Gustav Mahler es uno de los compositores más interpretados en los cierres de temporada de la OBC, y aunque quizás el austríaco tiene otras sinfonías más imponentes para este menester, Kazushi Ono escogió la que seguramente sea la más popular para el programa número 24 de la orquesta. La «modesta» duración de la Titán ha motivado de nuevo un programa sin coherencia aparente, siguiendo el típico esquema de obra de calentamiento y/o compromiso (Cuadro de presencia, de Fabià Santcovsky), obra con solista (concierto para piano nº20 de Mozart) y para acabar obra de lucimiento para la orquesta (Primera sinfonía de Mahler).

La creación contemporánea es una de las cosas que más nos motiva en Cultural Resuena, y personalmente estaba muy ilusionado ante la oportunidad de escuchar la obra de Santcovsky, que fue seleccionada por la mismísima Kaija Saariaho para participar en el Concurso de Composición Toru Takemitsu. Santcovsky presentó la obra en persona y, en retrospectiva, sus palabras suenan a confesión, casi a disculpa: «no oiremos una estética madura, esta música no es transgresora, como otras, pero tampoco es una música acomodada en sus limitaciones». En efecto, la obra presenta puntos de interés, pero también las carencias propias de una obra de juventud escrita en 2012. Cinco años dan para mucho, y uno no puede evitar preguntarse por qué la OBC no escogió una obra más madura de Santcovsky -¡todavía mejor si hubiera encargado una nueva!-, en lugar de Cuadros de presencia. La pieza pretendía ser un recorrido de transformación del sonido, con sonoridades propias y referencias al mundo sonoro de compositores como Wagner, Debussy, Stravinsky, Sciarrino o Feldman entre otros. La idea era tan estimulante a priori, como irreconocible durante la ejecución. El resultado fue muy parecido a tantas otras obras contemporáneas que han pasado sin pena ni gloria, y que invariablemente son catalogadas como «banda sonora de película de miedo» por gran parte del público. No es que la obra de Santcovsky no tuviera puntos de interés -el uso de la percusión, por ejemplo-, pero si se siguen programando obras contemporáneas como piezas de compromiso descontextualizadas del resto del programa, será imposible que el público se sumerja en ellas y las acepte como parte necesaria del repertorio.

 

La lección de Achúcarro

La primera parte acabó con una obra radicalmente distinta, el Concierto para piano y orquesta n.º 20, en Re menor, KV 466 de Mozart. Mientras los agentes artísticos -ayudados por los genios del márqueting- se esfuerzan en encumbrar a solistas de virtuosismo superficial, Joaquín Achúcarro ofreció, a sus 84 años, toda una lección de interpretación. No me malinterpreten, no pretendo insinuar que ya no quedan artistas como antaño. Al contrario – creo que hoy en día hay una mayor comprensión de las obras por parte de excelentes intérpretes, pero a menudo estos quedan eclipsados por fenómenos mediáticos que solo se centran en la técnica. Achúcarro demostró lo que debe ser un intérprete completo, con un sonido cuidado de gran proyección, una técnica todavía impecable -como demostró en la fluidez de las escalas o en la ejecución cristalina de los trinos y los grupetos– y, por encima de todo, una musicalidad desbordante. Achúcarro no impone su personalidad a la obra; más bien, cual mistagogo que guía a los no iniciados en los misterios, extrae la esencia de la obra para hacérnosla evidente con su interpretación. El segundo movimiento del concierto fue un prodigio de expresividad, que fue incluso superada con la propina que ofreció: el nocturno para mano izquierda de Scriabin. El compositor merece el crédito de lograr, con la forma de escribir la pieza, que una sola mano pueda hacer el trabajo de dos. Pero para lograr la ilusión de que en realidad hay dos manos tocando se requiere una delicadeza y precisión como las que mostró Achúcarro. Tocar las notas es fácil; lograr con la misma mano, saltando ágilmente por todo el teclado, que cada una de las voces tenga la intensidad justa y proporcionar profundidad a la partitura, no lo es. Este es el tipo de virtuosismo que a menudo pasa desapercibido, pero que convierte a un simple intérprete en un gran artista.

La OBC acompañó a Achúcarro sin caer en el estereotipo amable de Mozart, ofreciendo una versión elegante pero dramática. En cambio, la interpretación de la Titán en la segunda parte resultó un poco irregular. El único problema importante fue la prestación de algunos metales, que se imponían en exceso, y los múltiples accidentes de las trompas. Espléndidas las trompetas en todas sus intervenciones y muy correctas el resto de secciones, a destacar los solos de oboe y fagot. Ono ofreció una versión muy bien controlada, enérgica y tal vez algo más triunfal de lo que debería ser si tenemos en cuenta el contexto que proporciona la segunda sinfonía. Optó más por la belleza que por el dramatismo, como mostró un tercer movimiento con un Frère Jacques cuyo siniestro inicio con el solo de contrabajo se diluyó en un crescendo impecablemente ejecutado, casi esperanzador, que no encontró el contraste suficientemente grotesco en el tema festivo que lo sigue. El cuarto movimiento, contundente pero acertadamente sin excesos, levantó con razón al público de sus asientos.

 

La importancia del diseño de los programas

Volviendo a la cuestión con la que empezábamos la crónica -y que ya ha sido objeto de comentarios en artículos previos-, es normal que el público desconecte de algunas obras del programa -generalmente las contemporáneas- cuando se encuentran claramente fuera de contexto. Pero este no es un problema exclusivo de la OBC.  Los responsables de la programación parece que se dediquen a completar puzzles, encajando un puñado de compositores y solistas en una veintena de programas, procurando que en cada uno de ellos haya al menos un nombre atractivo, no sea que el público se asuste y decida quedarse en casa. No solo demuestran una gran falta de confianza en el espectador, sino que caen en el error de pensar que cada concierto debe estar destinado al mismo tipo de público. La labor de un responsable de programación es como la de un comisario o curador. Precisamente una de las razones que la dirección -con la ayuda de algunos «periodistas» fieles- esgrimió para echar a Eiji Oue del podio de la OBC fue su falta de implicación en el diseño de la programación. La influencia de Ono se está notando -muy positivamente-, pero todavía falta un salto cualitativo, no en los títulos programados, sino en cómo son presentados. La OBC ha demostrado en otras ocasiones que es capaz de ofrecer programas coherentes -aunque a veces la relación entre las obras sea anecdótica-, y muchas otras formaciones y artistas se toman muy en serio este aspecto de sus propuestas, como es el caso de la Aurora Orchestra, Benjamin Appl o, sin ir más lejos, el festival LIFE Victoria en Barcelona o el Quantum Ensamble en Tenerife. Este es el camino a seguir, y la mejor manera tanto de introducir nuevos repertorios como de ofrecer una nueva perspectiva del de siempre.

 


L’Auditori de Barcelona, 27 de mayo de 2017.
Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya (OBC)
Joaquín Achúcarro, piano.
Kazushi Ono, director.

FABIÀ SANTCOVSKY: Cuadro de presencia (2012)
MOZART: Concierto para piano y orquesta n.º 20, en Re menor, KV 466 (con la cadenza de Clara Schumann)
GUSTAV MAHLER: Sinfonía n.º 1 en Re mayor, ”Titán”