Tanto como debo: sobre el Teatre Lliure, Lluís Pasqual y el abuso de poder

Tanto como debo: sobre el Teatre Lliure, Lluís Pasqual y el abuso de poder

Foto con copyright: Archivo Cadena SER

Digamos que todo empieza en pleno mes de julio en el Grec del Teatre Lliure. Un amigo me invita a ver ‘Kingdom’ de la Agrupación Señor Serrano. Un espectáculo que llena el Lliure de Montjuïc de bananas y critica el capitalismo, la sociedad de consumo y la virilidad. Una vez terminada la función, nos invitan a todos los espectadores a participar de un debate coordinado por ‘Dramaturgias del debate’. A priori, pienso que será un coloquio como cualquier otro, a pesar de las premisas que nos imponen los organizadores: Debéis elegir entre preguntar a los miembros de la compañía cuestiones que sólo puedan ser respondidas con un ‘sí’ o un ‘no’, o bien podéis preguntar y comentar todo lo que queráis pero insertando insultos y blasfemias entre vuestras palabras. Evidentemente, los espectadores, unánimemente si no recuerdo mal, elegimos la segunda opción.  Al principio todo resulta muy formal, la gente pregunta por preguntar y suelta un ‘joder’, ‘mierda’, etc. Pero poco después, una mujer pone en duda que se pueda criticar el sistema actual sin nombrar ni mostrar a ninguna mujer durante todo un espectáculo, y a modo de colofón, concluye: ‘caca, pedo, culo, pis’. Esto empieza a animarse, por fin. Hace tiempo que no voy a ningún debate en el que la gente puede decir lo que realmente piensa, esto es inaudito. Los componentes de la compañía argumentan sin tapujos que, precisamente, en todo el espectáculo no aparece ninguna mujer ni se la nombra (a parte de la Eva del paraíso) porque que éste es el papel que el sistema otorga a las mujeres, la invisibilización absoluta. Tras ello, otra espectadora se suma a la protesta arguyendo que ello no es un argumento de peso, y seguidamente, cuestiona la renovación del mandato de Lluís Pasqual al frente del Teatre Lliure y el funcionamiento arcaico, clasista y patriarcal de los teatros públicos.

Pocos días después, aparece en Facebook (sí, la misma plataforma que utilizó Donald Trump para ganar electores) el mensaje de una actriz que formó parte de la Kompañía del Lliure e interpretó a la Cordelia del Rey Lear, Andrea Ros: ‘Durante los dos años que he formado parte de la Kompanyia, Lluís Pasqual me ha gritado, ridiculizado, puesto en evidencia, y le he visto hacerlo impunemente porque es un genio, y los genios gritan, los genios tratan mal a la gente’. Además, la joven actriz, criticaba la poca sensibilidad feminista del Lliure y la escasa presencia de jóvenes al volante de este teatro público.

Pero no sólo la actriz se atrevió a cuestionar el sistema de ciertas instituciones públicas, también directores como, por ejemplo, Alex Rigola, proponían limitar la dirección de equipamientos públicos a mandatos de ocho años, más paridad en las programaciones y ‘verdad en la programación artística’. Desatada la polémica, la Fundación del Lliure aclaró que Pasqual solo seguiría dos años más en el mandato en lugar de los cuatro previstos y que por primera vez se garantizaría un concurso abierto con la máxima paridad posible. Pero resultó que después de las acusaciones de la joven actriz, la comisión del Lliure recibió otras quejas (por ahora, lamentablemente, anónimas)que también han llegado al colectivo ‘Dones i cultura’, que lucha contra la discriminación y los abusos de poder en el ámbito laboral. Un grupo formado por más de 800 mujeres del ámbito de la cultura, que pidió a través de un comunicado, el cese del cargo de Pasqual, asegurando haber recopilado varias acusaciones de trato despótico a los trabajadores. Pasqual, tras las vacaciones y con la polémica acechándolo, finalmente, decidió dimitir. Evidentemente, como no podía ser de otra manera, antes de la dimisión un centenar de personalidades de la escena catalana firmaron un manifiesto en favor del reconocido director: Núria Espert, Frederic Amat, Emma Vilarasau o Josep Maria Flotats, entre otros. Tiempo después, hasta la mismísima alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, le dedicó un emotivo tweet. Finalmente, el Lliure ha decidido disolver la Kompañía y, por lo tanto, el vínculo de los intérpretes con el teatro terminará en diciembre después de las funciones de ‘Ángeles en América’.

