No ha fallecido, lo han matado. ¿Y ahora qué?

No ha fallecido, lo han matado. ¿Y ahora qué?

Hace apenas una semana amanecíamos con la noticia de la muerte de Samuel. Según los titulares, había muerto de madrugada, aunque la realidad es otra: el joven de 24 años había sido asesinado mientras le gritaban insultos homófobos. Samuel se ha ido y hoy la comunidad LGTBIQ+ todavía sangra, porque si tocan a uno nos tocan a todes y porque los hechos van mucho más allá: nos están matando, y no por amar o por con quién nos acostamos, sino por quiénes somos o quiénes interpretan que somos, como una oleada de compañeres han señalado en Twitter.

A muches ya nos habían llamado maricón, marimacho, y otros tantos nombres antes de que nosotres siquiera supiéramos que lo éramos. Nos obligaron a vivir un proceso de identificación acelerado para alimentar sus bromas y sus risas. Más tarde, las risas se convirtieron en acoso por bolleras, por trans, por maricas, por viciosas (porque de la bifobia también es hora de que hablemos). Y ahora nos matan; de nuevo. Pero no nos matan por amar, nos matan por existir. Por llevar una camiseta un poco más masculina de lo esperado, por mover las caderas al andar, porque no pueden clasificar nuestras apariencias en modelos binarios. El caso es que no hace falta saber a quién amamos para recibir golpes, porque nuestros cuerpos hablan por nosotres.

¿Y ahora qué? Ahora hay que empezar por reconocer que a Samuel lo asesinaron a grito de “maricón” en A Coruña y que los hechos casi se repiten en León, en Terrassa, en Sant Cugat, en Compostela, en Valencia, en Huelva o Barcelona, por ahora. Todas estas agresiones son LGTBIfóbicas. Es la homofobia, la transfobia, la bifobia, la que mata. No morimos por un brote de rabia o locura de una persona aislada, nos asesinan porque la LGTBIfobia está presente en todos los espacios: en instituciones, en centros educativos, en medios tradicionales o digitales y en nuestras propias casas. Por tanto, es esencial que empecemos a señalar estos comportamientos desde las posiciones de poder. Es imprescindible que las escuelas activen protocolos para condenar la LGTBIfobia y que hablen de diversidad más allá de una charla de una hora al año. Hay que educar a les niñes para romper los patrones que nos llevan a matar por odio. Asimismo, es igual de importante que las instituciones no permanezcan pasivas ante la situación que vivimos y que nos escuchen para poder frenar esta ola de violencia, así como que los medios de comunicación ejerzan su función, condenen los hechos por lo que son, un asesinato homófobo, y dejen de blanquear discursos fascistas dándoles minutos de exposición para transmitir un odio y una desinformación que claramente permea en la audiencia.

Por otro lado, y me atrevería a decir que más importante, es momento de poner las masculinidades en el centro de la conversación. Los agresores usan insultos como “maricón” para demostrar su virilidad frente a otros hombres, porque sienten la necesidad de defender su ego ante la simple presencia de una persona disidente, alguien cuya masculinidad es extirpada con una rápida lectura de su apariencia. El lenguaje de las masculinidades es la violencia frente a lo que se interpreta como amenaza, y es por eso que debemos incidir en estos comportamientos desde todos los ángulos, ya sea desde la educación, la cultura, los espacios virtuales o los espacios de sociabilidad, para proponer modelos que descentralicen la agresividad de la idea de lo masculino y lo viril. Es imprescindible que las personas que no forman parte del colectivo reconozcan su responsabilidad en el asunto, pues son ellas (o mejor dicho: ellos) quienes deben poner límite a ciertos comportamientos, comentarios o pensamientos. Si seguimos tolerando el uso de términos como “maricón”, “bollera” o “travesti” a modo de insultos o burlas, el patrón se mantiene. Debemos permanecer firmes y ser conscientes de la repercusión del lenguaje y el uso que hacemos de él. Tenemos un impacto real en nuestro círculo más cercano, y el cambio empieza ahí, deteniendo la conversación para hacer entender a nuestro entorno que tales términos no son aceptables. Pero eso solo lo conseguiremos si las personas que no forman parte del colectivo toman conciencia de su responsabilidad social.

Nosotres seguiremos gritando, organizándonos, cuidándonos, luchando y, si podemos, escapando de la represión policial. Pero en vuestras manos está que nuestras acciones no sean en vano. Necesitamos que uséis vuestras plataformas, que frenéis comportamientos LGTBIfóbicos de personas cercanas y que gritéis con nosotres. Por Samuel, por tantas otras víctimas y por quienes salimos a la calle con miedo a que el próximo titular lleve nuestro nombre; #simematanqueardatodo. 

Espacios digitales y costumbrismo millennial: una historia de ironía, memes y cultura trash

Espacios digitales y costumbrismo millennial: una historia de ironía, memes y cultura trash

Que somos la generación más acomodada, con menos ganas de trabajar o la más sensible. Estos son algunos de los argumentos más recurrentes que las personas nacidas entre el 1990 y los 2000 escuchamos a diario por parte de generaciones anteriores. Ahora bien, ¿qué es aquello que los llamados boomers no acaban de entender? Si bien es cierto que no hay consenso en lo que divide a lxs millennials, de lxs zennial y gen-z, hay un factor que indudablemente nos une: la virtualidad. Por primera vez, una generación ha crecido en un entorno que no solamente es físico, sino que, con nosotrxs, se ha gestado un nuevo espacio digital. Un espacio en que nos hemos situado a pesar de la novedad y el recelo del mundo adulto, que nos ha concedido la posibilidad de desarrollarnos sin ciertas presiones de las que no podríamos escapar en un mundo regido por normas sociales estrictas. Pero sobre todo, el virtual es el espacio que nos ha permitido desarrollar nuevos códigos de comunicación, y es justamente eso lo que ha creado la brecha entre generaciones.

