El café eterno de Berlín

El café eterno de Berlín

En el café solo hay un cliente. Está sentado a una mesa de mármol con el tronco inclinado hacia delante en una postura que realza su joroba. Con un lápiz garabatea una caricatura en uno de los márgenes del Berliner Tageblatt, el diario más vendido de Berlín, que esa mañana del domingo 25 de julio de 1922 abre su portada con el siguiente titular en mayúscula: “¡WALTHER RATHENAU ASESINADO!”. El atentado al entonces ministro de Exteriores de Alemania, que representó, en palabras de Stefan Zweig: “el comienzo del desastre de Alemania y Europa”, es el punto de partida del nuevo libro: Café bajo el volcán. Una crónica del Berlín de entreguerras (1922-1933) de Francisco Uzcanga Meinicke publicado en Libros del K. O. (2018) que como ya revela el título trata, a modo de crónica periodística, sobre un café, el emblemático Romanisches Café de Berlín en los convulsos años de la República de Weimar.

La labor divulgativa que ha venido desarrollando el autor en los últimos años nos ofrece la posibilidad de adentrarnos en los mejores textos del periodismo clásico alemán con sendas antologías: La eternidad de un día, Acantilado, 2016 y Nada es más asombroso que la verdad, Minúscula, 2017. Ahora hay un nuevo motivo para estar de enhorabuena. Café bajo el volcán es un libro entretenido que atrapa desde la primera página pero no por ello falto de rigor; muestra de ello es la completa bibliografía que utiliza, la mayor parte en alemán, y las numerosas citas y anécdotas que acompañan y amenizan su lectura. Está compuesto por doce capítulos ordenados cronológicamente (cada uno corresponde a un año desde 1922 hasta 1933) centrados en los personajes y episodios históricos más relevantes de aquellos años. Se dedica bastante espacio al contexto social, económico y político. Con ello pretende el autor acercar el tema al lector hispanohablante y facilitarle una composición de lugar.

En el libro hay constantes vaivenes entre el tiempo y el espacio de la narración y del narrador. Un billete de cien mil marcos que perteneció a su bisabuelo le sirve de excusa para adentrase en los años de inflación y recesión económica alemanas; una estancia en la capital alemana para comparar el Berlín actual con el pasado; un análisis del diario sensacionalista Bild, el más vendido en Alemania, para añorar el periodismo de antes; o cuando especula con la posibilidad que un antepasado suyo coincidiera con Kurt Tucholsky en el frente en Verdún.

Los protagonistas del libro son el Romanisches Café y sus clientes habituales, entre los que se encontraban escritores, periodistas, pintores, actores, directores de cine, científicos y políticos destacados como Bertolt Brecht, Alfred Döblin, Kurt Tucholsky, Carl von Ossietzky, Joseph Roth, Sylvia von Harden, Otto Dix, Max Liebermann, Anita Berber, Billy Wilder, Albert Einstein o Rosa Luxemburg, por citar a algunos de ellos. Personajes que han trascendido menos como John Höxter, dibujante y caricaturista, son también importantes en esta historia. De él se cuenta que pasaba largas horas en el Romanisches Café (de ahí su sobrenombre del “eterno cliente”) dibujando y soltando ingeniosas pullas entre los clientes. La frase: “Ante Dios y el camarero todos somos iguales.” lleva su rúbrica.

El Romanisches Café, que hoy ya no existe, estaba situado en la Auguste-Viktoria-Platz, la plaza donde desemboca la Kurfürstendamm (la Ku’damm para los berlineses), una de las avenidas más concurridas de Berlín, muy cerca de la Iglesia Memorial a cuyos pies, en el mercadillo navideño, tuvo lugar el atentado islamista en diciembre de 2016. El café ocupaba el bajo y la primera planta de un monumental edificio en estilo neorrománico, el Romanisches Haus II (Casa Románica II), era espacioso y poco luminoso, a lo cual sin duda contribuía el humo del tabaco que se extendía por doquier y el cielo, por lo general grisáceo, de Berlín. La clave de su éxito sigue siendo un misterio, pues tampoco destacaba ni por su plato principal, una salchicha bañada en salsa de gulash de aspecto poco apetitoso, ni por su insípido café aguado. Según la leyenda todo empezó cuando la poetisa Else Lasker-Schüler, ofendida por una crítica a su poesía, decide abandonar el punto de encuentro habitual de su tertulia en el Café des Westens y trasladarse con su séquito de contertulios al Romanisches Café, que estaba justo unos metros más allá. Con los años este se convertiría en uno de los cafés más emblemáticos de Berlín con la tertulia de Else como uno de sus principales reclamos.

