por Diego Zorita Arroyo | Ene 27, 2020 | Cine, Críticas |
Aviso: esta reseña contiene spoiler
Parece ser una certeza compartida que las sociedades occidentales carecen de mitos y símbolos culturales que congreguen y articulen políticamente al conjunto de la sociedad. Sin embargo, parecería también el declive de la capacidad de imbricación social de nuestras representaciones simbólicas ha venido acompañado de una intensificación de las problemáticas sociales y políticas en la esfera artística y cultural. Quizá se podría ir más allá e inferir que la proliferación temática o representativa de los conflictos sociales y políticos en la esfera artística no es sino efecto de la constatación de una sociedad que no pueda estar estéticamente constituida y que, por tanto, no encuentra un símbolo que constituya y represente al conjunto de sus ciudadanos.
Para Bong Joon-ho, en su película Parásitos (2019), ese símbolo son los parásitos, no porque esta sea la identidad que una sociedad desea darse sino porque es más bien la única función que le resta en el contexto de extrema radicalización de las diferencias económicas. La trama de la película narra las vicisitudes de una familia pobre coreana que, para poder derivar y succionar parte de la riqueza de una adinerada familia, imposta y actúa la pertenencia a una clase media en proceso de desaparición. Para ejercer de profesores extraescolares, chófer y ama de casa, los componentes de esta familia, sedientos de una conexión a internet que no pueden pagar, actúan su pertenencia a la clase media, falsifican un deseado y siempre postergado título académico y se visten con ropas que no les sientan. El clasemediano ya no constituye el ideal normativo hacia el cual tenderían los trabajadores sino más bien una máscara vacía, un suplemento funcional que posibilita el cumplimiento de la última identidad posible de los pobres: el parásito.
Habiendo conseguido adherirse al tejido íntimo de la familia, mediante el desplazamiento tan salvaje como astuto de los antiguos trabajadores, toman los parásitos el cuerpo de la casa y habitan en ella ya sin los hospedantes, que han partido a una excursión campestre. En el momento en que los parásitos parecen haber controlado el órgano central del cuerpo del huésped, una de las antiguas trabajadoras retorna y solicita el acceso a la casa. Es ella quien desvelará la existencia de un pasadizo secreto en el sótano de la casa donde su marido sobrevive en la añoranza de su antiguo amo, el antiguo amo-huésped, a quien manda mensajes de amor cifrados en código morse a través del sistema eléctrico de la casa. Parecería entonces que la casa ha estado siempre parasitada y que este modo de vida no constituye una singularidad histórica sino más bien una ley natural dictada por un entorno hostil. La presencia de Kafka se hace en este momento evidente en la película, no solo por el carácter grotesco, absurdo y descarnado de unas situaciones vitales aparentemente inverosímiles, pero crudamente realistas sino también por la temporalidad detenida y anunciada con el descubrimiento del laberíntico sótano. Otros parásitos ya habían vivido aquí y quizá antes de ellos otros, aquellos.
Ambas familias de parásitos, en el corazón de la casa, inician la lucha por el cuerpo del huésped. Como ocurre en los conflictos que padecen los protagonistas de El Proceso y El Castillo el carácter cómico e incomprensible de las situaciones a que se ven abocados no aligera o banaliza los conflictos, sino que refleja deformada y realistamente el estado de nuestras relaciones sociales.
Tras unas escenas de cruenta e hilarante violencia, la segunda familia de parásitos consigue reducir a los parásitos pretéritos con la mala suerte de que, en el entremés de esta reducción, retorna la familia huésped a la casa por terrible e inevitable tormenta que proscribe toda actividad al aire libre. No hay por parte de Boong Joon-Ho ningún intento de camuflar o revestir estos gestos narrativos propios de la comedia más estereotipada sino más bien de evidenciar su realismo, pues no son sino el reflejo de la causalidad incomprensible de nuestras sociedades complejas. Si La metamorfosis había transformado la literatura fantástica en una rama del cuento realista, Parásitos hace del slapstick un subgénero de la novela social.
