Chailly y el expresionismo de Mahler en el Auditorio Nacional

Chailly y el expresionismo de Mahler en el Auditorio Nacional

Con demasiada frecuencia se habla del equilibrio entre construcción y expresión en la Sinfonía n.º 6 en la menor de Gustav Mahler. La tematización narrativa de contenidos y motivos trascendentes rige a menudo el estudio de esta obra; el carácter trágico, la naturaleza sorpresiva o lo aparentemente casual, inesperado y fragmentario se han convertido en lugares comunes a la hora de interpretarla. Supuestamente con ella asistimos al intento de describir la estructura de la realidad: «En el fuego sagrado de momentos de milicia y apremio procede un sonido que se resuelve en aberturas disruptivas. Una síntesis poética de “la lucha del hombre contra el destino” bien traducida por esa atmósfera de gran impacto emocional que se mueve entre instantes de aliento vigoroso y otros de conmovedor lamento. Entre instantes de vibrante pasión y otros de luminosa expresividad» (trad. nuestra: «Nel sacro fuoco di momenti di marziale e incalzante procedere sonoro che risolvono in aperture dirompenti. Una sintesi poetica di “lotta dell’uomo contro il destino” ben resa da quell’atmosfera di grande impatto emotivo che muove tra attimi di respiro vigoroso ad altri di struggente rimpianto. Tra attimi di vibrante passione e altri di luminosa espressività»). Estas líneas de Luisa Sclocchis —que aparecen bajo el título «Milano: Chailly disvela l’universo poetico della Sesta di Mahler» en la revista italiana Le Salon Musical el 17 de enero de 2019, con motivo del estreno de la nueva gira mahleriana de Riccardo Chailly con la Filarmonica della Scala— evocan dos imágenes mutuamente contradictorias que se negocian, sin preferencia, a lo largo de toda la obra. La interpretación de Chailly con la Filarmonica della Scala el 24 de enero de 2019 en Ibermúsica, en el Auditorio Nacional de Música de Madrid, supone un importante avance en la comprensión de la Sinfonía n.º 6 de Mahler en ese sentido; vamos a señalar tan sólo dos aspectos de este concierto: uno técnico y otro que tiene que ver con el propio lenguaje de la interpretación.

Como en ningún otro director de orquesta, Chailly presenta un verdadero replanteamiento de los elementos expresivos de la obra, gracias a un excelente refinamiento técnico y una presentación depurada de las voces; exceptuando algunas entradas erróneas de los violoncellos durante el primer movimiento, como ya sucedió con la trompa en el concierto precedente, vid. la reseña de Carlo Bellora para la revista italiana Musica de este mismo concierto en el Teatro alla Scala de Milán, celebrado el 19 de enero de 2019: «Peccato, davvero peccato che subito dopo si ascolti un leggero infortunio del corno francese (non l’unico per la verità)»; errores tal vez producidos por la premura que exige una gira como ésta: 17, 18 y 19 de enero en Milán, 23 y 24 en Madrid, 25 en París, 26 en Dortmund, 28 en Ámsterdam, 29 en Luxemburgo, etc. La originalidad de la nueva interpretación de Chailly de la Sinfonía n.º 6 de Mahler se cifra en la consecución de una perfecta autonomía de las voces en la instrumentación y, en especial, en los cambios de tempo dentro de las distintas secciones de cada uno de los cuatro movimientos. Eso sí: con exageración en los accelerandos y rittardandos; excesiva intensidad en las inflexiones, tensiones y contradicciones de la obra; énfasis en la expresividad que por momentos degenera en ornamento…; en esta nueva revisión de Chailly encontramos importantes diferencias respecto de las versiones recientes de otros directores, como la de su maestro Claudio Abbado en 2006, a cargo de la Lucerne Festival Orchestra.

