El canto del mundo

El canto del mundo

La lectura de un libro singular de Marina Perezagua (Sevilla, 1978), publicado en septiembre de 2019, me ha provocado un fogonazo, una sacudida mental, en unos momentos de publicaciones literarias, en el ámbito hispanohablante, en los que me encontraba a punto de tirar la toalla y retirarme para volver a los clásicos. ¿Había alguna novedad que valiera la pena leer a finales de 2019? Sí, la había: Seis formas de morir en Texas (Barcelona, Anagrama). En esta novela se cuenta, por un lado, la historia de un hombre que busca la paz para su familia china en el seno de una tradición budista. En su búsqueda comete crímenes, sobornos, depreda y huye finalmente desistiendo de su empeño. Pero el verdadero hilo conductor de la obra lo constituyen las palabras de una mujer que se (re)construye a sí misma desde las cuatro paredes de una celda en el corredor de la muerte, en una prisión estadounidense.

El chispazo desencadenante de la trama argumental es la bala que le disparan a Zhou Hongqing, un preso del centro penitenciario de Guangzhou (China), que no le produce la muerte inmediata para así poder extraerle el corazón del cuerpo aún vivo. Este órgano lo recibe un estadounidense quien ha pagado una elevada suma por él.  A Linwei, hijo del ejecutado, y más tarde a Xinzàng, el nieto, les embarga una única ambición: concluir la búsqueda del corazón de su padre-abuelo para apagarle la vida, pues según su creencia, una parte de su shen, que se transfiere y anida en los hijos, está en el corazón, y hasta que este no deje de latir, el espíritu de la persona muerta no descansa. Edward Peterson (Austin, Texas), que recibe el órgano, muere de muerte natural. Su hijo, James T. Peterson será el donador de esperma para que la madre de la protagonista, de la segunda, aunque más importante línea argumental, pueda tener descendencia. Ahí se juntan los recorridos vitales: Xinzàng, quien en EEUU se hace pasar por Zhao, y Robyn, la joven e inocente portadora del shen de aquel abuelo chino, que es ciega desde un accidente sufrido a los 7 años, en 1992. Esta desgraciada persona – “niña topo” (p. 24)-, al regresar una noche a su caravana, alcoholizada y drogada, encuentra a su madre muerta de once cuchilladas. Según le cuentan a Robyn, le falta el corazón. El asesino no aparece y es a la hija a quien acusan de haber matado a su madre. Aquí empieza lo que se desarrollará durante toda la novela como una puesta en abismo de las actuaciones policiales y judiciales en EEUU; y de forma paralela, la revelación de las prácticas de asesinatos en la República Popular China, pues Zhou Hongqing fue solo uno de los casi once mil ejecutados (p. 19) cada año durante la década de los ochenta por los mismos motivos. Robyn es encarcelada, maltratada, juzgada a los 16 años. Su sentencia es la pena de muerte, cuya forma (una de las «seis formas de morir en Texas») podrá ella elegir por ley. Después de 16 años en el corredor de la muerte, a los 32, decide ponerse a escribir cartas “como testimonio y como despedida” sobre su vida. Se las dirige o bien a su padre – quien a cambio de devolverle la vista a su hija biológica dándole sus propias córneas recibirá el corazón de Robyn -; o bien a Zhao, quien se convierte en su representante legal. El arco temporal-espacial abarca desde el 2 de febrero de 1984 en el patio central del centro penitenciario de Guangzhou, hasta el 31 de diciembre de 2017 en el zoológico del Bronx, Nueva York. Esta exactitud documental es solo una gota de agua en el océano novelesco. Sabemos que la inserción de elementos documentales en un universo de ficción ha producido numerosas obras de arte el las últimas décadas, tanto en el cine como en literatura. Pero la dimensión de lo documentado en este libro de 281 páginas, se compensa con la franqueza límpida, diáfana, de la voz de un narrador omnisciente que mueve y organiza los capítulos, rompe expectativas, hilvana un desarrollo saltarín de la trama, teje una urdimbre que pone entre las cuerdas nuestra propia y asimilada cordura de lectoras. En nota a pie de página (p. 149-150) se explica: “Tanto esta como todas las escenas y descripciones referidas en este libro a la práctica ilegal de trasplantes de órganos en China están documentadas y se corresponden con casos reales. (…) Fuentes e indagaciones rigurosas atestiguan que estas operaciones siguen practicándose”; y a continuación se dan detalles bibliográficos de estudios e investigaciones sobre los asesinatos masivos. A las informaciones adicionales en forma de notas a pie de página se le añaden varias páginas de notas con datos bibliográficos y referencias online.