La vuelta inesperada y repentina de la familia huésped en el curso de la atareada reducción de los primeros parásitos, amenaza la verosimilitud de la representación de clase media perpetrada por la familia parásito-segunda y les obliga a esconderse. Corren el riesgo de que la familia huésped identifique el cuerpo de la garrapata y trata de arrancárselo. En una huida estrepitosa y grotesca, evitan el peligro de extirpación viéndose obligados a retornar a su antigua casa, pero consiguiendo perpetuar la fantasía. Vuelven a las cloacas de su vivienda para encontrarse una incontrolable inundación que en una trágica e irónica prolepsis anticipa Ki-Jeong, la hija de la familia, quien, mientras su hermano lanzaba un cubo de agua a un indigente, grita extasiada “menuda inundación”.
La película culmina con una catártica y grotesca fiesta familiar que convierte una representación pretendidamente infantil de escena bélica nativoamericana en un liberador asesinato del padre de la familia rica, condenando una vez más a los parásitos a una vida de escondite y disimulo. En un contexto de desafección con cualquier clase social y con cualquier símbolo o relato político, podría decirse que Bong Joon-ho ha encontrado una metáfora que sirve para congregar, aunque trágicamente, a los condenados de la tierra.
por Rubén Fausto Murillo | Dic 30, 2019 | Críticas, Música |
Seguramente la monumentalidad y el constante bordear los límites, son dos de las características de la celebérrima Missa Solemnis que Beethoven compuso hacia el final de su vida. La Missa es una obra de una complejidad técnica inmensa, que plantea a sus intérpretes retos de los que no siempre se sale abante. Por tal motivo, durante muchos años se consideró que la pieza era imposible de interpretar tal y como la había escrito su autor y distinguidos directores como W. Furtwängler, la retiraron de su repertorio.
Nacida de una concepción muy clara por parte de Beethoven, La Missa Solemnis, busca expresar con toda la contundencia posible, su personal concepción sobre lo divino. Es por ello, una pieza no solo ambiciosa en el ámbito técnico, al punto de llevar al límite las fuerzas de los músicos que interviene en su ejecución, si no, sobretodo, emocionalmente, demanda una inmersión absoluta en su mundo espiritual. De tal inmersión, se suele regresar agotado, pues has entregado por un buen tiempo en el escenario, una parte muy importante de ti a tu auditorio. Beethoven es así: te obliga a dar hasta el último aliento de lo mejor de ti.
El pasado 11 de diciembre en el Palau de la Música, tuvimos la oportunidad de escuchar en vivo semejante monumento musical. La ejecución en este caso corrió a cargo de la Orquesta de Cadaqués y del Coro Estatal de Letonia, todos ellos, bajo la dirección de Gianandrea Noseda.
Previo a la lectura de la obra Beethoveniana, tuvimos el agradable gusto de disfrutar de un extraordinario músico, me refiero al clarinetista Martin Fröst, que acompañado por la mencionada orquesta, nos entregó una estupenda interpretación del Concierto para clarinete y orquesta en La mayor, KV 622 de W.A.Mozart. Inteligencia musical, una técnica depuradísima y un desarrolladísimo sentido del espectáculo, son unas de las muchas virtudes que lució Fröst, que lamentablemente se vio acompañado por un burocrático hacer por parte de la agrupación orquestal. Gianandrea Noseda, nos regaló con una lucida coreografía que poco o nada tenía que ver con lo que el escenario estaba sucediendo, lo que ya nos anunció a más de uno lo que estaba por venir.
La Orquesta de Cadaqués es una agrupación que se ha mantenido en gran medida por el decoro profesional de todos los músicos que la integran. Cuando se llega a un cierto nivel profesional, uno no puede menos que dar todo de sí, para que los conciertos funcionen, hay algo de amor propio, de decencia profesional, que es enormemente meritoria en cada uno de ellos. Pese a este empeño, desde los primeros compases de la Missa Solemnis, fue más que notorio que la obra apenas había sido trabajada por Noseda, pues el sonido de la orquesta estaba, si, perfectamente bien equilibrado, si, perfectamente afinado, si, perfectamente todo en su lugar, pero aquello nunca superó el nivel de una buena lectura por parte de unos músicos, que tuvieron que suplir las horas de trabajo conjunto, tirando de su enorme bagaje como profesionales, pues el sonido presentado era anodino, plano y sin cuerpo.
El Coro Estatal de Letonia, tenía más que interiorizada la obra, presentando con una absoluta solvencia tanto técnica como musical, semejante partitura. Caso distinto fue el de los solistas vocales, que lucieron muy desiguales, así el bajo Martin Humes y la mezzosoprano Olesya Petrova, mantuvieron un color vocal adecuado a la obra, luciendo mucho por sus fraseos bien resueltos y su tendencia a generar conjuntos homogéneos cuando la partitura lo reclamaba. Por el contrario, la soprano Ricarda Merbeth sonó absolutamente desfasada de la obra, mostrando una voz en exceso engolada y un vibrado totalmente fuera de estilo, que afectó mucho a su compañero, Josep Bros, que no logró en toda la velada, encontrar su lugar en la obra.