Lluís Pasqual, uno de los miembros fundadores del Teatre Lliure en el 1976 junto a Fabià Puigserber, Pere Planella y Carlota Soldevila, y considerado uno de los grandes directores de la escena internacional, declaró: «las redes sociales pueden destruir cualquier reputación», en referencia al manifiesto publicado en el grupo de Facebook ‘Dones i Cultura’, que le acusaba de maltrato, misoginia y abuso de poder. En una entrevista en La Vanguardia, Pasqual aseguró «impensable que las bases para elegir al responsable de un teatro público del tamaño del Lliure sean la edad y el sexo». «No puedo ni ser joven ni ser mujer ni trabajar con un equipo que no esté plenamente comprometido conmigo en un proyecto».

¿Cuántos genios, a lo largo de los siglos, han calumniado a sus actores e incluso a sus propias familias? Charles Chaplin (cuya obra admiro profundamente), uno de los mayores genios de la historia, rodaba centenares de veces una misma escena hasta que salía como él quería y dicen las malas lenguas que era un déspota empedernido. Woody Allen fue acusado de abusos sexuales por parte de su propia hija y sigue estrenando como si nada. Y podríamos seguir con una lista infinita de genios endiosados que ejercen o ejercieron abuso de poder. Ante tal escenario, se plantean múltiples incógnitas: ¿Debemos renunciar a ciertas ‘obras’ por el bien común, o el fin justifica los medios? ¿Es posible, hoy día, separar la obra del autor? ¿El auge de los Mass Media, a pesar de sus contrapartidas (como las Fake News o la banalización y espectacularización de la cultura, por ejemplo), ha permitido hablar a los oprimidos?

Sea como fuere, este año hemos vivido un sinfín de polémicas sobre el abuso de poder. Con el movimiento Me Too (al cual me adscribo), por ejemplo, las acusaciones de abusos y acoso sexual a Harvey Weinstein consiguieron llevar a la bancarrota a uno de los productores más famosos y reconocidos de Hollywood. En el ámbito jurídico, con abogados como Mario Díez, que está al frente del movimiento ‘Justicia Poética’, se está destapando una red de pederastia y pornografía infantil a gran escala en España mediante un canal de Youtube, y con ello se ha logrado meter en prisión a Kote Kabezudo, acusado de abusar de infinidad de niñas y cuyos vídeos testimoniales siguen colgados en la Dark Web y se pueden descargar por un módico precio de 12 euros. Diréis: antes de internet esto también pasaba. Y así es, pero parece ser que sólo la presión mediática consigue verdaderos cambios en este siglo nuestro amparado en las apariencias.

