Veni, vidi,… e música

Veni, vidi,… e música

En estos tiempos de zozobra y desazón, comprobar que las entradas para los conciertos de esta semana, dentro de la temporada regular de la OBC están casi agotadas, tiene el efecto de un milagro reconciliador. Pero ¿qué o quien es el que ha logrado semejante novedad en nuestra ahora sobresaltada vida cultural?, es fácil la respuesta y se llama Rinaldo Alessandrini.  

Alessandrini es un caballero italiano de los pies a la cabeza. Inquieto y lleno de energía, nos ha visitado ya en numerosas ocasiones, tanto al frente de su grupo instrumental el Concerto italiano, como en solitario, demostrando siempre un altísimo nivel artístico en sus interpretaciones. Pese a no ser ya el jovencito que era hace 30 años, que comenzó a dejarse ver por casa nostra, ahora a sus casi 60 años, mantiene esa misma vitalidad y entusiasmo que es sello distintivo de nuestro director huésped.

 

El programa que nos presentó en esta ocasión al frente de la OBC, fue realmente atractivo y permite terminar de entender el éxito de asistencia que ha tenido nuestra orquesta esta semana. Tal programa inició con la famosa Sinfonía n.º 25 en sol menor, KV 183 (173dB) de W.A. Mozart concluyendo, tras una media parte, con el Stabat Mater de G. Rossini. En la parte vocal contamos con las brillantes actuaciones de la soprano catalana Marta Mathéu, la mezzosoprano noruega Marianne Beate Kielland, el joven tenor italiano Enea Scala, y completando a los solistas, el experimentado bajo italiano, Riccardo Zanellato. En la parte coral disfrutamos de la actuación del Cor Madrigal

La sinfonía mozartina, obra ya de repertorio, escrita por el maestro salzburgués en plena adolescencia (¡¡17 escandalosos años!!), es con mucha frecuencia, considerada una pieza de sencilla ejecución; por el contrario, los contrastes dinámicos dentro de ella son constantes y requieren del intérprete una precisión rítmica que obliga a todo el conjunto orquestal a estar muy pendientes el uno de otro, y en última instancia, es precisamente el director del conjunto, el gran generador de esa comunión musical. Como era de espera, el maestro Alessandrini logró su cometido final, aunando en un todo homogéneo a una orquesta que lució un sonido compacto y muy elegante, lleno de una ligereza y de una gracia que permitió que la obra fluyera como el agua e inundara nuestros sentidos. 

El plato fuerte de nuestro concierto, si me permite el símil culinario, era sin duda el Stabat mater del cisne de Pésaro. Obra ya tardía en el catálogo de Rossini y que obedece inicialmente a un encargo realizado en la ciudad de Madrid. Su destino era muy modesto de acuerdo con los planes originales de su autor y solo una concatenación de sucesos, obligaron a Rossini a trabajar en profundidad en lo que sin duda es una obra maestra dentro de la música litúrgica del siglo XIX. 

Rinaldo Alessandrini presentó una lectura llena de fuerza y vigor, logrando que la OBC se aplicara profundamente a lo largo de toda la obra. Su larga experiencia como director operístico, le permitió acompañar con mucha solvencia a los cuatro solistas, dando pie a que cada uno de ellos, en sus números individuales, construyeran una línea vocal perfectamente fraseada, sin el agobio de una orquesta que los hostigase, o los llevara a errores en el decurso de su interpretación. Alessandrini es un músico de pura cepa, inteligente y muy sensible, que sabe esperar cuando toca, e intensificar cuando es conveniente. 

Tanto el cuarteto vocal, como el coro, se mostraron espléndidos. Los solistas, mostraron cada uno una enorme estatura artística, y tanto en los números solistas como en los de conjunto, nos regalaron con lecturas de muy alta factura. El coro, no defraudó, mostrando un trabajo muy logrado en cada una de sus voces. La potencia y homogeneidad del sonido final, el mimo al detalle y a cada uno de los fraseos y articulaciones marcados en la partitura por el autor, son marcas distintivas de una interpretación maravillosa por parte de esta espléndida coral catalana. 

