Dima Krasilov, bailarín del conjunto Little Big (Rusia 2020). © EUROVISION.TV

 

El poeta José Miguel Ullán, comentarista de Eurovisión 1983, profería lo siguiente al inicio de la gala que culminaría con los célebres 0 puntos de Remedios Amaya: “Por favor, procuren ustedes tomárselo con parecida tranquilidad, sin dramatismos ni ataques al corazón. Es un festival más, (…) una cita con la música europea de consumo (…). Entre ese espectáculo y su mirada, usted es libre de apasionarse, permanecer indiferente, bostezar o soñar”.

Hoy, casi cuarenta años después nos hacemos eco de sus palabras en una retransmisión insólita del Festival para tratar de dialogar con lo que Eurovisión es en estos momentos y a la vez coincidiendo con su histórica cancelación en este 2020 debido a la crisis del Coronavirus. Conocidas son las turbulencias de un concurso que ha estado en riesgo de ser cancelado en múltiples ocasiones debido a desacuerdos en su organización o conflictos entre los países que debían acogerlo. Esto no hace más que demostrar el cariz político del concurso en tanto reflejo de la sociedad y de los deseos de la sociedad de su momento (en este caso, en el ámbito europeo). En este sentido, es un deseo que se construye simbólicamente de manera continuada: hemos de recordar que el proyecto Eurovisión no se vive solo una semana al año, sino durante todo el año a través de las preselecciones nacionales, las apuestas, los salseos, las pre-parties y promociones, los ensayos y finalmente las galas televisadas.

Por tanto, el inminente cierre al Festival en una de las sedes más amables, primaverales y asequibles de Europa, Róterdam, ha dejado desprovistas a 41 canciones que llevaban meses gestándose (puesto que van incorporando revamp conforme son testadas frente al público, lo cual rompe cierta ingenuidad) y que el mismo día 12 de marzo eran reveladas en su totalidad. Tan solo seis días más tarde se indicaría que ya no concursarían más. Eurodrama. La desangelada posición en la que ahora quedan estas canciones las coloca en un lugar insólito en la historia del certamen, ininterrumpido en sus (hasta ahora) 64 años, afirma el historiador Dean Vuletic. Por ello, no nos gustaría dejar de aportar una impresión acerca de las propuestas de este año retornando al espíritu crítico, irónico y rocambolesco de Ullán quien pronunciaba acerca de los intérpretes de los años en que fue comentarista lindezas como “la emprende con una canción que tiene la equívoca virtud de parecer que ya la hemos escuchado”, o “son tres mozalbetes rubiales con caparazón de saltamontes, inmóviles pestañas y sonrisa ecológica. Su habilidad suprema, cruzar las piernas” (sí, se refería a los pizpiretos Herreys).

Eso sí, sin compartir su tono misógino por mucho que suscribamos la primera parte de este comentario: “Silencio y tanta gente [título de la canción portuguesa de 1984] define a la perfección el drama de temas como este en un concurso donde predomina el ruido. Para colmo, la canción está servida de manera fúnebre por una mujer de su casa, sacada de sus casillas y visiblemente deseosa de esconderse bajo el piano”. Tono reprobable y del que comentaristas célebres como José María Íñigo e incluso José Luis Uribarri han pecado, este último en la edición de 2008 (min. 01:30:18, entre muchos otros momentos). Aclarado esto, y en línea con todos los festivales paralelos para rendir tributo a las canciones que se están celebrando en estas semanas, no debemos librar a todas estas propuestas de su merecido comentario, que es al final por lo que Eurovisión merece la pena y lo que le da razón de ser: la generación de narrativas alrededor del despliegue de la imagen en movimiento en el marco espectacular de la cultura televisiva de consumo.

Una vez lanzada semejante diatriba, podríamos comenzar con Rusia, favoritos, como siempre. Europa precisa de un antagonista para dar sentido a un certamen que trata efectivamente de construir una cierta idea de Europeidad (al menos en sus inicios) a través del audiovisual y los hitos técnicos del momento. Rusia es a menudo interpretado como un enemigo astuto a batir, por lo de que las exrepúblicas soviéticas le votan, porque suele publicar su propuesta eurovisiva casi al final de plazo (haciéndose desear), además de evidentemente sus políticas gubernamentales anti-LGBTQ+ y los paradójicos mensajes a menudo pacíficos de sus canciones. Este año concursaban con un conjunto, Little Big, que según ellos mismos, eran una propuesta estética que parodia de los estereotipos rusos a partir de una música rave de referencias eclécticas. El resultado una canción que, sorprendentemente, lleva un título en castellano, “Uno” y parece una especie de instrucciones cantadas de Zumba para aprender a bailar, aunque con moralina de por medio: pues se tienta al espectador a reírse de la figura del bailarín obeso que copa todo el protagonismo de la escena, además de este tema “apropiarse culturalmente” de “otros ritmos” como el chachachá y adoptar una estética muy setentera (la de los vecinos del Oeste en tiempos de la URSS), con pantalones de campana y camisas de cuello de pico… Juzguen ustedes mismos.