A mediados de la década de 1920 conoció el Romanisches Café su época de esplendor. El lugar era un hervidero en muchos sentidos. Había mucha actividad en el café, pues allí, entre otras cosas, circulaba mucha información (y chismes), se establecían contactos, se entablaban relaciones, se cerraban acuerdos, se coqueteaba, se discutía, se provocaba y se creaba. Sobre todo resultaba interesante ser partícipe de todo aquello para la gente que estaba en el negocio de la cultura o para el que aspiraba a entrar en él.

Para Goebbels la calaña del Romanisches Café, nido de “judíos bolcheviques”, representaba lo que él llamaba literatura de asfalto (Asphaltliteratur) para referirse a una cultura corrompida y degradada a la que contraponía otra pura y auténtica, la poesía del pueblo alemán (Heimatdichtung), de la que se consideraba a sí mismo representante y que propagaba desde su revista Der Angriff (El ataque) y los medios que tenía a su alcance. Desde finales de la década de los veinte las SA, las tropas de asalto del partido nacionalsocialista alemán, ocupaban una mesa en el Romanisches Café, hecho que va a coincidir, como no podía ser de otra manera, con el decaimiento y fin del café tal y como se conocía hasta entonces, hasta que finalmente en 1943 una bomba aliada, como ofendida por tal agravio, se lo llevó definitivamente. En el epílogo se narra el destino especialmente trágico de algunos de los clientes del Romanisches Café que previamente habíamos visto triunfar, fracasar, luchar, amar, odiar, reír y llorar.

Sin duda, la República de Weimar constituye un punto y aparte en la historia alemana y europea. A pesar de su fracaso conviene no olvidar algunos de sus logros y conquistas sociales y democráticas como el sufragio y la emancipación femeninas, la superación de ataduras morales y tabúes, el avance científico y técnico, y la mejora de las ciudades y condiciones vitales. Fue también una época significativa para la cultura y el arte en general caracterizada por los movimientos de vanguardia y por el derroche de creatividad y de genio que tuvo su epicentro en Berlín y a uno de sus símbolos más representativos en el Romanisches Café.

De este periodo histórico podemos aprender que no basta con mantenerse al margen de los acontecimientos. Para salvaguardar la democracia es necesario hacer frente y contrarrestar sus amenazas implicándose políticamente. Se trata de una tarea perentoria que se impone hoy más que nunca ante el resurgimiento y el avance de los movimientos racistas, xenófobos e intolerantes en nuestras sociedades.

Por último, cabe destacar las valiosas páginas que dedica Uzcanga Meinicke a explicar el contexto social, económico e histórico donde se desarrolla esta historia. Resultan un gran aporte divulgativo que no cae en tópicos ni lugares comunes como cuando explica las causas que auparon a Hitler al poder. Café bajo el volcán es un libro para ser leído. Uzcanga Meinicke demuestra con él todo lo que se puede alcanzar cuando se transmite con pasión y conocimiento. Toda labor por divulgar las Humanidades, y este es un buen ejemplo, es bien recibida.

