[Especial Festival Mixtur] Mix-tour 1

[Especial Festival Mixtur] Mix-tour 1

El pasado domingo terminó la quinta edición del Festival Mixtur. Fueron diez días llenos de actividad tan incesante como provechosa.

El jueves 21 de abril cambié mi rutina vespertina. Monté la bicicleta y me encaminé, Meridiana arriba, al concierto inaugural del Festival Mixtur. Pedaleaba de prisa ante la preocupante aproximación de la hora esperada. Poco antes de las siete aparqué y me adentré en el laberinto rojizo de la Fábrica de Creación Fabra i Coats, buscando angustiado un letrero que me condujese. Después mi preocupación se vería resuelta y mi desorientación explicada: había entrado por la puerta trasera. Pese a todo, llegué con suficiente antelación al concierto inaugural a cargo del Ensemble Diagonal. La disposición del espacio ya comenzaba a dar las primeras anacrusas silenciosas: la altitud del techo, las tonalidades azules, el mobiliario reciclado y la amplitud de las salas eran un preludio helado; vaticinio de esa frialdad tan característica de la modernidad epigonal del nuevo milenio. El movimiento calculado y sombrío del personal aparecía congelado en la pléyade de sombrillas que decoraban la estancia. Entramos en una sala enmarcada por pesados telones negros; allí esperaba un escenario brevemente alzado al que flanqueaban micrófonos, instrumentos y altavoces. Tomamos asiento y se atenuó la luz. Al punto me extrañó la delgadez del público, que no superaba a las 60 personas según observé. Poco a poco fueron aflorando las sospechas: se había levantado un proscenio infranqueable y enmascarado aún antes de la entrada de los músicos. Cuando subieron a la palestra sentí que estaban más próximos al horizonte que a las gradas. La ficción aterrizó sobre nosotros con el peso de lo sacro y entendí que estábamos en un mundo de tundras infinitas, como imaginadas por la mano de Rothko.

El Ensemble Diagonal interpreta con una precisión apabullante. Comenzaron con Air Pressure (2011) de Sivan Cohen Elias, una obra que explora timbres frenéticamente, con una urgencia de variedad en las combinaciones instrumentales y un desarrollo vertiginoso; los intérpretes parecen prolongaciones del instrumento, meandros oscuros de la exploración sonora y gestual que guían los instrumentos. La coherencia parece dada por las relaciones que mantienen entre sí los retazos mínimos de material simbólico-sonoro. Termina con una abrupta exclamación silenciosa, que en cierta forma remite a Partiels de Grisey. En seguida, un contraste abismal con Como vengono prodotti gli incantesimi? (1985) de Salvatore Sciarrino. con su avance gradual basado en una discretización del tiempo, una continuidad ligada a un redescubrimiento de la respiración, una amplificación de la boca y el aliento. Si a las primeras dos obras las distinguía la oposición, a las composiciones de Ugurcan Öztekin (Ars morendi, 2016) y Antonio Juan-Marcos (El afilador, s.a.) las emparentaba la semejanza.  Ambas se movían en un ámbito de lo aéreo, continuo y suave, y comparten una cierto tratamiento homogéneo de la textura.

Silence must be (2002) de Thierry De Mey causó revuelo en el público, y no sin razón. La directora Rut Schereiner encara rotundamente al público y declara el pulso de su corazón, que guiará los ritmos silenciosos de la obra. La marcación del compás se convierte pronto en un aliciente para la emergencia del sonido imaginado, un sonido despierto en la intimidad de cada individuo que observa la dura coreografía del director. Pronto el gesto se relaja y ondula, se indefine temporalmente y provoca nuevas lecturas. Enseguida regresa a la dimensión de la expectativa rítmica con una palmada que preconiza la interacción del gesto con unos sonidos de percusión grabada. En este momento la tensión es máxima: el oyente queda maravillado con la precisa síncresis entre el gesto y el sonido. Finalmente el ademán vuelve emanciparse evocando timbres y texturas, en conjunto con una ampliación del campo espacial y el desenvolvimiento corporal. La conclusión del concierto fue Ka III (2007/2016) de Luis Naón, en la cual volvió a participar el elenco completo junto con la presencia acentuada de un actante: la electrónica. La obra corresponde a una revisión del séptimo número de un ciclo de piezas titulado Cycle Urbana. Esta pieza en particular se inspira en un concepto de la mitología egipcia: Ka es a la vez una especie de alter ego adscrito a cada individuo y una presencia de la fuerza divina mantenedora del orden universal. A esta figura se suma la importancia de dos números místicos (el 5 y el 7), y una serie de conceptos clave: el cuerpo, el aliento, la vibración, las batallas y las profundidades de lo desconocido. La electrónica intercede en todo el devenir sonoro, lo modifica, lo extiende.