 

Sin duda alguna, Rinaldo Alessandrini puede decir como Julio Cesar: “veni, vidi, vici” y nos alegramos de que así sea.  Seguimos.



Mi conversación con Philippe

Mi conversación con Philippe

 

A mis manos querido lector ha caído un tesoro: Monsieur Croche Antidilettante (Gallimard, 1926), de Claude Debussy. Deliciosa lectura y en homenaje sincero y muy humilde, les comparto mi versión muy personal de este alter ego de C. Debussy. Como «Mr. Corchea», «Philippe», mi amigo, muerde, espero no despeinar a nadie, es solo un tributo, pequeño, minúsculo, a lo que en mi personal concepción debe ser el quehacer de un critico.

 

Y ahí estaba, grande y sabrosa. Yo la contemplaba lleno de deseo y porqué no decirlo, con una cierta concupiscencia. Mis deseos, efectivamente no agrandarían a Dios, si es que en tales cosas repara el creador; o quizás, pienso ahora, de tanto cuidarnos y vigilarnos, tiene la hacienda descuidada y es por ello, que estamos en los grandes asuntos en los que estamos… Pero volviendo a mi relato, mis sentidos estaban siendo puestos a una tremenda prueba de temple y contención, porque ¿cómo se puede estar tranquilo, ante semejante objeto de deseo?, ¿cómo no sentir que el vientre te quema y las ganas te consumen si estás ante una enorme y rellena hamburguesa doble?  

Y es que, precisamente aquella fresca y perfumada noche, yo me disponía justamente a disfrutar de semejante manjar después del concierto de la Orquesta del Teatro Mariinsky.  Pensé yo, – “has elevado el espíritu ya lo suficiente, démosle a nuestro cuerpo peso específico”. Y ahí estaba yo, viendo y devorando ya con la mirada mi hamburguesa, y justo cuando me disponía a hincarle el diente, escucho detrás de mí, una voz potente que sin ningún reparo dijo “digno cierre para una noche que es preferible olvidar. Tras escuchar los fuegos fatuos de una orquesta que fue muy grande y que ahora da tristeza escuchar, nada como culminar la velada con semejante bomba calórica, si señor”. ¿Quién se atrevía a poner en duda la excelencia de una orquesta tan célebre y anunciada por todos lados? y peor aun ¿Quién se atrevía a criticar mi gusto por las hamburguesas? Me giré y lo vi  tan tranquilo, y con cara socarrona: Philippe Mastropiero. 

 

Pensarás, querido lector, que me he confundido, pero que no te engañe tan ilustre apellido, pues este Mastropiero, es pariente lejano de aquel insigne músico, cuya historia se ha contado abundantemente por trovadores porteños. Este, precisamente este Mastropiero, tiene la cualidad de espetarte la verdad a la cara, sin mediar petición de tu parte, y así esa noche, sin que yo se lo pidiera, me regaló su opinión, cruda, desnuda e hiriente. 

 

Philippe Mastropiero es un hombre de complexión mas bien enjuta y pequeña, de verbo rápido y conversación elocuente, siempre está nervioso y el color cetrino de su piel lo convierte en un personaje no muy atractivo a sus semejantes. La mezcla de semejantes características, al final lo hace un ser por el que o se siente un profundo afecto o directamente se le rechaza y se le da de lado. 

“Veo que tus gustos musicales son muy parecidos a tus placeres culinarios, querido amigo” me dijo con sorna y un poco de mala leche, “disculparás mi sinceridad, pero te he visto aplaudir entusiasmado una lectura perfectamente mediocre del “Bolero” de Ravel y ello me hace pensar que no discriminas con finura lo que dejas entrar en tu ser; simplemente engulles grandes porciones de alimento para acallar a saber qué tormentas internas, o peor aún, te dejas ir por el aplauso fácil de una multitud ciega y sorda integrada por personas que solo quieren ser vistas en un evento social más y adormecer su conciencia  con un poco de cultura”.