 

 

La intimidad del funcionario: Sobre Un guardián ante el espejo de Martín Agudelo Ramírez

La intimidad del funcionario: Sobre Un guardián ante el espejo de Martín Agudelo Ramírez

 

 

Un guardián ante el espejo (2019) es el primer trabajo de ficción del juez, guionista y director de cine colombiano Martín Agudelo Ramírez. Su incursión en el mundo de la producción cinematográfica se lleva a cabo con este trabajo experimental, introspectivo y, en algunos momentos, de sugerente sensibilidad. En cierta medida este cortometraje parece ser el lugar donde el autor se permite abordar contradicciones inconfesables, tragedias secretas, mundos silentes del funcionario público. El espectador anónimo termina por ser, sin esperarlo, el interlocutor mudo del drama interior de un juez de la república atado de manos ante las posibilidades del amor y de la justicia.

Como queda claro muy rápido, la retórica del proceso monológico que describe este filme no permite, sin embargo, una relación directa y franca con su objeto. Se intuye en todo ello una especie de doble tabú: el que introduce el autor y el que se deriva de la naturaleza del personaje que, por su parte, busca encarnar las sombras del sujeto creador. Estas confesiones son oblicuas, opacas, poco esclarecidas y, por momentos, algo estáticas en su lenguaje. El espectador puede asir algunas ideas generales sobre aquello de lo que se quiere hablar. Así, mucho más que el discurso de sus personajes, es la acción la que parece ostentar el poder revelador de los momentos arquetípicos que dominan las posibles aprensiones allí confesadas: la desnudez de una mujer, la oscuridad de la noche, la intensidad de la luz cálida que emite el fuego en el decorado de la casa antigua donde, cómodamente, vive el protagonista; incluso, su propio rostro expresivo y melancólico. Con todo ello el espectador termina también perdido en esta búsqueda laberíntica y en las perplejidades que transmite Samuel, siempre expresándose desde la más honda subjetividad, reflejada constantemente ante un espejo, su espejo. Se crea así una comunidad, un lejano entendimiento entre quien habla y el que escucha.  

 

 

            Este bíblico Samuel transita una experiencia psicológica movida por un intenso deseo de actuar según la verdad. Es la verdad lo que más atormenta a este sujeto que se juzga a sí mismo como traidor de su propia voluntad. Samuel se tiene a sí mismo por un hombre que no ha actuado justamente cuando debió y no ha acatado los llamados del amor cuando estos han hecho presencia. Estos tópicos de la verdad, de la justicia y del amor constituyen lo que se podría denominar el núcleo fuerte del filme, su centro conceptual y existencial. Son el motivo a partir del cual toda la reflexión encuentra camino a su despliegue. El diálogo que tiene lugar en este cortometraje no consiste sino en la propia voz del autor proyectando su interlocutor en una personificación artística de la verdad. De ahí el constante juego pictórico que Agudelo hace gravitar a lo largo del cortometraje y que, a veces, se convierte en un leitmotiv excesivo: la verdad es esa mujer desnuda que remite juguetonamente a las conocidas obras de Lefebvre (La verité, 1870), y de Gérôme (La Vérité au fond d’un puit, 1894 y La vérité sortant du puits, 1896), que surgen como intensos elementos referenciales de la intimidad del protagonista. Es en esta intimidad donde la película alcanza su más sincera expresividad, pero también donde encuentra sus más problemáticos límites.

            No se puede perder de vista que esta es la historia de un funcionario. Sus tormentos privados tienen origen en las indecibles mediaciones a las que una persona articulada al orden de lo público se encuentra sometida. ¿Deja un funcionario de ser funcionario cuando se lamenta, en los más privados y borrascosos momentos, por la injusticia y el amor perdido? Esta pregunta también está puesta allí de manera negativa. Es una pregunta que el director de esta película parece tratar con cierto candor, uno que, sin embargo, puede ser engañoso. La autoreferencialidad del personaje central es expresión de su carácter virtualmente religioso y, en la misma medida, tan falso como verdadero, tanto producto de la más descarada ideología del sí mismo como expresión de anhelos humanos con validez universal.

