Revolucionario y trascendental

Revolucionario y trascendental

En un texto dirigido a Beethoven y que tradicionalmente se atribuye a Haydn podemos leer: 

“Tiene usted mucho talento […] Posee una gran inspiración y no sacrificará jamás un bello pensamiento a una regla tiránica […]Pero sacrificará las reglas a sus fantasías, pues me parece que usted es un hombre que tiene varias cabezas, varios corazones y varias almas […]Creo que se descubrirá siempre en sus obras algo inesperado, insólito, sombrío, porque usted mismo es un poco sombrío y extraño, y el estilo del músico revela siempre al hombre” 

 

¡Qué descripción más certera por parte del maestro del que aun era uno de sus más destacados alumnos! Si leemos las opiniones que los contemporáneos de Beethoven expresaban sobre su obra y muchas veces también sobre su persona, podemos encontrar un común denominador: la sorpresa y el desconcierto. Efectivamente, la música que Beethoven presentaba ante aquella sociedad vienesa, de finales del s.XVIII e inicio del XIX, solía molestar a muchos, pero también lograba, de manera fervorosa, adeptos acérrimos. En muchos sentidos, para un sector de esa conservadora sociedad, Beethoven era la encarnación de la revolución que había explotado en Francia y comenzaba a barrerlo todo. 

Es imposible no caer seducido ante la imagen de una época tan convulsa en lo político y lo social, y pensar que precisamente, ese era el mundo en el que, por ejemplo, se crearon las 9 sinfonías que el maestro escribió. Sinfonías muy diferentes unas de las otras, pues no es el mismo autor el que escribe las dos primeras, llenas de luz y de una energía vital inmensa, del que escribe la celebérrima quinta, con una carga política inmensa, o el que escribe la monumental novena sinfonía en que expresa muy directamente y con un texto literario bellísimo, su inquebrantable fe en todo lo que tenga que ver con lo humano. Lo que pasa en medio de la creación de estas obras, es el periplo vital de un hombre de su tiempo, que supo afrontar con mucha valentía su sino vital. 

 

Se sabe de cierto, que los estrenos de estas obras se efectuaron a pesar de los esfuerzos de su autor, de prisa y corriendo, con músicos mal preparados y en muchas ocasiones, con un solo ensayo. Con toda seguridad, la primera vez que estas obras se ejecutaron tal y como las había pensado Beethoven, fue en París y gracias a François-Antoine Habeneck director y fundador de la Société des Concerts du Conservatoire, entre 1828 y 1831, Habeneck asombró a la ciudad luz, con una música jamás escuchada, revolucionando el medio musical del momento. Se cuenta que en estos estrenos que costaron meses de ensayos interminables, asistieron personajes como Berlioz o Chopin, otros mencionan incluso al mismos Wagner, lo cierto es que esta orquesta integrada por maestro del conservatorio de París y algunos alumnos destacados, tocaban con unos instrumentos en plena transición, ya no eran instrumentos barrocos, pues los fabricantes estaban produciendo instrumentos con mucha mayor potencia sonora, pero aun no llegábamos a la plantilla de la gran orquesta romántica de un Wagner o de un Strauss. Las sonoridades que estos instrumentos producían son las que Beethoven tenía en la imaginación, pues pese a la sordera, guardó un muy claramente el recuerdo del funcionamiento de la orquesta que él conoció.  Sus obras están pues escritas, para una plantilla muy alejada de la orquesta de proporciones inmensas, de sonoridad pastosa y sonido brillante, del romanticismo de finales del s.XIX; el mundo sonoro de Beethoven era muy diferente del que las ciento de grabaciones que existen en el mercado nos han colocado en la memoria. 

 

El Beethoven en el que hemos crecido, es, además, un Beethoven domesticado, que no muerde, que no molesta, cuando en realidad, si algo distingue a nuestro autor, es lo contrario, pues su música está pensada para comunicar de manera avasalladora y contundentemente, mensajes que tienen que ver con los cambios que en ese momento se vivían, la carga política en estas obras en innegable y esta domesticación de la que hemos hablado lo ha blanqueado todo. Muchos en este punto establecen una clara relación entre Beethoven y Goya, artistas coetáneos y que plasman en su obra tanto lo luminoso, como lo oscuro y abyecto del alma humana. Su arte, es un arte que transmite verdad, pese a que muchas veces esta moleste. 