 Seis formas de morir en Texas es una novela unívoca y plural a un tiempo. La unicidad viene dada por el tema central: “la extracción de órganos humanos de prisioneros para abastecer el floreciente negocio de trasplantes” (p. 150). Ahora bien, en el universo de ficción que divisamos a través de una inteligente composición y una trama sub-versiva, desestabilizante, aparece una pluralidad de voces y de materiales narrativos. La mirada (voz) omnisciente revela desde las primerísimas líneas que “de todas las crónicas, ninguna entraña tanta dificultad a quien intenta comunicarla como la que sucede dentro de los límites del ser humano … Yo, que cuento la historia que leerán a continuación, puedo distinguir a vista de pájaro las grandezas y las ruindades de las mentes que la pueblan. Allí donde el lector ve solo una frase a mí se me despliega la panorámica de las conductas” (p. 13). Por un lado, se nos coloca en el interior de quien vive y experimenta la certeza de que va a morir. Esta persona que hasta el momento de su escritura no “ha vivido” sino que solo es, va creciendo como persona con entidad propia conforme va adquiriendo saberes y sabores reales. Quienes leemos somos testigos de los entresijos y redes de su mundo interior, que, por ficticio, no deja de ser real. A su vez, nos presenta la relación que ella misma establece con el mundo a sus costados: otras reas pendientes de ser ejecutadas, maltratadas como ella misma por los guardianes. Las vejaciones que sufren se condensan en tres palabras en la entrada de su diario del día 10 de octubre de 2017: “Me han violado.” El resto de la página queda en blanco. Silencio. Es la voz del narrador quien retoma el hilo del relato contando cómo reacciona Robyn después de la violación: lavándose de forma convulsiva. No denuncia: “Sabe que las violaciones son comunes y conoce la impunidad de los guardias” (174). Como en un acto de globalización, la voz narradora explica y expone que “A la misma hora en que Robyn escribió esas palabras, en el mundo sucedían infinidad de cosas tan ajenas como, en cierto modo, conectadas a su violación, al sudeste de un país que se llama España“ (pp. 175-179).  Se describen hechos reales acaecidos en 2012 en una finca de Fuente el Álamo (Murcia): cómo tres trabajadores de una granja y su dueño matan a palos golpeándolos en la cabeza y en todo el cuerpo a cinco cerdos sin razón aparente. Una granja fácil de ubicar en nuestra geografía dado que aparece el nombre real. A continuación, se nos lleva al noreste de China, en las riberas del río Liao, donde existe lo que se denomina una granja de personas: los sótanos de un hospital donde se extraen de personas vivas sus órganos para trasplantarlos a otras que han pagado grandes sumas de dinero por ellos. Es esta la importancia de ver lo que se nos oculta, porque “Lo que se nos oculta significa” (p. 246).

Ya sabemos, pues, qué está pasando. Fogonazo. Robyn, la joven que no fue y ha devenido en ser, inventa y crea gracias a sus textos -poéticos, narrativos, reflexivos, descriptivos- su libertad interior, la convierte en “el canto del mundo” y nos la ofrece englobándonos en su/nuestra realidad. Al final, somos depredadores si no pertenecemos a esa especie particular que ve en el otro el creador del canto del mundo.

Fiestas que se vuelven desagradables: Hombres vistos por mujeres y mujeres vistas por hombres.

Fiestas que se vuelven desagradables: Hombres vistos por mujeres y mujeres vistas por hombres.

Me da reparo afirmar que me sentí identificado parte de «Había una fiesta» o que entendí o me sentí cercano a cómo se sienten las protagonistas de esta presente novela. Porque por mucho que me interese la literatura femenina, como los que habéis leído otras reseñas mías ya habréis deducido, no soy una mujer y no tengo ni idea de cómo es la experiencia de ser mujer. Lo que si que puedo decir es que siempre trato de preguntar a mis amigas, conocidas y familiares por sus experiencias y trato de estar atento a todo lo que sucede alrededor de ellas por el hecho de ser mujeres. Porque a menudo siento que me acerco más al feminismo cuando trato de acercarme a la idea de qué significa ser mujer en las experiencias particulares de ellas que en las lecturas más abstractas de Butler o Federici (aunque esto último también ayude).

Así que cuando leí que María se sintió intimidada y sola por el hecho de que su amiga Nadia flirteara con un italiano que minutos antes había contribuido a casi asfixiar a su amiga forzándola a beber alcohol a través de un tubo, pregunté a amigas y familiares de edades diversas por experiencias similares. No tardaron en hablarme de fiestas y viajes en los que tenían que soportar a tipos siniestros y babosos a menudo porque una de sus amigas se sentía complacida con que alguno de ellos le riera todas las gracias. Así fue como me di cuenta de como de universal resulta esta corta pero intensa novela.

«Había una Fiesta», habla de un grupo de cuatro amigas, María, Nadia, Jero y Paula, que viajan en el verano de sus dieciocho años a la costa italiana. Un viaje que está condenado a complicarse y que desencadena en una experiencia traumática. La narración no nos habla tanto de la experiencia en si, cosa que agradezco puesto que se estila últimamente un gusto por la morbosidad y los detalles escabrosos que no comparto demasiado, sino de cómo afectan las situaciones que viven sus protagonistas durante el viaje y los diversos incidentes que suceden en él a raíz de la personalidad de cada una de ellas que se va dibujando tanto en el presente novelado como en diversos flashbacks.