La duración del primer movimiento en la interpretación de Chailly en el Auditorio Nacional de Música de Madrid fue de 24:10 minutos; más lento que en la versión de Abbado (23:40), a pesar de tener un pulso más rápido (si bien no tanto como en su famosa grabación para el DVD Mahler’s Symphony No. 6, Gewandhaus-Orchester & Riccardo Chailly, Leipzig, Accentus Music, 2013; pero más que cualquier versión conocida de Abbado). La diferencia temporal se acentúa todavía más en el segundo movimiento, con una duración de 16:40 en el concierto de Chailly en Madrid; dos minutos más lento, pese a mantener el pulso más acelerado, que la versión de Abbado en Lucerna. Esta diferencia estriba en la reducción excesiva de la velocidad realizada por Chailly en las partes más pausadas de los dos primeros movimientos. El tercer y el cuarto movimiento se asemejan bastante en ambas versiones en cuanto a la duración (Chailly: 12:30, 31:50; Abbado: 12:50, 30:50) y a la velocidad interna. Todo depende de cómo se interpreten las indicaciones de Mahler a este respecto: «a Tempo subito», «Stets das gleiche Tempo», «Allmählig wieder zum Tempo ubergehen», etc. Ciertamente, la oscilación del tempo en la lectura de Chailly es empleada como técnica conformable de una dirección orquestal más expresiva, pero que no se preocupa de las exigencias constructivas (o gramaticales) de la obra de Mahler; porque es justamente este concepto el que ha desaparecido del vocabulario interpretativo de Chailly: «Mahler se encuentra más cerca de mi generación, tanto por el momento histórico como por el lenguaje musical, un lenguaje complicado, pero no para nosotros, nosotros tenemos una gran facilidad para entender el lenguaje de Mahler. (…) Quizás hace unos años era más difícil dirigir una sinfonía de Mahler, porque técnicamente son muy difíciles de estudiar, pero gracias a la técnica que utilizamos hoy en día y por haberme enfrentado mucho antes a los compositores más contemporáneos y a sus obras, yo no encuentro las dificultades que podría tener para interpretarlo la generación de mi padre, por ejemplo. En cambio la dificultad ésta con Mozart, es una dificultad estrictamente musical, interpretativa» (R. Chailly entrevistado por Gonzalo Alonso cuando accedió a la titularidad del Concertgebouw en 1988).

Para Chailly la dificultad de las sinfonías de Mahler no reside en la interpretación del lenguaje musical, sino en la complejidad técnica de la propia orquestación, perfectamente controlada con algunas de las estrategias antes mencionadas. Pero en la medida en que su lectura tecnifica los componentes expresivos de la obra, ésta se embarga en lo que respecta a su configuración estructural. La versión de Abbado de 2006 en Lucerna, por el contrario, gracias a un ascetismo que pone suficiente coto a la efectividad de la expresión, resulta mucho más sugestiva que la de Chailly de 2019 en Madrid, precisamente porque no enfatiza las tensiones internas de la obra con modulaciones de velocidad, sino a través de la estratificación temporal, atendiendo a la materialidad sonora de los elementos de la obra antes que a su presumible significado trascendente. Con Abbado todas las voces se independizan de los requisitos representativos de expresividad y cobran un repentino sentido constructivo, mientras que con Chailly, la virtud de su interpretación —la expresión mediante el logro de la autonomía y protagonismo de las voces en la instrumentación, y la modulación sobresaliente del tempo— se acentúa hasta la indiferencia de la organización constructiva del discurso sinfónico. Veamos un ejemplo. En la Sinfonía n.º 6 de Mahler, el pasaje central del primer movimiento en el que aparece por primera vez el sonido de los cencerros se encuentra fuera del marco narrativo de la obra. Para resaltar su independencia, la lectura de Chailly atribuye un significado trascendente a esta parte, a saber, un instante banal, de tranquilidad pastoral, en oposición a la lucha agónica del resto de la sinfonía. El problema de Chailly es el de la representación: su lectura conserva este significado trascendente toda vez que se repite el pasaje. En la de Abbado, sin embargo, a medida que el sonido de los cencerros reaparece, el pasaje se matiza y penetra en la estructura discursiva de la sinfonía, porque no se establecen relaciones trascendentes entre el pasaje y la estructura sinfónica, sino un régimen interpretativo derivado de las posibilidades y propiedades inmanentes a la forma musical. Es cierto que el sonido de los cencerros no puede entenderse sin la mediación de otro lenguaje, pero en la versión de Abbado el pasaje no se repite como en la de Chailly —según creemos— por transferencia a otro lenguaje cognitivo, emocional o socio-afectivo, sino mediante una multiplicidad de transposiciones entre el lenguaje de la composición y el metalenguaje de la interpretación musical.