Yo, personalmente, no conozco a Lluís Pasqual, ni tampoco he podido disfrutar de la mayoría de sus espectáculos, porque desgraciadamente, hoy en día, el acceso a la cultura es un privilegio reservado a una minoría, y además, las grandes carteleras, la mayoría de veces, están dirigidas a un mismo tipo de público, a excepción de algunas salas alternativas que subsisten precariamente. Así pues, creo que el cuestionamiento real no es sobre el director Lluís Pasqual. El cuestionamiento real es el de un Estado definido como democrático y paritario, cuyos equipamientos públicos siguen siendo monopolio de unos pocos, en su mayoría hombres, y que el acceso a la cultura y la igualdad de oportunidades es tan solo un mero juego de palabras. La brecha salarial se sigue perpetuando con total impunidad y en los teatros y otros equipamientos públicos los cargos se siguen concediendo al más puro estilo aristocrático. La escena española y catalana (no tengo la suerte de poder viajar demasiado), parece haber quedado atrapada en el siglo pasado, menos ciertas excepciones que permanecen poco tiempo en cartel. Y esto es sólo la punta del iceberg de una sociedad que traspasa poderes como quien traspasa Tarjetas Black o paraísos fiscales y demás cloacas del estado. Pero sí, también hay Cordelias, hijas de reyes como el anciano Lear, rey de Bretaña, quien pregunta a sus hijas cuál de ellas lo ama más, para saber cómo repartir su reino. Valientes como Cordelia, cuando contesta que ama a su padre «tanto como debo, ni más ni menos» (according to my bond, no more, no less).

Sobre “Malamente”, de Rosalía: apropiación, esencialismo y mucha industria cultural

Sobre “Malamente”, de Rosalía: apropiación, esencialismo y mucha industria cultural

Pues sí, como en el fondo soy millenial y me gusta más un debate que a un tonto un lápiz, me sumo a la polémica del vídeo de “Malamente” (que se puede ver aquí, aquí o incluso ¡aquí!), pero para añadir algo que he visto poco nombrado: el esencialismo y la cruda industria cultural.

 

Pero empecemos por el principio. El vídeoclip de “Malamente” ha echado nuevamente leña a la discusión entre Noelia Cortés  y Raúl Guillén sobre el “antigitanismo” de Rosalía en 2017. Quizá tengo que ir más atrás. Rosalía es una cantante de 25 años que publicó en 2017 Los Ángeles (Universal Music). Lo abre “Si tú supieras compañero”, que mezcla música y textos de Enrique Morente, Carmen Linares y hasta ¡Conchita Piquer! Coplas, cantiñas y alegrías complican su canción de apertura, tal y como muestra el casi anónino Javi en su blog pequeños incidentes. La Niña de los Peines aparece cuando canta “Día 14 de abril”, una revisión de “El carretero (Llévame por caridad)”. Manuel Vallejo pasea con su tango actualizado de “Catalina”. Manolo Vargas con su “Eran las dos de la noche” reaparece espectral en “Nos quedamos solitos”. “Por mi puerta no lo pasen” revisita “En la verde oliva canten”, de Antonio Chacón. Y así pasan por su disco una gran lista de nombres de cantaores e intérpretes flamencos de la tradición más arraigada. Es fascinante sumergirse por las referencias que toma: estoy segura de que muchos no habían escuchado en su vida muchas de estas canciones del repertorio. De hecho, se ve en muchos comentarios de youtube, donde usuarios reconocen que han llegado ahí por Rosalía. Quizá es que yo no he crecido en la cultura flamenca y no soy ninguna especialista (no sé si lo soy de nada), pero a mí eso me parece una ganancia para abrirnos a la escucha de una música que solo visitan especialistas, aficionados, y una multitud de gente acotada en un territorio donde este repertorio es habitual. A mí me fascinó, al igual que lo hizo y hace Rocío Márquez o Niño de Elche, como bien cita Raúl Guillén.