 

Poder escuchar la interpretación de la integral de las nueve sinfonías por parte de Sir John Eliot Gardiner al frente de la “Orchestre Révolutionnaire et Romantique”, es formar parte de un hecho histórico en nuestra ciudad.  Los que tuvimos la oportunidad de disfrutar de los 5 conciertos ofrecidos en el Palau de la Música, entre el 9 y el 15 de febrero, asistimos a una lectura no solo fiel al texto del maestro en todo lo que ello supone, si no fiel al espíritu que animó su creación. Las 9 sinfonías recobraron esa fuerza telúrica, que hace que algo dentro de ti se mueva cuando las escuchas así. Ya no es solo la maravillosa oportunidad de disfrutar de la sonoridades “originales” para las que fueron creadas estas obras, lo que hace que descubras una frescura tímbrica perdida en anteriores interpretaciones, si no además, es como han sido abordadas por Gardiner, en un darlo todo, en un poner siempre el resto de fuerzas y energía, dándote la impresión de que ante tanto esfuerzo de él y sus músicos, algo está apunto de romperse, y tras esa entrega que viene de lo más hondo de cada uno de los músicos, recibir una descarga inmensa de energía por parte suya. Tal vivencia trasforma cada concierto en algo diferente de lo habitual, pues ya no es solo escuchar música, es algo mucho más trascendente al final.

 

Cuando en 1989 Sir John fundó la “Orchestre Révolutionnaire et Romantique” lo hizo teniendo como claro referente histórico a la Société des Concerts du Conservatoire que en 1828 había interpretado por primera vez la obra sinfónica de Beethoven en París, y nosotros, junto con unas pocas ciudades del mundo, hemos tenido la inmensa oportunidad de disfrutar de lo que podríamos calificar, un Beethoven restaurado; así lo atestiguan la reacción efusiva de un público que respondió tremendamente a los estímulos recibidos durante estas inolvidables jornadas. He visto a muchas personas en estos días, eufóricas, con los puños, conteniendo la emoción que estaban viviendo y he visto a un público explotar en tremendas ovaciones, más propias de conciertos de Rock u otras músicas, y todo al final provenía de unas obras que tenemos tatuadas en el ADN, pero que, para muchos, jamás habían sonado así de luminosas.  Seguimos.



Férvida Nápoles, Forma Antiqva

Férvida Nápoles, Forma Antiqva

Forma Antiqva, la agrupación de los hermanos Pablo, Daniel y Aarón Zapico, de formación variable y enfocada mayormente a la interpretación historicista de la música antigua, presentó en el Palau de la Música de Barcelona un concierto de música napolitana profana y sacra del siglo XVIII llamado Fervida Napoli, con obras de Porpora, Vinci y Pergolesi entre otras. Para ello contó con los solistas María Espada, soprano, y el contratenor Carlos Mena.

A modo de obertura del concierto, la orquesta atacó de manera solemne la sinfonía de la ópera Siroe, de Nicola Conforto. Como bien indica el programa, este tipo de sinfonías italianas se solían interpretar como introducción a espectáculos y conciertos. Adaptando la obra a la agrupación de cuerda/cuerda pulsada -originalmente orquestada con traverso, oboe y trompa- la versión desprendía tintes tempestuosos.

Un detalle que podríamos remarcar es el hecho de interpretar repertorio con instrumentos históricos, y en especial con aquellos que requieren cuerdas de tripa. Se podría decir que no es una tarea fácil, ya que la afinación oscila constantemente y varía con los cambios de temperatura al ser las cuerdas de un material blando y flexible. Debido a estos motivos es comprensible que sobre todo en la primera parte del concierto, mientras las cuerdas se adaptaban al clima del escenario, se produjera algún desajuste en la afinación. Por lo tanto ¿qué ventajas tendría trabajar con un material así? Al tener estas características, las cuerdas vibran fácilmente y producen un sonido único, oscuro, en el que resaltan especialmente los armónicos. Eso lleva naturalmente a que los intérpretes toquen de pie, como hace Forma Antiqva, para dar alas a la libertad de movimiento como extensión de la música. Al mismo tiempo, el sonido envolvente de las cuerdas invita a enfatizar los matices y articulaciones para establecer contrastes. Por ejemplo, en el caso de las figuraciones rápidas de AvisonPorpora, se utilizó un golpe de arco rápido y ligero en la cuerda frotada respaldado por la cuerda pulsada y percutida del contínuo para dar sensación de velocidad y se destacaron los acentos de primer tiempo del compás y los cromatismos para proporcionar estabilidad y carácter al fraseo. Se pudo escuchar asimismo momentos camerísticos entre los solistas instrumentales y cantantes en las obras de Porpora y Vinci donde las mesa di voce en las disonancias creaban el efecto en que la línea melódica parecía flotar, con poquísima gravedad armónica.

