Aviso: esta reseña contiene spoilers o destripes de la trama

Debería sentirse como el final de una era, como un ciclo que se cierra o una etapa que concluye: una trilogía de Star Wars llega a su fin. Sin embargo, con la nueva entrega que cierra la trilogía de los episodios séptimo al noveno, Star Wars: El ascenso de Skywalker (J. J. Abrams, 2019), el ambiente es otro: los fans vamos al cine a verla con ilusión, sí, pero también con una mezcla de miedo y escepticismo. 

Miedo porque la anterior entrega, Los últimos Jedi (episodio VIII, Rian Johnson, 2017), inició una serie de osados planteamientos que apuntaban a una gran ruptura con los patrones narrativos clásicos de Star Wars: un Luke Skywalker (Mark Hamill) acobardado y nada heroico, un villano-siervo (Kylo Ren, Adam Driver) que se revela contra su maestro-emperador, el anuncio de que los padres de la protagonista Rey (Daisy Ridley) no eran nadie importante (y por ende un alejamiento de la idea sobreentendida de que la habilidad de dominar «la Fuerza» se hereda por vía del linaje, siendo hijo de un Skywalker o similar). Lo cierto es que Jonhson había dividido a los fans de la saga con la anterior película y la labor que esta entrega debía llevar a cabo no era menor. No obstante, ese miedo acaba revelándose infundado… porque la estrategia escogida por Abrams para resolver este puzle ha sido una negación sistemática de todos los elementos novedosos que Johnson introdujo.

Rey (Daisy Ridley)

Pero, antes de comentar la trama, hagamos un comentario sobre la estructura de El ascenso de Skywalker: lo primero que llama la atención es que presenta una cantidad excesiva de acción, de tramas y subtramas que se van sucediendo a una desmesurada velocidad que hace que cueste bastante entender por qué está pasando lo que está pasando. Ausentarse cinco minutos para ir al baño puede implicar encontrarse con un arco narrativo totalmente diferente al regresar: ¿de qué estaban huyendo? ¿qué pasó con la chica del casco? ¿no había muerto Chewbacca, con escena de lagrimilla y todo? La película recuerda a los vídeos-resumen con los mejores momentos de lo que podrían ser tranquilamente dos temporadas de una serie de televisión. Pasan tantas cosas tan rápido que da la sensación de que se quiere evitar que el espectador aprecie lagunas o fallos a base de una saturación por entretenimiento, tal y como uno espera de una película Disney. Es bastante difícil no ver aquí una respuesta desproporcionada a la crítica de falta de acción en la anterior entrega. Además, Abrams utiliza abusivamente el recurso narrativo más cansino que existe: el Macguffin (la presencia de un objeto que en sí no tiene importancia pero cuya búsqueda hace que la trama avance), pero es que además hay un Macguffin de un Macguffin (la daga milenaria que lleva al dispositivo-mapa que lleva al planeta donde está el meollo de la cuestión… ¿una daga milenaria que lleva a un GPS? ¿en serio? …y entre tanto 2 horas de persecución por aquí y pelea por allá).

Rey

Pero yendo a la trama: la cinta presenta una cantidad ingente de incoherencias e incongruencias, además de nuevas adiciones artificiales. La más relevante es la resurrección incomprensible del emperador Palpatine, que aparece como un parche de ultratumba para ocupar un lugar en la historia que estaba a todas luces reservado para Snoke, a quien Kylo Ren mató inesperadamente en la anterior entrega. En lugar de cambiar la dinámica emperador-siervo villano (que llevamos viendo en cada película de Star Wars) y darle a Kylo el rol central que se merecía, Abrams decide resucitar al más famoso emperador, saltándose cualquier principio de congruencia narrativa. No obstante, para que cuadre, se nos ofrece la mejor de las excusas: Rey es su nieta (Rey Palpatine, ahí es nada). Los padres de Rey eran unos donnadies como reveló Kylo en la película anterior, sí, ¡pero su abuelo no! De esta forma se asegura Abrams de que la democratización de la Fuerza apuntada en Los últimos Jedi siga siendo una asignatura pendiente y que al final ser Jedi o Sith sigue siendo cosa de familia. Eso sí, Rey se permite cambiar a elección propia de Palpatine a Skywalker al final, revelando así el sentido del título de la película, en un gesto tan forzado como la introducción ad-hoc de poderes curativos nunca vistos antes.

