Se ha hablado mucho del futuro de la música clásica[footnote]Entendida en toda su extensión, desde los inicios de la tradición musical hasta la creación actual.[/footnote], de la necesidad de acercarla a nuevos públicos (especialmente a los jóvenes) y de renovar una serie de convenciones formales ancladas en el pasado que condicionan tanto a espectadores como a compositores. Puede parecer algo complicado, pero lo cierto es que hay multitud de ejemplos de iniciativas que, aunque de momento solo puntualmente, logran romper con la rutina de la programación clásica. La receta es sencilla: una programación coherente con objetivos artísticos definidos, interacción con el público, y un enfoque pedagógico. Formaciones como la Budapest Festival Orchestra liderada por Ivan Fischer, la Aurora Orchestra o el Quantum Ensemble, por mencionar unas pocas, demuestran en cada actuación la efectividad de estos planteamientos. En ocasiones las propias obras ya conllevan un cambio en el formato tradicional de concierto, como en el caso del concierto para clarinete «Peacock Tales» de Anders Hillborg, escrito en 1998 para Martin Fröst.

El pasado noviembre Fröst tuvo oportunidad de maravillar al público de l’Auditori de Barcelona con su magistral dominio del clarinete en un doble programa de música de cámara en el que interpretó desde  Mozart hasta Messiaen. En el programa presentado este febrero junto a la OBC pudimos disfrutar, además, de sus habilidades como bailarín. Fue el propio Fröst quien sugirió que la danza fuera una parte integral de la obra, con lo que Hillborg acabó produciendo un espectáculo multidisciplinar, en el que la música se complementa con los movimientos de un clarinetista enmascarado y con la iluminación de la sala. En una época en la que cualquier dispositivo con conexión a internet permite acceder a la gran mayoría de obras que conforman los programas de los conciertos, la experiencia del directo ha perdido gran parte de su valor. Ahora podemos escuchar una sinfonía de Beethoven en casa, en el gimnasio o en el autobús; y además en multitud de versiones, muchas de ellas difíciles de superar. Una forma de revalorizar el directo es ofreciendo una experiencia que no pueda ser replicada y que sea diferente cada vez. Aquí es donde entra en juego el arte performativo, y Peacock Tales es un ejemplo de obra que, sin renunciar al formato clásico (músicos en el escenario de un auditorio tocando para un público sentado en silencio), toma tintes de performance. Si a eso le añadimos el hecho que Fröst aporta detalles de su cosecha que son diferentes en cada función, obtenemos un espectáculo fresco y completo que debe ser vivido en directo.

 

 

Hillborg ha realizado varias versiones del concierto, algunas con orquesta y otras con música pregrabada. Según las notas de programa del siempre poco acertado Javier Pérez Senz, «Fröst y la OBC optaron por la versión Millenium con acompañamiento de cinta». La elección sorprende, ya que si hay cinta no hay orquesta, con lo que la OBC se queda sin trabajo. Si el señor Perez Senz se hubiera molestado en consultar el catálogo del compositor habría descubierto que la versión Millenium (que consiste en una versión abreviada del concierto original, reducido de 31 minutos a unos escasos 12 que supieron a poco) existe tanto con acompañamiento de cinta como de orquesta, y evidentemente esta última fue la que interpretaron Fröst y la OBC (salvo que estos sean unos maestros del playback y Pérez Senz haya descubierto el truco).

El concierto empezó con un dal niente del clarinete -espectacular la forma en que Fröst hace surgir un sonido denso y rico de la nada, para luego moldearlo con controladísimos cambios de intensidad – que da lugar a una breve introducción lenta que evoca la sonoridad de otros célebres conciertos y al final de la cual la orquesta toma progresivamente el relevo mientras el solista se desvanece, en un efecto que parece replicar y amplificar el contenido armónico de la nota emitida por el clarinete. La sonoridad espectral da origen a un episodio lleno de glissandi del solista y salvajes intervenciones de la orquesta, a lo que sigue una textura que reaparecerá varias veces: una rápida figuración en piano salpicada por notas acentuadas o en forte. Mientras que en piezas para cuerda este es un recurso común que se soluciona, por ejemplo, con rápidos cambios de arco, en el clarinete requiere de un control prodigioso de la presión del aire, que para Fröst parece no suponer ningún problema. A partir de aquí la obra explora diferentes estilos, en los que también juega un papel la expresividad corporal de Fröst y la interacción entre solista y orquestra. De hecho, la propia obra sugiere que el solista ejerce de oyente activo y que su papel es una respuesta al sonido de la orquesta, ya que en un determinado momento el fortísimo atronador y disonante se interrumpe tres veces cuando el solista se tapona las orejas (ver el final del video más arriba). Fragmento que, por cierto, termina en un brillante acorde mayor -el más tonal de toda la obra- que, en un bellísimo efecto, se disuelve en otro acorde cantado por los propios músicos, demostrando que la tonalidad sigue teniendo cabida en la música contemporánea siempre que conlleve intencionalidad.

La extraordinaria interpretación del clarinetista sueco se vio eficazmente complementada por la de la OBC que, bajo la dirección del joven James Feddeck, no se limitó como tantas veces a acompañar sin molestar y aceptó con valentía el papel coprotagonista que le asigna Hillborg. El resto de la primera parte interpretaron dos danzas klezmerla primera compuesta por su hermano Göran Fröst, que también realizó el arreglo de la segunda a partir de una melodía de Giora Feidman) que permitieron a Fröst lucir su deslumbrante virtuosismo, con vertiginosas melodías llenas de notas repetidas de gran dificultad técnica.  Aquí es donde dio rienda suelta a la improvisación, con algunas variaciones en cada uno de los tres conciertos programados. La segunda danza, por ejemplo, la precedió de una introducción que el sábado consistió en la melodía inicial de La Consagración de la Primavera, que se transformaba en el tema del primer movimiento del concierto para violín de Sibelius antes de convertirse en la melodía klezmer, mientras que el domingo se salto la referencia a Stravinsky. También las propinas fueron distintas, aunque igual de originales: el sábado improvisó una pieza con la colaboración de dos músicos de la OBC -un contrabajista y un percusionista, que usó el podio del director a modo de cajón-, mientras que el domingo interpretó una versión libre de la canción Nature Boy de eden ahbez (popularizada inicialmente por Nat King Cole y más tarde por otros, incluyendo una relevante aparición en Moulin Rouge!).

De vuelta al sigo XIX

Cuando se anunció la temporada actual se hizo hincapié en la presencia de obras del siglo XX, entre ellas el concierto para cello y la primera sinfonía de Elgar, esta última interpretada en la segunda parte del concierto. A pesar de su importancia por tratarse de uno de los primeros autores en crear una sonoridad manifiestamente inglesa, la música del británico mira más al siglo XIX (con evidente nostalgia) que al XX. En contraste con la brevedad y la elocuencia de Hillborg, la retórica pomposa y repetitiva de Elgar recordaba al discurso de los líderes políticos, con sus frases grandilocuentes y efectistas que disimulan un contenido vacio y a menudo incoherente. Programar su primera sinfonía después del concierto de Hillborg fue un gran error, y no solo por el choque estético (más lógico y menos traumático hubiera sido un programa con el orden inverso – pero, ¡ay!, guardémonos de alterar el sagrado orden de la liturgia que asigna el solista invariablemente a la primera parte del concierto), también por la dificultad que supone preparar en un mismo programa una obra nueva y exigente como Peacock tales más una sinfonía de 52 minutos de duración. El resultado fue una interpretación con demasiados desajustes y un trabajo insuficiente de las cuerdas.