Paula y María, que comparten inquietudes artísticas, la primera por la literatura y la segunda por la música, se presentan como más introvertidas y reflexivas, mientras Jero y Nadia son mas terrenales y alocadas. Pero la novela también va de cómo unas influyen a las otras y como no siempre todo es blanco o negro. Son precisamente las reacciones inesperadas, las que se salen del rol en el que parecen estar encasilladas, las que más determinan el desarrollo de los acontecimientos. Por el camino vivimos con ellas un gran número de situaciones que resultan incomodas, no siempre por ser muy graves sino por ser reiteradas y constantes, simplemente por el hecho de ser un grupo de chicas jóvenes que viajan solas, da sole, como les recuerda uno de los impertinentes hombres que las increpan sin motivo alguno. Resultan situaciones frustrantes por las inseguridades que les acaban generando, por lo invisibles que a menudo resultan y se convierten en deseos de que el mundo fuera diferente. No es de extrañar que terminen por mostrarse a la defensiva delante de cualquier acercamiento masculino, tenga las intenciones que tenga y vivan mas tranquilas teniendose solo unas a otras.

Con quien me sentí más cercano es con María, quizás porque la novela le da un peso especial a ella. Tal vez porque mi carácter y el de personas cercanas a mi es parecido al de ella o quizás porque todos en el fondo queremos ser como María y que alguien un día de repente nos diga que tras toda esa inseguridad e introversión existe un fuerte potencial por descubrir y explotar, que llevamos mucho más dentro de lo que mostramos y que nuestra personalidad es mucho mas completa y rica de lo que nosotros mismos habíamos creído en un principio, pese a todas las piedras en el camino. Porque María admira a Jero y Nadia por su ímpetu y naturalidad sin saber que la admiración es recíproca por motivos diferentes.

Finalmente, la novela da un mensaje que no tiene tanto que ver solo con la feminidad y es que con frecuencia se llega a un momento en la vida (a menudo son mas bien momentos) en los que nos damos de bruces con la realidad, con lo que llamamos el mundo adulto, y descubrimos que aunque tratemos de disfrutar del momento y de seguir adelante siempre pese a cualquier problema con la esperanza, aún infantil, de que al final todo va a salir bien no todo siempre termina bien, no todo está siempre bajo nuestro control y la vida no perdona siempre que dejemos cosas para mas tarde. Es una reflexión interesante, aunque nos hagan madurar a base de golpes nos hacen madurar al fin y al cabo. Como dice Marina en su libro, la vida parece detenerse, pero a pesar de todo, sigue adelante.

Leí en una entrevista a Marina donde comentaba que a veces le cuesta acabar de entender porqué hay hombres que leemos su novela y que tiene curiosidad por saber qué sacamos de ella. Esta novela no entraba en mis previsiones de reseñas, pero ha terminado por gustarme más de lo esperado y esa entrevista terminó por picarme. Siempre es bueno ver nuestra actitud desde el otro lado del espejo. Es cierto que a veces tenemos comportamientos inapropiados sin darnos cuenta, comportamientos que tienen poco que ver con una relación entre iguales y mucho que ver con la cosificación de la mujer que tenemos delante, incluso con mujeres a las que aprecio mucho me ocurre a veces y cuando me doy cuenta me siento muy mal por ello y hago todo lo que puedo para no repetirlo. También les ocurre a algunos hombres de la novela, y mientras la lees resulta muy evidente pero cuesta mas juzgarse a uno mismo. Por eso creo que lo mas importante para mi es que nos comuniquemos y nos escuchemos y perdamos el miedo a ser revisados y a revisarnos a nosotros mismos.

 

Sobre «La paradoja de la historia», de N.Chiaromonte: paradoja o conmoción

Sobre «La paradoja de la historia», de N.Chiaromonte: paradoja o conmoción

Título: La paradoja de la historia. Cinco lecturas del progreso: de Stendhal a Pasternak
Autor: Nicola Chiaromonte
Traducción: Eduardo Gil Bera
Editorial Acantilado (2018)
Colección: El Acantilado, 372
224 págs.

            Una de las principales fortunas que comporta la publicación en castellano de La paradoja de la historia radica en brindar al lector la oportunidad de descubrir la figura de Nicola Chiaromonte: quien haya accedido a la lectura del presente volumen sin previa noticia de su autor habrá gozado del privilegio —no exento de simétrico riesgo— que dicha situación otorga. Preguntarse si Chiaromonte es un intelectual justamente olvidado equivale, en este caso, a preguntarse si Chiaromonte es un intelectual justamente recuperado. Y conviene a tal respecto reparar en el entusiasmo con el que se ha avivado su reivindicación en el contexto hispanohablante durante los últimos años. Destacan en este sentido, además de la edición que aquí se reseña, los esfuerzos de Salvador Cobo, quien no solo ha proyectado, elaborado y difundido una buena suma de notables traducciones de trabajos dedicados a o firmados por el pensador italiano (en Ediciones El Salmón y Revista Cul de Sac, con el apoyo de la Biblioteca Gino Bianco: https://nicolachiaromonteblog.wordpress.com), sino que asimismo ha introducido en nuestro idioma la obra de Dwight Macdonald, íntimo amigo de Chiaromonte y fundador de la revista politics en 1944, cuya contribución puede entenderse como uno de los contrapuntos más relevantes para la comprensión del trasfondo político en el que se recorta La paradoja de la historia, especialmente en lo que al debate sobre el progresismo se refiere.