 

“Philippe, esta noche estás particularmente incisivo, vamos, que si te muerdes la lengua caes fulminado por ti mismo” le contesté. En ese momento no estaba para escuchar discursos, yo quería disfrutar ya de mi hamburguesa, no tenía tiempo, ni ganas de moralinas estéticas ni metafísicas de un pseudo profeta del arte. Así que, con gesto altivo, le dirigí una mirada de odio a tan molesto personaje y directamente le di la espalda. 

Veo que tus modales van acordes con tu dudoso gusto en la comida y en la música. ¿Te crees que ese grosero trozo de carne que ahora estás a punto de engullir, al no ser comprado en Mcdonals, es menos chatarra? Veo que como todos, te dejas engañar por las modas y la apariencia. Si un concierto como el de hace un momento, viene precedido por un cúmulo de anuncios y promociones del tipo: “la mejor orquesta de Rusia”, “Su director titular embruja al público con su elevado grado de inspiración”, vosotros asumís que tal evento es automáticamente excelso y digno de asistencia al ser vosotros almas de una delicadeza sin límites. Asistís a los conciertos con un cúmulo de prejuicios que les taponan los oídos y les aturden y asfixia el alma. Porque ¿de verdad no te distes cuenta que en mitad de ese “Bolero” de Ravel que acabas de escuchar las trompas no dejaron de desafinar y las trompetas tocaban demasiado fuerte? De no ser así, es que la otitis te carcome los oídos; si lo escuchaste, como más de la mitad de los que ahora aplaudían hasta con las orejas, es aun peor, porque ni te importa lo que escuchas, ni tu alma se nutre con los selectos néctares de la ambrosía que dices paladeas y más bien, debe de estar famélica por tanta «hamburguesa» con que la alimentas. 

 

Se había cruzado un límite claro, Philippe me estaba insultando sin ningún género de dudas y una cosa era darlo por loco y otra soportar sus insultos. A punto estuve de tomarlo por el cuello, pero algo dentro de mi me recordó que efectivamente, yo había percibido aquellas notas falsas, aquellas bocanadas de sonido descontroladas, emitidas por unos músicos que, sobre explotados, tocaban de mala gana un concierto más de los 4 que tenían que dar en una semana de gira por nuestro país. Fue entonces cuando las palabras de mi amigo me comieron las entrañas y la sola presencia de mi hamburguesa me comenzó a dar franco asco. Yo había aplaudido con entusiasmo aquello porque asumí que, ¿quien era yo para discrepar de una apabullante mayoría que celebraba aquello?, seguramente era yo el que se había inventado todo, porque, era imposible que aquellos músicos se equivocaran, el anuncio lo decía bien claro:” Una experiencia sublime”, “ la mejor orquesta de Rusia”, y yo era un simple espectador, un diletante que creía haber escuchado algo que no le gustó, pero que por cobardía  se unió al coro de aplaudidores inconscientes. 

 

“La realidad, querido amigo, está allá afuera y muchas veces nos pasa por encima sin que nos demos cuenta, ese concierto fue como una inmensa, y vulgar hamburguesa, que está llena de muchas cosas, pero que de sustancia nutricia tiene poco, mucho oropel y poco alimento”.  Me quedé frio, ahora si que la habíamos fastidiado, porque la sola visión de lo que iba a ser mi cena, me producía casi nauseas y atiné a decirle: “tienes razón, vámonos, al final no comeré nada” a lo que el contestó “si no te la vas a comer, ya me la como yo, que una cosa es el espíritu y otra desperdiciar la comida”. Mi cara de asombro seguramente fue tal, que Philippe, mientras devoraba aquel objeto tan deseado antaño, se reía y dejaba escapar algunos trozos de carne, y uno incluso me alcanzó en la boca. 

Me relamí el trozo escupido en mi cara y comprobé lo que ya sospechaba, la carne estaba muy hecha.