Cuando se trata de obras de semejante envergadura como la Missa Solemnis de Beethoven, presentar un concierto con pocos ensayos, algo absolutamente habitual en la actualidad, resulta en lo que pudimos escuchar el día 11 de diciembre: un coro espléndido, que tiene en su repertorio desde años la obra y que soporta el peso de la obra en su mayor parte; un cuarteto vocal desbalanceado, entre otras razones porque apenas se ha trabajado con ellos, y una orquesta, que pese a los esfuerzos de sus integrantes, que son los que logran resultados profesionales, no logran dar todo lo que podrían.
Se nos prometió el cielo, una obra que nos aproximaría a lo eterno, y nos entregaron más de lo mismo, la nada y mucha, pero mucha, vanidad. Seguimos.
por Javier Santana | Dic 29, 2019 | Cine, Críticas |
Aviso: esta reseña contiene spoilers o destripes de la trama
Debería sentirse como el final de una era, como un ciclo que se cierra o una etapa que concluye: una trilogía de Star Wars llega a su fin. Sin embargo, con la nueva entrega que cierra la trilogía de los episodios séptimo al noveno, Star Wars: El ascenso de Skywalker (J. J. Abrams, 2019), el ambiente es otro: los fans vamos al cine a verla con ilusión, sí, pero también con una mezcla de miedo y escepticismo.
Miedo porque la anterior entrega, Los últimos Jedi (episodio VIII, Rian Johnson, 2017), inició una serie de osados planteamientos que apuntaban a una gran ruptura con los patrones narrativos clásicos de Star Wars: un Luke Skywalker (Mark Hamill) acobardado y nada heroico, un villano-siervo (Kylo Ren, Adam Driver) que se revela contra su maestro-emperador, el anuncio de que los padres de la protagonista Rey (Daisy Ridley) no eran nadie importante (y por ende un alejamiento de la idea sobreentendida de que la habilidad de dominar «la Fuerza» se hereda por vía del linaje, siendo hijo de un Skywalker o similar). Lo cierto es que Jonhson había dividido a los fans de la saga con la anterior película y la labor que esta entrega debía llevar a cabo no era menor. No obstante, ese miedo acaba revelándose infundado… porque la estrategia escogida por Abrams para resolver este puzle ha sido una negación sistemática de todos los elementos novedosos que Johnson introdujo.
Pero, antes de comentar la trama, hagamos un comentario sobre la estructura de El ascenso de Skywalker: lo primero que llama la atención es que presenta una cantidad excesiva de acción, de tramas y subtramas que se van sucediendo a una desmesurada velocidad que hace que cueste bastante entender por qué está pasando lo que está pasando. Ausentarse cinco minutos para ir al baño puede implicar encontrarse con un arco narrativo totalmente diferente al regresar: ¿de qué estaban huyendo? ¿qué pasó con la chica del casco? ¿no había muerto Chewbacca, con escena de lagrimilla y todo? La película recuerda a los vídeos-resumen con los mejores momentos de lo que podrían ser tranquilamente dos temporadas de una serie de televisión. Pasan tantas cosas tan rápido que da la sensación de que se quiere evitar que el espectador aprecie lagunas o fallos a base de una saturación por entretenimiento, tal y como uno espera de una película Disney. Es bastante difícil no ver aquí una respuesta desproporcionada a la crítica de falta de acción en la anterior entrega. Además, Abrams utiliza abusivamente el recurso narrativo más cansino que existe: el Macguffin (la presencia de un objeto que en sí no tiene importancia pero cuya búsqueda hace que la trama avance), pero es que además hay un Macguffin de un Macguffin (la daga milenaria que lleva al dispositivo-mapa que lleva al planeta donde está el meollo de la cuestión… ¿una daga milenaria que lleva a un GPS? ¿en serio? …y entre tanto 2 horas de persecución por aquí y pelea por allá).