            El interés que despierta Chiaromonte no es, por lo demás, algo sorprendente si se atiende a su biografía: estandarte de la lucha antifascista en Europa, primero (formó parte del escuadrón aéreo liderado por André Malraux en la guerra civil española), y en Estados Unidos, después (militó en la izquierda intelectual anti-stalinista, publicó artículos en medios como la mencionada politics, The Nation o la Partisan Review, y fue editor de la revista italiana Tempo Presente, junto con Ignazio Silone, hasta finales de 1968). Exiliado de su Italia natal, pero nunca del ideario desde el que había combatido a Mussolini, Hitler y Franco, fue en América donde alumbró La paradoja de la historia con motivo de la invitación de la Princeton University en 1966 para participar en los Gauss Seminars (su ciclo de conferencias, rotulado Relation Between History and the Novel, discurrió en paralelo a Contemporary Interpretations of Romanticism, el curso impartido por Paul de Man que años más tarde daría lugar a Blindness and Insight). Si a estos hitos y  reconocimientos añadimos el testimonio de amistades como Hannah Arendt, Albert Camus o Mary McCarthy nos hundimos en la extrañeza, precisamente, al comprobar la necesidad de devolver a nuestro autor a la popularidad que lo acompañó en vida. Acaso el interrogante por el significado de este olvido constituya uno de los puntos de fuga en los que se cifra el gesto político que implica semejante recuperación, pero extraiga cada cual  su propio juicio y ocupémonos en lo que sigue del análisis y comentario de la obra en cuestión.

            En primer lugar, cabe señalar que ésta se trata de un ensayo que habita un territorio difuso, colindante, por una parte, con la crítica literaria y, por otra, con la filosofía práctica. La alusión a novelas y novelistas es manifiesta, pero su tratamiento dista tanto del rigor filológico como de enfoques metodológicos próximos a las escuelas hermenéuticas imperantes en los Estados Unidos de las décadas de 1950 y 1960 —de hecho, el planteamiento de Chiaromonte se sitúa en unas coordenadas diametralmente opuestas a las que, por ejemplo, vertebraron de manera general la New Criticism—. Así, lo que a priori se anuncia como el decantado de la visión de la historia de Tolstói, Malraux, Stendhal, Martin du Gard y Pasternak finalmente se acaba pareciendo más a la exposición de una meditada premisa orientada al soporte de «Una época de mala fe», la sección conclusiva, diagnóstica y de marcada impronta moralista.

            Cada capítulo está consagrado, por tanto, a los presupuestos en relación con el concepto de historia que operan en títulos como Guerra y paz, La cartuja de Parma, Los Thibault, La esperanza o Doctor Zhivago. El resultado de estas prospecciones, sin embargo, es dispar. Ocupan una posición prominente las disquisiciones a propósito de Stendhal y, sobre todo, Tolstói, en cuya literatura se formula la paradoja de la que Chiaromonte nos advierte desde el mismo rubro de su libro. Las reflexiones en torno al escritor francés pueden interpretarse, entonces, a la manera de un postulado anticipador que polariza el resto de páginas que integran La paradoja de la historia: «[…] la gran epopeya no existe; ni siquiera la historia existe. Todo lo que hay son incidentes aislados, individuos aislados, fugaces impresiones subjetivas y, muy importante, el sueño juvenil de la epopeya napoleónica. Y además de todo ello existe el tumultuoso cúmulo de los llamados hechos objetivos» (p. 15). La grandeza del acontecimiento histórico y la solemnidad de las aventuras ceremoniales se disuelven en Stendhal con el espasmo de una carcajada irónica, y es el escepticismo generatriz de dicho acto, la animosidad deconstructora del gran relato de la Causa, lo que invoca Chiaromonte en la antesala de su conjura contra el Progreso. En esta cruzada replica el posicionamiento del propio Stendhal frente al estilo romántico representado por epítomes como Victor Hugo: si la «vida real», dominada por la tensión entre la búsqueda del beneficio personal, la casualidad y la voluntad ajena, es impotente para erigirse en el centro sinóptico desde el que la narración omnisciente despliega su letanía, Los miserables establece con la batalla de Waterloo el mismo tipo de vínculo que los personajes de La Bohème mantienen con los hepáticos bebedores de absenta que deambularon por el Barrio Latino durante la década de 1840. Cuando Chiaromonte decide contemplarse en el reflejo de la experiencia individual de Fabrizio del Dongo asume un rol autoconsciente que condena toda alegoría de ambición totalizante; el elemento audaz de su invectiva radica en una reducción al absurdo que funciona como bisectriz del romanticismo y la recepción norteamericana del marxismo soviético, como punzante analogía que compara la obstinación del nacionalismo decimonónico con la incapacidad de la izquierda progresista para saber descifrar el desenlace de la II Guerra Mundial y asimilarlo como síntoma del fracaso de sus esperanzas. 

