Últimamente he conocido dos confusiones en torno al reguetón que me permiten seguir mis reflexiones al respecto, que inicié aquí. Ahí va la primera:

Un amigo  compartió una foto que compartió en facebook en la que ponía “Sí al reguetón, no a la especulación”. Yo, en un momento de pequeño egocentrismo, inmediatamente le enlacé mi texto “La reguetonización de la izquierda” y le dije que no entendía la frase. Me dijo: “no hay nada que entender. ¡Baila!». Y justo eso demuestra todo lo que queda por hacer. Tiro del hilo de aquella persona que me dijo en la fiesta que cité en el artículo sobre «La reguetonización de la izquierda» de que allí no se iba a hacer teoría, sino a bailar.

Empezaré por el principio: El cuerpo, desde la antigua Grecia, es considerado como aquello que nos recuerda nuestro “ser bestias”. Para algunos griegos, el cuerpo albergaba las pasiones, los deseos. Mal compañero para el alma, que debía aprender a dominarlo. Esto ha caracterizado la historia occidental, también del arte, donde los genitales se tapan con parras o las curvas de las mujeres se tornean para el ojo masculinizado que lo sexualiza. Pero hay otros griegos, menos leídos (Platón, de hecho, pedía la quema de sus libros, como luego harán los nazis en 1938 en la Bebelplatz de Berlín con los intelectuales), que hablan de otro tipo de deseo. Veamos: el deseo de los griegos más modositos es el deseo como falta en el doble sentido. Como algo que no está y como algo moralmente despreciable. Por eso Platón sugiere que hay que buscar un complemento, por eso complemento se lleva después a la teología y se propone que todo tenga que estar cerrado, bien atado, que encaje, que sea perfecto, como una esfera. De aquí parte la identidad, el uno, lo reconciliado, lo sin aristas. No encontrar ese único complemento se traduce en culpabilidad y enfermedad. Y así también el perdón.

La música también era modosita. Si piensan en cómo es toda la tonal, se darán cuenta de que se caracteriza con por tensión, nervio en el oyente, y luego relajarla. E, incluso, llevarnos a una historia de los temas complejísima que se resuelve en un final triunfante. Lo explica bastante bien Jacques Attali cuando dice: “la música provoca ansiedad y luego la sensación de seguridad, provoca desorden y luego propone orden, crea un problema para resolverlo”. Por eso casi toda la música tonal se construye generando tensiones y relajándolas, siguiendo así también las lógicas temporales de casi toda la prosa, en la que tiene que haber una introducción, un nudo y un desenlace. De hecho, en música se comparte nomenclatura y el nudo se llama desarrollo, nombre aceptado también en literatura. Pero sobre todo tiene que haber desenlace. Que sea redondito y eficaz, como la esfera de Platón. En la música pop se simplifica la estructura, y se combina la tensión con la relajación en estructuras más breves (las que, originalmente, permitía el microsurco de gomalaca). Bajo esa lógica funcionan los “breaks” del tecno, por ejemplo.

Los otros griegos, como Leucipo o Demócrito, hablan del deseo como exceso. Lo que les dicen a los amigos de Platón es que la falta empieza en el amor como búsqueda cuando no hay nada que encontrar (así nos lo cuenta, al menos, Michel Onfray). Y que el cuerpo no tiene nada preso, que el deseo no sabe obedecer. Sin embargo, la música, por el contrario, tiene una filiación secreta con la obediencia, como nos dice Pascal Quignard: «Oír es obedecer. En latín escuchar se dice obaudire. Obaudire derivó a la forma castellana obedecer. La audición, la audientia, es una obaudientia, es una obediencia». Oímos sin pausa. Porque oímos aprendemos un lenguaje, que se nos impone en nuestro entorno. No podemos nunca distanciarnos de ser audiencia. Cuando esto se pierde, cuando otras narrativas y temporalidades se cuelan en la música, todo se vuelve exceso. Y se atestigua eso de que “no hay nada que encontrar”. Se vuelve experimento, sin hipótesis que confirmar, y se saca de encima el peso de la culpa, de lo políticamente correcto. Tendríamos que pensar en un oír en el que ya no opere el obedecer, sino el proponer y revolver lo dado.