Apenas hubo una breve pausa para respirar antes del siguiente concierto. Pequeños enjambres taciturnos circulaban por la cafetería y los corredores. Se extendía un silencio gris y amplio por las latitudes de la estancia, un silencio catedralicio. Esta fue una impresión general que dominó los primeros días de actividad: una continuo sostenimiento del aura mística. En cierto sentido es este pacto ficcional el que acredita esta música en tanto que evento; es necesaria la creación de un entorno hermético, casi monástico. El aislamiento y la desolación, el enclaustramiento iniciático, el sutil secretismo sonoro: todo ello se conjuga para la conformación de un ambiente propicio. Era el ecosistema perfecto del misterio.

 

[Especial Festival Mixtur] Mix-tour 1

Con motivo del estreno de «Las obnubilaciones ontológicas» en el Festival Mixtur

LAS OBNUBILACIONES ONTOLÓGICAS
De Manel Ribera Torres.
Obra para acordeón microtonal.

Estreno: Viernes 22 de abril de 2016 a las 19:00h
Sitio: Fabra i Coats-Fabrica de Creación
Marco:Festival Mixtur
Ciudad:Barcelona
Intérprete:Fanny Vicens (Acordeón microtonal).

En mis viajes montado en eso que todavía osan llamar tren, en el que suelo pasar en total unas cuatro horas, a diario…  aparte de algunos sonidos percutidos de ventana y otros rugosos, aunque ambos provocados por “mi fase rem” (no hablo precisamente de la nota mi, ni del tono re menor) y en un extraño equilibrio entre la contemplación mundana y la aristotélica, suelo tener alguna que otra obnubilación; generalmente portadora de gran revelación poética, que en un frágil romance con la creación (quizás eso que percibe el cerebro si lo imaginamos como un sentido más, osaría decir una idea musical, pero a estas alturas no se si nadie sabe ya lo que es eso, o que debido a los relativistas nadie tiene valor de decirlo), dieron a luz a esta miniatura, que será parte de lo que vislumbro como una larga obra.

La primera obnubilación, de proveniencia muy cotidiana, me llevó a pensar como era el ser y la vida en el pasado. Si era mejor o peor, y en qué sentido. Una clásica divagación de ministro de bar, como dicen en mi pueblo, y así durante todo el trayecto de Manresa a Barcelona en Renfe. El trayecto en cuestión dura lo mismo ahora que en 1940, dicho y corroborado por múltiples personas mayores, de ahí la obnubilación. Además la misma línea cubría muchos más pueblos que ahora, cuyos habitantes adolescentes y otros no tanto, se han quedado totalmente aislados suspirando por una moto, una bicicleta o por un patinete en el peor de los casos. Curiosamente la bicicleta se ha puesto de moda en Barcelona por el motivo obnubilacionalmente inverso al de cualquier de los susodichos pueblos.

A esto le añado la segunda obnubilación , menos cotidiana y más histórica. Vamos del tren al tiempo de los carruajes. En los últimos dos años ha aparecido en la musicología un torbellino tan arrollador, que ha arrasado prácticamente con todo estudio anterior acerca del barroco y el clasicismo y me ha hecho preguntar si hasta hace poco, no ha sido esa parte de la musicología  a la música lo que la ornitología es al pájaro. Hablo del hallazgo de los sistemas compositivos de la ahora bautizada “Courtly Music” (1650-1820), o lo que comprendería más o menos el período que va entre Corelli hasta el primer Beethoven, para entendernos.

