Nuevos mundos posibles: Mark Elder y Leticia Moreno en Santander

Nuevos mundos posibles: Mark Elder y Leticia Moreno en Santander

Uno de los platos fuertes de la presente edición del Festival Internacional de Santander llegó de la mano de la orquesta Hallé de Manchester con su director titular, sir Mark ElderLeticia Moreno, la violinista con más proyección de España. El programa no fue arriesgado: la Overtura «El Rey Lear» Op. 4 de Berlioz (algo muy apropiado dado el añod e jubileo shakesperiano en el que nos encontramos), el Concierto para violín y orquesta Op. 64 de Mendelssohn y la sinfonía n. 9 «Nuevo Mundo» Op. 95 B. 178 de Dvorak. 

La Obertura de Berlioz caracterizó la estrategia que iba a marcar el concierto: el carácter constructivo de Elder. En lugar de recrearse en los fortissimo, que esta pieza ocasiona, trabajó con detalle la fuerza de los silencios entre partes. Por tanto, cada pequeña pausa era como un suspiro, como una respiración que ayudaba al aumento de la tensión: la música quedaba como suspendida en el aire. Es una lástima que el piano de mitad de la pieza, en la que el viento madera trata de emerger sobre la masa sonora de la cuerda y el viento metal, que acechan latentes, no tuviera la misma fuerza del inicio. Aún así, fue una interpretación llena de contrastes, con mucho teatro (especialmente al final, cuando comienza el pizzicato de los bajos), como corresponde a una pieza inspirada en una de las mejores obras de la literatura universal.

Tras la pequeña Obertura, llegó uno de los momentos álgidos, la aparición de Leticia Moreno. Me hubiese gustado verla tocando algún concierto menos escuchado, más exigente, en un registro diferente. Quizá es un problema con las programaciones, que he criticado numerosas veces, pero creo que es labor de los violinistas de élite interesarse por repertorio menos interpretado, y yo sé que eso es algo que Leticia Moreno lleva a cabo en sus interpretaciones de cámara y en sus grabaciones y que, por ejemplo, se podrá ver en la siguiente temporada de la Orquesta Sinfónica de Tenerife, con obras de Fazil Say y de Juan Montes Capón. Por eso, siempre me resulta frustrante dar en los conciertos con orquesta obras que ya sabemos que van a convencer a una gran mayoría. ¿Qué tal, para la próxima vez, por ejemplo, alguno de los conciertos de Spohr, el de Colin Matthews… ¡aunque sea el maravilloso Alban Berg!? Creo que uno de los valores de violinistas talentosos/as debería estribar también en una labor de investigación y difusión de otros repertorios, como hace magistralmente por ejemplo Hillary Hahn. Pero vayamos a lo que nos ocupa: Moreno fue extraordinariamente precisa en su ejecución, salvo en algunos pasajes que destacaban sólo por la excelente ejecución del resto, pero me faltó verla brillar como lo hacía en las cadencias y algo más de libertad expresiva. Tiene un sonido potente y es, casi, una «mujer a un violín pegada» por la naturalidad con la que lo maneja, pero le faltó algo de garra. Quizá es porque el concierto de Mendelssohn a veces peca de repetitivo y algunos de sus temas quedan planos, así que no se pueden hacer milagros.

El final con la Sinfonía del Nuevo Mundo auguraba lo mejor. Y eclipsó el concierto de violín y la obertura. Un sonido rotundísimo en los vientos metales marcó toda la pieza, que explota como pocas los diferentes colores orquestales. El solo del corno inglés del segundo movimiento, uno de los más bellos de la historia de la música, fue de una delicadeza extrema, donde Elder volvió al recurso del juego con los silencios: al final, cuando las melodías ya se han desintegrado, parecía que la tensión se podía mascar (al igual que mascaba un caramelo el que se sentaba detrás de mí y me hizo bajar de las alturas musicales al mundanal ruido).