Mahler en estado puro

Mahler en estado puro

Con lágrimas en los ojos nos contaba un entrañable maestro de composición a sus alumnos, que, en sus años de formación en Londres, había tenido la oportunidad de asistir a un concierto del mítico Arthur Rubinstein y que aquel concierto fue una de las experiencias más trascendentales en su vida. Eran los años setenta y el maestro polaco estaba ya muy disminuido de sus facultades visuales. En el programa de esa noche estaban las últimas sonatas para piano de Beethoven, obras extremadamente complejas y con una carga emotiva inmensa. Recuerdo que, cuando narraba el final de ese concierto, los ojos se le llenaban de lágrimas todas las veces que lo escuché contarlo, pues nos decía que tras el último acorde de la sonata Op. 111, era imposible aplaudir ante algo así, y de hecho, nos refería que en un principio mucha gente inició los aplausos mas bien tímidamente y muchos sinceramente no sabían que hacer. El mensaje era claro: ante lo trascedente, ante aquello que nos supera, la única respuesta posible es el silencio. 

 

A mi memoria llegó este recuerdo, tras el impacto inmenso que generó en todos los que pudimos estar el pasado 18 de septiembre en el Auditori de la ciudad de Barcelona, para vivir lo que será recordado como un concierto memorable. Zubin Mehta al frente de la Orquesta Filarmónica de Israel, presentó una lectura llena de belleza y profundidad de la Sinfonía Num.3 de Re menor de G. Mahler. Además de la agrupación sinfónica, participaron el Cor de Noies y el Cor Infantil de l’Orfeó Catalá, y la mezzosoprano Gerhild Romberger

 

En el momento en que Mahler aborda la escritura de esta ambiciosa obra, está entrando ya en una madurez musical pasmosa. Es quizás un caso sorprendente de genialidad el suyo, pues ya desde la primera sinfonía, muestra un absoluto dominio tanto de la forma, como de las proporciones tímbricas, cosa nada habitual.  Es tanto como hablar de un genio espontaneo, sin obras de preparación; incluso se ha llegado a especular, sobre la posibilidad de que existan algunas obras de juventud, donde el maestro hubiera adquirido esa destreza, pero de ello por ahora, nada se sabe. 

Para el verano de 1895, Mahler se encuentra en pleno acenso en su carrera como director y a nivel compositivo, cuenta ya con el bagaje necesario para abordar la escritura de una partitura de tan hondo calado como la sinfonía en Re menor.  Obra donde las proporciones son amplias y parafraseando a Schumann de “proporciones celestiales”. 

 

La sinfonía, inicia con un primer movimiento rotundo y lleno de vida. Toda una lección de unidad formal, en medio de una diversidad de ideas que Mahler logra fusionar en un todo perfectamente congruente. A ello se une, una exuberancia tímbrica que requiere de los intérpretes una precisión absoluta. No es una sinfonía para una orquesta de medio pelo, de hecho, por su alto nivel técnico, el estreno de esta obra se retrasó mucho al no encontrar Mahler un director que aceptara la encomienda de presentar semejante monumento. 

 La Filarmónica de Israel, mostró a lo largo de toda la interpretación, un nivel que solo pocas orquestas pueden lucir actualmente; en una época en que los músicos están siendo preparados primorosamente en todos los niveles, lograr un sonido tan característico, tan homogéneo, y tan lleno de color, es algo que solo se logra con años de trabajo sistemático y comprometido.  La riqueza tímbrica que pudimos disfrutar en este concierto, no se logra de la noche a la mañana, y solo un instrumento así, logra hacer justicia a una obra como las 3ª de Mahler. 

 

Ver a Zubin Mehta físicamente tan disminuido, ayudándose para andar con un bastón, lleno de una dignidad y una paz internas, encogía el alma. Su salud en los últimos años ha estado muy comprometida, pero peso a esta apariencia, en cuanto comenzó la interpretación de la orquesta, una extraña fuerza lo envolvió todo. Mehta pertenece a ese selecto grupo de artistas que ven muy desde otra altura las cosas; su musicalidad, el perfecto y hondo conocimiento que tiene de cada una de la notas e indicaciones de todo el repertorio que presenta, hace que cada uno de sus conciertos sea algo que se grava en el interior de los que acudimos a ellos. Este concierto no fue la excepción:  tras el sexto movimiento de la sinfonía en re, marcado por Mahler como “lento, tranquilo, sentido” y que es una de las mas pasmosas muestras de amor jamás escuchadas, las lágrimas asomaron en los ojos de muchos de los presentes, era imposible no sentir que algo muy grande había pasado esa noche en el Auditori de Barcelona y tras la última nota escuchada, sinceramente, me era imposible aplaudir, recordé a mi maestro en Londres y estoy seguro que ambas vivencias son muy similares. 