Resulta evidente que esos momentos de banalidad, tan recurrentes en las obras de Mahler, no son injertos ocasionales y frívolos en la estructura sinfónica, desplazamientos irónicos, parábasis o interrupciones dirigidas contra el gusto pequeñoburgués del público. El sonido de los cencerros son «alegorías de lo inferior»: «En ninguna parte lo banal que [Mahler] cita lo deja banal. Al hacerse elocuente se compenetra también con la composición. Con ello intenta reparar algo de la injusticia primordial que el lenguaje musical artístico tuvo que ejercer cuando, a fin de realizarse, excluyó de sí todo lo que no encajaba con sus premisas sociales (…). Quien ha admitido lo inferior como estrato de la composición, compone de abajo arriba. Este sinfonismo se sabe poseedor de ninguna totalidad, a no ser la que asciende de la estratificación temporal de sus campos individuales. Si el ideal musical del Clasicismo vienés, en el cual la totalidad afirmaba incontrovertiblemente la prelación, podía compararse con el dramático, el de Mahler es épico, emparentado con la gran novela [en referencia a Dostoyevski]» (Th. W. Adorno, Escritos Musicales I-III, Madrid, Akal, 2006, p. 336). El compromiso de Adorno con estos motivos banales y aparentemente ocasionales —como los producidos por el sonido de los cencerros en la Sinfonía n.º 6, o también por el uso de las castañuelas en el tercer movimiento de ésta, Scherzo— manifiesta una profunda comprensión de la dialéctica mahleriana respecto a la tradición. En su nueva interpretación de la Sexta de Mahler presentada el 24 de enero de 2019 en Madrid, Chailly olvida que esta obra recupera la gran estructura sinfónica a la vez que repudia su sistema: «Quizá el muy invocado carácter trágico de la Sexta sinfonía mismo es expresión del contexto de inmanencia en el que la composición de Mahler se intensificó. Así como éste no tolera ninguna escapatoria, así en el gran final de la Sexta sinfonía la vida palpita no para ser alcanzada desde fuera por los golpes de martillo, sino para desmoronarse en sí misma: el élan vital [impulso vital] se revela como la enfermedad para la muerte. El movimiento combina las poderosas elevaciones de la gran novela, con la obligatoria densidad del trabajo temático: redención de la idea sinfónica simultáneamente con su suspensión» (Ibíd., p. 340). Su cumplimento se produce sin conservar nada de ella: esta sinfonía es trágica precisamente porque su estructura interna acata y al mismo tiempo destruye la forma clásica.

El viento huracanado de «Siroco», de Emilio Ochando

El viento huracanado de «Siroco», de Emilio Ochando

La danza es una de las artes donde se fusionan estilos, músicas y ofrece la posibilidad de (re)inventar la manera de bailarlos y difuminar los géneros con diversos elementos. Este es el caso de Siroco, el espectáculo de Emilio Ochando y compañía. Partiendo del flamenco, hacen una (re)visión particular de diferentes palos, elementos y percusiones que les valió el Primer Premio Talent Madrid 2016.