            Pero lo que pese a tan encomiable programa suscita cierto sentimiento de perplejidad estriba no tanto en el contenido de La paradoja de la historia como en su forma: las «cinco lecturas del progreso» se prestan sin demasiada resistencia a la disposición enfrentada de dos contingentes enemigos sobre el tablero de una historia de la novela pergeñada ex profeso, en la que Stendhal debe medir sus fuerzas con Tolstói, Malraux con Pasternak, y donde cada duelo extiende una velada invitación al pensamiento de que en tales enfrentamientos siempre hay un único vencedor, a saber, quien fomente con mayor éxito la apostasía de la religión histórica. La apariencia de inventario no consigue camuflar este dispositivo ideológico, aunque su detección, ciertamente, evidencia un paralelismo con el problema que se tematiza en el apartado dedicado a Tolstói: la batalla, mutatis mutandis, es ahora el canon literario, y establecer una frontera entre los autores que elaboran una concepción laica de la historia y sus oponentes conlleva incurrir en la puesta en práctica de un dramatismo que ha sido proscrito por el propio crítico. El salvoconducto que diferencia a Chiaromonte de todos aquellos que engrosan las filas del progresismo edificante consiste en el reconocimiento explícito de esta contradicción, una toma de conciencia que turba a su víctima pero no la rinde, de modo idéntico a como el impacto del disparo vecino excitaba a Fabrizio sin disuadirlo de su compromiso, de su militancia.

            Fundamentalmente, «Tolstói y la paradoja de la historia» es un comentario de «El erizo y el zorro», de Isaiah Berlin, preocupado por las dificultades metafísicas que apareja el intento de conciliación entre una postura que declara libre al ser humano y la posibilidad de un discurso histórico que incorpore semejante idea. Esta antinomia, que puede ser ilustrada mediante expresiones alternativas, se resume en la yuxtaposición polémica del «intuitivo sentido humano de la libertad y el hecho evidente de que los acontecimientos a gran escala (aquéllos en los que un gran número de individuos parece obedecer a una sola voluntad y un solo poder) tienen que ser determinados por causas generales» (pp. 39-40). Huelga enfatizar la estrecha conexión que existe entre este dilema filosófico y el debate con respecto a la nueva hoja de ruta que debía guiar en la segunda mitad del siglo XX a la izquierda anti-stalinista de la que Chiaromonte formaba parte. La secularización de la historia, que en realidad se reduce a un reemplazo de los dioses del mundo clásico por los del mundo contemporáneo —aquéllos que dotarían a determinados sujetos de la justificación necesaria para el ejercicio de su dominación—, concierne a Tolstói, sin embargo, en la medida que continúa requiriendo una explicación que deshaga el nudo gordiano de la lógica del poder: ¿cuáles son, en nuestras sociedades postindustriales, tales fuerzas?

            Chiaromonte examina la tesis tolstoiana según la cual la conciencia de libertad sería la fuente de un autoconocimiento completamente aislado e independiente de la razón. El argumento descansa sobre la base de la imprevisibilidad, de la indeterminación que caracteriza a las acciones consideradas como libres. Y de ello se sigue que la historia, entendida como la disciplina encargada de comprender la interacción entre el azar y ambas potencias —las que emergen del individuo que se piensa libre y las encarnadas por los focos de irradiación del poder—, representa un campo privilegiado de conocimiento. Esta pretensión acarrea, a su vez, tres asunciones: 1) que no (o que ya no) tenemos una verdad o certeza esenciales, pues en caso de tenerla no seguiríamos buscándola en el campo de la contingencia y la relatividad; 2) que no buscamos esa verdad en el dominio del espíritu, sino en el de la acción, lo que quiere decir que a pesar de encontrarnos en un estado de confusión e incertidumbre, estamos persuadidos de hallarnos en el más sólido de los ámbitos —el de los hechos y los actos—; y 3) que identificamos las acciones políticas y bélicas —la violencia organizada con un propósito— con una moral absoluta. Ante ello, Tolstói reivindica la novela desde la convicción de que solo el arte es capaz de elaborar una narración que atienda a dichos parámetros. Y Chiaromonte, en un gesto análogo, reivindica la crítica literaria —o, cuando menos, algo que no se diferencia demasiado de ella— como la arena en la que con mayor efectividad política se disputan los escollos teóricos de la lucha contra el progresismo. Mejor que en ninguna otra parte, Tolstói distinguió estas dos perspectivas en «Algunas palabras a propósito de Guerra y paz»: «El historiador y el artista se proponen, al bosquejar el cuadro de una época, objetos completamente diferentes. El historiador partiría de un error si quisiera representar a un personaje histórico en su totalidad, en la complejidad de sus relaciones con todos los lados o aspectos de la vida. Del mismo modo, el artista no haría bien su labor si presentara siempre a su personaje en su actitud histórica. Kutuzov no está siempre en su caballo blanco, con un catalejo en la mano y señalando el lugar en donde se halla el enemigo» (Tolstói, L. (2011). Guerra y Paz (vol. 2). Madrid: Alianza Editorial, p. 919). Los textos dedicados a Martin du Gard, Malraux y Pasternak son variaciones —menos logradas— sobre este mismo tema, que podemos sintetizar en el par categórico «destino-carácter»: una dicotomía que la tradición filosófica ha explorado con especial fertilidad.