El Este iba fuerte. No contentos con la paradoja de un grupo que se hace llamar Pequeño Grande (pensemos en las comunes denominaciones grandilocuentes de Madre Rusia, el Gigante con Pies de Barro, o el Oso como símbolo nacional), Lituania también nos tienta a otro dilema identitario. Si aún teníamos dudas con el ser en sí y el ser para sí sartreano, “Soy un humano, no una piedra” sentencia el cantante de The Roop al inicio de su tema. Incapaces de llegar a una buena posición desde su debut, este año partían como favoritos. Captar, capta la atención del espectador además de hacer gala de un baile en el que parece hacernos muecas pero no, no se trata de una tomadura de pelo: el ritmo de la canción es tan easy going que entra al primer segundo y pese a ser radiofórmula incorpora una melodía electrónica no tan común por, siguiendo a Ullán, estos “pagos”. A una estética que pone de relieve un debate sobre la masculinidad en gestos y vestimenta le sumamos el estribillo: “El calor está incrementando, creo que estoy a tope (on fire)”. Probablemente nada resuma mejor este tiempo que nos ha tocado vivir que una oda al calentamiento.

Pasemos ahora a Ucrania ya, por favor. Es la primera vez en su historia que este país interpreta su canción enteramente en ucraniano. Una críptica banda de folk, Go_A (que no nos regala sonrisas forzadas así como así como suelen hacer los conjuntos folclóricos en el Festival para hacerlo más fácil) de vocalista impasible e hierática que cualquier eurofan tendría como objetivo llevar a su fiesta para adorarla e incluso sacarla a bailar para ver si es real. En honor a la verdad, seguimos asombrados con su reacción tras ganar la final nacional, definición de entereza y estoicismo que no pasotismo como el de Salvador Sobral. Hartos de Shady ladies, Anti-crisis girls y demás divas afectadas que no hacen más que reforzar unos estereotipos de género heterocentrados poco halagüeños, encontramos aquí una propuesta que parece sacada de un encuentro de bailes regionales, que no ha intentado traducir su estribillo. Y que, todo sea dicho, resulta complicada de tararear: precisamente por eso nos parece que está aportando una autenticidad e independencia a costa de no pasar a la final (evidentemente no ha sido de los gustos del gran público).

Aunque lo queramos, no podemos irnos del este. Por Letonia tenemos a la todopoderosa Samanta Tina, otra diva que a lo Shady lady hace gala con orgullo de una feminidad exultante y que comete la osadía de hablar de liberación femenina rodeada de un grupo de bailarinas que también siguen todos los chichés del deseo masculino blanco y heterosexual. Ellas proféticas, con mamparas y guantes en su vestuario ¡además nos disparan fru-frú! (real) y aportan una propuesta electrónica, con un estribillo instrumental sobreproducido que nos recuerda aquello del tecktonik e incluso el dubstep. No obstante, acaba derivando en una de las propuestas más coherentes en tanto a que la estética está concienzudamente definida y planteada (no se han puesto lo primero que han visto). En este sentido es de justicia destacar a Efendi, la abanderada por Azerbaiyán, que en un tema autooriental titulado Cleopatra (sacrilegio a Dana International) con mantra budista incluido es capaz de juntar a Marc Anthony y Marco Antonio en una misma letra donde a lo Rosalía entona para el estribillo un trapero “tra” (pero de Cleopla“tra”). Era otra de las grandes favoritas, y además con un guiño a la libertad sexual insólito en su geografía: “Cleopatra was a queen like me (…) Straight or gay or in between, In between, yeah, in between”.

Rumanía y Bulgaria. Parecen hermanas. Además ambos nombres se escriben con mayúsculas tal vez para destacar entre los motores de búsqueda. Son dos jovencitas (ROXEN, por Rumanía y VICTORIA, por Bulgaria) con sendas alusiones al alcohol en la letra de sus canciones, sí… La primera con el irreverente juego de palabras Alcohol you (I will call you) a lo que sigue “when I am drunk” (te llamaré cuando esté borracha) y la segunda que habla de Tears getting sober (lágrimas que se vuelven sobrias) y una herida que aunque “le duele” dice que es “dulce” y “con el tiempo se convertirá en cicatriz”. Pese a lo truculento del mensaje de ambas estamos ante dos intérpretes muy capaces, con temas apenas prefabricados y sin abalorios sino más bien minimalistas y van al centro de lo que se supone que es este concurso (la canción en sí) y que sin duda iban a colmar el top 10, adoradas por el público juvenil que ahora se derrite con Billie Eilish y encuentra que no hay que volverse una SUPERG!RL para molar… (esa es la canción “teen” griega que apenas nos limitaremos a nombrar en tanto intento de helenizar a Britney Spears, ahora es la canción la que se escribe en mayúsculas). Pero por favor, sigan juzgando por ustedes mismos.