Los aplausos emocionados dieron paso a dos bises: el Salut d’amour Op. 12 de Elgar, una obra edulcorada, que ha adquirido su fama por ser una imprescindible del repertorio de bodas y Knightsbridge March de Eric Coates. Celebro enormemente que hayan ofrecido música de su tierra, aunque hubiese preferido que, en lugar de esa pieza de Elgar, se hubiesen animado con alguna más desconocida. Igualmente, siempre he visto esta música como algo más íntimo, más adecuada para la cámara que para el sonido orquestal. Así que no terminó de funcionar. Sin embargo, la Knightsbridge March fue un final divertido y que nos hizo establecer muchas conexiones entre la fuerza visual de la música de Dvorak, que por momentos nos lleva -retrospectivamente- al lejano Oeste y a todo el imaginario de buenos y villanos de los indios americanos de los buenos Western y el cine antiguo, los bailes en círculo y el circo que recrea esta marcha de Coates. Así cerraba un concierto que, salvo por el Mendelssohn, hablaba de promesas y de mundos posibles que sólo es capaz de abrir la música.

Aires rusos: El FIS comienza el ciclo de cámara con el Cuarteto Borodin

Aires rusos: El FIS comienza el ciclo de cámara con el Cuarteto Borodin

El pasado 6 de agosto se abría el Festival Internacional de Santander con la Pasión según San Mateo de Bach en manos de Gardiner. Un llenazo rotundo y esperado que trata de hacer al FIS remontar los últimos años de decadencia y volver a un lugar similar al que se encontraba hace unos años. El ciclo de cámara comenzó un día después con el Cuarteto Borodin, que sólo recibe elogios de la crítica, con el que se aseguraban un concierto de buena calidad.

El programa comenzó con el Cuarteto en Sol Mayor Op 33 n. 5 Hob III 41 de Franz Joseph Haydn. Tocar música del periodo clásico siempre es arriesgado, porque sólo se toca bien si se hace de forma limpia y haciendo presente la relación con otras músicas del periodo, especialmente de la ópera. Las voces toman el cuerpo de personajes de las óperas y, especialmente en Haydn, los temas se suceden con microvariaciones y juegos muy sutiles que sólo una buena interpretación puede mostrar. Todas las pruebas de conservatorio y de orquestas piden una obra clásica para ver la calidad del intérprete: es como cuando los cocineros de élite exigen a sus pinches que hagan un huevo frito o una tortilla francesa. Sólo en lo sencillo se encuentra lo complejo. Así que ya ven con qué arrojo comenzó el concierto de los rusos: ahí se estaban jugando todo. Y, dado que su técnica es impecable, fueron correctísimos en los fraseos y en la dirección, agradecí profundamente que no abusaran del vibrato -una práctica que debería ser erradicada-, y también supieron explicitar tales momentos quasiinfantiles de Haydn. Pero a veces la técnica impecable deja de lado lo expresivo. Ahí está otro truco de lo clásico: tocar sólo bien no basta, sino que también hay que entender hacer entender lo que está entre las notas. Por eso, el cuarteto tuvo dos niveles: uno correcto, convincente, sin fisuras, que es el del plano técnico; y uno mejorable, en el que se haga aparecer porqué Haydn destaca sobre otros compositores de la historia de la música y porqué, gracias a sus cuartetos, hasta la fecha sigue siendo el formato de composición donde un compositor muestra todo lo que tiene que decir.

Algo similar sucedió con el Children’s Album Op 39 de Piotr Ilich Tchaikovski (con arreglo de Rotislav Dubinsky). Impecable a nivel técnico y con algunas piezas deliciosas. Especialmente al final del conjunto, vimos la capacidad de brillar hasta el momento dormida del cuarteto. En las piezas de carácter solemne o lentos destacaron más que en las más exigentes técnicamente, en las que dieron una lección, nuevamente, de una alta capacidad de resolver con solvencia cualquier exigencia mecánica. Destacaría At church, especialmente, la construcción armónica tremolando y Mamma y en The doll’s funeral, de una delicadeza suprema. También atisbamos su potencial juguetón con la Canción napolitana, la Canción rusa y la Canción alemana, donde por cierto ofrecieron el primer forte de la noche.