Pero yendo a la trama: la cinta presenta una cantidad ingente de incoherencias e incongruencias, además de nuevas adiciones artificiales. La más relevante es la resurrección incomprensible del emperador Palpatine, que aparece como un parche de ultratumba para ocupar un lugar en la historia que estaba a todas luces reservado para Snoke, a quien Kylo Ren mató inesperadamente en la anterior entrega. En lugar de cambiar la dinámica emperador-siervo villano (que llevamos viendo en cada película de Star Wars) y darle a Kylo el rol central que se merecía, Abrams decide resucitar al más famoso emperador, saltándose cualquier principio de congruencia narrativa. No obstante, para que cuadre, se nos ofrece la mejor de las excusas: Rey es su nieta (Rey Palpatine, ahí es nada). Los padres de Rey eran unos donnadies como reveló Kylo en la película anterior, sí, ¡pero su abuelo no! De esta forma se asegura Abrams de que la democratización de la Fuerza apuntada en Los últimos Jedi siga siendo una asignatura pendiente y que al final ser Jedi o Sith sigue siendo cosa de familia. Eso sí, Rey se permite cambiar a elección propia de Palpatine a Skywalker al final, revelando así el sentido del título de la película, en un gesto tan forzado como la introducción ad-hoc de poderes curativos nunca vistos antes.
La cinta además se retracta de forma dolorosamente explícita de muchas rupturas simbólicas en Los últimos Jedi: Kylo Ren recupera el casco que rompió para volver a emular el papel de siervo (ahora de Palpatine), el fantasma de Luke recoge el sable láser que Rey tira (en la anterior cinta fue él quien lo tiró)… La historia evoca la sensación de un patchwork que quiere juntar las piezas de la historia que Los últimos Jedi dejó intactas, mientras que elimina las que añadió. En este patchwork las junturas acaban siendo demasiado evidentes (¡como las del casco de Kylo!) y en ocasiones la trama parece tan ilógica, calculada y artificial como las conversaciones de Rey con las escenas que sobraron de Carrie Fisher (todos los espectadores pensamos: ¿qué dirá Rey ahora para que cuadre con la frase genérica que ha quedado de Leia?), a quien sin embargo se le da una muy digna salida contribuyendo con su muerte a que Kylo regrese del lado oscuro (claro, todo lo digna que esta confusa trama permite). El pequeño regalo de un beso lésbico en el fondo de una escena secundaria acaba pareciendo, en este contexto, poco más que pinkwashing. En su lugar se podría haber hecho que alguno de tantos personajes desaprovechados como Poe (Oscar Isaac), Finn (John Boyega), Rose (Kelly Marie Tran) o Jannah (Naomie Ackie) se revelara como personaje LGTB (tal y como algunos actores deseaban), especialmente después de que la historia de Finn y Rose se abandonase como si nada.
El ascenso de Skywalker se juega todo a la carta de la nostalgia, siguiendo la estrategia de El despertar de la Fuerza (episodio VII, también dirigida por J. J. Abrams, 2015), y la verdad es que tiene éxito al hacerlo: los momentos más emotivos de la cinta son aquellos en los que aparecen las voces y caras de los personajes de siempre, la música que tan bien conocemos y la estética que ya nos cautivó en los 80… y nos hacen temblar de emoción. La película logra activar el capital cultural acaudalado por la saga para darnos una experiencia Star Wars genuina, con unos efectos especiales a la altura: el aspecto visual es impresionante. Pero en el éxito de movilizar nuestra nostalgia yace también el mayor de los fracasos: el de crear una trama y unos personajes que tengan valor por sí mismos. Rey, Kylo, Poe, Finn… son todos personajes cuyo único propósito, al final, es recordarnos por qué nos gustaban las películas de los 80. Son personajes que, si bien tienen una gran química entre ellos y están interpretados por un elenco excelente, están sin embargo a merced de una historia confusa y poco creíble y eso hace que sea muy difícil conectar con sus emociones y entender qué es lo que les motiva a actuar. Son personajes que no recordaremos dentro de 5 años, mientras que sí nos seguiremos acordando de Luke, Leia, Han, Yoda y, por supuesto, Darth Vader (¡a quien afortunadamente no han revivido!) a quienes sí entendíamos y con cuyas luchas podíamos empatizar. La falta de valentía para hacer aportes genuinamente originales y el afán incómodamente explícito de agradar a los fans insatisfechos con la anterior entrega hacen que esta película parezca poco más que un gesto vacío de pedir perdón con mucha acción y mucha nostalgia, una especie de contrarreforma, repitiendo patrones que, para mayor escarnio, ya habían sido repetidos. Es una película que nos muestra que Star Wars se ha convertido de la mano de Disney en aquello en que temíamos que se convirtiese: películas conservadoras.