Es el momento de acudir al otro gran “bloque” (si es que seguirse refiriendo a los países en bloques no es adherirse a cierto lugar común para los que impugnan el certamen), el de los nórdicos. Siguiendo la estela de la brillante propuesta artística del año pasado que realizó Islandia, burlando la “censura” con el proyecto Hatari, este país ahora nos enviaba una banda indie llamada Daði og Gagnamagnið (a la que han estilizado como Dadi para que sea más traducible e incluso risible) que parodian a la diva de ventilador (cliché eurovisivo) con sentimentalismo en un determinado momento de la canción (el minuto 02:00) y tocan instrumentos de mentira (otro cliché eurovisivo) y ataviados en una estética vaporwave, todo con unas notas muy funky que hacen las delicias incluso de los eurofans más capillitas (Nos sigue sorprendiendo como una banda tan aparentemente “alternativa” ha encandilado a fans de divas helénicas virtuosas y Biebers de Petrogrado, al fin y al cabo la mayoría de los fans del Festival). Esto nos sorprende y nos gusta, porque de hecho este concurso sigue teniendo genuinidad y actualidad por apuestas tan sofisticadas como esta: reírse de uno mismo haciéndolo con clase es toda una virtud.

En cuanto al resto del bloque nórdico, poco más que declarar. Las coristas del año pasado de Suecia este año han pasado a ser las cantantes principales –The Mamas– con una canción genérica de superación personal, la noruega Ulrikke con la típica balada dramática de diosa afectada pero que nos lo dice honestamente: “solo quiero tu atención”, los daneses con una apuesta tan machacona como improvisada (porque eso de elegir un cantante hombre y una cantante mujer y hacerlos cantar como si fueran un matrimonio consolidado no es nada nuevo) que parecen suplicarnos pasar a la final conscientes de que ese sería su techo y un señor por Finlandia, Aksel que, pese a resultar muy válido, ha sido el elegido en una tormentosa final nacional en la que iba a ganar Erika Vikman y no sabemos qué pudo ir mal. Bueno sí, su tema Cicciolina era una apuesta polémica que rozaba un tema tabú (el porno), y enteramente en finés (ya apenas se saborean canciones en idiomas distintos al inglés en un festival post-Brexit) que tenía todo cuanto deseamos: un vestido rosa chillón, un trono para ella sola y dos osos custodiándola (además de fuego a su alrededor). Pero ganó una canción de probador de tienda de ropa, y no pasa nada.

Culminando, nuestro recorrido hemos que recalar en la isla de Chipre con Sandro, un chico fit que es coherente con su cuerpo. Running, se llama la canción. Parece que estaban haciendo precisamente eso: corriendo porque no llegaban al plazo los chipriotas para escoger representante de entre los reservas de la discográfica y se quedaron con este señor que al menos en su nombre da el pego (pero es alemán). Poco que destacar en una canción hecha a destiempo. Y para destiempo, o incluso contratiempos, Francia. En el videoclip del tema este galán de anuncio de colonias aparecía encaramado a la torre Eiffel para parecer que la canción sonaba más francesa que inglesa, ya que gran parte de ella la interpretaba en inglés y esta sí, “tiene la equívoca virtud de parecer que ya la hemos escuchado”, citando de nuevo a Ullán. Como se ha comentado anteriormente con el tema de los revamp, luego recularon y la afrancesaron para no incomodar mucho al ministro de cultura (aquí hasta la RAE se encaramó con Barei). No nos podemos olvidar de nuestro estimado Blas Cantó, uno de los cantantes del momento en España del que hubiéramos esperado alguna propuesta menos “internacional” en la que sus posibilidades vocales no quedaran supeditadas ante el deseo de agradar a las masas, o peor aún al “uni-universo”.

En conclusión, nos quedamos con un año lleno de propuestas escénicas trufadas de rasgos identitarios (o incluso postidentitarios) que nos dan que pensar acerca de cómo estas naciones desean construir/negociar su imagen en la arena internacional que es Eurovisión. Nos quedaremos con las ganas a medias. Dada la cancelación y el hecho de que no se van a poder reciclar estas canciones para la edición de 2021 (que tendrá lugar “de nuevo” en Róterdam) muchas de las televisiones participantes han decidido “llevar” a estos mismos representantes a la edición del año que viene (entre ellos la RTVE). Así, cerramos este 2020 no tanto con un adiós sino con un Hasta la vista, baby, tomando evidentemente las palabras de Schwarzenegger en Terminator 2, y como decía otra de las canciones de este 2020, Serbia, en su estribillo (e incluso otras dos canciones más de Eurovisión, en 2003 Ucrania, y en 2008 Bielorrusia).