               Samuel expresa en esta trama intimista la forma más inconsciente e irracional de la hegeliana consciencia desventurada. Es la intuición remota de la vida realizada, reconciliada; su anhelo puro y, al mismo tiempo, la experiencia caliginosa, perpleja, de su imposibilidad. Es una experiencia esencialmente contradictoria, acto reflejo de un estado de cosas aún no comprendido cabalmente. En este caso, entonces, la forma del deseo malogra lo deseado, pues es ella misma una forma tal que exige siempre para sí una respuesta individualista, intimista y anárquica. El anhelo de lo más justo y del amor reconciliado se transforman en un dar vueltas dentro de sí, en la incapacidad de explorar las condiciones concretas de esta imposibilidad; es el rencor que no quiere venganza, es el grito desesperado a un dios caprichoso que se manifiesta siempre bajo su ley absoluta e indiferente. En tal sentido, este corto termina por ser también la confesión de una protoindividualidad burguesa demasiado cómoda, aun en su perplejidad estética —sublimación de una culpa de clase—, como para poder lanzar con completa honestidad las preguntas que se ameritan, para enfrentar los dioses que deben ser enfrentados, para impugnar coherentemente las instituciones que deben ser impugnadas.

            No resta más que el regocijo ante este tipo de manifestaciones artísticas provenientes de lugares tan inusuales como puede ser la rama judicial. Este cortometraje de Martín Agudelo Ramírez es un experimento logrado que provee material para el pensamiento crítico y la sensibilidad. Vale la pena que este primer producto alcance circuitos de distribución amplios en festivales nacionales e internacionales, y que se convierta así en el comienzo de una carrera cinematográfica consistente.

 

Vuelve el festival berlinés Heroines of Sound, feminismo, música y género sin épica

Vuelve el festival berlinés Heroines of Sound, feminismo, música y género sin épica

Foto con copyright: Udo Siegfriedt

El pasado fin de semana el espacio multidisciplinar Radialsystem, en Berlín, acogió la sexta edición de Heroines of Sound, un festival comisariado por Bettina Wackernagel dirigido a pensar críticamente cuestiones de feminismo y género en la música electrónica (en un sentido amplio de todos los términos que te parezcan problemáticos de esta frase). El programa está articulado como una mezcla entre mesas redondas con conciertos al uso. Este año, los debates  versan desde la actualidad de los problemas de representación de las mujeres en la industria musical o a la escena musical en la electrónica en Sudamérica (es decir, temas directamente vinculados con el género) a problemas de la práctica artística, en concreto, el error, el daño y el cuerpo la interrupción como estrategias estéticas. Los programas de concierto, en principio sin una línea curatorial interna clara en cada uno, ponen el énfasis en tres estrenos (a AFG, Laura Mello y Judit Varga), el interés en la escena sudamericana -como es explícito en la mesa anteriormente señalada- así como el acuerdo con Hungría (cuyo actual gobierno es poco sospechoso de feminista y eso hace aún más urgente este tipo de cooperaciones) y Eslovenia dentro de un proyecto de Europa Creativa. Todo ello queda reforzado por una publicación con textos de Hannah Bosma, Janina Klassen, Christa Brüstle o Helen Hess, así como de artistas como Clara Maïda, Jutta Ravenna o Susanne Kirchmayr. Insisto tanto dentro como fuera de este marco en la necesidad de potenciar la investigación de y por mujeres -en concreto, por lo que nos ocupa aquí- en el ámbito musical, pues sigue siendo escandaloso en gran número de voces masculinas que copan todos los espacios de la palabra -y el sonido-. Asimismo, creo que es muy relevante, especialmente en la música contemporánea, dotar de más espacios para el aspecto teórico, en la medida en que es crucial el cruce entre lo conceptual y lo sonoro. Hay que asumir (¡e incluso celebrar!) que la relación inmediata con las obras de arte deseada por tantos románticos es solo una utopía. El ejercicio por desentrañar las mediaciones, justamente, es donde radica el esfuerzo estético y también -sobre todo- político en el arte.