Si bien en la primera parte del programa las intervenciones de Carlos Mena se vieron un poco forzadas y les faltaba proyección, después de la media parte, su voz evolucionó y cobró estabilidad, empastando muy bien con la de la soprano y la orquesta, especialmente en el Stabat Mater. María Espada, por su parte, con un registro controlado, estable y camerístico se supo adaptar perfectamente al carácter de las obras, destacando en la entrada llena de vitalidad del «Cujus animam gementen» (Stabat Mater).  

En el Stabat Mater de Pergolesi, las grandes secciones de cuerda se adaptaron a un formato pequeño, de carácter solista. Los solos de los violines fueron interpretados por los líderes de sección, creando una atmósfera íntima e introspectiva, al contrario de lo que estamos acostumbrados en las grabaciones, donde la línea melódica se suele desdibujar por el sonido colectivo. Este efecto dio lugar a momentos tan delicados y elocuentes como el del violín solista en la introducción de «Quando corpus morietur«, que con el gesto de retener las disonancias en las apoyaturas en mesa di voce capturaba el sentimiento desgarrador del lamento. También la conclusión de este movimiento, de la tiorba y archilaúd, con un carácter declamativo y cálido, resaltó de manera especial en el concierto. Este movimiento, ofrecido como encore, tuvo una gran acogida del público.

 

 

 

 

La apoteosis antes del sacrificio

La apoteosis antes del sacrificio

Apartarse del camino constantemente visitado por todos, en arte, la más de las ocasiones, descubrir estaciones, lugares, obras, sensaciones refrescantes, suelen reconfortar enormemente, al intrépido visitante de aquel nuevo sendero poco transitado. Un compositor tan emblemático para nuestra cultura como Beethoven, pareciera que es inaccesible a vivencias de este tipo. Se cree que se conoce todo de él, y, además, que se conoce con tal perfección, que pocas sorpresas tiene que aportar, cuando realmente, lo que nos ha pasado, es que hemos escuchado más bien con profusión, un grupo de su amplio repertorio, dejando de lado, un inmenso número de portentosas obras, que tiene aun mucho que decirnos. 

 

El pasado 21 de enero de la mano Sir Simon Rattle, disfrutamos de una obra que se programa muy poco y que dejó un gratísimo sabor de boca en el público congregado en el Palau de la Música, confirmando que aun hay mucho por descubrir de un catálogo que, a fuerza de centrarnos en solo un puñado de obras, hemos logrado empequeñecerlo negándonos verdaderos tesoros. 

Dentro del programa que Sir Simon está presentando en varias capitales europeas, con motivo del año Beethoven, encontramos el único oratorio escrito por el maestro: “Cristo en el Monte de los Olivos” op.85.  La obra está escrita en circunstancias terribles para su autor, y así lo demuestra un texto encontrado oculto en un doble fondo de su mesa de trabajo, justo después de su muerte, conocido como “Testamento de Heiligenstadt”. Se trata de una larga carta dirigida a sus hermanos Kaspar y Nikolaus, donde confiesa que tras intentarlo todo, sometiéndose, por ejemplo, a curas casi salvajes, ha perdido toda esperanza de poder recuperarse de una dolencia, que hasta ese momento, era uno de los secretos mejor guardados en Viena: se está quedando sordo y ello lo aboca a replantearse el sentido mismo de la vida, llegando incluso a pensar en suicidarse ante tal devastadora realidad. La carta está fechada el 6 de octubre de 1802, precisamente, a unas semanas de iniciar la composición de su único oratorio. 

 

Ante la dura realidad que la vida le plantea, Beethoven regresa de su retiro en Heiligenstadt decidido a trasformar su vida. Renuncia a la vida pública, lo que supuso no volver a dar conciertos como pianista, uno de los más virtuosos de su época, pero, sobre todo, para fortuna nuestra, logró que todas sus energías se concentrarán en la composición. De esa conversión vital nace este “Cristo en el Monte de los Olivos”, donde podemos asomarnos al corazón de Cristo apunto de ser ajusticiado, sentir el terror que según la tradición padeció antes de su suplicio, pero, sobre todo, podemos ver, como trasforma este sufrimiento que le tortura el alma, en una victoria sobre su inefable destino, pues, en medio de lo que su carne le clama, logra ver lo trascendente de su sacrificio para toda la humanidad. 

Es tan seductor asumir que el mismo Beethoven se percibía a si mismo como una especie de héroe que se sacrificaba ya no por  la humanidad, algo que efectivamente no le correspondía, pero si en cambio se sacrifica y acepta una vida llena de soledad y exclusión social en pos de un nuevo credo: el arte como disciplina trascendental, como alimento del alma, como manifestación de lo divino. 