Rey

La cinta además se retracta de forma dolorosamente explícita de muchas rupturas simbólicas en Los últimos Jedi: Kylo Ren recupera el casco que rompió para volver a emular el papel de siervo (ahora de Palpatine), el fantasma de Luke recoge el sable láser que Rey tira (en la anterior cinta fue él quien lo tiró)… La historia evoca la sensación de un patchwork que quiere juntar las piezas de la historia que Los últimos Jedi dejó intactas, mientras que elimina las que añadió. En este patchwork las junturas acaban siendo demasiado evidentes (¡como las del casco de Kylo!) y en ocasiones la trama parece tan ilógica, calculada y artificial como las conversaciones de Rey con las escenas que sobraron de Carrie Fisher (todos los espectadores pensamos: ¿qué dirá Rey ahora para que cuadre con la frase genérica que ha quedado de Leia?), a quien sin embargo se le da una muy digna salida contribuyendo con su muerte a que Kylo regrese del lado oscuro (claro, todo lo digna que esta confusa trama permite). El pequeño regalo de un beso lésbico en el fondo de una escena secundaria acaba pareciendo, en este contexto, poco más que pinkwashing. En su lugar se podría haber hecho que alguno de tantos personajes desaprovechados como Poe (Oscar Isaac), Finn (John Boyega), Rose (Kelly Marie Tran) o Jannah (Naomie Ackie) se revelara como personaje LGTB (tal y como algunos actores deseaban), especialmente después de que la historia de Finn y Rose se abandonase como si nada.

Finn y Poe

El ascenso de Skywalker se juega todo a la carta de la nostalgia, siguiendo la estrategia de El despertar de la Fuerza (episodio VII, también dirigida por J. J. Abrams, 2015), y la verdad es que tiene éxito al hacerlo: los momentos más emotivos de la cinta son aquellos en los que aparecen las voces y caras de los personajes de siempre, la música que tan bien conocemos y la estética que ya nos cautivó en los 80… y nos hacen temblar de emoción. La película logra activar el capital cultural acaudalado por la saga para darnos una experiencia Star Wars genuina, con unos efectos especiales a la altura: el aspecto visual es impresionante. Pero en el éxito de movilizar nuestra nostalgia yace también el mayor de los fracasos: el de crear una trama y unos personajes que tengan valor por sí mismos. Rey, Kylo, Poe, Finn… son todos personajes cuyo único propósito, al final, es recordarnos por qué nos gustaban las películas de los 80. Son personajes que, si bien tienen una gran química entre ellos y están interpretados por un elenco excelente, están sin embargo a merced de una historia confusa y poco creíble y eso hace que sea muy difícil conectar con sus emociones y entender qué es lo que les motiva a actuar. Son personajes que no recordaremos dentro de 5 años, mientras que sí nos seguiremos acordando de Luke, Leia, Han, Yoda y, por supuesto, Darth Vader (¡a quien afortunadamente no han revivido!) a quienes sí entendíamos y con cuyas luchas podíamos empatizar. La falta de valentía para hacer aportes genuinamente originales y el afán incómodamente explícito de agradar a los fans insatisfechos con la anterior entrega hacen que esta película parezca poco más que un gesto vacío de pedir perdón con mucha acción y mucha nostalgia, una especie de contrarreforma, repitiendo patrones que, para mayor escarnio, ya habían sido repetidos. Es una película que nos muestra que Star Wars se ha convertido de la mano de Disney en aquello en que temíamos que se convirtiese: películas conservadoras.