Este proyecto debe su nombre a siroco o jaloque, un viento procedente del Sáhara que adquiere velocidad de huracán en el norte de África y el sur de Europa. Por lo que las influencias africanas y mediterráneas ya quedan patentes en el nombre de este espectáculo. El pasado 20 de octubre se representó en el Teatro Real Coliseo Carlos III (San Lorenzo de El Escorial, Madrid). Con la dirección y coreografía de Emilio Ochando y las interpretaciones del propio coreógrafo y de José Alarcón, Juan Berlanga y José A. Capel, hicieron vibrar el escenario con sus inquietantes paseos a diferentes ritmos y pasos para dar lugar a una percusión corporal precisa y cada vez más espectacular. Con un acompañamiento musical excepcional que abarcó desde el flamenco más íntimo al más sentío, fueron dando paso a las diferentes escenas que estuvieron marcadas por diversos elementos.

Desde hace tiempo, en la danza se investiga la relación entre lo asociado tradicionalmente a lo masculino y a lo femenino para transgredir esos roles y esa tradición, en este caso en el flamenco, pero también en otros estilos que también incluyen los folclóricos. Esta investigación y posterior espectáculo artístico se da tanto en el trabajo de coreógrafos (y bailarines) como de coreógrafas (y bailarinas), como ya les conté en Apasionante “Catedral” de mujer, de Patricia Guerrero. Basándose en la tradición de ese estilo de danza, con una investigació y reflexión pasan a replantear nuevas fórmulas que hacen que ese estilo de danza evolucione y a su vez se pueda reinventar, tal y como también sucede con otros espectáculos (pueden leer alguno de estos ejemplos en ¿Quién soy yo? Cultura, tradición e identidad en “Oskara Plazara”, de Kukai Dantza y en La (re)evolución de cultura, tradición e identidad a través de la danza: “Oskara”, de Kukai Dantza).

Los elementos flamencos tradicionalmente asociados a la figura de la mujer han sido la bata de cola, los mantones y el abanico. Sin embargo, en este espectáculo son utilizados por hombres para su expresión artística a través de diferentes palos como el fandango, las sevillanas y los tangos, respectivamente, adquiriendo con ello un nuevo tipo de expresividad donde quién utiliza qué elemento tradicional se deja a un lado para dar paso a lo realmente importante: el arte.

Con todos los elementos presentados en este espectáculo, consiguen que se desdibuje el género del intérprete y lo importante sea el arte acompañado de unos sensacionales pasos y movimientos con una gran música que hizo que Siroco consiguiera una merecidísima ovación por parte del público asistente.

(Foto: Teatro Real Coliseo Carlos III)

Only the sound remains, de Saariaho en el Teatro Real: el deseo sonoro de lo no presente

Only the sound remains, de Saariaho en el Teatro Real: el deseo sonoro de lo no presente

El Teatro Real de Madrid ha acogido, desde el pasado 23 de octubre, Only the sound remains, la celebrada cuarta ópera de Kaija Saariaho coproducida por  De Nationale Opera & Ballet de Ámsterdam (también estuvimos en su estreno holandés en 2016), la Canadian Opera Company de Toronto, la Opéra national de Paris y la Finnish National Opera de Helsinki, cuyo montaje ha quedado en manos de Peter Sellars. Es, en realidad, una ópera de cámara en despliegue de medios, pues la música es interpretada por un reducido número de músicos (cuarteto vocal, cuarteto de cuerda, percusión, kantele y flauta) y cuenta solamente con dos cantantes solistas, Philippe Jaroussky  y Davone Tines. Eso dota a la obra de un constante aura intimista, que marca las pautas para repensar los derroteros de las posibilidades de la ópera hoy, que tan maltrecha está en algunos contextos. El formato de cámara ha sido ya visitado por numerosos compositores contemporáneos, como Britten, Glass o Benjamin por una cuestión presupuestaria pero también, quizá, porque no hacen falta grandes despliegues para conseguir un resultado potente a nivel escénico. Quizá lo que está muerto de la ópera es su grandilocuencia.