 

Poder disfrutar de una obra tan importante en la vida de Beethoven, lamentablemente es poco habitual, no corresponde su mensaje con el que la tradición le ha adjudicado a nuestro autor, pero el oratorio, cuenta con momentos de una belleza excepcional. La lectura que realizó el maestro Rattle, como no podía ser de otro modo, fue brillantísima. Al frente de la London Symphony y contando con la colaboración del Orfeó Catalá, pudimos disfrutar de una interpretación llena de fuerza y de una musicalidad sin límites por parte de todos los intérpretes. Los tres solistas vocales, escogidos por Sir Simon, cumplieron primorosamente con la obra: la soprano Elsa Dreisig mostró una línea vocal espléndida, un control impecable de los diferentes registros de su voz, imprimiendo emoción y un virtuosismo lleno de buen gusto. El tenor Pavol Breslik no le fue a la saga, pues maravilló por su potencia vocal y el refinamiento de sus fraseos. Al ser él el encargado del papel de Cristo, supo llevar el peso de la obra, regalándonos momentos de dramatismo increíbles. El bajo David Soar, pese a lo breve de su participación, mostró por qué es un claro valor en alza dentro de la escena internacional, supo construir el aria a él encomendada, con rotundidad y autoridad, luciendo un timbre vocal pleno de armónicos. 

 

La velada había comenzado en la primera parte del concierto con una interpretación memorable de una partitura arquetípica del repertorio sinfónico Beethoveniano: la Sinfonía núm. 7, en La mayor, op. 92. Rattel se manifestó como el inmenso músico que es, intuitivo, atento siempre al más mínimo desajuste en la ejecución, pero, sobre todo, lleno de una fuerza y una enjundia que siempre ha sabido comunicar a sus músicos. En esta ocasión no fue la excepción, la London Symphony sonó con una potencia y un vigor maravillosos. Los colores tímbricos que tan bien trabaja Rattel, perfumaron un segundo movimiento antológico, haciendo cantar las partes que así lo requerían con un Pathos lleno de misticismo, que contrastó con la fuerza arrolladora del tercer y cuarto movimientos, verdadera apoteosis de la danza, como llamó Wagner a esta obra y que la noche del 21 de enero resonó no solo en la hermosa sala del Palau, si no sobre todo en nuestro interior. 

 

El año Beethoven está en marcha, y los frutos que ya nos regala nos hacen albergar grandes esperanzas de él, esperemos y sobre todo escuchemos. Seguimos. 



Mahler con Gerhaher y Huber

Mahler con Gerhaher y Huber

Christian Gerhaher es uno de los grandes liederistas del momento y en Barcelona no habíamos tenido muchas oportunidades de disfrutarlo. La Fundació Franz Schubert ya había contado con él para la Schubertiada de Vilabertran, y esta vez lo han traído a la ciudad condal en un concierto coproducido con el Palau de la Música Catalana. Gerhaher y su habitual compañero, el pianista Gerold Huber, presentaron un programa íntegramente dedicado a la obra de Gustav Mahler, con los cinco Rückert-lieder, tres canciones de Des Knaben Wunderhorn y dos movimientos de Das Lied von der Erde en un arreglo para piano.

Gerhaher tiene una técnica estupenda y un control del sonido impecable. El texto se entiende a la perfección y busca siempre el color justo para cada sílaba, hasta el punto de llegar a un cierto amaneramiento que no sienta nada mal a la música de Mahler. Puede que resultara algo artificiosa su versión de «Die Einsame im Herbst» (el segundo movimiento de Das Lied, pieza con la que empezó el recital), pero en las canciones de Rückert que siguieron logró un prodigio de intimidad y naturalidad. Especialmente sugerentes fueron su lenta y recogida interpretación de «Liebst du um Schönheit», asi como la siempre emotiva «Ich bin der Welt abhanden gekommen». 

La segunda parte empezó con una excelente «Wo die Schönen Trompeten blasen» que, sin embargo, quedó eclipsada por lo que siguió: «Der Abschied», el inmenso -dura casi media hora- último movimiento de Das Lied von der Erde. Y no solo por la conmovedora versión de Gerhaher, también por la de Huber que, al piano, logró que no echáramos de menos a la orquestra. 

El concierto podría haber acabado así, ya que poco se puede añadir después del final de Das Lied. Sin embargo Gerhaher y Huber decidieron agradecer el entusiasmo del público con una propina muy adecuada: la delicada Urlich, con la que cerraron de forma magistral el recital.

 

 

La gloria y… la nada.

La gloria y… la nada.