El plato fuerte vino en la segunda parte con el cuarteto más famoso del autor que da nombre al cuarteto, Alexander Borodin: el número dos. Su comienzo siempre me ha parecido in media res, como el único movimiento de cámara de Mahler. Tenía ciertas dudas con la interpretación después de quedarme un tanto fría con la primera parte por los motivos expuestos. Sin embargo, dieron lo mejor de sí mismos acudiendo a un repertorio en el que evidentemente se sienten más cómodos y conocen perfectamente. Supieron equilibrar a la perfección el fraseo, que en este cuarteto muy fácilmente puede edulcorarse en exceso. Las dos voces conductoras, el primer violín y el chelo, estuvieron excelentes (especialmente el chelo, que consiguió muchas veces algo muy difícil: robarle el protagonismo el violín, tanto con el arco como en pizzicato, que era redondo, con volumen, pero al mismo tiempo delicado y justo en sonoridad), pero me sorprendió la buena base que crearon el segundo violín y la viola, que hicieron crecer la tensión magistralmente: algo desde luego nada fácil de resolver.

Aunque normalmente parecería que no debería ser objeto de una crítica de música clásica la presencia escénica de los músicos si han sido correctos, creo que la actitud de los miembros del Cuarteto, Ruben Aharonian (violín primero), Sergey Lomovski (violín segundo), Igor Naidin (viola) y Vladimir Balshin (violonchelo) explica porqué sigue existiendo una brecha entre el público y los músicos de clásica. Ni un buenas noches, ni un gracias, ni siquiera una sonrisa les llevaron a tocar el bis, la sencilla Serenata alla espagnola de Borodin, donde Igor Naidin nos regaló una excelente interpretación, sacando de la viola un sonido que demuestra que no es un instrumento meramente armónico o complementario a las piruetas del violín o a la serenidad del chelo -algo que ya saben compositores como Max Reger-. Tal y como habían entrado a tocar el bis se fueron: serios, con una postura apática, como si aquello no fuese más que una obligación que desgraciadamente tienen que asumir. Ellos seguirán así y yo lo seguiré denunciando. Quizá algún día no haga falta porque la calidad musical ha llegado a converger con el antielitismo del que se sube al escenario.

 

«Instrumental» de James Rhodes: el triunfo del yo

«Instrumental» de James Rhodes: el triunfo del yo

 

Idioma original: inglés
Título original: Instrumental

Editorial: Blackie Books

La publicación en España del libro autobiográfico de James Rhodes (Londres, 1975) ha sido recibida, tanto por la crítica como por los lectores, con gran entusiasmo. Para encontrar reseñas, opiniones y críticas sobre el libro y ver la magnitud de este “fenómeno”, no hace falta más que escribir el título del mismo o el nombre de su autor en cualquier buscador y pasearse por las diferentes y variopintas plataformas que le han dado cobertura. Periódicos, blogs personales o revistas dedicadas a la cultura pop, entre otros, contienen las más diversas piezas periodísticas en las que se subraya la crudeza, la valentía y la honestidad de la autobiografía de este joven pianista de música clásica.

Por lo tanto, teniendo en cuenta las limitaciones de quien esto escribe en lo que a crítica literaria se refiere y deseando que este artículo no se pierda entre las cientos de reseñas que se han publicado, mi intención no es tanto la de someter este libro a análisis, sino la de realizar un breve acercamiento al propio “fenómeno Rhodes”. Sin embargo, para conseguirlo, he creído conveniente obviar lo que inevitablemente se ha impuesto sobre cualquier valor literario o musical del libro y ha anulado, quizá, la posibilidad de encontrar diferentes perspectivas en su lectura: los abusos sexuales (o las violaciones, como él prefiere llamarlos) que Rhodes sufrió durante su infancia por parte de su profesor de boxeo y los consiguientes daños físicos y psicológicos que le han llevado a una constante entrada y salida de psiquiátricos y adicciones varias. Pasaré por alto también cualquier comentario sobre el poder sanador y de salvación que el autor atribuye a la música y que va adquiriendo importancia a medida que avanza la narración, hasta rozar, en algún momento, el tono pseudo-espiritual propio de algunos libros de autoayuda.