¿Y a qué viene todo esto? Pues que en ese “no hay nada que entender, baila” se esconde la secreta disociación entre cuerpo y alma, donde el cuerpo no debe entender lo que el alma sí, donde el cuerpo simplemente se deja llevar y todas esas cosas. No defiendo, espero que no se lea así, que no se puede bailar y disfrutar y todas esas cosas. Critico dos cosas, a saber, (i) que no se “tenga que entender el baile” y lo que él oculta y expone y (ii) la separación implícita entre cuerpo y razón (o alma, en la jerga griega), algo que responde a un dualismo tan antiguo como falaz. Bailar, de una determinada forma, puede significar oír como obedecer u oír como proponer. Quizá sería más interesante pensar en los elementos coreográficos del orden social más que en filiar el reguetón con una suerte de liberación corporal mediante el baile. Tenemos bastante claro lo de que lo personal es político hasta que se cuela el baile. ¡Qué curioso!

Y aquí la segunda:

Hace unos días hubo una polémica bastante sonada en los medios porque a dos concursantes de Operación Triunfo, que mueve a casi más seguidores que el fútbol, se les asignó una canción de reguetón como candidata para Eurovisión, “Chico malo” (Morgan y Will Simms y Brisa Fenoy), ahora “Lo malo”. Las chicas se quejaban de que no querían quedar marcadas, si iban a Eurovisión, por cantar un tema de reguetón y que no se sentían identificadas con la canción (Ana Guerra, en concreto, decía que «Yo no soy una tía que vaya dando este tipo de mensajes por la vida»). La directora del programa, Noemí Galera, les hizo ver que -al menos- desde que habían entrado en el concurso, también lo habían hecho en las lógicas de la industria musical y que, por tanto, deberían aceptar a partir de entonces lo que se les impusiera y mostrar menos sus opiniones si realmente querían triunfar. Pese a que muchos seguidores mostraron su apoyo a las concursantes, al mismo tiempo, hubo una gran ola de comentarios en los que se tildaba la canción de feminista porque es la mujer la que toma las riendas. Aquí les dejo un fragmento del texto. Y ahora seguimos:

[…] La noche es pa mí, no es de otro

Te voy a colgar

Ya no hay vuelta atrás

Si me llamas no respondo

Tira porque te toca a ti perder

Que aquí ya se perdió tu ‘game’

Tiro porque me toca a mí otra vez

Solo con perderte ya gané

Pero si me toca, toca, tócame

Yo decido el cuándo, el dónde y con quién

Que voy a darme a mí de una, y otra y otra vez

Lo que tanto me quité, que pa’ ti tan poco fue

Y yo voy, voy, voy lista pa’ bailar

Porque tu boy, boy me has hecho rabiar

Y yo voy, voy, voy lista pa’ bailar

Y tengo claro que no me voy a fijar

En un chico malo no, no, no

Pa’ fuera lo malo no, no, no, no

No quiero nada malo no, no, no

En mi vida malo no, no, no

Tú ya no estás

Dentro de mí

[…]

Yo no te miro y tú me vas a ver

Yo no te escucho y tú me vas a oír

Paso de largo, yo voy a por mí

Esta noche bailo mejor sin ti

Yo no te miro y tú me vas a ver

Yo no te escucho y tú me vas a oír.

Paso de largo y paso de ti

Esta noche bailo solo para mí

En un chico malo no, no, no

Pa’ fuera lo malo no, no, no, no

No quiero nada malo no, no, no

En mi vida malo no, no, no

En un chico malo no, no, no

Pa’ fuera lo malo no, no, no, no

No quiero nada malo no, no, no

En mi vida malo no, no, no

Pa mala yo.