Gracias sobretodo a Robert Gjerdinguen y Giorgio Sanguinetti, ahora podemos saber fidedignamente que componer era (al menos  en su providencia ulterior), enlazar esquemas o sobreponerlos, a los que se les aplicaba las disminuciones que posteriormente desembocarían como entrando en un embudo, en las especies i los modi, dejando siempre espacio para la inagotable juventud e inmortalidad de la  imitatio. Me pareció muy acertado pues, pensar que en realidad todas las obras operando bajo ése influjo, serian como variaciones de una misma obra cuyo catálogo y posición de esos esquemas existirían en un supuesto “Schematicon”, como una obra flotante o una obnubilación musical, que cayó en desuso, olvido y desvanecimiento casi por completo al ser una tradición de enseñanza oral, desconocida por casi todos durante el s.XIX y hasta hace bien poco. Como dice Borges en El sueño de Coleridge , «Acaso un arquetipo no revelado aún a los hombres, un objeto eterno (para usar la nomenclatura de Whitehead) ingresando paulatinamente en el mundo». Y en esa admirable imaginación, que de tan preciosa tiene que ser  cierta; debo suponer que el Schematicon decidió ingresar en el mundo también a través de  mí.

E aquí mi tercera obnibulación: Si ahora estamos en el apasionante camino de encontrar las relaciones de ésa época entre esquemas, affetti , retórica, instrumentación y género, pensé; ¿porqué no usar eso trasladado a mi mundo y mi lenguaje? El músico de corte del XVIII era un músico práctico y es por lo tanto el “Schematicon” un arquetipo que funciona a la perfección dentro de un sistema temperado de 12 notas por octava de partición igual, y pensé: ¿porqué no con 24 o 48 o con la serie de harmónicos?. Así fue como confluyó este choque con mi mundo enfocado a una lutheria de nuevos instrumentos  para su uso microtonal al componer, choque que prometía apertura, la proliferación de relaciones y posibilidades sonoras casi infinitas, como una música sobre música, con cierta nostalgia pero insinuante, sugerida quizás también por el tren, pues hay que matizar que no todo deben ser obnubilaciones metafísicas como me gusta creer, cabe la posibilidad más tangible de que el hecho de viajar en el tren de espaldas a la dirección de éste, tuviera algo que ver, en esa posición que quedas viendo todo el paisaje nuevo alejándose de ti, en vez de venir hacia ti , como si existiera el futuro en forma de un pasado ya inasible…

Para terminar, un excurso: yo no conocería la palabra obnubilación, ni el arquetipo de no ser por mi amigo Manuel Rodeiro, quien en su libro (todavía no publicado) Dia triumfal,  una preciosa Pessoíada entre otras mil cosas, se ha convertido en su  templo más sagrado.

Star Wars: El despertar de la fuerza. Mágico relevo generacional [sin spoilers]

Star Wars: El despertar de la fuerza. Mágico relevo generacional [sin spoilers]

En estos últimos años, pocas películas han acumulado tanta expectación antes de su estreno como la nueva entrega de Star Wars. Ya desde el primer teaser, las hordas de fans de la saga galáctica y los aficionados a la ciencia ficción en general habían empezado a segregar saliva con el plano del destructor estelar varado en las dunas. Había razones para el optimismo: George Lucas y sus malas decisiones habían quedado fuera del proyecto, lo que reducía las probabilidades de que se volviera a caer en los errores de las precuelas. Además, J.J. Abrams, su sucesor, tenía a sus espaldas un más que decente reboot de Star Trek. Sin embargo, tan altas eran las expectativas generadas por los impecables trailers y el bombo de estos últimos meses que una decepción, por pequeña que fuera, parecía inevitable. Pues bien, Star Wars: El despertar de la fuerza no sólo no decepciona, sino que logra un equilibrio imposible entre dos generaciones cinematográficas y narrativas.

Lo que hizo grande a la primera trilogía de Star Wars (1977-1983) fue aunar una impresionante imaginería visual con unos protagonistas con los que establecíamos un vínculo emocional casi desde el minuto cero, logrando que hasta una marioneta barriosesamista como Yoda nos hiciera sufrir al verlo toser. Todo esto se perdió con la segunda trilogía (1999-2005): los efectos visuales sudaban píxeles y los personajes sólo conseguían producir indiferencia o repulsión. No ayudaba en absoluto el guion, escrito en solitario por un George Lucas fuera de control.

