En caso de Alfie Evans -el bebé que sufría una enfermedad degenerativa desconocida y que murió el pasado sábado después de ser desconectado del soporte vital- lleva muchos meses en la prensa del Reino Unido, desde que en diciembre de 2017 el desacuerdo entre la familia y el equipo médico llegara a los tribunales. En cambio, hace apenas un mes que la prensa española se ha hecho eco del caso -algunos medios con más rigor que otros-, justo a tiempo de cubrir la parte más sensacionalista, con la visita del padre de Alfie al Papa Francisco -que ha expresado públicamente su soporte a la familia-, huestes de activistas pro-vida concentrándose alrededor del hospital e incluso la curiosa injerencia del gobierno italiano, que concedió a Alfie la nacionalidad para facilitar su traslado al hospital infantil Bambino Gesù de Roma, donde sus padres deseaban que fuera tratado.

Basta leer la multitud de comentarios en las redes sociales para ver que el caso ha conmovido al mundo entero, que mayoritariamente se ha posicionado a favor de la lucha de la familia por no desconectar al bebé. Algunos medios han llegado a cuestionar que el estado (por medio de los tribunales) pueda imponer su voluntad a la de los padres. Pero lo que olvidan es que, mientras en algunos países los jueces se toman la libertad de juzgar si una víctima de violación ha disfrutado demasiado durante dicho «abuso», en el Reino Unido los jueces han escuchado la opinión de los expertos médicos. Son, pues, los profesionales médicos los que consideraron que continuar manteniéndolo artificialmente con vida sería «cruel e inhumano», decisión que distintos tribunales ingleses compartieron y en la que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no vio ninguna evidencia de violación de los derechos humanos.

 

Manifestantes delante del hospital Alder Hey de Liverpool, donde estaba ingresado Alfie Evans.

 

Actualmente la medicina ha logrado reducir enfermedades antes mortales a simples molestias temporales, que pueden curarse fácilmente con medicamentos o intervenciones quirúrgicas. Por ello resulta tan difícil aceptar que una enfermedad sea incurable y que ni siquiera exista un tratamiento experimental para seguir luchando. Este era el caso de Alfie Evans. Su cerebro se estaba desintegrando progresivamente por una causa desconocida, y no había modo de pararla aunque lo trasladaran a otro hospital, ya que nadie propuso en ningún momento un posible tratamiento (ni siquiera el equipo médico del hospital italiano que tanto insistía en el traslado). Los padres, como es natural, se resistían a dejarlo morir, y se podría pensar que eso era lo mejor para el bebé, ya que manteniéndolo con vida se dejaba la puerta abierta a identificar la causa de la degeneración y tal vez encontrar un tratamiento efectivo en el futuro.

Pero aquí es donde entran en juego los comités de ética de los hospitales: las decisiones de un equipo médico tiene consecuencias más allá de la vida o la muerte del paciente, y es su deber considerarlas independientemente de los deseos de los familiares, especialmente cuando el paciente no puede participar en la toma de la decisión, como era el caso. El examen médico del bebé, que se encontraba en estado semivegetativo, revelaba que el cerebro sufría daños irreversibles y que solo era capaz de generar convulsiones. La práctica totalidad del tejido cerebral estaba destruido, siendo remplazado por agua y fluido cerebroespinal. A finales de febrero, los escáneres cerebrales indicaban que las conexiones neuronales básicas para los sentidos -vista, oído, tacto y gusto- habían desaparecido, lo que significaba que Alfie jamás sería capaz de interactuar con su entorno. Incluso si se hubiera logrado encontrar una cura, el tratamiento solo pararía la degeneración de lo que para entonces quedara de cerebro, pero el tejido destruido es irrecuperable, condenando a Alfie a una vida aislada, sin poder sentir ni reaccionar a ningún estímulo. Es más, nuestra conciencia -nuestros recuerdos, nuestra personalidad, en resumen, nuestra identidad- está inevitablemente ligada al tejido cerebral y a las conexiones entre las neuronas que lo forman. Suponiendo que en el momento de tratar la enfermedad quedara suficiente tejido vivo para mantener de forma autónoma las funciones vitales, no hay ninguna garantía de que siguiera albergando algún tipo de conciencia, cosa que tampoco podría ser comprobada dado que el bebé no tendría ya capacidad alguna para comunicarse. ¿Qué médico con un mínimo de empatía con su paciente (en este caso Alfie, y no sus padres) se atrevería a condenarlo a vivir reducido a un mero contenedor de órganos sin conciencia? O incluso peor, ya que si en efecto conservara algo de conciencia, ¿que clase de infierno sería su vida? Es en base a estas evidencias, ignoradas en la mayoría de informaciones publicadas por los medios, que los médicos del hospital Alder Hey de Liverpool consideraron la desconexión del soporte vital lo mejor para su paciente, opinión que fue confirmada por médicos externos de hospitales alemanes e italianos. El juez Hayden consideró que «a nivel intelectual, el Sr Evans se mostró capaz de comprender la complejidad de la evidencia médica, pero ha sido del todo incapaz de hacerlo a nivel emocional «. Lo cual es perfectamente comprensible, y por ese motivo existen los comités de ética.