por María Jesús Beltrán Brotons | Dic 26, 2019 | Críticas, Libros, Literatura, Recomendaciones |
Leer “Tiempo muerto” (2017), novela corta de Margarita García Robayo, resulta incómodo y aun así engancha, interesa, vincula, inspira: Presenciamos la imagen congelada del desmoronamiento de un matrimonio y percibimos las manchas de una diáspora (latinos en EEUU). Irreversibles. La familia con la que lidiamos en la lectura, está compuesta por Lucía, su esposo Pablo, y los 2 hijos comunes, mellizos, Rosa y Tomás. Su residencia habitual es New Haven, un espacio en el que, en la percepción de Lucía, uno puede convertirse en “un punto indistinto en el paisaje frondoso y civilizado” a poco que se descuide. Un lugar donde mezclarse significa “desaparecer”, algo que -y este es un centro existencial de la protagonista- a ella no le importa; New Haven es un hábitat donde cada cual está “a lo suyo” (p. 110) donde no hay nada “roto ni virulento” (p. 111) como en Colombia.
ELLA
Lucía experimenta su existencia situada en un hueco, un espacio vital donde se deja llevar por inercia, por ejemplo, al asumir que “[S]u vida estaba llena de cenas importantes que no servían para nada” (p. 146). La protagonista vive a regañadientes consigo misma, es más, parece que todo lo hace contra su voluntad, pero lo hace: escribir artículos para la revista Elle, comer, abrazar fuerte a sus hijos, emborracharse, meterse en el agua del mar hasta casi perder la conciencia. Y, sobre todo, pensar. Su vida se asemeja a un gruñido anímico y mental.
Ahora bien, con su pareja no actúa, pues ni ella ni su esposo mueven ficha para cambiar algo de su descalabrado matrimonio: están asentados en un “tiempo muerto que ninguno se ha dignado a remover” (p 54). Las únicas escenas de sosiego y silencio, que contrastan con la mayoría de situaciones donde se plasman retazos de vidas rotas, son aquellas en las que Lucía contempla el mar, abrazada a sus hijos: con ellos dos a sus costados se levanta y se cierra el telón. De ahí que podamos afirmar que ese “tiempo muerto” de la protagonista que se nos ofrece en la lectura se enmarca en un fragmento de espacio temporal anímico ubicado en la Tierra al borde de un mar. Aunque en realidad, Lucía no reside en ningún lugar identificable geográficamente, ni es su deseo arraigarse a ningún sitio concreto. Solo se pertenece a sí misma en su vacío de relación vinculante con el mundo.
ÉL
Pablo, su esposo, colombiano, es un individuo destartalado. Una ruina de sí mismo. Trabaja como profesor en una secundaria que “pretendía favorecer a la comunidad hispana. Todos los chicos hablaban español. Inglés también. Pero mal. Ambos idiomas terriblemente mal” (p. 31). Marido, padre, profesor, amante convulsivo de vecinas, drogadicto, alcohólico. La afirmación del médico de confianza de la familia lo retrata: un “fiestero de puta madre” (p. 16).
Pablo, en un rincón apartado de su escasa voluntad, pretende buscar sus raíces volviendo a su patria mental, atrapándola con las palabras metidas en una novela. Reconoce que su deseo es dejar las clases y dedicarse solo a escribir, pero en el trazo vital que abarca la novela este personaje también se encuentra en un punto muerto: ni avanza ni retrocede. Vive al lado de sí mismo, encenagado, “llevaba cerca de un año escribiendo una novela sobre una isla colombiana donde había vivido parte de su infancia” (p. 14). Él, al contrario de su esposa, sí que se siente arraigado a Colombia –“patria lejana” (p. 43) y aguanta –“sobrevive”- en los EEUU. Vive -transita- por la vida familiar con un desinterés pasmoso por sus hijos, por su mujer, quien pone a los pequeños como parapeto entre ambos quedándose ella con la mayor parte de sus vidas. Los consejos de Lucía o no llegan a Pablo o le sobrepasan. Desea crearse un destino de escritor, pero no hace nada fundamental para llevarlo a cabo. Su tía Lety -mujer hacendosa, empresaria, pragmática, con un hobby que la arraiga al mundo: el bingo-, le comenta lacónica después de leer el manuscrito de su novela: “¿Tú quieres volver, Pablito? ¿Es eso lo que te pasa?” (p. 53). La novela es el hilo que le une a sus raíces pues según él “un hombre sin raíces es un hombre muerto” (p. 41). La visión de su Colombia, la de su infancia es a todas luces lo que lo mantiene a flote, le facilita la supervivencia.