Esta vez la tarea de elaborar el grueso de los diálogos ha corrido a cargo de Lawrence Kasdan, quien ya había sido uno de los artífices del libreto de El imperio contraataca (The Empire Strikes Back, 1980) y El retorno del Jedi (Return of the Jedi, 1983), además de una obra maestra como es En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981). La pluma de Kasdan devuelve la chispa y el humor a una saga que se había llegado a tomar demasiado en serio a sí misma, al tiempo que la dota de gravedad en los momentos clave. Compartir guionista principal con El retorno del Jedi también ayuda a que esta nueva entrega no se sienta como un apéndice extraño de la trilogía original, sino como una continuación en toda regla.

Uno de mis principales temores era que la nueva generación de protagonistas no estuviera a la altura de las circunstancias. No en vano, muchos recordamos todavía ese lamentable Poochie con gomina perpetrado por Shia LaBeouf en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, 2008). Afortunadamente, los nuevos personajes de Star Wars: El despertar de la fuerza tienen la consistencia necesaria para resultar interesantes y están interpretados por un elenco más que digno. Daisy Ridley, John Boyega, Adam Driver y Oscar Isaac están a la altura de las circunstancias y logran que sus conflictos internos nos importen. La interacción entre ambas generaciones de personajes funciona: las caras conocidas se ven reflejadas en las desconocidas sin que el conjunto rechine.

En el apartado visual y sonoro también se logra una fusión casi sin fisuras. Si la trilogía original se había resuelto a golpe de maquetas, marionetas y rotoscopio, las precuelas habían caído en el abuso de unos efectos digitales demasiado inmaduros para las aspiraciones de George Lucas. El equipo de J. J. Abrams no comete el mismo error y consigue armonizar la tecnología digital con los recursos tradicionales hasta el punto que a veces cuesta saber dónde acaba la maqueta y comienzan los polígonos. También tiene el acierto de evitar el circo visual: pese a la indudable espectacularidad de muchas escenas, los efectos están ahí para ayudar a avanzar la trama o para dotarla de una capa más de simbolismo, no como meros fuegos artificiales destinados a impresionar a la audiencia. Otro gran acierto creativo es seguir la línea de la tecnología sucia que habíamos visto en la trilogía original: los fuselajes de las naves y sus interiores están llenos de ángulos, los cascos se abollan y los robots rezuman óxido. En el aspecto sonoro, los efectos de sonido clásicos (los blásters, los sables de luz) se intercalan con nuevas y muy acertadas contribuciones (el extraño y escalofriante crujido que se escucha cuando el villano de la película intenta leer la mente de sus víctimas). Asimismo, la banda sonora del incombustible John Williams aúna temas clásicos de la saga con otros que, si bien menores y menos memorables, contribuyen a dar fuerza al conjunto.

Habrá quien critique a J. J. Abrams por no haberse arriesgado más, por haber elegido el camino fácil de la continuidad en lugar de dar un nuevo giro a la saga galáctica. Sin embargo, no sé hasta qué punto esta continuidad puede entenderse como un defecto. Es cierto que la nueva entrega repite muchísimos patrones de la trilogía original, pero se trata de algo que ya sucedía en las dos secuelas que sucedieron a la primera película y tiene todo el sentido del mundo si se entiende Star Wars como una serie creada a base de capítulos semi-autónomos y no como un único título cortado en partes, como sería el caso de El señor de los anillos (The Lord of the Rings, 2001-2003). No parece, por cierto, que nos encontremos ante el inicio de una nueva trilogía, sino ante el cuarto capítulo de una serie de seis, con las precuelas relegadas a un prescindible prólogo. Esto explicaría por qué en el título oficial del film no aparece ‘Episodio VII’ por ninguna parte. Es así, escondiendo los midiclorianos bajo la alfombra, como J.J. Abrams y su equipo han logrado devolver a la serie la magia que había perdido décadas atrás. Star Wars: El despertar de la fuerza es cine de aventuras del más alto nivel y un estupendo relevo generacional en una multiplicidad de sentidos.