            La crítica de Chiaromonte a la «época de mala fe» que se despliega en el capítulo final insiste en la reformulación de la discusión moral y política en términos de descreimiento con respecto a la evolución, el progreso o el perfeccionamiento sostenidos desde una concepción proyectiva de la historia. Antes bien, las ilusiones frustradas, las esperanzas malogradas o, en definitiva, el resultado de los acontecimientos imponen un retorno a la realidad por la vía de la conversión a la inmediatez de la experiencia y la naturaleza. Esta retórica del desengaño y la resistencia puede recordar a la revisión de las virtudes teologales por parte de figuras como A. Camus o G. K. Chesterton, lo cual supone un elemento más de juicio a la hora de interpretar no solo La paradoja de la historia, sino la aportación intelectual de Chiaromonte en su conjunto. Es el regreso a la esfera individual del problema —en la que el sujeto ha de situarse frente a sí mismo, frente a la sociedad y el mundo— probablemente el legado más desafiante y controvertido del pensador italiano: «El primer paso es liberarse de la fe en el mundo actual y sus ídolos, que lo convierten a uno, por elevadas que sean sus ideas, en su cómplice y prisionero. El segundo es rechazar la más pervertida de las ideas comunes, a saber, que el curso de las cosas debe tener un solo significado, o que un solo sistema puede integrar todos los acontecimientos y justificarlos en nombre de una idea abstracta o una “tendencia” histórica. El tercero es liberarse completamente del falso optimismo que subyace en el movimiento acelerado pero estructuralmente predeterminado de las sociedades contemporáneas. Por último, hay que aceptar el hecho de que el mundo y nuestra existencia son sólo fragmentos de una totalidad eternamente impenetrable» (p. 219). El lector habrá de dirimir si este itinerario, paradójico a voluntad, es suficientemente convincente o si, por el contrario, es suficientemente conmovedor. En cualquier caso, no deja de ser significativo que alguien como Chiaromonte creyese en los últimos años de su vida que ambas cosas eran equivalentes, y que los renglones del presente (como también se defiende desde la tradición literaria a la que pertenece Tolstói) debían escribirse en el lenguaje de la compasión.

Balenciaga y las santas de Zurbarán. Sobre Alta Costura, por Florence Delay

Balenciaga y las santas de Zurbarán. Sobre Alta Costura, por Florence Delay

 

Título: Alta costura

Autor: Florence Delay

Traducción: Manuel Arranz

Editorial Acantilado (2019)

Colección: El Acantilado, 389

88 págs

            La publicación de Alta costura, de Florence Delay, coincide con la exposición temporal “Balenciaga y la pintura española” en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza. Ambas iniciativas abordan una idea que se ha esbozado con anterioridad —por ejemplo, en la pionera monografía de Marie-Andrée Jouve sobre el diseñador de moda—: la aseveración de que «la pintura española es sin lugar a dudas la principal fuente de inspiración de la que Balenciaga extrae sus ideas». Pero, si en la muestra comisariada por Eloy Martínez de la Pera es Balenciaga el centro gravitacional que polariza cada uno de los cuadros que la integran, en Alta costura el peso temático es el inverso, descansando sobre la figura de Zurbarán y su serie dedicada a retratos de santas. El texto de Delay comienza con una sutil observación al respecto: la simetría que existe entre la indiferencia con que éstas portan sus excelsos trajes y la impavidez con que sujetan los diversos instrumentos que fueron herramientas de tortura en sus respectivos martirios. El misterio que recorre esta extraña analogía atraviesa también la biografía de quien representa una de las máximas expresiones de la pintura en la España del Siglo de Oro; frente a la abundante información de la que disponemos en el caso de Velázquez, numerosos son los vacíos que hacen vidriosa a nuestra mirada la imagen proyectada en vida, más allá de los lienzos, por Zurbarán. Ello constituye asimismo un interesante trasfondo para las reflexiones de Delay, que se articulan en breves capítulos titulados con el nombre de sus protagonistas y agrupados conforme a distintos motivos temáticos, a excepción del tramo final, donde se traza la conexión con Balenciaga, y de tres apostillas, en las que se recopilan datos históricos sobre Zurbarán y funcionan a la manera de bisagras con relación al resto del material de Alta costura.

            Se inicia este detallista itinerario con dos de las muchas historias cuyo denominador común ha dado en llamarse el «milagro de las rosas»: las de Casilda de Toledo e Isabel de Portugal. El patrón se replica en ambos apartados: primero, una cuidada descripción de lo que contemplamos dentro de los límites del marco, prestando especial atención al modo en que la indumentaria se ilustra mediante adornos, pliegues y bordados. A continuación, una semblanza contextual de la repetición del complemento del ramo de rosas, aquí sintetizada en la siguiente secuencia: «Muchachas, mujeres jóvenes, desobedecen la autoridad de un padre o de un esposo en nombre de un impulso irreprimible. Padres o esposos, estupefactos después del desmentido milagroso de su acusación, dejan libre curso a su vocación» (p. 19). Sigue la paradoja de Justa y Rufina, que hunde sus raíces en la tradición de Sevilla, y se funda en la tensión del contraste entre la austeridad con que la leyenda caracteriza a las dos santas y la suntuosidad de los vestidos con que el pincel de Zurbarán las dibuja (esto mismo puede extrapolarse a la colección en su totalidad). Las impetuosas tres Catalinas de Alejandría y la Margarita de Antioquía, vestida de pastora, son entrelazadas por Delay a través del recuerdo de pasajes del juicio a Juana de Arco (Delay encarnó a la heroína en la adaptación cinematográfica de Robert Bresson, Procès de Jeanne d’Arc, de 1962), quien las invoca frente a los inquisidores para reafirmarse en su defensa.