Con esto no quiero decir que internet sea un espacio desjerarquizado y sin ningún tipo de presión sobre los individuos. Ello comportaría una visión ingenua y poco matizada de la realidad virtual, algo que debería estar ya más que superado. Lo que sí pretendo remarcar es cómo este entorno que se gestó a partir de la generación millennial se ha convertido en una extensión de la realidad física, en una parte esencial de la experiencia de las nuevas generaciones. Por tanto, el error estaría en considerar, como todavía hacen algunas personas, que ambos escenarios, el físico y el digital, están claramente delimitados y son fácilmente diferenciables. Por el contrario, es vital comprender que los códigos que se han desarrollado en un marco digitalizado han impregnado el espacio físico, hasta ahora el único considerado real. Debemos entender, pues, que un emoji comunica tanto como una palabra registrada en el diccionario, o que una relación afectiva establecida en el espacio virtual es igual de real que un vínculo creado entre personas físicas. A fin de cuentas, nada cambia en la comunicación entre dos individuos más que el entorno a través del cual se relacionan.

Con todo un medio por explotar, no es de extrañar que las generaciones más jóvenes hayan encontrado nuevas maneras de relacionarse con y a través del entorno. En un espacio en que prima la inmediatez y los impulsos cortos pero multisensoriales, resulta evidente que nuestros períodos de atención hayan disminuido, como demuestra la preferencia por aplicaciones como TikTok o espacios como las historias fugaces de Instagram. De la misma manera, somos la primera generación que tiene toda la información al alcance con una sola búsqueda en Google, lo que ha comportado un cambio en las metodologías de aprendizaje (aunque parece que el sistema educativo todavía no se ha instalado esta actualización). Con tan solo un clic podemos acceder fácilmente a un resumen del Quijote, o a un vídeo-resumen de la obra y el pensamiento marxista. Que no se sorprenda nadie si la juventud empieza a mostrar menos interés por los grandes clásicos y más por los memes. Que se prepare el profesorado universitario para empezar a corregir redacciones y tesis plagadas de referencias a YouTube o Twitter y no a Aristóteles, Kant o Butler.

Asimismo, los aparatos digitales se han convertido en una parte fundamental de nuestra existencia, pues se hace inimaginable salir a la calle sin el teléfono móvil, por ejemplo. Estas tecnologías han devenido parte de nosotrxs, un accesorio imprescindible, prácticamente una extensión del propio cuerpo. Nuestra realidad, por tanto, se ha visto también afectada. Poco tiene que ver ya nuestra cotidianidad con acercarnos a la plaza del pueblo o juntarnos con nuestro círculo de amistades en el parque del barrio, en parte por los nuevos modelos de la vida urbanita y en gran parte porque nuestro día a día ya no se desarrolla en el pueblo o en la ciudad, sino en los algoritmos. Nuestro día a día consiste en dejar las historias de Instagram correr mientras nos lavamos los dientes porque nos molesta el aviso de que hay contenido nuevo, o en abrir Twitter para compartir la última interacción con las vecinas y, de paso, ponernos al día de las últimas noticias. La cotidianidad de las nuevas generaciones es un híbrido entre la realidad palpable del espacio físico y las notificaciones de WhatsApp e Instagram. El costumbrismo de Sorolla se ha convertido en el costumbrismo millennial – o quizá más acertado: zennial, en referencia a lxs nacidxs a partir del 1994 – en el costumbrismo de los memes, del humor basado en la autoridiculización y de lo trash.

Las redes se han inundado del día a día de toda una generación, de la cotidianidad más absoluta. Los nuevos retratos costumbristas no están expuestos en El Prado, están expuestos en internet, porque ¿quién dijo que las apps no son un museo? Como propone la youtuber Ter en su manifiesto en defensa del millennial, ¿es que acaso no usamos Instagram como si de nuestra galería personal se tratase? ¿No son las redes sociales un escaparate que usamos para mostrar al resto de usuarixs nuestro talento, nuestros logros y nuestra rutina diaria a partes iguales? Vivimos en una performance constante. Nos hemos convertido en nuestro propio avatar. Un avatar que creamos a partir de los memes, de imágenes descontextualizadas y vaciadas de contenido para saturarlas más tarde de nuestras inseguridades convertidas en ironía, en humor. Somos el reflejo de nuestro yo virtual, aquello que ha permeado y que hemos trasladado a un día a día en que el futuro es cada vez más incierto y en que lo único que vislumbra al final del túnel de la crisis socioeconómica no es más que la posibilidad de transformar esta realidad a través de un clic, de un tweet cargado de rabia y reivindicación o de una historia fugaz en la que de fondo suena Bad Gyal.

La generación millennial se ha pasado el juego y se ha comido al costumbrismo para transformarlo en la máxima expresión de la ironía y el humor que nos caracteriza. La nueva moda está en lo trash, en el reclamo de lo absurdo y la reivindicación del sinsentido. Esta es la experiencia millennial.