Extraña y valiente: Langosta, de Yorgos Lanthimos

Extraña y valiente: Langosta, de Yorgos Lanthimos

El pasado 4 de diciembre se estrenó en España Langosta (The Lobster), el primer largometraje con elenco internacional de Yorgos Lanthimos. La película supone, en muchos sentidos, un cambio sustancial respecto a la filmografía anterior del griego y no eran pocos quienes temían que esta internacionalización implicaría una apuesta menos arriesgada y una cierta pérdida de identidad. Nada más lejos de la realidad: Langosta es una de las películas más extrañas y valientes del año.

A David (un bigotudo y miope Colin Farrell) lo acaba de dejar su mujer por otro. Para su desgracia, la realidad en la que opera la película no considera la soltería como una opción, así que es enviado a un hotel en medio del bosque con la misión de encontrar pareja en un plazo de 45 días. Si no lo consigue, será convertido en el animal que elija. Lo que sigue tras esta absurda premisa es una despiadada metáfora del modo en que la sociedad actual enfoca las relaciones.

Que Yorgos Lanthimos tiene una forma de escribir y dirigir muy particular ya había quedado claro con su celebrada Canino (Kynodontas, 2009). En esa distopía a pequeña escala, los personajes se destripaban verbalmente unos a otros a base de discursos monocordes, como si los actores recitaran la lista de la compra en vez de estar apuñalándose con palabras. Sorprendentemente, este mismo estilo de interpretación no se pierde con el paso del griego al inglés (con pizcas de francés): los personajes suenan mecánicos, se mueven como si tuvieran engranajes en vez de articulaciones y pelean como autómatas torpes. A esta deshumanización voluntaria contribuye el excelente libreto, escrito a cuatro manos por Lanthimos y su coguionista habitual, Efthymis Filippou. En él vuelven a abundar los diálogos repletos de enumeraciones, listas y datos tan absurdos como concretos (el peso de las pelotas utilizadas en distintos deportes). Así, como ocurría con las anteriores películas de su director, nos encontramos ante lo que parece una tragedia humana protagonizada por robots.

Hay otro rasgo identitario del cine de Lanthimos que se vuelve a repetir aquí y que podría resumirse en una sola palabra: caspa. Todo en el hotel de Langosta, desde las moquetas de los pasillos hasta la sala de actos, pasando por sus empleados y huéspedes, desprende un inconfundible aire rancio, como si el paso del tiempo se hubiera detenido en aquel rincón del mundo un día particularmente desafortunado de 1973. La escena del baile, con una cochambrosa versión de la ya de por sí casposa Something’s Gotten Hold of My Heart, contrasta con el resto de una excelente banda sonora que mezcla melodías griegas con piezas de Stravinski y Shostakóvich.

El apartado visual de Langosta también presenta, en algunos aspectos, una continuidad respecto a los otros largometrajes de Lanthimos. Las caras y los cuerpos fuera de plano vuelven a hacer acto de presencia, al igual que los planos generales fijos. Sin embargo, la fotografía de Thimios Bakatakis (que ya había trabajado para Lanthimos en Canino, 2009) toma aquí una ruta diferente y se acerca mucho, quizás demasiado, a los trabajos de Robert D. Yeoman para Wes Anderson. Los pasillos del hotel de Langosta y del Gran Hotel Budapest se funden en los planos simétricos de algunas escenas y lo mismo ocurre con los bosques de Nueva Inglaterra de Moonrise Kingdom y este bosque anónimo (que las notas de producción sitúan en Irlanda). A la similitud entre la fotografía de Bakatakis y la de Yeoman contribuye, sin duda, la corrección de color de tonos claramente setenteros.

Si hay algo que no acaba de funcionar en Langosta es su estructura argumental. El arco que empieza a configurarse ya al principio del filme parece pedir a gritos que la práctica totalidad de la película transcurra en el hotel. Sin embargo, la decisión de Lanthimos y Filippou de dividir el libreto en dos actos simétricos deja al espectador desorientado en medio del camino, perdido en la arboleda de un segundo arco argumental que no esperaba. Aunque esta decisión cobra todo el sentido del mundo si se entiende la película como una oscura metáfora de la brecha entre el mundo de las parejas y el de los solteros, lastra el ritmo del conjunto y puede provocar que el cuñado de turno la tache de ‘lenta y larga’.