 

Pese a mi personal vivencia, el público ovacionó tan excelsa interpretación y pudimos ver a muchos músicos de la orquesta, absolutamente conmovidos con lágrimas en los ojos. La música había creado una magia muy especial esa noche en la sala.  No quiero dejar de mencionar el alto nivel artístico de los dos coros participantes en la velada, orgullo sin lugar a duda de “casa nostra”. La mezzosoprano Gerhild Romberger, estuvo espléndida, con un color vocal perfecto, un sonido robusto y lleno de armónicos. Un gozo absoluto el poder disfrutar de sus dotes musicales. 

 

Gran inicio de temporada, lo que hace abrigar grandes esperanzas de lo que está por venir, por el momento, seguimos. 



La verdad necesita que la esperen

La verdad necesita que la esperen

En la Encyclopédie, obra cumbre de la ilustración del siglo XVIII y que fue publicada bajo la dirección de dos de los más ilustres pensadores del momento, como fueron D. Diderot y J. d’Alembert, aparece una interesante entrada sobre la voz “Crítica” que dice: 

“El deseo de conocer, muchas veces resulta estéril por exceso de actividad. La verdad requiere ser buscada, pero también precisa que se la espere, que se vaya por delante de ella, pero nunca más allá de ella. El crítico es el guía sabio que debe obligar al viajero a detenerse cuando se acaba el día, antes de que se extravíe en las tinieblas” 

Sin la más mínima intención de erigirnos en guías sabios, creo que estas pertinentes palabras enmarcan con suma precisión, la labor que humildemente realizamos desde esta modesta trinchera. Quizás, simplemente, indiquemos nuestro parecer sobre los temas abordados, pero en épocas donde la palabra crítica, es tan poco utilizada, se hace necesario, y diría yo más bien, indispensable enarbolarla con toda determinación, para no ser devorados por esa inmensa masa acrítica que nos rodea. 

Querido lector, espero que sepas disculpar mi anterior soflama, pues realmente he traído a colación la cita ilustrada a cuenta más bien de que, bajo mi parecer, describe perfectamente el estado actual de la carrera de G. Dudamel. Durante los últimos años, hemos visto como, primero, un jovencito simpático, hiperactivo y de despeinados rizos se dedicaba a saltar y gesticular sobre el podio de las mejores orquestas del mundo. Sus grabaciones de casi todo el llamado canón de la música orquestal, aparecieron a una velocidad impresionante, y muchos, ya en su momento, separaron la paja del trigo indicando, que, si bien el venezolano era un valor indudable, poseedor de un talento indiscutible, lo que se estaba presentando como algo excepcional, distaba un buen trecho de serlo. Años, horas de vuelo, reflexión y mucho trabajo, eran las grandes carencias que muchos observaron en él, nada que precisamente con el tiempo no pudiera ser solucionado. 

Ese exceso de actividad que la cita del principio menciona, era la gran barrera que Dudamel ha tenido que enfrentar, pues cuando se tiene una agenda tan nutrida como la suya, te queda poco tiempo para la reflexión. Has de solucionar con efectividad muchos programas y muchas obras, y eso, repito, impide que puedas profundizar precisamente en ellas. Ahora bien, Dudamel cuenta entre sus muchas virtudes, con una memoria impresionante, capaz de retener casi todo el repertorio que trabaja y de no solo hacer los conciertos sin partitura, si no incluso ensayar sin ella. Cuando con 17 o 18 años te has aprendido una obra como la Segunda Sinfonía de G. Mahler y a lo largo de los años de tu carrera la has ido trabajando con muchas orquestas, casi sin quererlo y sin apenas darte cuenta, se da a efecto ese proceso que la cita del inicio menciona, la “verdad” de esa obra, comienza a tocarte y darse dentro de ti, y tu, como artista, comienzas a entender y a vivir muy de otro modo aquello que lleva tantos años dentro.

