La interpretación de La bella molinera el pasado 4 de marzo en el Palau de la Música, dio inicio a dos semanas de frenética actividad musical en Barcelona, enmarcada en lo que se ha llamado Barcelona Obertura Festival, una iniciativa conjunta que implica a los principales programadores de música clásica de la ciudad, y que tiene como principal objetivo atraer al turismo (esto ya queda claro al consultar la página web, que inexplicablemente está solo en inglés). El principal reclamo son los nombres famosos, pero el festival incluye también algunas propuestas muy sugerentes, como un concierto que combinó los réquiems de Victoria y Vivancos, del que hablaremos en breve. Especialmente destacables son los 33 conciertos gratuitos, con músicos locales y programas variadísimos, que se realizarán en museos y centros cívicos de toda la ciudad. Es una auténtica vergüenza que una iniciativa que acerca la música clásica a la ciudadania, con conciertos gratuitos y de proximidad, no cuente con una página oficial en catalán o castellano. Esperemos que para próximas ediciones lo tengan en cuenta. De momento, pueden acceder a la programación en inglés en la página antes enlazada, y en catalán en el número especial que Núvol dedicó al festival.

Programar los ciclos de lied de Schubert no es nada nuevo, pero poder disfrutar de ellos de forma casi consecutiva (La bella molinera el dia 4, Viaje de invierno el 5 y El canto del cisne el 7) ya es algo más excepcional, sobretodo si están servidos por músicos como Matthias Goerne y Leif Ove Andsnes.

El barítono alemán es sin duda uno de los más grandes intérpretes de Schubert de la actualidad, y cada actuación suya es una experiencia inolvidable. Sobre su voz y su sensibilidad poco podemos añadir a lo que publicamos hace un par de años: «Goerne es un poeta, mima las palabras y prepara cuidadosamente cada sonido y cada silencio. Empieza las frases mucho antes de la primera nota, integrando en ellas la respiración y el suave balanceo del cuerpo, lo que provoca que la melodía surja del silencio de forma natural, como si siempre hubiera estado allí y simplemente hubiera que encontrarla.» Esta perfecta integración entre palabra, sonido, silencio y gesto es la principal característica del canto de Goerne, y de ahí surgen la intensidad de su intepretación y esa extraña comunión que crea con el público. Si el lied romántico es la expresión de la subjetividad por antonomasia, escucharlo cantado por Goerne es casi una experiencia voyeur.

En su libro sobre Winterreise, el tenor Ian bostridge afirma que «el espacio imaginario que crea el cantante realza la ejecución de la canción […] la canción es intensificada, vivida y proyectada. El espacio cobra vida tanto para el intérprete como para el público.» Goerne no es un buen actor. En el escenario sus gestos son simples y repetitivos, como su característico balanceo de brazos, como si no supiera qué hacer con ellos. Y es que, de hecho, Goerne no pretende actuar. Sus movimientos son espontáneos, fruto de su concentración en la música, y por ello resultan a veces más elocuentes que una actuación premeditada. Y así, sin buscarlo, el espacio al que se refiere Bostridge cobra vida, a través de las miradas al pianista -como si cantara para él-, las respiraciones, los balanceos o los pasos por el escenario. Somos conscientes que Goerne está inmerso en una especie de realidad aumentada que nosotros no podemos ver, pero que intuimos por sus gestos y la música.

Leif Ove Andsnes, desde el piano, no tenía lógicamente la libertad de movimientos de Goerne, pero contribuyó por igual a crear musicalmente ese espacio imaginario. Lo hizo por medio de un sonido cuidado y una pulsación clara y versátil, nada pesada, que encajaba a la perfección con el fraseo orgánico de Goerne y dotaba de profundidad a las texturas con las que Schubert representa los paisajes (externos e internos) de los dos ciclos.

Ya se sabe que el Palau es una sala ruidosa, probablemente porque siempre hay una fracción del público (turistas o locales, da igual) que asiste atraída más por su arquitectura que por la programación. En esta ocasión, sin embargo, los ruidos e interrupciones fueron casi inexistentes, pues la sala entera estaba completamente absorta en la extraordinaria interpretación de Goerne y Andsnes. Su versión de «Des Baches Wiegenlied» («Canción de cuna del arroyo», la última canción de La bella molinera) fue difícilmente superable y logró un largo silencio del público antes de unos intensos aplausos. Un espectador entusiasmado pero impaciente evitó que se repitiera la magia el día siguiente, aplaudiendo justo al final de un emocionalmente devastador Viaje de Invierno, antes de que los intérpretes bajaran los brazos. Debemos entender que el silencio forma parte también de la música, incluso después de que suene la última nota. Un percance menor, en todo caso, que no afecto al impecable resultado de los primeros dos recitales del ciclo. En breve hablaremos en Cultural Resuena del tercero y último, dedicado a El canto del cisne (Schwanengesang).