El programa  del primer día, interpretado de forma excelente por el ensemble LUX:NM, se abrió con el estreno de Pig in Note Out, de Laura Mello, que pese a ser compuesta para saxofón, trombón, acordeón, cello, piano y electrónica, sus lugares más potentes eran aquellos en los que los instrumentos por separado establecían diálogos con la electrónica, como el cello en la apertura o el piano en su parte intermedia. El estreno de Anamorphose 01, de Judit Varga, a continuación en el programa, fue uno de esos ejemplos en los que las visuales no siempre favorecen o dialogan bien con el trabajo sonoro. Las visuales, creadas por Volkan Mengi, seguían esa estética noventera de los wallpaper de Windows 98, creando movimientos serpenteantes de tuberían de cuadraditos o de rayas, resultaban plenamente anodinos para el potencial rítmico, obsesivo de las distintas células melódicas que construían la obra. La relación fluctuante a nivel sonoro, trabajada desde un cuidado dibujo de volúmenes crecientes y decrecientes (como una visita contemporánea a lo deseado en los cohetes de Mannheim…), era mucho más micrológica que lo que el vídeo presentaba. La primera parte se cerró con la simpática Oh, I see, de Carola Baukholt, donde unos ojos gigantes sirven no solamente como personajes que interpelan directamente al oyente mediante un gesto tachado socialmente, que es el mantener fijamente la mirada, sino que además convertían al propio escenario en un ser vivo. Es curioso cómo dos ojos caricaturescos proyectados en dos bolas como las de hacer pilates, de pronto, resignificaban todo el espacio del concierto. Estas bolas, además,  servían también como aparatos de percusión que invitaban a la desubicación de la escucha. Quizá por un exceso de mickeymousing en el trabajo sonoro y centralidad de los ojos, los lugares de más potencial musical llegaron, justamente, cuando los ojos se cerraron y la música tuvo que reivindicar su lugar, renunciando a efectos predecibles y buscando un sonido más compacto.

La segunda parte estuvo marcada por los tres encargos de la Ernst Siemens Musikstiftung -que fueron estrenados meses antes-. El primero, Mole’s breath, de Lisa Streich, continúa la estética de la interrupción que ha venido desarrollando con su ensemble y cello motorizado, esta vez incluyendo pequeños motorcitos dentro del piano, que hacen que su música siempre genera una sensación de distanciamiento del propio espacio de concierto. Centrada, en esta ocasión, en la respiración, en esa actividad constante que posibilita las demás, y que, además, está articulada por procesos que solo de forma micrológica pueden ser analizados. Algo así sucedía con su propuesta, marcada por una disección de los gestos musicales. El Concierto de piano de Oxana Omelchuk, toma como punto de partida la relación entre el original y la copia, aunque no tanto como otros compositores que tratan de repensar esta relación entre tradición y actualidad, sino más bien desde la presencia e importancia del remix hoy en día. Para ello, extendía el piano tradicional en cinco teclados Casio que le permitían al mismo tiempo espacializar y pensar de forman expandida -más que en el ahora sí ya tradicional piano expandido cagiano- el trabajo melódico. Se creaban  así grandes planos sonoros que convergían y divergían en las cinco voces -que al mismo tiempo eran una- en los teclados Casio. Quizá fue la obra con más enjundia de la noche, en la medida en que su propuesta no trataba de buscar esos lugares de autoironía, como busca Simon Steen Andersen, por ejemplo, o de revisita del pasado, como Alberto Bernal, sino más bien deformar hasta el límite la creencia de que es necesario partir de un original para crear copias. Solo la copia hace al original un original y, por tanto, no es original en absoluto pues no es autónomo. Esto se conseguía, justamente, con un trabajo sonoro circular, por decirlo de alguna manera, que desdibujaba el principio y el final, mostrando también la artificialidad de la división del tiempo. Scrap, de Annesley Black, con una potente propuesta de electrónica en vivo, fue la más radical a nivel sonoro, tratando de pensar de forma micrológica los recovecos y posibilidades de particulas sonoras mínimas. De este modo, la electrónica generaba la pregunta de cuáles serían sus componentes más allá del marco de los parámetros musicales habituales. El resto de días, el programa lo formaron obras de Charo Calvo, Elsa M’bala, ALE HOP,  Andrea Szigetvári, Tatiana Heuman o KSEN. 