Seguramente la monumentalidad y el constante bordear los límites, son dos de las características de la celebérrima Missa Solemnis que Beethoven compuso hacia el final de su vida. La Missa es una obra de una complejidad técnica inmensa, que plantea a sus intérpretes retos de los que no siempre se sale abante. Por tal motivo, durante muchos años se consideró que la pieza era imposible de interpretar tal y como la había escrito su autor y distinguidos directores como W. Furtwängler, la retiraron de su repertorio.

 

Nacida de una concepción muy clara por parte de Beethoven, La Missa Solemnis, busca expresar con toda la contundencia posible, su personal concepción sobre lo divino. Es por ello, una pieza no solo ambiciosa en el ámbito técnico, al punto de llevar al límite las fuerzas de los músicos que interviene en su ejecución, si no, sobretodo, emocionalmente, demanda una inmersión absoluta en su mundo espiritual. De tal inmersión, se suele regresar agotado, pues has entregado por un buen tiempo en el escenario, una parte muy importante de ti a tu auditorio. Beethoven es así: te obliga a dar hasta el último aliento de lo mejor de ti.   

 

El pasado 11 de diciembre en el Palau de la Música, tuvimos la oportunidad de escuchar en vivo semejante monumento musical. La ejecución en este caso corrió a cargo de la Orquesta de Cadaqués y del Coro Estatal de Letonia, todos ellos, bajo la dirección de Gianandrea Noseda.

 

Previo a la lectura de la obra Beethoveniana, tuvimos el agradable gusto de disfrutar de un extraordinario músico, me refiero al clarinetista Martin Fröst, que acompañado por la mencionada orquesta, nos entregó una estupenda interpretación del Concierto para clarinete y orquesta en La mayor, KV 622 de W.A.Mozart. Inteligencia musical, una técnica depuradísima y un desarrolladísimo sentido del espectáculo, son unas de las muchas virtudes que lució Fröst, que lamentablemente se vio acompañado por un burocrático hacer por parte de la agrupación orquestal. Gianandrea Noseda, nos regaló con una lucida coreografía que poco o nada tenía que ver con lo que el escenario estaba sucediendo, lo que ya nos anunció a más de uno lo que estaba por venir. 

 

La Orquesta de Cadaqués es una agrupación que se ha mantenido en gran medida por el decoro profesional de todos los músicos que la integran.  Cuando se llega a un cierto nivel profesional, uno no puede menos que dar todo de sí, para que los conciertos funcionen, hay algo de amor propio, de decencia profesional, que es enormemente meritoria en cada uno de ellos. Pese a este empeño, desde los primeros compases de la Missa Solemnis, fue más que notorio que la obra apenas había sido trabajada por Noseda, pues el sonido de la orquesta estaba, si, perfectamente bien equilibrado, si, perfectamente afinado, si, perfectamente todo en su lugar, pero aquello nunca superó el nivel de una buena lectura por parte de unos músicos, que tuvieron que suplir las horas de trabajo conjunto, tirando de su enorme bagaje como profesionales, pues el sonido presentado era anodino, plano y sin cuerpo.

El Coro Estatal de Letonia, tenía más que interiorizada la obra, presentando con una absoluta solvencia tanto técnica como musical, semejante partitura. Caso distinto fue el de los solistas vocales, que lucieron muy desiguales, así el bajo Martin Humes y la mezzosoprano Olesya Petrova, mantuvieron un color vocal adecuado a la obra, luciendo mucho por sus fraseos bien resueltos y su tendencia a generar conjuntos homogéneos cuando la partitura lo reclamaba. Por el contrario, la soprano Ricarda Merbeth sonó absolutamente desfasada de la obra, mostrando una voz en exceso engolada y un vibrado totalmente fuera de estilo, que afectó mucho a su compañero, Josep Bros, que no logró en toda la velada, encontrar su lugar en la obra.

 

Cuando se trata de obras de semejante envergadura como la Missa Solemnis de Beethoven, presentar un concierto con pocos ensayos, algo absolutamente habitual en la actualidad, resulta en lo que pudimos escuchar el día 11 de diciembre: un coro espléndido, que tiene en su repertorio desde años la obra y que soporta el peso de la obra en su mayor parte; un cuarteto vocal desbalanceado, entre otras razones porque apenas se ha trabajado con ellos, y una orquesta, que pese a los esfuerzos de sus integrantes, que son los que logran resultados profesionales, no logran dar todo lo que podrían.

 

Se nos prometió el cielo, una obra que nos aproximaría a lo eterno, y nos entregaron más de lo mismo, la nada y mucha, pero mucha, vanidad. Seguimos.