[…]

No nos liemos. La letra puede parecer feminista, pero de feminista tiene poco. Por dos motivos: (i) porque parece que la chica está reaccionando a que el chico le ha hecho rabiar.  Por lo que por un lado se repiten los roles de género porque (a) la relación es chico-chica en términos heterosexuales tradicionales y (b) la acción de la mujer no es autónoma, sino que se articula por lo que le niega al hombre (“no te respondo”, “bailo sin ti”, “no te escucho”, “paso de ti”, etc.). Eliminamos, por tanto, la autonomía de la acción. Vamos: que una letra que tuviera realmente aspiraciones feministas diría algo así como “bailo porque me da la gana” o algo parecido. (ii) Y este es el punto que más me interesa: se repiten las lógicas que tildamos como machistas si fuesen pronunciadas por un hombre contra una mujer (algo que ya comentamos en esta revista a colación de Becky G): (a) “Yo no te miro y tú me vas a ver/Yo no te escucho y tú me vas a oír”, por ejemplo, nos abre un marco de acción que justamente la crítica al amor romántico quiere desarticular: que haya como principio una desigualdad de partida. Aquí hay claramente una apología a que la otra persona esté a la espera, pasivamente recibiendo su castigo auditivo y visual sin poder intervenir. La pasividad que el reguetón atribuye a las mujeres, se le otorga ahora al polo que le quiere oponer aquí, al “boy”. Y (b) porque, pese a negar mil veces “lo malo” y a los “chicos malos”, la canción termina diciendo “pa’ mala yo”, en la que claramente, por un lado, se acepta el rol del opresor -justamente se adopta aquello que se critica- y, por otro, se reproduce la lógica de estereotipos que opera en el reguetón -así como en el rap o el trap-: la marca del “malo”. Ahí se inserta tanto el que, supuestamente, “desobedece las normas sociales”, aunque con su práctica normalmente las reproduce, como el que se quiere distanciar de “lo bueno” como lo frágil, lo vulnerable, lo débil, etc. Es cierto que éstas son las categorías en las que ha entrado la mujer en el marco sexista, pero hay que hacer un esfuerzo fundamental por desmontar la construcción binómica, en la que entra tanto la división mujer-hombre como el resto de modelos que articulan nuestras formas de relación como “bueno-malo” o “verdadero-falso”. Quizá porque las cosas no son “blanco o negro”. En fin, adonde quiero llegar es que quizá la cosa no consiste precisamente en hacer una inversión de roles, sino pensar en qué se reproduce en esa inversión. No me meto, en esta ocasión, con la forma. Ya habrá ocasión.

Pero bueno: lo que me importa más de ambas cuestiones, como ya dije en mi primer artículo sobre el reguetón, es la reivindicación de este género desde Europa, que se ve como liberador de la sexualidad. De momento, me parece que hay más una especie de exotización del género, una simplificación de lo que significa el feminismo en música que se reduce de una forma fallida a lo que cuentan las letras que -como hemos visto- de feminista poco, así como una aceptación acrítica desde la izquierda se afilie con productos culturales creados pura y exclusivamente para reproducir las fórmulas de consumo que ya se sabe que funcionan (de hecho, Noemí Galera añadía en su rapapolvo a las concursantes algo así como que había que tener claro que una canción de reguetón representaría bastante bien a España en Eurovisión, pues es el género que más se consume y gusta según las estadísticas). Y eso que no entro en que, en el caso de las triunfitas, ambas cumplen perfectamente con el canon de belleza blanco, delgado y heterosexual. Si usted quiere bailar reguetón de este tipo, hágalo, pero no se escude en teorías del más variopinto calado que solo consiguen calmar su mala conciencia (signo de la culpabilidad cultural que nos rodea) pero le hacen un flaco favor a propuestas realmente emancipadoras. Es mejor que vayamos asumiendo que somos seres contradictorios y pelear por el derecho a la incoherencia. Eso también va, por cierto, en contra de Platón.