Subimos hasta un lugar en donde toda la escenografía contextual que configuraba el espacio de los conciertos estaba refutada. A la amplitud se opone la concentración, al espacio ficticio creado ex profeso para el evento artístico se contrapone un ambiente funcional, desnudo. Se deja de lado el control sobre la luz: cuando antes cada tonalidad y dirección obedecía a una selección intencionada, a una arquitectura que juega con el realce y la ocultación de distintas zonas, en este nuevo contexto la iluminación venía sólo de la luz cruda de los ventanales. En este espacio, en Fabra i Coats, se llevó a cabo el pasado 22 de abril la primera mesa redonda del festival intitulada Òpera contemporània i altres músiques improbables (la interdisciplinarietat com a horitzó creatiu) presidida por el doctor Germán Gan, profesor de la UAB y especialista en la vida musical del siglo XX, especialmente en el contexto español. De la discusión brotaron algunas problemáticas que incidieron en mi percepción general del festival y que creo importantes para la revisión del mismo.

La mesa estaba integrada por seis miembros de procedencias varias: Martín Bauer (Teatro San Martín y Colón Contemporáneo, Buenos Aires), Francesc Casadesús (Mercat de les Flors, Barcelona), Miguel Galperín (Centro de Experimentación del Teatro Colón, Buenos Aires), Dietrich Grosse (Òpera de Butxaca i Nova Creació, Barcelona), Christina Scheppelmann (Gran Teatre del Liceu, Barcelona) y Mauricio Sotelo (Compositor).

Scheppelmann hizo la primera intervención, presentando un tema que se volvería recurrente durante toda la sesión: el uso del calificativo “contemporáneo” y su influencia en la vida musical de los teatros. En general percibí una tendencia a relacionar este adjetivo con una predisposición más bien escéptica del público. Constantemente se hacían comentarios sobre los prejuicios que acarrea y que son causa de la consecuente indisposición e incluso “miedo” por parte de la audiencia. En este punto, Galperín precisó que más que la utilización del calificativo, lo que asusta al público es la premonición de pasar un mal rato; la posibilidad de pasarlo mal estriba en la calidad y el planteamiento crítico con que la obra esté construida, siguió. En esta línea, Bauer agregó más adelante que sería provechoso mirar el ejemplo de las series y las películas, cuyo éxito está ligado en gran parte a la calidad de su hechura, a veces en mayor medida que a la profundidad de sus contenidos. La premisa de ambos me resulta cuestionable: decir que el sentido de la  recepción de una obra depende de su configuración es asumir cierta universalidad no sólo en el código en que ella circunda, sino también en los valores que la legitiman. No creo que deba aceptarse la falacia de la comunicación no mediada entre “la obra” y “el oyente” (dos entidades ya de por sí inconcretas). Hacerlo simplemente esquiva los millares de factores que pueden influir en el “fracaso” o el “éxito” de una producción (asumiendo de entrada que cualquiera de ambas cosas sea posible) y que van más allá de la supuesta valía de la composición.

Al margen de lo anterior, se percibía una conciencia sobre la necesidad de programar obras de nueva creación, no solamente como un deber de las instituciones para con los creadores contemporáneos, sino incluso como un medio ineludible de supervivencia. Se tocaron temas que son recurrentes en las problemáticas de la ópera y la música llamada “contemporánea” aunque tal vez de forma demasiado superficial: el aburguesamiento del espectáculo, el envejecimiento paulatino del público, el hastío de programar siempre las mismas obras.

Algunos se mostraron  propositivos y entusiastas, como por ejemplo Dietrich Grosse, que ve en el proyecto Òpera de Butxaca una posible alternativa a las producciones de gran formato, costosas y centralizadas. De hecho esta propuesta ha logrado propulsar a compositores y compositoras tan jóvenes como Raquel García-Tomás o Joan Magrané. Secundando este ánimo desde su trinchera se encontraba Mauricio Sotelo, que nos relató la historia de su versión operística de El Público de García Lorca. Con este relato apareció, acompañado de una cohorte de anécdotas alentadoras, el invitado incómodo que hasta ahora se había intentado esquivar: el dinero. Esta es una de las cuestiones neurálgicas de la problemática operística pues ¿cómo sustentar un género que puede requerir más de medio millón de euros para poner en marcha una sola obra? ¿cómo abogar por un producto artístico que llega a cobrar cerca de 400€ por un asiento? Scheppelmann se escudó con que el presupuesto que recibe el Liceu es sólo del 40% mientras que en otros países europeos los grandes teatros reciben un porcentaje mucho mayor, lo cual los obliga a alzar los precios de las plazas. Como vía alternativa adelantó un proyecto dedicado a la ópera de pequeño formato que piensa arrancarse pronto en el Foyer del Liceu.  Grosse se mostró moderadamente reaccionario ante el gran formato, pero era partidario de la propuesta alternativa. Sotelo en cambio parecía inclinado hacia la gran ópera; argumentaba que se  trata de uno de los escenarios en que se mueven mayores cantidades de dinero, y que brinda también una oportunidad para que grandes creadores de varias artes trabajen juntos. Confieso que sencillamente no puedo posicionarme a favor de un género que tenga la descarada capacidad de requerir 34 altavoces dispuestos por todo un teatro, y un gong situado en el Palco Real, aludiendo a necesidades estéticas. Poco a poco la temática de la discusión fue ramificándose hasta perderse, truncada además por el límite de tiempo.

Llegado el turno de las preguntas se retomó un problema de interés meritorio: la cuestión de “lo contemporáneo”. Uno de los organizadores del festival se preguntaba sobre la forma de enmendar la predisposición negativa del público frente a este calificativo ¿podrá arreglarse a un nivel de educación básica? ¿es que hace falta habituar al público a estas sonoridades? No hubo una respuesta concreta. Luego de formular la pregunta, aclaró que los organizadores de Mixtur coincidieron en denominarlo “festival de músicas de investigación y creación interdisciplinaria” y no de “música contemporánea” para evitar una deserción general anticipada. Me parece que todos estos problemas deben ser abordados cuidadosa y seriamente. La cuestión de la “música contemporánea” ha generado una discusión relativamente profusa, que sin embargo no ha acabado de hacer mella en la práctica cotidiana. La palabra-concepto “música contemporánea” sigue sugiriendo a sus usuarios un campo semántico bastante concreto, ligado además a una serie de valoraciones predeterminadas. Ignoro en qué punto un colectivo pudo agenciarse el privilegio de denominar a su creación “música contemporánea”, o cuándo un observador externo acertó en identificar una práctica musical concreta bajo tal nombre. Sin embargo creo que la medida adoptada por Mixtur debería comenzar a calar en quienes programan esta música, mas no como una medida de ocultación en favor de la propia supervivencia, sino ya por una concienciación ante el carácter extralimitado y discriminativo de la denominación. Muchas de las estrategias de autoafirmación de esta música dependen de su condición de “flagrante” contemporaneidad a la cual tienen además privilegio de exclusividad. Definitivamente la forma en que llamamos a estas tendencias musicales influye decisivamente en nuestra forma de pensarlas, escucharlas e imaginarlas.

Estas cuestiones siguieron transitando mi mente a lo largo del festival. Terminada la sesión, bajé junto con ellas al concierto que nos esperaba.