 

Antecedentes polémicos: el caso Charlie Gard

Si el caso de Alfie suponía una decisión relativamente «fácil» para los médicos, ya que no existía tratamiento posible, más complicada debió ser la decisión en el caso del también inglés Charlie Gard, que fue desconectado del soporte vital y falleció el pasado mes de julio, a los pocos días de cumplir un año de vida. La enfermedad de Gard -un raro desorden genético- pudo ser diagnosticada y, a pesar de que tampoco existe tratamiento para ella, unos cuantos médicos propusieron tratamientos experimentales. Inicialmente, el equipo médico que trataba al bebé en un hospital de Londres aceptó someterlo a un tratamiento experimental propuesto por un médico de Nueva York, Michio Hirano. Todo cambió cuando complicaciones de la enfermedad causaron a Charlie daños cerebrales irreversibles, con lo que el comité de ética descartó seguir con el tratamiento al considerarlo inútil. Hirano, que no había examinado a Charlie directamente ni había visto ninguna de las pruebas que se le habían realizado, seguía insistiendo en el tratamiento experimental, afirmando que recientes datos sugerían una probabilidad de éxito mayor que la esperada inicialmente. La familia intentó entonces el traslado a Nueva York, y ante la negativa del hospital el caso acabó en los tribunales. El impacto mediático fue enorme, con la implicación del Papa Francisco e incluso un tweet de Donald Trump, mientras desde los Estados Unidos aprovechaban para señalar a la titularidad pública del sistema de salud británico como la causa del conflicto. Expertos en genética y en ética criticaron duramente las interferencias políticas, considerándolas crueles y contraproducentes. Las reacciones en las redes sociales fueron todavía más agresivas, incluyendo amenazas de muerte a miembros del personal del hospital. Al final, siete meses más tarde, y a petición del juez, Hirano viajó a Londres para examinar personalmente a Charlie, tras lo cual reconoció que el daño cerebral era peor de lo que él imaginaba y que el tratamiento era, en efecto, inútil. Llegados a este punto, la familia aceptó voluntariamente la decisión de retirar el soporte vital a Charlie.

 

Vivir con las consecuencias

Casos como los de Alfie y Charlie seguirán provocando consternación, y es difícil no posicionarse al lado de las familias. Sin embargo, es importante comprender todas las consecuencias que hay detrás de una decisión médica, y no únicamente cuando el paciente no puede dar su opinión. Los adultos que sufren enfermedades graves se aferrarán a cualquier oportunidad de luchar por su vida. En ocasiones caerán en manos de charlatanes que con sus promesas de curación milagrosa les llevarán a una muerte segura (y, de momento, la legislación vigente no nos protege de ellos). En otras, la fuente de esperanza serán tratamientos inútiles o incluso experimentales, cuyos efectos estén todavía por probar. La cuestión es, ¿está el paciente capacitado para asumir la responsabilidad de la decisión? ¿Debemos proteger a los pacientes ante médicos ansiosos de probar tratamientos tan novedosos como potencialmente peligrosos? ¿Y a los mismos médicos que, presionados por sus pacientes, pueden tomar decisiones que los pueden atormentar de por vida?