Pero yendo al tema que nos ocupa. Lo peor de la propuesta es, sin lugar a dudas, el libreto, redactado por Ezra Pound y Ernest Fenollosa. La ópera se divide en dos partes, Tsunemasa y Hagoromo, siguiendo  el procedimiento del teatro  japonés, La primera parte se trata de una invocación, donde se contraponen el mundo real con la aparición de un espíritu corporeizado y en la segunda, se crea una trama en torno a una danza. Así, en la primera parte, Tines, haciendo el rol del monje budista Gyokei, invoca al espíritu de Tsunemasa (Jaroussky). En la segunda parte, un pescador (Tines) encuentra la capa de un ángel, una Tennin (representado por la bailarina Nora Kimball-Mentzos), sin la cual no podrá regresar al cielo. Para recuperarla, debe bailar para el pescador, cuyo conflicto moral es representado por Jaroussky. Como en otras óperas, el argumento no tendría que ser necesariamente, algo de peso, pero lo menos conseguido del que nos ocupa es la constante sensación de estar frente a un texto que exotiza el mundo oriental, con un lenguaje gratuitamente barroquizado y con un contenido lleno de moralina religiosa que resulta chirriante ciento y pico años de la muerte de Dios. Es una lástima, porque ambos temas, en abstracto, resultaban de lo más interesante: por un lado, el deseo irracional y siempre presente ante una muerte de hablar -acaso por última vez- con los seres queridos que se han ido para siempre; y, por otro, la compleja estructural moral de nuestras decisiones. Todo esto quedó lamentablemente en un segundo plano. 

Pero, pese a este libreto un tanto fallido, tanto la puesta en escena -con un interesante juego de luces y un simple telón de tela- como el trabajo musical fue muy rico en matices, colores, y compleja estructural. Vayamos por partes. La propuesta escénica de Sellars  se reducía, como ya hemos adelantado, a elementos mínimos con los que construía el espacio. ¿Cómo se articula, al mismo tiempo, el espacio de los vivos y el de los muertos, el mundo real y el que nunca podremos acceder sin renunciar a la vida? Aunque en algunos momentos podría haber tratado de forzar algo más, prefiero siempre lo comedido y justo que el exceso sin sentido, como en la última ópera de Sciarrino. La complicidad entre ambos protagonistas fue clave, especialmente para dos momentos que nunca me imaginé ver en el Teatro Real: uno en el que Jaroussky, haciendo las veces de Tsunemasa, se acuesta encima de Tines en el rol de Gyokei y otro en el que, finalmente, se besan. Una conjunción no erotizada de dos personas que se han querido mucho y que se unen así, en esa intimidad de dos cuerpos solitarios. En la segunda parte, en la que interviene la danza de Nora Kimball-Mentzos, fue algo más forzada el diálogo entre las partes implicadas en la pieza. En algunos momentos, Kimball-Mentzos quedaba como fuera de escena, tratando de llenar un espacio que nunca se le abrió propiamente. Fue fundamental el juego de luces, que invitaba al ojo a dejarse engañar, mostrando a los protagonistas deformados, enormes, o hacerlos desaparecer. El sonido cooperó en este asunto de forma específica. La espacialización del sonido -algo pobre y que dejó muchos caminos por explorar- quería dar cuenta de un espacio enorme, quizá un templo, pero quizá también un espacio indeterminado donde, de haber salido bien, la idea sería habernos sumergido en esa maraña de luz, oscuridad y sonido reverberante. 

