El escritor y crítico cultural Carl Wilson sorprendió con un libro diferente con un título distinto, Música de mierda (2016), en el que va desentrañando una serie de cuestiones que se fue planteando a nivel personal y que a su vez plantea al lector. En mi caso esta podría ser una historia de amor en la que libro ve a chica, chica ve a libro con título atrevido, sonríen y acaban juntos, ya que el título Música de mierda es más que llamativo pero la verdadera intención del autor está en su subtítulo: Un ensayo romántico sobre el buen gusto, el clasicismo y los prejuicios en el pop.

Este libro comienza con un prólogo de Nick Hornby, autor de High Fidelity (Alta fidelidad), quien ensalza el trabajo de Wilson. Eso no me dijo demasiado porque aunque sé que Hornby es un gran melómano, después de leer su obra tengo mis reservas con él. Sin embargo, Wilson nos descubre su odio -tal cual- hacia Céline Dion por ser como es y sobre todo por la música que interpreta, por lo que nos cuenta sus motivos para albergar esos sentimientos. Aquí en parte le entendí porque quien no haya padecido durante todo un año My Heart Will Go On -tema principal de la película Titanic (1997)- en todas partes sin cesar, no puede apreciar el bombardeo musical exacerbado que hizo que a día de hoy esa canción sea probablemente la única que no soporto escuchar.

Para ello, el autor se plantea una serie de cuestiones en relación al gusto que le hacen indagar en diferentes aspectos. Comienza este ensayo planteándonos el entorno familiar y social de la joven de la preciosa ciudad de Quebec (Canadá) que inicia su carrera como cantante y gana concursos internacionales. También nos descubre el entorno musical en el que creció y el particular mundo musical de esa ciudad que le ha aportado características que, según el autor, no han sido comprendidas por mucha gente.

Hay un capítulo especialmente interesante, «Hablemos de gustos», en el que hace un visionado -tal vez demasiado general- sobre la estética del gusto tomando como referencia la experiencia de los artistas rusos Vitaly Komar y Alexandir Melamid sobre una aproximación a la objetividad mediante una votación por Internet sobre las canciones más y menos deseadas pero solo en Estados Unidos, en el que llegaron a una serie de conclusiones como que el arte no es democrático porque quienes crean sus criterios y sus leyes son quienes realmente tienen el poder, lo que nos llevaría a la conclusión de estar inmersos en una sociedad musical totalitaria. O también se basa en filósofos como David Hume, Immanuel Kant y cómo estos allá por el siglo XVIII trataron de definir en qué consiste el gusto. Basándose en algunas de las ideas de Kant, el crítico de arte Clement Greenberg dijo que la ideología del Romanticismo sobre el arte lo había dotado de un estatus sagrado, además de añadir que nos gusta aquel tipo de arte que nos proporciona placer.

Entonces ¿este libro aclara al fin en qué consiste el gusto? No. Wilson le intenta dar una explicación basándose primero en su experiencia, tanto musical como personal hasta el punto de rozar en determinados pasajes un (auto)psicoanálisis. También en ocasiones tuve la sensación de estar leyendo a uno de esos pseudoculturetas que proliferan sobre todo en las redes sociales (estos son, para mí, aquellos seres que critican de manera generalmente cruel y tosca cualquier tipo de expresión -aunque en este contexto me refiero a la artística- sin haber sido estudiosos de aquello que critican ni dedicarse a ello). Porque tal y como él nos cuenta, este autor caía en muchos estereotipos y prejuicios musicales (y de qué manera) antes de ser uno de los objetos de su ensayo. Sin embargo, dejando esos párrafos a un lado, el autor expone de manera general teorías y planteamientos sobre todo de filósofos (aunque en el caso de Theodor Adorno, me pareció que se quedaba más en la superficie que con otros autores) que van enriqueciendo su descubrimiento y acercamiento personal en lo concerniente al gusto ejemplificado en las canciones de Céline Dion para acabar admitiendo la evolución estilística y musical de la cantante, así como su acercamiento a determinados temas de su compatriota. Además, en la última parte del libro podemos leer la interesante crítica que hizo sobre la reedición del disco Let’s Talk About Love para la revista 33 1/3. En ella también podríamos plantear que los engranajes (de la industria discográfica) de cualquier interpretación no solo pasan por los productores y los artistas, sino que intervienen otros muchos profesionales, como los olvidados por Wilson: los compositores y los arreglistas, quienes saben perfectamente por qué, para qué y para quién componen.

Al final este libro me sirvió para (re)plantearme cuestiones en relación a una serie de temas y me quedo con la reflexión que pueda surgir con la siguiente cita del filósofo Boris Groys: «hoy no es el observador quien juzga la obra de arte, sino la obra de arte la que juzga -y a menudo condena- a su público».