Pero Noelia Cortés respondía así: “Hay gente que afirma que con Rosalía el flamenco está llegando a más gente, a un mundo que nunca se interesó por esta expresión artística. Y puede que tengan razón, pero planteemos por qué para conocer el flamenco se tiene que promover a través del blanqueamiento (payificación) de nuestros elementos culturales, prestando atención ahora a lo que siempre ha estado ahí. ¿Por qué para que se nos mire tenemos que aceptar un sucedáneo despolitizado del flamenco que es la máxima expresión de nuestra resistencia? ¿Por qué sólo se puede llegar a nosotros a través de la atención a una simbología que niega lo gitano en su expresión? ¿No será que vivimos en un mundo tan racista y antigitano que la única forma posible de existir es blanqueando nuestros símbolos y nuestras vidas, con el descaro de decir que Rosalía ha revivido y revolucionado el flamenco?”. Creo que hay un argumento problemático de base: que Rosalía o quien sea abra la puerta al flamenco -quizá no lo consiga, en realidad- no implica ni se deriva de que Rosalía quiera hacer flamenco. Justamente, la evidencia de la mezcla de géneros en su música es lo que habla de su distancia con respecto a la petición de purismo que desprende de la crítica de Cortés. La banda canaria Fran Baraja y la Parranda Blus Band hizo lo propio con la música canaria, con la “Isa Majoreska”, el “Zurrock del Gofio” o “Sorondongo”, incluidos en Parranda Power (Multitrack, 2014). Nadie les dijo que no estaban respetando la cultura canaria: la estaban llevando a su lenguaje. Vayamos a un ejemplo más conocido: Silvia Pérez Cruz, en su disco Granada (Universal Music, 2014) hace una versión aflamencada de “Que me van aniquilando” de Enrique Morente. Pero nadie esperaba ni de unos ni de otros que hicieran isas ni flamenco, sino que cantasen a su forma, que es híbrida, que es lo que nos gusta de ellos.

El mismo problema ha tenido el nuevo videoclip-canción de “Malamente”, presentado a finales del mes de mayo. Pero ahora no se la acusa principalmente de hacer un flamenco híbrido (es decir, no puro), sino de apropiacionismo cultural y falta de respeto a símbolos e iconos gitanos y andaluces. Bueno. Lo que se esconde tras este argumento es un esencialismo. El esencialismo consiste en considerar que ciertas propiedades deben mantenerse para que algo sea lo que es, así como aceptar que hay propiedades “necesarias” y otras “contingentes”, es decir, que las “necesarias” deben ser así y no de otra manera para que ese algo sea lo que es, mientras que las “contingentes” son añadidos que pueden matizar tales propiedades necesarias. Así que cuando a Rosalía se le acusa de que se burla de Andalucía porque usa acento andaluz y expresiones dialectales siendo catalana, es esencialismo: se asume que solo los andaluces pueden hacer uso de esa forma de hablar porque es lo que los hace andaluces. Esto explica por qué muchos españoles se ríen cuando yo, que soy canaria, digo “guagua”: hay una asunción de que lo que yo hablo es un español “gracioso”, “distinto” a su español. Como si el español fuese uno y hubiese una forma mejor de hablarla de forma esencial. Puede haberla de forma acordada, discutida y reflexionada. Pero no esencial. ¿Qué tengo contra el esencialismo? Luego os lo cuento. Sigo destripando argumentos. También se ha acusado a Rosalía de “antigitanismo” por utilizar desde su privilegio de pertenecer a una comunidad no oprimida rasgos, formas de hacer y símbolos gitanos desde una perspectiva “cool”. Rosalía puede ser banal y puede intentar hacer moda de elementos propios de la cultura gitana, pero eso no es antigitanismo. Se llama capitalismo. Al igual que hace unos años (los millenials más jóvenes no lo recordarán) El Corte Inglés comenzó a vender pañuelos palestinos e imitación de botas Doc Martens o -ejemplo para los más jóvenes- en los últimos meses H&M vende camisetas de I’m a feminist o muchísimos colectivos se lucran de una imagen deformada de Frida Kahlo como si fuese un icono feminista, Rosalía ha desubicado esos elementos y se los pone y ya está. Hay que enfadarse con las formas de absorción del capital, que permiten este tipo de apropiaciones. Pero no es antigitanismo: si hubiese llegado hasta ahí, habría algún tipo de posición política fuerte. Lo que me sorprende es que colectivos como Manos Limpias o el Centro Jurídico Tomás Moro, que llevó a juicio a Javier Krahe en 2012 por su vídeo de “Cómo cocinar a un Cristo” (1977), no se hayan llevado las manos (¿limpias?) a la cabeza por la cantidad de símbolos religiosos utilizados a la ligera por la cantante. Quizá es otra muestra del poco calado político de Rosalía. Javier Krahe era más rudo: hoy le habrían metido en la cárcel, víctima de la ley mordaza, por canciones como su ¡Ay, Democracia! Rosalía, sin embargo, está intacta. Aunque lo que ha hecho tiene un gesto político implícito: la de abrir un debate sobre los propietarios de rasgos culturales. Incluso de aquellos que no se incluirían fácilmente en la cultura, como la moda “choni” y el ambiente “poligonero”, lejos aún de poderse integrar con las pieles de visón y las copas de champán de algunas premieres de ópera a las que he asistido con vaqueros y camisetas de Rick and Morty. No sé si, en mi caso, era por molestar o por apropiacionismo.