Aunque ambas historias eran, en principio, dos entidades argumentales separadas, musicalmente tenían un material común. Esta parte fue, sin duda, la mejor. La música no arroja grandes sorpresas con respecto a las últimas creaciones de la compositora finlandesa, pero destaca el gran trabajo de contención de la tensión, construida a base de la suma de capas sonoras y no mediante grandes volúmenes y un finísimo trabajo de música de cámara, mérito a partes iguales de la composición y de la excelente interpretación de los músicos. El tandem construido entre Tines y Jaroussky es una de las joyas de la obra. El contraste entre ellos no solo es entre sus voces, rotunda y profunda la de Tines, controladísima por lo demás, y fina y precisa la de Jaroussky; sino también por sus roles dramáticos. Mientras que Jaroussky era lo etéreo, Tines se encontraba en el plano terrenal, y así fue la interpretación de ambos. Jaroussky deambulaba por el escenario, pues su sitio era, en realidad, ninguna parte entre los vivos, era un desplazado de la vida, y Tines, sin embargo, se aferraba al suelo -quizá único anclaje que le queda-. Especialmente destacable fue la intervención del cuarteto vocal (Else Torp, Iris Oja, Paul Bentley-Angell, Steffen Bruun), que era radicalmente exigente y complejo, y la interpretación de Camile Hoitenga a la flauta. Su línea era, con diferencia, la más rica de entre las instrumentales, con reminiscencias al primer Boulez por momentos. Ya que la inspiración era el mundo japonés, me faltó -aunque reconozco que es una petición personal- más diálogo con las grandes referencias de la música contemporánea japonesa. Quizá por evitar ese extraño eurocentrismo que siempre aparece cuando se trata de emular, desde Europa, el supuesto aroma asiático. La violencia comedida, a base de las interrupciones temporales de Toshio Hosokawa (en obras como Landscape I), por ejemplo, pdorían haber sido un recurso para plantear alternativas a la construcción del contraste dinámico. Pero esto es un debate abierto: las cuestiones serían si, efectivamente, hay algo así como un sonido específicamente occidental y oriental, en caso afirmativo, si se puede reconstruir y, por último, quién o quiénes son dueños de ese mundo sonoro. ¿Qué «sonido queda», siguiendo el título de la ópera? Quizá los sonidos por sonar. Es una ópera, a mi juicio, que intenta pensar sobre lo que no está. Como decía Bloch, la música surge como un deseo sonoro de invocar, mediante el sonido, lo que ya no podemos atrapar (por eso, Pan retiene a Siringa en los caños con los que ha construido su flauta). Lo que queda siempre, entonces, es un resto.

«She makes noise»:  Pan Daijing

«She makes noise»: Pan Daijing

Vivimos en un mundo en el que aún hay que hacer festivales en los que su cartel sea exclusivamente femenino, a la vista de la escasa representación femenina en el resto. Vivimos en un mundo, además, en el que aquellas que denunciamos esta situación tenemos que pasar por posibles represalias profesionales o personales, o que nos llamen feminazis o que nos digan que somos unas exageradas, uans amargadas o que queremos ser nosotras las que ocupemos el lugar de los hombres con menos esfuerzo. Por eso, los festivales que pelean por mostrar el trabajo de mujeres son un campo de batalla de una guerra en la que nos han metido los que creen que no hay nada que cambiar. Desde esta lucha, un año más, llegaba el She makes noiseLa Casa Encendida de Madrid, que celebró el pasado fin de semana su cuarta edición. Conjuga conciertos con talleres y cine experimental hecho por mujeres. Abrió la edición Pan Daijing, que visitaba por primera vez la capital española.