            Marina de Aguas Santas, Águeda de Catania, Lucía de Siracusa, Engracia de Zaragoza, Eulalia de Mérida (que da nombre al primer texto literario escrito en lengua francesa, la Secuencia de santa Eulalia, compuesta hacia el 880), Eufemia de Calcedonia,  Inés, Emerenciana y, finalmente, Apolonia (la última en ser visitada por Delay, y cuya localización en el Louvre es hallada sólo después de haber resuelto varios enigmas) completan el extraordinario catálogo, haciendo de Alta costura un híbrido a caballo entre el entretenido santoral y el cuaderno de notas inteligente y minucioso. El libro concluye con dos referencias fugaces al mariscal Soult, un apellido clave para el rastreo del itinerario de algunas de las obras de las que habla Delay, y con la mención a Balenciaga y al museo de Getaria, donde la autora corroboró su intuición a propósito del vínculo entre los dos artistas españoles.

           

           

La Venus descendida del Olimpo: Sobre «La exposición» de Nathalie Léger

La Venus descendida del Olimpo: Sobre «La exposición» de Nathalie Léger

Título: La exposición

Autor: Nathalie Léger

Traducción: Carlos Ollo Razquin

Editorial Acantilado (2019)

Colección: Cuadernos del Acantilado, 97

144 págs.

 

            No es casual que el libro de Nathalie Léger comience con un párrafo enigmático, más próximo a la invocación poética fictiva que a la lógica proposicional ensayística, y en un estilo que puede recordar a Émile Littré. Tampoco que a continuación se recojan las palabras de la princesa de Metternich, uno de los testimonios que engrosan la lista de los no pocos consagrados a la belleza de quien constituye el trasunto del recorrido de La exposición, Virginia Oldoïni, Condesa de Castiglione: «Me quedé de piedra ante tal belleza prodigiosa: ¡qué preciosos cabellos, qué cintura de ninfa, qué tez de mármol rosado! En una palabra, ¡es una Venus descendida del Olimpo! Nunca había visto una belleza semejante, nunca volveré a ver otra igual!» (p. 7). La combinación de ambos materiales, el monólogo interior y el elogio epatado, resumen con bastante precisión el dispositivo retórico del breve texto de Léger.

            De la historia de la aristócrata a la autora le interesa el ritual del posado, la potencia simbólica del protocolo que tenía lugar en el estudio de Mayer & Pierson. Los datos biográficos se confunden en la narrativa con el monólogo interior, a veces reflexivo —«ella no acude a fotografiarse para obtener un resultado, no es por la imagen por lo que visita al fotógrafo, ni por la escurridiza sustancia que cubre los pequeños rectángulos de cartón sobre los que se inclinará más tarde en vano, sino por el tiempo del posado; está allí por esa espera, por ese momento de perfecto olvido de ella misma a fuerza de pensar sólo en ella misma» (p. 17)—, a veces críptico —«Librarse del maleficio de esta sumisión, romper con esta crueldad» (p. 27)—, conformando lo que acaso convenga dilucidar mediante la metáfora de una tropología de la sugestión. No se sabe muy bien qué pretende decirnos Léger, si es que pretende decirnos algo; sus frases se encadenan como susurros de mensajes entrecortados, como adivinanzas pronunciadas por un oráculo autoconsciente enfrentándose a misterios que tampoco él comprende. A medio camino entre la confesión, la lírica y la autoficción, los devaneos de esta voz en primera persona resultarán irritantemente ensimismados si no se quiere advertir en ellos lo que yace tras la sonrisa escondida de la Condesa en sus sesiones con Pierson.

            Son particularmente agradecidos ciertos contrapuntos, como las citas de Robert-Houdin, las ¿imaginarias? irrupciones de los compromisos profesionales de Léger en calidad de directora del Institut mémoires de l’édition contemporaine, que se imbrican sin fricción con el resto del relato, o las pequeñas pero amables dosis de erudición, administradas bajo la forma de alusiones pasajeras a Goethe, Schiller o el diccionario Trésor de la langue française. Precisamente, es en el compendio de las acepciones del término “exposición” donde se brinda uno de los momentos más luminosos del soliloquio: «el proyecto de toda exposición: simple y llanamente disponer el abandono de algo en secreto» (p. 96). Dispuesto en párrafos engarzados sin solución de continuidad, La exposición se presta a una lectura ininterrumpida, de principio a fin, penetrando con una cadencia constante pero progresivamente íntima en el universo interior de Léger y su juego de espejos con Virginia Oldoïni. De estas páginas decantamos la sensación de presenciar algo similar al proceso que aquellas tratan de capturar, la exposición del acto mismo de exponerse. Y ello acontece con idéntica sutileza a la cultivada por la Condesa: a la manera de una revelación deslizada entre recuerdos y ademanes, como la musitada cantilena de Dante Gabriel Rossetti; en su inocencia aparente, ambas figuras nos transmiten que este acertijo tiene el poder de sacudir toda una existencia. 

Esas campanadas fantasmagóricas. «Tango satánico» de Laszlo Krasznahorkai

Esas campanadas fantasmagóricas. «Tango satánico» de Laszlo Krasznahorkai

Título: Tango Satánico
Autor: László Krasznahorkai
Traducción: Adan Kovacsics
Editorial Acantilado (2017)
Colección: Narrativa del Acantilado, 297
301 págs.