LOS HIJOS
Han nacido en Estados Unidos. Hablan indiferentemente español e inglés, son “bellos, avispados y extraños” (p. 29). Rosa se sorprende de que haya venezolanos en Miami y le pregunta a su madre por qué no viven en Venezuela. Cuestión cuya respuesta queda en el aire y hace pensar en su propia familia migrante en EEUU. En ningún pasaje de la novela se ofrece etiqueta alguna a esta familia: ni colombiana ni estadounidense. Están los cuatro en Tiempo muerto. En un limbo de identidades nacionales.
Tomás revela una facilidad exuberante por retener palabras inusuales: pterodáctilo, guayaba, shitty place (p. 76). Como la propia voz narrativa cuando emplea -siempre en el contexto argumental de Lucía- términos inusitados del tipo: voces ríspidas (p. 9), para referirse al sonido de la lengua rusa; ácido muriático; o el neologismo “proxemia”, refiriéndose a la mirada de Lucía sobre la gestualidad de Cindy, la niñera: “su sentido de la proxemia era la de un perro faldero” (p. 12). Lucía necesita distancia. La importancia que para ella tiene la expresión verbal de sus hijos se refleja no solo en sus quejas cuando dice que resulta trabajoso que los niños construyan frases largas (p. 29). También en sus conversaciones es obvio que fomenta la capacidad imaginativa de su hijo varón. Este se inventa historias y “sabe palabras. Es un pequeño adulto. Y es tan parecido a ella”. En cuanto a su hija, más interesada por el deporte y los deportistas, Lucía se alegra de que Rosa haya incubado una “rebeldía fabulosa”. Sin embargo, hay algo que diferencia fundamentalmente a las generaciones: Si sus hijos asumen la lengua inglesa como algo natural, propio, ella, la madre, se excluye conscientemente en el ámbito de esa lengua, no porque no la domine, sino porque no forma parte intrínseca de su estar en el mundo. Cuando ella se dirige a un fan de su hija (se trata de un tal David Rodríguez, “tercera generación de dominicanos en Estados Unidos”) y le pregunta si se tomaría una foto con ellas (Lucía y su hija), piensa que el joven nieto de dominicanos no habla “ni gota de español”. Cuando le repite la misma pregunta en inglés, “se excluye, dice “the girl”, refiriéndose ya solo a su hija, la llama “the girl”. ¿Por qué hace eso?” (p. 61). ¿Es una inercia no querer involucrarse en la lengua inglesa? Creo que no. Creo que es consciente de que ella no cuaja en el mundo anglosajón. Lucía pertenece a sus palabras: Su vínculo a la lengua, a su lengua materna, que es el español, es su patria, que es eso “que se muda contigo” (p. 113).
También se traslada con uno mismo el sabor primigenio, el que se lleva consigo desde la infancia. Cuando cocina comida “calórica y grasienta”, pasando por alto dietas y curas de salud, todos comen en abundancia y disfrutan: “Es el día que se siente más querida. Es el día que se siente su madre y su abuela” (p. 65). Palabras originales (del origen hispanohablante), comida primitiva (de los orígenes de aquellos países de Latinoamérica por donde pasaron sus padres) son sus herramientas sensitivas de ubicación terrestre. El resto en su vida es parálisis. Y contemplación.
EL HORIZONTE
Cuando al final de la historia se encuentra de nuevo sola con sus hijos en una playa mirando hacia el horizonte se adueña de ese pequeño espacio de arena húmeda que ocupan. Y ¿qué es lo que hace? Respirar. Su única forma de arraigarse. El aire del arraigo. Pide a sus hijos que respiren también en cuatro tiempos, para elevar sus pulsaciones, y porque quiere “limpiarlos, llenarlos de oxígeno, preservar sus corazones.” Pero ellos se niegan y se alejan. La siguiente actividad de los mellizos es el negocio insertado en el juego -la ilusión- infantil. Rosa, que es quien más se afianza en la tierra agarra una caracucha (flor ornamental) y se la ofrece a Tomás, su hermano, por siete dólares. Este hace el gesto de sacar dinero del bolsillo y le reta: “Tengo cinco”. Están anclados en el terreno que pisan.