Profundizando en el simbolismo de Langosta, cabe destacar la originalidad con la que Lanthimos y Filippou enfocan una cuestión tan manida como las relaciones (y su ausencia). Recurrir a la ciencia ficción para abordar este tema no es algo nuevo: ya se había hecho, con excelentes resultados, en películas como la indispensable (y terriblemente titulada a este lado del mundo) ¡Olvídate de mí! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004). La alegoría se presenta aquí con unos recursos tan geniales como marcianos (las escenas de caza, las representaciones teatrales, el papel de los niños) que denotan un colosal talento creativo tras las cámaras.

He mencionado más arriba el regusto robótico que dejan las interpretaciones en Langosta. Sin embargo, no quisiera que se entendiera esto como una crítica. Los protagonistas de las tragedias de Lanthimos no tienen vocación de parecer reales: su forma de hablar, de actuar y de reaccionar se encuentra en las antípodas de lo que muchos consideraríamos humano. Sin embargo, que los actores se conviertan en marionetas es precisamente la gran baza del cine de Lanthimos: al quedar libres del peso del realismo, pueden reflejar mejor los aspectos más oscuros e incómodos de nuestra propia humanidad. La obsesión enfermiza y mecánica con la que los personajes de Langosta buscan a su media naranja a través de las taras físicas compartidas es un espejo invertido de los absurdos criterios de selección que llevamos, a veces sin darnos cuenta, en la mochila. Con Langosta, Yorgos Lanthimos nos ofrece una película catártica y absurda, una tragedia disfrazada de comedia que hará las delicias de los ávidos de rarezas y de quienes busquen una reflexión inteligente y cruel sobre el amor.

La tierra árida y su sombra violenta.  Sobre la nueva película colombiana «La tierra y la sombra» en el festival de cine latinoamericano de Berlín, ‚Lakino’.

La tierra árida y su sombra violenta. Sobre la nueva película colombiana «La tierra y la sombra» en el festival de cine latinoamericano de Berlín, ‚Lakino’.

Imagen sacada de: http://elzarzorevista.com/la-tierra-y-la-sombra.html

El cine colombiano ha girado desde sus comienzos inevitablemente en torno a la conflictiva realidad del país. En el contexto de los diálogos de paz en La Habana, no hacen falta películas que muestran el conflicto interno de forma descarnada y violenta. Uno piensa por ejemplo en Saluda al diablo de mi parte (2011) y en otra serie de películas, en las que la violencia del conflicto es el tema principal, tratándola sin rodeos, directamente y haciendo de las películas meros documentos históricos, filmes educativos, obras cinematográficas banales. Sin embargo, parece que el cine colombiano está virando a un tono más sobrio y frío, parece estar haciéndose cada vez más a una mirada fría cinematográfica de la violencia que lleve a una reflexión más eficaz sobre ella (siguiendo inconscientemente un llamado de Zizek a no seguir la ‘urgencia’ acalorada de lo violento). Esto se puede ver ya en la muy interesante película colombiana presentada en la Berlinale de este año, Violencia (2015) de Jorge Forero, cuya trama violenta solamente deja ver directamente la sangre de un animal y de esta forma deja meramente sugerida la violencia descarnada de la guerra entre la guerrilla, los paramilitares y el ejército. Sin embargo la semana pasada se presentó una vez más en Berlín una nueva propuesta de esta mirada de soslayo al conflicto: La tierra y la sombra (2015) de César Acevedo, la cual fue presentada dentro del marco de la inauguración del festival de cine latinoamericano de Berlín (Lakino). Esta vez el tema de la violencia está implícito pero ya ni siquiera sugerido, lo que se muestra es la cruda y seca raíz de aquella violencia, su trasfondo sistémico, el horizonte de la guerra el cual se ignora recurrentemente: la desigualdad social, la pobreza, la explotación y sobre todo, la inercia de una sociedad cansada y sumisa. La tierra colombiana se muestra como lo que es: una tierra árida para el hombre, fértil para el explotador, para el latifundista y para la Plantación; una tierra que despliega una sombra oscurísima que se extiende por todo el territorio nacional.