Llegó quejándose de la puntualidad española. Fue un gesto tomado por simpático entre los asistentes, quizá porque Daijing reside desde hace años en Berlín y no supo entender que la puuntualidad alemana no es la española. De pronto, en esa queja, se sumaron tantos prejuicios, por un lado y por otro, que fue políticamente dudosa la legitimidad de la supuesta broma sobre la puntualidad. Su sesión, dijo, era de 21 a 22. Si empezaba más tarde, no tocaría más allá de las 22. Es trabajo digno, de acuerdo, pero no por ello deja de ser problemático. En fin. También conectó su móvil al cargador en la mesa junto a sus sintes. Nos explicó que una vez la había llamado un amigo en plena sesión y se arrepentía de no haber incluido la llamada como material sonoro. Nos pidió que no nos cortásemos en llamar si diera la casualidad de que alguien entre los presentes tenía su número. Como se imaginarán, no sucedió que alguien la llamara. Pero me pareció un síntoma de las diferencias entre «repertorios». Mientras que en las salas de concierto de «clásica» se pide una y otra vez -en vano- que se apaguen los teléfonos, y es molesto y condenado cuando suena uno (¡yo misma lo hago, como aquí!), en este tipo de conciertos, por el contrario, se invita a que suenen los móviles. Mejor dicho, un móvil, el de ella. Es un problema de concepto: el móvil como disrupción y el móvil como material. Tal es la complejidad de la interacción entre sonidos.

Es común a otros trabajos encontrar un sonido frío, industrial de la electrónica (similar al comienzo de «Eat») junto a la delicada voz de Daijing, como «Practice of higyene» o «Plate of order» de su disco Lack (PAN, 2017). La mecanización junto al carácter más bien lírico -como un canto que viene de ninguna parte- hacía que, en lugar de añorar esa voz que podía recordar a un lamento, a un gemido o a un ronroneo, se fuese poco a poco desnaturalizando. Pese a verla allí -con una máscara que la convertía en una suerte de maniquí-, su voz dejaba de ser su voz para convertirse en sonido devorado por la electrónica. Un ritmo infantil, en la línea de su «Loving Tongue» dio paso a una fase más rítmica, más cercana a su Satin Sight (Bedouin, 2016) y el sonido ochentero, con breves incursiones en la construcción por capas del comienzo. El elemento atmosférico unida a esa rítmica que poco a poco se difuminaba en un grito, creando así un momento intermedio invasivo de gran potencia, Es una lástima que no llegase a explorarlo más, volviendo rápidamente a la propuesta inicial, pero aún desde un lugar más frágil. Su cuerpo mismo se puso en juego, explorando pequeños movimientos en un espacio reducido -el que había dejado su sonido, a veces lejano, a veces concreto e incisivo como el de cuchillos frontando metales-. Dos frase levitaban en el aire: «I was a word in a foreign language» [era una palabra en un lenguaje extranjero] y «ouch», la onomatopeya inglesa para expresión del dolor. Podría entenderse, como les gustará a los psicoanalíticos, que expresa parte de la experiencia de ser migrante, por mucho que se emigra a un sitio como Berlín. Cuando se va a una ciudad en un país donde no hablamos la lengua, siempre estamos habitando esa extrañeza frente al idioma, incluso frente al propio. Algunos citarían, además, esas declaraciones de Daijing  cuando dijo que «A veces describo[la performance] como una terapia. Hay una parte de mí que tiene este grito dentro, algo que necesito comunicar pero que no sé cómo decir en un lenguaje que podamos entender en la vida diaria». Otros, quizá yo, hubiesen encontrado más interesante tomar el sonido como esa «lengua extranjera» para el propio lenguaje, que -al menos en occidente- siempre ha prescindido del propio sonido de las lenguas a favor del significado, de su espiritualización. Quizá la expresión de todo lo que contiene ese «ouch» está más cerca de lo que no puede ser nombrado con ningún término sin traicionarlo.

Rigurosamente, a las 22, terminó el concierto. Por cierto.