Lucía representa aún y todavía la pertenencia a su pasado, porque ante esta últimísima escena de la novela “Piensa en la ambición inútil de fijar momentos”, es decir, acumular experiencia, hacerla consciente allá donde se encuentre. Por el contrario, sus hijos, ya están instalados en otra esfera: la más pragmática del presente. Allá donde estén, actúan.
Según Lucía es necesario “aprender a orientarse”, parece que eso es lo que importa. En esta novela corta del desarraigo, la orientación de la mirada de la protagonista es literalmente el horizonte, una línea inexistente que divide dos elementos coexistentes en un mismo espacio: La esencia del migrante. Esa persona que se ha movido, ha salido de su hueco y co-existe.
por María Jesús Beltrán Brotons | Dic 18, 2019 | Críticas, Libros, Literatura, MujeRes, Recomendaciones |
La lectura de un libro singular de Marina Perezagua (Sevilla, 1978), publicado en septiembre de 2019, me ha provocado un fogonazo, una sacudida mental, en unos momentos de publicaciones literarias, en el ámbito hispanohablante, en los que me encontraba a punto de tirar la toalla y retirarme para volver a los clásicos. ¿Había alguna novedad que valiera la pena leer a finales de 2019? Sí, la había: Seis formas de morir en Texas (Barcelona, Anagrama). En esta novela se cuenta, por un lado, la historia de un hombre que busca la paz para su familia china en el seno de una tradición budista. En su búsqueda comete crímenes, sobornos, depreda y huye finalmente desistiendo de su empeño. Pero el verdadero hilo conductor de la obra lo constituyen las palabras de una mujer que se (re)construye a sí misma desde las cuatro paredes de una celda en el corredor de la muerte, en una prisión estadounidense.
El chispazo desencadenante de la trama argumental es la bala que le disparan a Zhou Hongqing, un preso del centro penitenciario de Guangzhou (China), que no le produce la muerte inmediata para así poder extraerle el corazón del cuerpo aún vivo. Este órgano lo recibe un estadounidense quien ha pagado una elevada suma por él. A Linwei, hijo del ejecutado, y más tarde a Xinzàng, el nieto, les embarga una única ambición: concluir la búsqueda del corazón de su padre-abuelo para apagarle la vida, pues según su creencia, una parte de su shen, que se transfiere y anida en los hijos, está en el corazón, y hasta que este no deje de latir, el espíritu de la persona muerta no descansa. Edward Peterson (Austin, Texas), que recibe el órgano, muere de muerte natural. Su hijo, James T. Peterson será el donador de esperma para que la madre de la protagonista, de la segunda, aunque más importante línea argumental, pueda tener descendencia. Ahí se juntan los recorridos vitales: Xinzàng, quien en EEUU se hace pasar por Zhao, y Robyn, la joven e inocente portadora del shen de aquel abuelo chino, que es ciega desde un accidente sufrido a los 7 años, en 1992. Esta desgraciada persona – “niña topo” (p. 24)-, al regresar una noche a su caravana, alcoholizada y drogada, encuentra a su madre muerta de once cuchilladas. Según le cuentan a Robyn, le falta el corazón. El asesino no aparece y es a la hija a quien acusan de haber matado a su madre. Aquí empieza lo que se desarrollará durante toda la novela como una puesta en abismo de las actuaciones policiales y judiciales en EEUU; y de forma paralela, la revelación de las prácticas de asesinatos en la República Popular China, pues Zhou Hongqing fue solo uno de los casi once mil ejecutados (p. 19) cada año durante la década de los ochenta por los mismos motivos. Robyn es encarcelada, maltratada, juzgada a los 16 años. Su sentencia es la pena de muerte, cuya forma (una de las «seis formas de morir en Texas») podrá ella elegir por ley. Después de 16 años en el corredor de la muerte, a los 32, decide ponerse a escribir cartas “como testimonio y como despedida” sobre su vida. Se las dirige o bien a su padre – quien a cambio de devolverle la vista a su hija biológica dándole sus propias córneas recibirá el corazón de Robyn -; o bien a Zhao, quien se convierte en su representante legal. El arco temporal-espacial abarca desde el 2 de febrero de 1984 en el patio central del centro penitenciario de Guangzhou, hasta el 31 de diciembre de 2017 en el zoológico del Bronx, Nueva York. Esta exactitud documental es solo una gota de agua en el océano novelesco. Sabemos que la inserción de elementos documentales en un universo de ficción ha producido numerosas obras de arte el las últimas décadas, tanto en el cine como en literatura. Pero la dimensión de lo documentado en este libro de 281 páginas, se compensa con la franqueza límpida, diáfana, de la voz de un narrador omnisciente que mueve y organiza los capítulos, rompe expectativas, hilvana un desarrollo saltarín de la trama, teje una urdimbre que pone entre las cuerdas nuestra propia y asimilada cordura de lectoras. En nota a pie de página (p. 149-150) se explica: “Tanto esta como todas las escenas y descripciones referidas en este libro a la práctica ilegal de trasplantes de órganos en China están documentadas y se corresponden con casos reales. (…) Fuentes e indagaciones rigurosas atestiguan que estas operaciones siguen practicándose”; y a continuación se dan detalles bibliográficos de estudios e investigaciones sobre los asesinatos masivos. A las informaciones adicionales en forma de notas a pie de página se le añaden varias páginas de notas con datos bibliográficos y referencias online.