En fin, que por qué me molesta el esencialismo. Pues porque la atribución de propiedades es arbitraria. Se le imponen desde fuera al objeto de estudio sin que se justifiquen por él mismo. No derivan necesariamente de él. La asunción de que existe algo así como el “gitanismo” que, presuntamente, es banalizado por la privilegiada catalana Rosalía, es la simplificación de una realidad cultural bien compleja: tanto por el lado de los gitanos -ciertamente oprimidos por la sociedad española actual- como por el contenido del videoclip-canción de Rosalía, que no pretendía ser marca de lo gitano y sí lo es, con más o menos intención, de los sistemas de reproducción del capital. Esto es como cuando se dice que todos los alemanes son unos cabezas cuadradas. Hermosa afirmación para reducir la multiplicidad de 80 millones de personas. Vivo en el extranjero y ya no doy pábulo a afirmaciones que dicen que todos los españoles somos esto o aquello. Porque no me identifico, porque no me define y porque es esencialista. Y porque tiene un punto racista. ¿Y qué pasa con el apropiacionismo cultural? Pues que pasa en la cultura desde que surge, o sea, desde que existe civilización. En lo que sí estoy de acuerdo, y creo que es la única opinión de fondo de todas las que he leído por ahí, es la de Rafael Buhígas, especialista en la materia, entrevistado por Lorena G. Maldonado para El Español: «”Pese a perseguir y marginar al gitano, se utilizan sin pudor elementos de su vida cotidiana»». Y sigue «“Está perjudicando a los gitanos […]: saca a la palestra las mismas ideas rancias de siempre”». Pero, como les decía, esto tiene que ver con la falta de calado político del marco en el que se incluye Rosalía, y no -al menos solamente- con los símbolos que elige, que banaliza. Al igual que, como explicaba en mis artículos sobre reguetón, se pasa por alto muchas veces la letra porque se vende un producto que apetece ser bailado y se asume un dualismo inicial, es decir, que hay una distancia entre el baile (algo solo corporal) y el contenido (que está en la mente). A Rosalía no se le puede acusar de la marginalización de los gitanos, en la que estamos todos enfangados por nuestros silencio, es decir, por nuestra complicidad. Solo que ella ni reflexiona sobre ello, sino que lo estetiza. Así nos enseña la industria cultural a manejarnos con sus productos: como bienes de consumo en un kiosko, donde cada cual puede elegir lo que quiera de forma descontextualizada y sin reparar en el dolor que ha forjado la historia para que llegue a ser eso. Buhigas volvía críticamente** sobre el esencialismo: » «Así, mediante el sincretismo y la mezcla, se intentan romper las líneas de sangre y la pureza para acabar con ese otro al que se detesta”»: de acuerdo con la figura del «otro detestado» que solo es reclamado como producto, deformado y alienado de su complejidad, no decuerdo, como se imaginarán, en eso de «romper las líneas de sangre y pureza». La caída en la sangre y en la pureza nos puede llevar muy fácilmente al fascismo. Así de brutal lo expreso. Porque entonces la separación entre el otro y nosotros, estrategia fundamental de las políticas de exclusión, pasa por crear argumentos de aniquilación racial o étnica. Y con esto no quiero caer en buenismos de «todos somos iguales» o «todos somos igual de diferentes». Esas frases son vacías. Lo que digo es que tras algunas lecturas de productos culturales y prácticas artísticas se cuelan creencias políticas que, en otro contexto, atentan seriamente contra aquello que parece que se intenta defender. Las «líneas de sangre y pureza» implican constituir una separación entre los otros y nosotros basadas en principios biologicistas que esconden la moralina de lo auténtico y lo verdadero, frente a lo falso y lo ilegítimo, lo híbrido y lo heterogéneo. [Off the record: algunas críticas señalaban que Rosalía usa en vano la referencia a Undebel, dios gitano, en caló, lengua que mezcla el romanó con el español, cuya raíz es sánscrita. Uno de los cantos más conocidos a Undebel es de Diego El Cigala, nacido en Madrid. Pues eso].