La novela se inicia con el tañido de unas campanas o, más bien, con un personaje adormilado, Futaki, que todavía entre sueños escucha el lejano tañido de unas campanas o de una campana y sorprendido por ese sonido líquido e inesperado sale de su sueño y se acerca a la ventana como si desde esa posición pudiera ver aquel objeto cuya existencia reconoce imposible pero cuyo sonido percibe con claridad. Futaki sabe que en la explotación, el páramo postindustrial que pueblan los personajes de esta novela, nunca hubo campanas, únicamente hubo una antigua ermita ubicada a las afueras de la explotación en cuya torre se podía ver una pequeña campana. Pero Futaki está plenamente convencido de que la distancia que media entre la ermita y la explotación haría imposible que el sonido de esa diminuta campana se percibiera con la claridad y la nitidez con la que en ese preciso instante está percibiendo el tañido líquido e inesperado de unas campanas o de una campana. Y así es como se inicia la novela de Krasznahorkai, que posteriormente Béla Tarr adaptara al cine, pero curiosamente así también finaliza: con el tañido de unas campanas o, más bien, con un personaje apoltronado y agorafóbico que ha dedicado toda su vida a la contemplación y el registro de la vida en la explotación desde la ventana de su habitáculo y que, al percatarse de la despoblación, escucha con claridad y nitidez el tañido de las campanas y decide abandonar su casa y seguir su melodía.

No es casual que el inicio y el final de la novela se articulen en torno al sonido anunciador de las campanas (“En esos sones lejanos y peculiares se le antojó haber escuchado <<la melodía de la esperanza que creía perdida>>, una voz de ánimo ya carente de objeto, las palabras completamente incomprensible de un mensaje decisivo” (pg. 295)) y que los personajes que perciben este sonido y a través de los cuales se constituye esa acción vivan el repicar de las campanas como un signo esperanzador y, en último término, redentor, pues todo Tango satánico es una luenga reflexión sobre la esperanza, la espera y la redención. La obra se inicia con un índice escatológico, las campanas, cuyo sonido es percibido por Futaki como el signo de un futuro prometedor. Sin embargo, la tensión narrativa de la novela se traba en torno a la promesa recurrente de un futuro devuelto y su constante e inexorable negación por un desarrollo narrativo que frustra cualquier avance con sentido hacia el mismo. Es decir, por una parte, cuando la narración se focaliza en los personajes y estos se erigen en centro de coordenadas desde el cual el lector percibe la realidad diegética, no podemos dejar de encontrar índices y señales de un futuro venidero que ha de llegar, mas, por otra parte, cuando la narración asume el punto de vista del narrador en tercera persona el transcurso de los acontecimientos no puede sino confirmar la futilidad, inutilidad e incluso incomprensibilidad de muchas de las acciones de los protagonistas enzarzados la mayor tiempo en disputas absurdas, diálogos delirantes o contemplaciones sin motivo. Resulta en todo punto imposible interpretar las acciones de los protagonistas como inscritas en un desarrollo coherente conducente a un fin concreto y es precisamente el carácter absurdo, refractario al sentido de las acciones de los protagonistas que la esperanza de un sentido y un final se torna más irónica. Esta tensión entre la teleología y el absurdo teje el desarrollo narrativo de la novela y constituye el argumento subterráneo de la misma: ¿qué función cumple la narración en el proceso de dotación de sentido a la realidad? ¿puede la narración dar sentido al mundo sin clausurar su facticidad?

En toda tentativa, en todo flirteo con la teleología no podría faltar el personaje mesiánico que en este caso está representado por una pareja: Irimias y Petrina. En esta pareja emergen ecos de otras parejas ilustres de la literatura universal: Don Quijote y Sancho Panza, Bouvard y Pécuchet y probablemente de ella hayan surgido otras parejas más cercanas a nuestro tiempo como Lars y W., los protagonistas de la trilogía de Lars Iyer. En el caso de Krasznahorkai, Irimias y Petrina constituyen una pareja tan mesiánica como burlesca, cómica e incluso absurda pues, a pesar de que todos los habitantes de la explotación depositen en ellos sus esperanzas y hagan de su vuelta a la explotación uno de los principales índices de que “todo va a salir bien” – merecería la pena dedicar un estudio más detenido a analizar las irónicas concomitancias entre la relación de los habitantes de la explotación con Irimias y la relación de los ciudadanos del siglo XX con líderes tan carismáticos como enajenados y absurdos – ellos no parecen ser sino una arquetípica pareja de payasos en la que Irimias representa el papel del clown, inteligente, verboso y dominador mientras que Petrina representa el papel del augusto, aquel que con su torpeza física y su desatino verbal da pie a la pirotecnia del primero. Y no deja de ser irónico que el redentor sea una pareja de payasos forajidos completamente absurdos y beckettianos y que los personajes no se percaten de su error, un error imperdonable: “confundí las campanadas sonoras del Cielo con las campanas del alma ¡Un sucio vagabundo! ¡Un enfermo mental que se ha escapado del psiquiátrico!¡Soy un estúpido! (pg. 299)” Múltiples son las formas en que la esperanza de una transcendencia se materializa en la tierra y múltiples son los modos en que la espera se erige como prerrogativa de todo poder.