El pasado 27 de junio en el Palau de la Música de la ciudad de Barcelona, tuvimos la oportunidad de disfrutar de una clara muestra de lo anterior. G. Dudamel al frente de la Münchner Philharmoniker y contando con la participación del Orfeó Catalá y el Cor de Cambra del Palau de la Música Catalana, además de la soprano Chen Reiss y la mezzosoprano Tamara Mumford, interpretaron la colosal Sinfonía Num. 2, “Resurrección” de G. Mahler. 

Estamos hablando de una obra extensa en todas sus partes y que exige de todos los intérpretes involucrados una entrega absoluta. Mahler, es un autor que demanda una inmersión total dentro de su universo y Dudamel entiende perfectamente la manera en que el maestro austriaco construye sus obras. Con el tiempo, ha ido ganando en profundidad y esto quedó patente desde el inicio del concierto, pues pudimos disfrutar de una lectura muy bien planteada de la obra, llena de fraseos plenos de musicalidad y expresión y con una clara conciencia de la gran estructura. Lamentablemente, por momentos, la conexión entre la orquesta y director se interrumpió y algunas partes de la obra, no terminaron de encajar del todo. Era evidente, que Dudamel sabía perfectamente lo que quería, pero no logró comunicarlo del todo a una orquesta, que en muchos pasajes, lució ese mítico sonido germano, compacto y lleno de fuerza, pero en algunas otras, perdía esa impronta que tan característica le es. 

Los dos coros, tanto el Orfeó como el Cor de Cambra, espléndidos, lo que hace que siendo talentos de “casa nostra”, sea doblemente agradable escucharlos con tan alto nivel artístico. La llegada del maestro Halsey al frente de estas instituciones corales tan nuestras, ha detonado un inmenso caudal de calidad que solo ha hecho más que comenzar. 

Tanto la soprano Chen Reiss, como la Mezzo Tamara Munford, lucieron espléndidas, coronando una gran lectura de la colosal sinfonía de G. Mahler. 

Hago votos porque este proceso de maduración, que a mi entender se ha iniciado ya en G Dudamel, nos dé por resultado, al enorme artista que sin lugar a duda es. Una contención en su gestualidad, además de una mayor atención a la construcción de las obras desde un fraseo lleno de sentido y sobre todo, una musicalidad que cada vez brota con mayor nitidez, son los elementos que nos hacen sentir confiados de que este proceso llegue a buen puerto. Talento tiene a raudales, confiemos que el mercado, una agenda desquiciada y los mil y un demonios que acompañan a la celebridad, no trunquen este virtuoso proceso, porque “La verdad requiere ser buscada, pero también precisa que se la espere”. Seguimos.

 

El violín, por favor, el violín.

El violín, por favor, el violín.

Aquellos que disfrutamos de la cocina, sabemos que no siempre el trabajar con los mejores ingredientes asegura un resultado de primer nivel. Se puede contar con ingredientes de inmejorable calidad, que, al momento de combinarse, por algún pequeño descuido, se malogre aquello que estábamos seguro derivaría en un plato más que afortunado. Por el contario, con humildes elementos, muchas veces se puede obtener platillos de esos que solo recordarlos, logran ese involuntario saliveo, que no es otra cosa, que la añoranza de ese mágico momento en que se probó aquel platillo que parecía estar destinado solo a mitigar el hambre del momento. Ah, nada está escrito en el buen y noble arte de la cocina. Tanto hay que se escapa y que no puede ser consignado en ningún recetario y que hace que ese toque final, dependa de una extraña alquimia que se transmite casi por ciencia infusa. Algo parecido nos pasa a los músicos y a los conciertos. Se puede tener una espléndida orquesta, un gran violinista solista de talla mundial interpretando un programa sobrio y lleno de gran música y, finalmente, no lograr ni por aproximación, aquello que se esperaba vivir en el concierto antes descrito. Un querido maestro, hace años me dijo que la mejor música no siempre se hace en las grandes orquestas, solo se espera que eso suceda y el pasado 19 de junio esto me quedó claro.