La película retrata el regreso de un hombre al hogar abandonado muchos años atrás. Este hombre, que ha sido llamado por su hijo que se encuentra convaleciendo con una mortal enfermedad pulmonar, se ve entonces confrontado con el rencor acumulado por años de su mujer y con los cambios que han hecho de lo que era antes una colorida plantación frutal, la Plantación de caña de azúcar (con mayúscula siguiendo la argumentación de Antonio Benítez Rojo y todas las terribles implicaciones que esta conlleva). Este miserable hombre melancólico, abuelo de un niño sin futuro, encuentra entonces a una familia que se ha tenido que subyugar al imperialismo de la caña para poder sobrevivir, a una mujer vieja que ha tenido que sacar la cara por la familia para combatir el hambre. Pero es justamente esa mujer la que representa la fatalidad de la familia, con sus raíces gruesas e inertes, duras e inamovibles dentro de una tierra polvorienta e infértil para el hombre. La familia se asemeja a una planta resistente a la aridez pero moribunda y sedienta, cuya raíz es aquella mujer testaruda, la Madre escrita con mayúscula, la dolorosa patria, la mujer ultrajada. La mujer es aquella moral implantada en el trabajador que encuentra en su explotación el ‘normal’ curso de su cotidianidad. Un pasado mejor se mantiene en la memoria melancólica de ese hombre que regresa a confrontar de nuevo una realidad de la que ya había huido, regresa para salvar a aquellos que había abandonado. La madre de la familia y su nuera se ven obligadas a reemplazar a su hijo en la Plantación justo en el momento en el que se intenta (simplemente se intenta, como todo en Colombia) armar una huelga por falta de pago. Aunque los trabajadores de la Plantación se organizan para no trabajar, el miedo y el hambre es una constante amenaza que no deja que se geste de verdad una revolución. Con las bocas vacías parece haber poca energía para resistirse ante la explotación. El cansancio y la inercia de la clase explotada lleva al público de la película a plantearse una solución cuya inmediata salida son claramente las armas, la violencia. Una guerrilla pareciera una sensata salida a ese infierno. En medio del desierto la indignación de una sed sin agua para saciarla solo puede llevar al levantamiento, el cual queda solamente sugerido, nunca planteado directamente sino permanece en un estado virtual, en potencia.

Los personajes de la película deciden huir, pero no por la guerra como millones de desplazados en Colombia, sino por la falta de un estado social, por la pobreza y la injusticia en un estado donde la naturaleza se ha vuelto un desierto, donde la madre naturaleza se ha vuelto hostil. La patria ya no es un hogar sino un mero árbol en medio del desierto. Colombia es aquel desierto del que se huye, aquella tierra infértil y explotada. La Plantación (y no la guerra) es el dispositivo del desplazamiento y de la violencia más importante en Colombia; la Plantación es ese dispositivo resultante de una reforma agraria que nunca se dio. La Plantación es la máquina de aquella ‘violencia sistémica’ de la que habla Zizek cuyos brotes de violencia inmediata solamente son su superficie, su síntoma. La Plantación es ese gran setting colombiano que incluso en Cien años de soledad adquiere ya la importancia que realmente mantiene en el contexto nacional. La película retrata perfectamente la aridez y la violencia desértica de este espacio laberíntico, el espacio vacío, inhabitable y deprimente del campesino colombiano. La hermosura de ese desierto es ácida y la película es una gran muestra de ello: La belleza del filme es violenta, sus imágenes hermosas son desgarradoras. El sueño americano, o bien el latinoamericano, la tierra del libre comercio con sus crueles injusticias adquiere un rostro con esta película, su rostro infértil. La película muestra aquel rostro revelando así mismo que es justamente el subsuelo del conflicto colombiano, mostrando tal vez cuáles son los problemas, las heridas por sanar y en qué debe basarse un posible tratado de paz. Ese sueño, que es solamente idílico para unos es una pesadilla para otros, y deja solamente la posibilidad de una huida, de un escape. La huida y el escape que ya fueron contemplados alguna vez por el moribundo Simón Bolívar el cual entendió que de Latinoamérica no habrá otra opción que huir, que partir en busca de otras tierras más fértiles, efectuar un éxodo a un Edén añorado desesperanzadamente.