El prestigioso neurocirujano Henry Marsh afirmaba en una entrevista que «lo difícil de mi trabajo no es operar. Lo complicado es decidir si hacerlo o no. Y vivir con las consecuencias». Marsh plantea muy bien estas cuestiones en su precioso libro Do no harm (Ante todo, no hagas daño, en la edición española de Salamandra), en el que, por ejemplo, cuenta como a menudo se arrepintió de acceder a operar de nuevo a pacientes con tumores reincidentes e incurables, que lo presionaban con la esperanza de qué la intervención alargara su vida algunos meses más, y que al final acababan muriendo incluso antes, de forma dolorosa, a causa de complicaciones de la operación. Pero, ¿como decirle a un paciente que intentar curarlo puede ser peor? Además, se da la paradoja que nuestra sociedad exige a los médicos que mantengan con vida los pacientes a toda costa, pero si por ello su calidad de vida se ve reducida a límites insoportables, no se les permite ayudarles a morir de forma digna. Y la condición legal de la eutanasia sí que depende del estado y las leyes que promulga, y no de los profesionales médicos que tienen que sufrir y mitigar las consecuencias.

 

Entre el terror y la ciencia ficción

El neurocirujano Sergio Canavero junto a Valery Spiridonov, voluntario para someterse a un transplante de cabeza.

 

Más alarmantes son las consecuencias de la ambición del neurocirujano italiano Sergio Canavero, que anunció su intención de llevar a cabo un transplante de cabeza (es decir, transplantar la cabeza de un paciente al cuerpo sano de un donante con muerte cerebral). A pesar de que Canavero solo ha probado su técnica en cadáveres (y que, de momento, no ha presentado ninguna evidencia fiable de que funcione, evitando dar detalles siempre que se lo preguntan), ya está planeando realizar el procedimiento con pacientes vivos que se han presentado voluntarios, y lo quiere hacer en China, ya que en Europa los comités éticos se lo impedirían. Es comprensible que un paciente de 30 años con una enfermedad degenerativa incurable decida arriesgarlo todo con una operación, hasta puede que se lo plantee como una contribución al avance de la ciencia. Pero, ¿debe la comunidad médica permitirlo? Incluso si la operación tiene éxito y el paciente no muere, se desconoce por completo cual va a ser su estado posterior. Hay quien piensa que su destino puede ser mucho peor que la muerte, con dolores inimaginables, cambios profundos de personalidad y crisis de locura nunca vistas, causadas por los intentos del cerebro de reconectarse con su nuevo cuerpo. ¿El beneficio que supondría tal operación para toda la humanidad justifica el tormento de los primeros conejillos de indias? No hay una respuesta única a esta pregunta, por esa razón la decisión debe ser consensuada por los comités éticos. Lo que no impide el avance de la ciencia: Canavero es un émulo de Viktor Frankenstein, que al descubrir el secreto de la vida decide empezar a lo grande, creando él solo y en secreto una criatura de dimensiones humanas; pero la verdadera ciencia avanza paso a paso, probando cada descubrimiento para comprobar si funciona. Mientras Canavero busca voluntarios para su experimento, la comunidad médica le recrimina que, si realmente dispone de la tecnología para reconectar una médula espinal, ¿por qué no la usa primero para curar a pacientes con lesiones medulares, en lugar de empezar con el caso mucho más complejo e incierto del transplante de cabeza?

 

El paciente ante todo

Manteniéndoles artificialmente con vida, los equipos médicos de Alfie Evans y Charlie Gard podrían haber alcanzado reconocimiento (y seguramente dinero en forma de fondos para nuevas investigaciones) descubriendo nuevos tratamientos para sus dolencias, a pesar de que, con ello, ni Alfie ni Charlie habrían ganado nada en calidad de vida. Decidieron, en cambio, priorizar el beneficio del paciente por delante de intereses económicos o profesionales, y no permitir que su sufrimiento se prolongara o aumentara artificialmente. No es una decisión fácil, y por desgracia hay que tomarla diariamente en hospitales de todo el mundo y en pacientes de todo tipo, ancianos, jóvenes y bebés. Sus médicos no merecen reproches por ello, y mucho menos amenazas como las que han llegado a recibir en estos dos casos que han saltado a la palestra de la opinión pública.