Como final de temporada, Ibercamera presentó el pasado 19 de junio en el Auditori de Barcelona, un programa sumamente atractivo; la Sinfónica de Viena, dirigida por el violinista griego Leonidas Kavakos interpretaron dos obras del romanticismo alemán: de F. Mendelssohn su Concierto para violín y orquesta en Mi menor, op. 64 y de J. Brahms la Sinfonía núm.1 en Do menor, op. 68. Todo parecía perfecto, la noche prometía y el público que estuvo a punto de abarrotar el Auditori así lo entendió, pues parece mentira, pero obras que han sido tantas veces programas y de las que existen tantas y tan buenas lecturas, en memorables grabaciones, continúan atrayendo a un público que sigue prefiriendo la magia de los conciertos en vivo.

Tras de un caluroso aplauso, Leonidas Kavakos hizo su aparición y en su doble condición de solista director, inició la ejecución de uno de los más célebres conciertos para violín del siglo XIX. La estatura artística de Kavakos es algo que está totalmente fuera de discusión, es seguramente, uno de los mejores violinistas vivos en la actualidad y en parte lo demostró la noche del 19 de junio, luciendo una amplísima gama de colores en el violín. Su control del arco, y la manera en que administra cada centímetro de este, para obtener un determinado color en un específico lugar es realmente impresionante. Como violinista, se me ocurren muy pocos nombres que logren tal nivel de control técnico, aunado a una musicalidad natural y siempre viva. Otra cosa es lo que logró como director, ya desde este concierto. La Orquesta Sinfónica de Viena es una agrupación con una solera y un prestigio indudables, y a mi parecer, tiraron de ella en la cita aquí reseñada, pues se concretaron a seguir en la medida de lo posible a un Kavakos que quizás en un afán de sorpresa, realizó una lectura del concierto llena de arbitrariedades, que en más de una ocasión trastocaron el verdadero sentido de la obra. Articulaciones que no se justificaban mucho, fraseos que no conducían a nada o que directamente era contrarios al sentido de la música, entre otras genialidades, se vieron envueltas en medio de una muestra de solvencia técnica que las disimuló y les dio carta de verdad, ante un público que premió una lectura que a muchos desconcertó, por su alto nivel de luces y sombras.

Con la Sinfonía de Brahms, las cosas solo se agudizaron. Kavakos es sin duda uno de los mejores violinistas del momento, pero sus dotes como director, pueden depreciar a la larga su estatura final como músico. Contando con una orquesta de primer nivel, la sinfonía sonó por momentos descuidada y llena de ocurrencias que bien a bien, no sabemos la justificación para llevarlas a efecto. Comenzando por un evidente descuido en los balances de las secciones de los vientos, que nunca terminaron de sonar compactos y en relación al resto de la orquesta y continuando con algo que algunos han llamado “la bailarina intrusa” y que es cuando el director en los conciertos, no guía ni mantiene bajo su control a la orquesta, si no que más bien, simplemente realiza algunos ocurrentes movimientos con los que decora el devenir de la música.

La velada muy celebrada por el público en general, en tanto que en términos totales aquello sonó con cordura, logrando exaltar algunos ánimos, concluyó con una propina más que conocida y que desconcierta en tanto que es la antítesis de una obra tan potente y “heroica” como lo es la sinfonía en Do menor de J. Brahms. Me refiero a la danza húngara Núm. 5 del mismo compositor alemán.

L. Kavakos agradeció sobradamente al público congregado en el Auditori por el caluroso aplauso que estos le brindaron, pero quizás, agradeció aun más a los músicos de la Sinfónica de Viena, y cuando ves a un director agradecer tan sobradamente a una agrupación orquestal, es imposible no pensar hasta qué punto su agradecimiento no proviene de saber que fueron ellos, los músicos, los que verdaderamente sacaron adelante ese concierto. Lo que antes hemos dicho, tener los mejores ingredientes, no siempre nos garantiza el mejor cocido. Seguimos.