haberlo hecho en silencio.
Basada en la historia personal de Ciro Galindo,Ciro y Yo (2018) reconstruye la dolorosa historia de Colombia, más concretamente de las más de seis décadas de conflicto armado que ha vivido el país. Desde el nacimiento de la guerrilla hasta la firma del famoso acuerdo de paz firmado en septiembre de 2016.
Ciro y yo es un documental fácil en cuanto a su narrativa y su construcción audiovisual. Basándose en la entrevista y en la voz en off del propio director, Miguel Salazar conduce al espectador a través de una historia personal dolorosa, que sirve como eje para articular los diferentes sucesos acontecidos en la historia del conflicto armado colombiano . La historia personal es la de Ciro, desplazado por el conflicto armado y cuya vida se vio rodeada de la muerte y el asesinato de sus seres queridos: “donde quiera que ha ido la guerra lo ha encontrado…”.
Nacido en el Tolima, tras varias idas y venidas debido a la guerra y a la precariedad, Ciro acabó asentándose cerca del paradisiaco Caño Cristales en los noventa, en el parque nacional de la Sierra de la Macarena. Justo antes de que en el 99 fuera convertido, por el entonces presidente Pastrana, en la famosa zona de distensión o de despeje. Allá vivirá del incipiente turismo junto con su esposa Ana Margarita Barreto, y sus tres hijos: John, Elkin (o Memín) y Esnéider. En este punto, más de veinte años atrás, la vida de Ciro y la del director, Miguel Salazar, se entrecruzaron. Partiendo de unas fotografías que el director tomó a la familia de Ciro cuando los conoció en Caño Cristales, inicia la historia de Ciro y de su familia.
El film se articula alrededor de diferentes medios que le sirven al director para acercar lo personal a la historia mediática del país en estos años. La película se construirá mediante el uso de fotografías, entrevistas a Ciro y a su hijo menor Esnéider en la actualidad, materiales personales del director, diferentes vídeos de archivo de los canales de televisión Caracol y RCN, archivos que difundían las FARC y también tomas de seguimiento rodadas en la actualidad con Ciro. En la proyección del film, el propio Miguel Salazar explicaba cómo prácticamente todos los materiales de archivo que se encuentran en el documental son materiales que todos los colombianos y colombianas han visto en los medios de comunicación en alguna ocasión, solo que fragmentados y sin una unión de tipo causa-consecuencia entre ellos. La película consigue recapitular de forma muy resumida, todos estos acontecimientos, dándoles un recorrido histórico y sí, causal, pero obviamente limitado, tal vez, poco reflexivo.
Ciro y yo no puede huir de cierto tipo de panfleto político, pues el director sabe cómo conducir las emociones del espectador hacia una dirección: alabar la labor realizada por el gobierno del presidente Santos. La articulación del discurso, con toques melodramáticos (acentuados por la música), acerca al film a un documental, en muchos aspectos, gubernamental.
Supongo que tras tantas décadas de conflicto, la cinematografía colombiana necesita de películas que pretendan retratar las vidas de aquellos que sufrieron la guerra y el desplazamiento en primera persona. Como bien Juan Carlos Arias escribía en Fronteras Expandidas. El documental Iberoamericano “dar voz” a las “víctimas” del conflicto es uno de los métodos más recurrentes e institucionalizados:
Hoy en Colombia parece haber un consenso alrededor de la importancia histórica de darles voz a las diversas víctimas que han sido afectadas por más de seis décadas de conflicto interno. A pesa de que todavía puedan darse discusiones acerca de cómo definir a través de casos particulares qué tipo de personas o grupos poblacionales deben considerarse como “víctimas”, el ejercicio de dar la voz a quienes han sido reconocidos como tales, ha sido aceptado y hasta promocionado como un propósito nacional .
Después de la proyección, en la Cinemateca Distral de Bogotá, un espectador preguntaba al director: “¿Y no quiere realizar otra película documental que cuente la historia de otra víctima del conflicto?”, a lo que el director respondió que no, que había sido un proceso muy intenso y que en la actualidad se encontraba realizando una ficción. Las “víctimas” y esa necesidad de retratarlas, y al mismo tiempo esa necesidad de escucharlas, como para curar una herida difícil de sanar. De nuevo, en palabras del propio Juan Carlos Aria : “Hoy dar la voz ya no parece ser iniciativa de unos pocos; por el contrario, este ánimo se corresponde con un movimiento institucional que abarca diversos ámbitos sociales y culturales, empezando, claro está, por los medios masivos y la producción de imágenes. Estas se han constituido en un medio fundamental para vehicular los testimonios a través de los cuales se busca acceder a una faceta del conflicto que hasta ahora había permanecido oculta. La voz de las víctimas, amplificada en la forma de testimonio audiovisual, se ha convertido en un medio privilegiado para hacer imaginable una realidad intolerable que de otro modo permanecería inaccesible para los espectadores del conflicto.”
No hay duda alguna, de que films documentales como Ciro y Yo serán aplaudidos y llorados, en Colombia y fuera de ella, pues los espectadores y espectadoras necesitan escuchar y entender. Aún así, el cine como medio, tiene fuertes implicaciones ideológicas; y la construcción y reconstrucción de la historia que queda marcada en esos 90 minutos de “verdad” nunca escapa de la subjetividad del realizador y de todos los intermediarios que se implican en la producción del film. Dar la voz implica escuchar, entender y poder escribir (filmar), pero la materialización final del film siempre quedará inscrita bajo la ideología del realizador/realizadora. En el caso de Ciro y Yo, la materialización del film une lo personal a lo político pero siempre desde una subjetividad muy marcada, la del propio Miguel Salazar, quien reconstruye estas dos historias (la personal y la política) encaminándolas en una dirección política, para él, esperanzadora.