Cantoría en el Museo del Prado: salir de la zona de confort

Cantoría en el Museo del Prado: salir de la zona de confort

Fotos con Copyright de Pablo F. Juárez

Hay algo que valoro de cualquier institución, colectivo o grupo artístico: la valentía. Y eso es lo que demostraron los miembros de Cantoría (Jorge Losana -director-, Inés Alonso, Valentín Miralles y Samuel Tapia) en su «presentación en sociedad», como se comprendió en el entorno más entendido, el pasado 19 de octubre en el Museo del Prado con motivo de la exposición de Bartolomé Bermejo. Es un grupo acostumbrado a cantar música profana española, y no, como en este concierto, música sobre todo religiosa. Es una diferencia enorme en la música de esta época (y de todas, me atrevería a decir). La primera, teatral, con un toque descarado y hermanada (como no lo ha estado desde entonces) con la popular. La segunda, por el contrario, es más bien introvertida e intimista, más compleja a nivel armónico. No se podían hablar de ciertos tiempos sin sentir y mostrar respeto. Así que los de Cantoría salieron de esa «zona de confort» (de la que nos gusta hablar tanto y nadie sabe lo que es muy bien) para mostrar que solo tienen un límite: el no tener límites.

Escogieron un repertorio como una suette de cata de la producción musical que podría haber sonado en cualquier esquina de la Corona de Aragón y Castilla durante el siglo XV. Toda una oportunidad de escuchar, como si abriésemos una mirilla al pasado, una música que, por lo general, permanece silenciada en los archivos de muchos países. El concierto intercaló obras a cuatro voces, a tres, o a solo, o solo con glosas del resto. Y, encima, todo de memoria. Cantoría daba así cuenta de sus intenciones: no dejar indiferente a nadie.

Las piezas a cuatro voces, en general, como Domine Jhesu Christe qui hora in diei ultima a 4, de Juan de Anchieta De la momera de Johannes Ockeghem, y especialmente en la ensalada anónima Los ascolares (que demuestra el gusto y la costumbre de enfrentar este repertorio del grupo) fue donde se vio la mejor versión del grupo, acostumbrado a este formato más que al trabajo solista o duo con acompañamiento. El trabajo de empaste, de conducción de voces y de sonido conjunto es evidente ante estas piezas. Más desigual, por tanto, fue el resto de piezas, que no pecaron de falta de calidad sino de algo que no es fácil de encontrar: la voz propia, el sentirse plenamente cómodos con el repertorio. Uno de los momentos más interesantes fue la intervención a solo con acompañamiento instrumental, a la que se unió después el resto del grupo de la doble versión de Fortuna desperata, primero la de Antoine Busnoys  y luego de Heinric Isaac (c. 1450-1517) o Gentil Dama no se gana, de Juan Cornago. Los solos fueron asumidos por la soprano, Inés Alonso, cuyo timbre de voz es hipnótico y su juventud solo augura un gran desarrolllo. Hubo algunos peros en las obras en las que se atisbaba el contrapunto: algunas imperfecciones en la afinación y un volumen desigual. Pero se contaba algo, había un grueso en aquellas historia que nos parecen tan lejos. Los lectores más agudos se habrán dado cuenta de que he nombrado el acompañamiento instrumental sin decir quiénes eran. Joan Seguí tuvo un peso fundamental para el equilibrio sonoro del conjunto y mostró un trabajo impecable tras el órgano positivo. Jonatan Alvarado Manuel Vilas, a la vihuela y al arpa, respectivamente, cerraban el grupo. Pasaron más desapercibidos, aunque quizá de forma intencionada. Vilas, pese a ser un arpista con cierto nombre en el mundillo de la música antigua, tocó correctamente, pero con la intención de un bolo más. No hizo, a mi juicio, ningún esfuerzo por conectar con lo que sucedió musicalmente, y se limitó a unir notas. A Alvarado, por su parte, le faltó volumen y más presencia. Pero al menos tenía intención. El concierto se cerró con una propia donde Cantoría mostró el lugar donde se sienten más cómodos: cantaron No quiero ser monja, un anónimo del Cancionero de Palacio con un simpático acompañamiento del contratenor, Samuel Tapia, a las castañuelas.

Celebro dos cosas: que el Museo del Prado haya decidido incluir, tal y como anunciaron en la presentación del ciclo, más música entre las actividades; y que inviten a gente joven, con ganas y que se toman muy en serio lo que hacen, por más que tengan mucho camino que recorrer. Eso, justamente, es lo apasionante del asunto.