La autobiografía de Rhodes tiene estructura de disco: los capítulos se llaman “tracks” y llevan por título diferentes versiones de obras para piano pertenecientes al canon musical occidental realizadas por los “grandes pianistas” y que, de alguna manera, han sido importantes en la vida del autor. Tras una breve introducción a la obra/intérprete/compositor, Rhodes narra un capítulo de su vida que el lector no puede evitar intentar relacionar, no siempre con éxito, con la obra o la versión que le da título al fragmento. De hecho, el propio Rhodes recomienda leer cada capítulo escuchando la pieza en cuestión, para lo que pone a disposición del lector una lista de reproducción en Spotify titulada también “Instrumental”. Hay que reconocer que se trata de una idea original y efectiva para facilitar el acceso a la música clásica al lector no especializado. Y es que parece que Rhodes se ha propuesto romper ciertas barreras que a día de hoy siguen pesando sobre la música clásica, para así poder llegar a un público más amplio.

Como cualquier personaje que adquiere cierta notoriedad pública, James Rhodes ya tiene su etiqueta. En este caso, se refieren a él como un “renovador de la música clásica”, aunque nadie explica realmente qué significa eso (sirva de ejemplo el breve espacio que le dedicaron al pianista en el programa “Atención Obras” de RTVE). El propio término “renovar” resulta un tanto confuso, tal como se puede comprobar en las distintas acepciones de la RAE. Por lo tanto, después de hacer un esfuerzo por imaginar qué es exactamente lo que quieren decir quienes utilizan esta etiqueta, quizá lo más adecuado en este caso sea hablar de ruptura, de reinvención o de modernización de la música clásica. Sin embargo, ¿cuánto hay en James Rhodes de modernizador y cuánto de mercadotecnia?

Rhodes fue en 2010 el primer pianista de música clásica que firmó un contrato con Warner Bross Records, la mayor discográfica de rock del mundo. El propio libro del que estamos hablando lleva por subtítulo “memorias de música, medicina y locura”, una especie de eslogan análogo al “sexo, drogas y rock&roll” en estructura y conceptos. Pero el aura pop del pianista no termina ahí, sino que se sienta ante el piano encorvado, escondiendo el rostro detrás de su cabello despeinado y sus grandes gafas de pasta, y viste zapatillas de deporte y camisetas con nombres de compositores clásicos, a la manera de los «grupies» que homenajean a las estrellas del rock. Se trata, por lo tanto, de una especie de modernización estética del intérprete de música clásica, más que de la modernización (aunque fuera sólo estética) de la música clásica en sí. Porque, si nos molestamos en escuchar al pianista, nos encontramos con una digitación más bien atropellada e interpretaciones algo distorsionadas, en las que el propio intérprete pesa más que la obra.

Además, Rhodes ha realizado programas de televisión y documentales para la BBC y Channel 4, escribe en el The Guardian Music Blog y, a través de su página web oficial (llena de imágenes de tazas de café y pastillas), una puede comprarse los zapatos que él usa (además de sus CDs y DVDs, claro), así como contemplar las portadas de los seis discos que ha grabado y que no desentonarían en las estanterías de música electrónica, hip-hop o funky de las cada vez más escasas tiendas de discos. Es innegable que Rhodes controla el medio, o los medios, y los utiliza para lanzar su mensaje. Y este libro, al final, es una vía más para hacer llegar un mensaje.  Aunque quizá, diría McLuhan, tanto el mensaje como el medio sean, en este caso, el mismo James Rhodes.

Vivir de las rentas o sobre el malogrado homenaje de Daniel Hope a Menuhin

Vivir de las rentas o sobre el malogrado homenaje de Daniel Hope a Menuhin

En los círculos de los aficionados a la música clásica (sea lo que sea eso), estos días, aparte de al Quijote y a «Chespir», también se homenajea a Yehudin Menuhin, esa criatura virtuosa del violín que hubiese cumplido 100 años el pasado 22 de abril. También la Konzerthaus de Berlín ha elaborado un programa suculento de conciertos para celebrar tal onomástica. Uno de los highlights era el concierto de Daniel Hope, su alumno, con la orquesta de la Konzerthaus bajo la batuta de Ivan Fischer, que se pudo escuchar por partida doble: el día 22 y el 24 de abril, pase del que es objeto de esta crítica.