He de reconocer que no termina de convencerme el nombre el festival: heroínas del sonido. Justamente porque rechazo recuperar la idea romántica de héroe, tan vinculada al genio, a la superación -por medio del autodominio y del control de la naturaleza- de las afrentas, a la virilidad de la victoria, a favor de los procesos, la fragilidad, la vulnerabilidad y otras formas de creación. Pero, al mismo tiempo, en la medida en que las mujeres seguimos sin tener un espacio de agencia en ningún ámbito más allá de los vinculados a los cuidados y al hogar, exigir espacios de sonido y en la cultura es una heroicidad. Así que tenemos que ser heroínas hasta que no haga falta relatos épicos para narrarnos.

Homo botanicus o el amoroso coleccionista

Homo botanicus o el amoroso coleccionista

“Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada”. San Juan de la Cruz

La botánica es, en principio, solo una ciencia. Obedece al rigor metodológico que exigen sus instituciones, y su finalidad no es otra que aprehender la totalidad del mundo vegetal a través de esquemas conceptuales. Sin embargo, su objeto, y los métodos reclamados por este, producen en la propia praxis del botánico una dimensión completamente diferente, que marcha en paralelo con sus intereses. Allí coexisten la curiosidad disciplinada, la belleza intensa, pasiva y manipulable de la naturaleza, y el amor delicado e incondicional entre el curioso y el objeto deseado. Esta mixtura de dimensiones que se entremezclan en la actividad del botánico hacen parte de lo que bien podría entenderse como un momento estético necesario y presente en toda búsqueda científica. La particularidad del mundo botánico y sus búsquedas estéticas quedan excepcionalmente plasmados en el documental Homo botanicus, dirigido por el biólogo nostálgico y productor audiovisual Guillermo Quintero.

Este documental tiene, en principio, varios niveles que se podrían separar simplemente para hacerse una idea de todo lo que está en juego aquí. En primer lugar, es una narración sobre la actividad vital de un reconocido botánico colombiano (Julio Betancur) y de su alumno —o aprendiz— (Cristian Castro). Ambos comparten una obsesión científica, un intenso interés que los lleva a sumergirse en cuerpo y alma en el espesor de las selvas colombianas, en busca de lo que ellos llaman “su planta”. En el documental se asiste a un encuentro privado con sus intereses, sus deseos, sus pensamientos, sus reflexiones sobre la naturaleza. En este contexto de intensiva búsqueda se despliegan las inquietudes no solo de dos científicos, sino de dos individuos que encarnan bien al coleccionista de Walter Benjamin, y que Julio Betancur bien atina a sintetizar con los versos de San Juan de la Cruz acerca de la relación entre objeto amado y sujeto amante. En efecto, en su labor, el interés se vuelve amor, amor absolutamente desinteresado. Todo lo que se hace sucede por el impulso de una obsesión opaca, para quien mire distraído desde afuera.

Importa poco el éxito o el resultado científico que de allí se pueda derivar y, mucho menos, los réditos que esta actividad  aparentemente insignificante pueda llegar a tener para el mundo de los grandes valores de cambio. En este sentido, estos obsesivos taxónomos son modelo de una humanidad posible, un modelo que se realiza en la soledad casi monacal del científico naturalista, en los márgenes de la vida social, en las abandonadas y precarizadas instalaciones de una universidad, en las profundidades de las selvas colombianas a donde usualmente solo llegan la violencia estatal y paraestatal.

Pero este documental también se trata de la voz de quién lo dirige. En una entrevista con Alejandra Meneses, con ocasión de la presentación de este filme en el Festival de Cine de Cartagena (FICCI), reconoce su director que, a pesar de las dudas presentes en torno a su aparición en el curso del documental, estaba clara desde el principio la necesidad de abordar todo lo retratado a partir de un tono reflexivo; de enmarcar no solo la actitud vital de aquellos científicos, sino también la naturaleza en su forma conceptual, dentro de una narración que intentara transmitir las perplejidades filosóficas y naturalistas de su autor. En efecto, la reconstrucción que hace la voz en off de la búsqueda de los protagonistas transmite una visión conceptual de la naturaleza y, en ocasiones, se convierte también en cuestionamiento del quehacer clasificatorio y de la obsesiva determinación lingüística del trabajo académico.