Seis formas de morir en Texas es una novela unívoca y plural a un tiempo. La unicidad viene dada por el tema central: “la extracción de órganos humanos de prisioneros para abastecer el floreciente negocio de trasplantes” (p. 150). Ahora bien, en el universo de ficción que divisamos a través de una inteligente composición y una trama sub-versiva, desestabilizante, aparece una pluralidad de voces y de materiales narrativos. La mirada (voz) omnisciente revela desde las primerísimas líneas que “de todas las crónicas, ninguna entraña tanta dificultad a quien intenta comunicarla como la que sucede dentro de los límites del ser humano … Yo, que cuento la historia que leerán a continuación, puedo distinguir a vista de pájaro las grandezas y las ruindades de las mentes que la pueblan. Allí donde el lector ve solo una frase a mí se me despliega la panorámica de las conductas” (p. 13). Por un lado, se nos coloca en el interior de quien vive y experimenta la certeza de que va a morir. Esta persona que hasta el momento de su escritura no “ha vivido” sino que solo es, va creciendo como persona con entidad propia conforme va adquiriendo saberes y sabores reales. Quienes leemos somos testigos de los entresijos y redes de su mundo interior, que, por ficticio, no deja de ser real. A su vez, nos presenta la relación que ella misma establece con el mundo a sus costados: otras reas pendientes de ser ejecutadas, maltratadas como ella misma por los guardianes. Las vejaciones que sufren se condensan en tres palabras en la entrada de su diario del día 10 de octubre de 2017: “Me han violado.” El resto de la página queda en blanco. Silencio. Es la voz del narrador quien retoma el hilo del relato contando cómo reacciona Robyn después de la violación: lavándose de forma convulsiva. No denuncia: “Sabe que las violaciones son comunes y conoce la impunidad de los guardias” (174). Como en un acto de globalización, la voz narradora explica y expone que “A la misma hora en que Robyn escribió esas palabras, en el mundo sucedían infinidad de cosas tan ajenas como, en cierto modo, conectadas a su violación, al sudeste de un país que se llama España“ (pp. 175-179). Se describen hechos reales acaecidos en 2012 en una finca de Fuente el Álamo (Murcia): cómo tres trabajadores de una granja y su dueño matan a palos golpeándolos en la cabeza y en todo el cuerpo a cinco cerdos sin razón aparente. Una granja fácil de ubicar en nuestra geografía dado que aparece el nombre real. A continuación, se nos lleva al noreste de China, en las riberas del río Liao, donde existe lo que se denomina una granja de personas: los sótanos de un hospital donde se extraen de personas vivas sus órganos para trasplantarlos a otras que han pagado grandes sumas de dinero por ellos. Es esta la importancia de ver lo que se nos oculta, porque “Lo que se nos oculta significa” (p. 246).
Ya sabemos, pues, qué está pasando. Fogonazo. Robyn, la joven que no fue y ha devenido en ser, inventa y crea gracias a sus textos -poéticos, narrativos, reflexivos, descriptivos- su libertad interior, la convierte en “el canto del mundo” y nos la ofrece englobándonos en su/nuestra realidad. Al final, somos depredadores si no pertenecemos a esa especie particular que ve en el otro el creador del canto del mundo.