El programa, soprendentemente bien compacto y con obras con muchas posibilidades de diálogo entre sí (digo sorprendentemente porque suele pasar que los conciertos se parecen más a un popurrí de hits que una estructura de sentido), comenzó con una rara avis de las salas de conciertos, el Prélude à l’unisson de la Suite Nr. 1 op. 9 (1903)  de Enescu. Esta obra trabaja un elemento: el unísono. Eso obliga a que, para que se consiga, se deba ser absolutamente riguroso con la medida y la afinación. Esta pieza pone contra las cuerdas, en un momento muy temprano, dos cosas: por un lado, la imposibilidad del unísono absoluto, algo así como la constatación de la imperfección de toda interpretación y, por otro, el perjuicio que ha hecho el mundo virtuosístico al de la cuerda con grandes vibratos que ponen en entredicho la precisión en la afinación. Pues bien, ante estas dos cuestiones se enfrentaron los músicos de la orquesta de la Konzerthaus con un resultado bastante mejorable. Faltaba trabajo, faltaba autoexigencia, faltaba respeto por el trasfondo de la pieza. Ay ay ay Ivan, no nos des estos disgustos, pensaba yo constantemente.

Los problemas de afinación no se arreglaron con la aparición de Daniel Hope para interpretar el Concierto de violín op. 61 (1910) de Elgar. Aunque ya he visto que la prensa alemana elogia sobremanera al violinista (a ver quién se atreve a no hacerlo, siempre pasa con los consagrados), yo hago justicia a mi pluma siendo consecuente con lo que me dijeron mis oídos. A Hope le faltaban muchas horas de estudio y más respeto por un público al que le gusta oír mucha (y buena) música. Los pasajes rápidos no estaban, la técnica de arco era tirante y ruda, la afinación bailaba escandalosamente (también en los vientos madera, que casi cada vez que paraban corregían la afinación del instrumento) y no había sentido constructivo entre solista y orquesta. Además, aunque esto es discutible, desde mi punto de vista hubo un exceso de de vibrato poco justificado. Cuando no se está cómodo tocando, evidentemente no se puede atender a lo que pasa en la orquesta. Para ser Daniel Hope, o para merecer lo que ha sido, no se pueden vivir de las rentas. O sí se puede, pero sin esperar que se le siga valorando como hasta entonces. Fue una interpretación mediocre, pero disimulada porque el concierto de Elgar es puro fuegos artificiales y eso engaña a oídos ingenuos. Un buen amigo lo describió así: Hope estaba inmerso en su particular carrera de obstáculos y todo lo demás le sobraba. Lo mejor: los vientos metales, algo que debería ser preocupante en un concierto de violín.

Con gran desánimo afronté la segunda parte, el Concierto para orquesta (1943) de Bartok. Es una música deliciosa, llena de cosas que contar. Ivan Fischer la conoce muy bien, y eso se notó. Fue interesante que, a diferencia de como suele ser habitual, no interpretó la obra de manera en que el tercer movimiento, la ‘Elegia’ se sitúe como cúlmen y punto de partida para lo que sigue, es decir, ocupando un lugar central desde el que derivan el resto de movimientos; sino que explotó su carácter más irónico, el que se refleja en el segundo movimiento «Giucco delle coppie» y explota en el último, «Finale». De esta forma, le dio fuerza al carácter de montaje de esta pieza, que se construye con elementos del jazz de aquellos años, del  lenguaje musical del cine y de los contrastes de escuelas compositivas del complejísimo siglo XX, en las que Bartok aparecía siempre como heterodoxo. La distancia cualitativa que representó esta pieza con respecto a las otras dos del programa confirmó lo que he expuesto hasta ahora. Aquí la orquesta tenía un sonido rotundo, lleno de personalidad, capaz de hurgar con mucha eficacia en los rincones de esta obra. También lo demostró en sentido técnico, con un V movimiento, que es frenético, preciso en medida y afinación, un mínimo que había brillado por su ausencia y que es requisito sine qua non para comenzar a construir el edificio de cada pieza. La sección de viento madera (y especialmente el solista de fagot) y las trompas fueron de lo mejor de la noche

En este enlace pueden encontrar el vídeo del mismo concierto, cuya primera pasada fue el 22 de abril, justo el día del cumpleaños de Menuhin. Esta versión presenta problemas parecidos, aunque menos frecuentes que en la interpretación que comento en este texto. Juzguen ustedes mismxs y, si no están de acuerdo, pueden hacer uso de la posibilidad de comentarios de aquí abajo. Y si están de acuerdo, también pueden comentar, ¡cómo no!