A pesar de estar concebidos desde posiciones filosóficas poco esclarecidas, estos breves pasajes, en los que la voz del director se apropia del sentido de lo narrado, alcanzan una cierta profundidad que se sincroniza bien —a través del montaje y del recurso del timelapse— con las intervenciones formales que remiten de inmediato a otros modelos del naturalismo reflexivo, como los del paradigmático cine naturalista de Jean Painlevé o, más contemporáneamente, los trabajos de Terrence Malick (The three of life, 2011). Estos interludios especulativos ayudan a que la película se libere de sus posibles ataduras geográfico-culturales y logre así transponer su discurso a formas de reflexión mucho más universales, en las que lo local y particular aparecen iluminados por luces mucho más poderosas, más amplias y, paradójicamente, mucho más comprensibles para públicos diversos.

Con este documental nos encontramos, pues, ante una obra donde la sencillez y la sensibilidad logran un resultado digno de ser contemplado reflexivamente. Es un trabajo que enseña el valor de la delicadeza, de la devota dedicación a un objeto, de la amorosa disciplina del trabajo científico desinteresado. Es una película sobre el socialmente oscurecido papel del coleccionista; sobre el individuo que entabla una batalla por los valores de uso, en una disciplina científica que prepara también la naturaleza para los valores de cambio. Es, también, una película sobre los significados universales de la naturaleza y sobre una insuperable relación antropológica con los entornos naturales. Es un trabajo serio, que se arriesga a mostrar realidades ignoradas. Puede ser también entendido como denuncia, una denuncia indirecta de la ciencia, del capital que la precariza; como crítica a un país que no solo descuida sus universidades, sino también los objetos sociales y naturales alrededor de los cuales la Universidad funciona. Es una película que muestra el sacrificio personal y vital que necesariamente surge como correlato de tal abandono institucional. Este documental de múltiples registros es, pues, una muestra de la vitalidad del cine latinoamericano y colombiano, de su alcance y de su potencia.

Esas campanadas fantasmagóricas. «Tango satánico» de Laszlo Krasznahorkai

Esas campanadas fantasmagóricas. «Tango satánico» de Laszlo Krasznahorkai

Título: Tango Satánico
Autor: László Krasznahorkai
Traducción: Adan Kovacsics
Editorial Acantilado (2017)
Colección: Narrativa del Acantilado, 297
301 págs.

La novela se inicia con el tañido de unas campanas o, más bien, con un personaje adormilado, Futaki, que todavía entre sueños escucha el lejano tañido de unas campanas o de una campana y sorprendido por ese sonido líquido e inesperado sale de su sueño y se acerca a la ventana como si desde esa posición pudiera ver aquel objeto cuya existencia reconoce imposible pero cuyo sonido percibe con claridad. Futaki sabe que en la explotación, el páramo postindustrial que pueblan los personajes de esta novela, nunca hubo campanas, únicamente hubo una antigua ermita ubicada a las afueras de la explotación en cuya torre se podía ver una pequeña campana. Pero Futaki está plenamente convencido de que la distancia que media entre la ermita y la explotación haría imposible que el sonido de esa diminuta campana se percibiera con la claridad y la nitidez con la que en ese preciso instante está percibiendo el tañido líquido e inesperado de unas campanas o de una campana. Y así es como se inicia la novela de Krasznahorkai, que posteriormente Béla Tarr adaptara al cine, pero curiosamente así también finaliza: con el tañido de unas campanas o, más bien, con un personaje apoltronado y agorafóbico que ha dedicado toda su vida a la contemplación y el registro de la vida en la explotación desde la ventana de su habitáculo y que, al percatarse de la despoblación, escucha con claridad y nitidez el tañido de las campanas y decide abandonar su casa y seguir su melodía.