Ivan Fischer deslumbra en el Auditorio de Tenerife

Ivan Fischer deslumbra en el Auditorio de Tenerife

Ivan Fischer ya ha iniciado su camino para ser uno de los directores más recordados en los libros de historia de la dirección que traten sobre las primeras décadas del siglo XXI. Sus interpretaciones de Mahler, Dvorak y Bártok, sobre todo, le han blindado como un imprescindible. Muestra de su valentía interpretativa fue el último concierto en Tenerife, dedicado al desaparecido Manuel Feo, dentro de la 32a edición del Festival Internacional de Música de Canarias, dirigiendo a la Orquesta del Festival de Budapest, la cual fundó y de la que está al cargo desde su creación. Por eso, todo el concierto hablaba de complicidad y de entendimiento íntimo.

Se abrió con El cazador furtivo de Carl Maria von Webern. Una obra intensa, de las más queridas entre los alemanes. Aquí Fischer marcó la pauta de lo que sería todo el concierto: fuerza y delicadeza. Pese a lo paradójico de ambos polos, y quizá por su conocimiento de Mahler, demostró que eso es posible. La preparación del solo de las trompas fue exquisito, y la tensión que ocasionó permitió la gestación del gran crescendo que avanza hasta el fortisimo que precede al tema pastoral que pasa de las cuerdas al viento. La coda, que en más de una ocasión se hace pesada por la vuelta del tema o demasiado dura por los acordes del viento que acompañan a la cuerda, fue excelente, y dejó un ambiente delicioso para seguir a la segunda parte de la primera parte (a là hermanos Marx).

Lástima que ese ambiente perfecto para escuchar el Concierto para piano y orquesta n. 1 de Johannes Brahms no se conservara. No tanto por la orquesta, que mantuvo el mismo nivel interpretativo, sino por el solista, el griego y aclamado Dimitris Sgouros. Fue soso, mecánico y tuvo algunos problemas técnicos que no se escapaban a los oídos atentos. Faltó garra, faltó hacer hablar más y mejor a las notas brahmsianas. El primer movimiento fue correcto, es decir, insuficiente; el segundo se llegó a hacer tedioso y, el tercero, cuando empezaba a brillar con el solo inicial, fue decayendo paulatinamente. Lo sostuvo una orquesta muy a la altura de las circunstancias, que hizo brillar el concierto pese a todo. De lo mejor, su bis: Córdoba, de Albéniz. Delicado e íntimo, como esa música que parece que no debería salir de algunos lugares secretos.

La segunda parte se ocupaba de la Sinfonia n. 5 de Sergei Profovfiev. Fue una interpretación estupenda, especialmente por parte de la percusión. El segundo movimiento fue puro fuego y, quizá, lo mejor de la noche. La tensión que Fischer  fue acumulando cortaba el aire y las respiración. Las partituras bien compuestas hay que saber también traerlas a la vida, y Fischer lo consiguió de manera mayúscula. También quedará en nuestra memoria auditiva el final de la sinfonía, con una potencia de sonido que hizo retumbar el edificio de Calatrava. Sonoros aplausos y vítores cerraron una velada estupenda. Pero aún los húngaros tenían un as en la manga. Tras salir al escenario varias veces, dejaron sus instrumentos donde pudieron y, de pie, cantaron una canción rusa poplar armonizada (de la que Fischer no dijo el nombre). ¡Qué voces tan fantásticas! ¡Y qué atrevimiento tan delicioso! Siempre se dice que un instrumentista sólo lo es si es capaz de cantar adecuadamente su partirtura, porque es así como se interioriza lo que tiene que tocar. Si esto es cierto, podemos decir que la Orquesta del Festival de Budapest es de un altísimo nivel. Huelga decir que, además, ya lo habían demostrado sobradamente a lo largo del concierto con los instrumentos a cuestas. Ese regalo final fue un broche para una noche que creo que muchos no olvidaremos.