No es casual que el inicio y el final de la novela se articulen en torno al sonido anunciador de las campanas (“En esos sones lejanos y peculiares se le antojó haber escuchado <<la melodía de la esperanza que creía perdida>>, una voz de ánimo ya carente de objeto, las palabras completamente incomprensible de un mensaje decisivo” (pg. 295)) y que los personajes que perciben este sonido y a través de los cuales se constituye esa acción vivan el repicar de las campanas como un signo esperanzador y, en último término, redentor, pues todo Tango satánico es una luenga reflexión sobre la esperanza, la espera y la redención. La obra se inicia con un índice escatológico, las campanas, cuyo sonido es percibido por Futaki como el signo de un futuro prometedor. Sin embargo, la tensión narrativa de la novela se traba en torno a la promesa recurrente de un futuro devuelto y su constante e inexorable negación por un desarrollo narrativo que frustra cualquier avance con sentido hacia el mismo. Es decir, por una parte, cuando la narración se focaliza en los personajes y estos se erigen en centro de coordenadas desde el cual el lector percibe la realidad diegética, no podemos dejar de encontrar índices y señales de un futuro venidero que ha de llegar, mas, por otra parte, cuando la narración asume el punto de vista del narrador en tercera persona el transcurso de los acontecimientos no puede sino confirmar la futilidad, inutilidad e incluso incomprensibilidad de muchas de las acciones de los protagonistas enzarzados la mayor tiempo en disputas absurdas, diálogos delirantes o contemplaciones sin motivo. Resulta en todo punto imposible interpretar las acciones de los protagonistas como inscritas en un desarrollo coherente conducente a un fin concreto y es precisamente el carácter absurdo, refractario al sentido de las acciones de los protagonistas que la esperanza de un sentido y un final se torna más irónica. Esta tensión entre la teleología y el absurdo teje el desarrollo narrativo de la novela y constituye el argumento subterráneo de la misma: ¿qué función cumple la narración en el proceso de dotación de sentido a la realidad? ¿puede la narración dar sentido al mundo sin clausurar su facticidad?

En toda tentativa, en todo flirteo con la teleología no podría faltar el personaje mesiánico que en este caso está representado por una pareja: Irimias y Petrina. En esta pareja emergen ecos de otras parejas ilustres de la literatura universal: Don Quijote y Sancho Panza, Bouvard y Pécuchet y probablemente de ella hayan surgido otras parejas más cercanas a nuestro tiempo como Lars y W., los protagonistas de la trilogía de Lars Iyer. En el caso de Krasznahorkai, Irimias y Petrina constituyen una pareja tan mesiánica como burlesca, cómica e incluso absurda pues, a pesar de que todos los habitantes de la explotación depositen en ellos sus esperanzas y hagan de su vuelta a la explotación uno de los principales índices de que “todo va a salir bien” – merecería la pena dedicar un estudio más detenido a analizar las irónicas concomitancias entre la relación de los habitantes de la explotación con Irimias y la relación de los ciudadanos del siglo XX con líderes tan carismáticos como enajenados y absurdos – ellos no parecen ser sino una arquetípica pareja de payasos en la que Irimias representa el papel del clown, inteligente, verboso y dominador mientras que Petrina representa el papel del augusto, aquel que con su torpeza física y su desatino verbal da pie a la pirotecnia del primero. Y no deja de ser irónico que el redentor sea una pareja de payasos forajidos completamente absurdos y beckettianos y que los personajes no se percaten de su error, un error imperdonable: “confundí las campanadas sonoras del Cielo con las campanas del alma ¡Un sucio vagabundo! ¡Un enfermo mental que se ha escapado del psiquiátrico!¡Soy un estúpido! (pg. 299)” Múltiples son las formas en que la esperanza de una transcendencia se materializa en la tierra y múltiples son los modos en que la espera se erige como prerrogativa de todo poder.