Así que la discusión va mucho más allá. Que nadie piense, por tanto, que su escucha es genuina, o auténtica o que “hay verdad” (término usado hasta la saciedad en la última edición de Operación Triunfo) en lo que cae en las fauces de la industria cultural, que es casi todo. Ninguno estamos libres de pecado (ya lo decía Walter Benjamin: «Hay que ver en el capitalismo una religión, es decir, el capitalismo sirve esencialmente a la satisfacción de las mismas preocupaciones, penas e inquietudes a las que daban antiguamente respuesta las denominadas religiones»).

** Addendum: como el propio Buhigas me ha hecho notar en un amable email, él no defiende, como podría parecer en el texto de la entrevista, algo parecido a la «pureza y la sangre», sino que alude a (y cito) «lo que decían las leyes antigitanas desde la Pragmática de Medina del Campo con los Reyes Católicos[, c]uya intención era «romper las líneas de pureza y sangre para acabar con una dinastía bárbara como la representada por los egiptanos [gitanos]»». Yo, en la redacción original, había entendido que su crítica al racismo gitano derivaba en una defensa de la pureza gitana, también a mi juicio esencialista y racista. Nada más lejos de la realidad. He decidido, no obstante, dejar el fragmento prácticamente como lo escribí originalmente, ya que creo que es justo mantener la historia de los textos (solo tratando de dejar claro que Buhigas no defiende esa posición), pero también porque creo que en la final línea entre la conservación de formas culturales y la hibridación del capital se encuentra el peligro del fascismo que explico más arriba. Es decir, creo que la reflexión a la que nos llevaría el problema de la «pureza y la sangre», así como la radical diferenciación de «los otros» frente a «nosotros», podrían llegar a legitimar procesos fascistas de aniquilación racial y étnica más o menos explícita (como recientemente hemos visto en Italia con la negativa a recibir al Aquarius).

Confusiones sobre el reguetón: bailar sin entender y «Lo malo»

Confusiones sobre el reguetón: bailar sin entender y «Lo malo»

Últimamente he conocido dos confusiones en torno al reguetón que me permiten seguir mis reflexiones al respecto, que inicié aquí. Ahí va la primera:

Un amigo  compartió una foto que compartió en facebook en la que ponía “Sí al reguetón, no a la especulación”. Yo, en un momento de pequeño egocentrismo, inmediatamente le enlacé mi texto “La reguetonización de la izquierda” y le dije que no entendía la frase. Me dijo: “no hay nada que entender. ¡Baila!». Y justo eso demuestra todo lo que queda por hacer. Tiro del hilo de aquella persona que me dijo en la fiesta que cité en el artículo sobre «La reguetonización de la izquierda» de que allí no se iba a hacer teoría, sino a bailar.

Empezaré por el principio: El cuerpo, desde la antigua Grecia, es considerado como aquello que nos recuerda nuestro “ser bestias”. Para algunos griegos, el cuerpo albergaba las pasiones, los deseos. Mal compañero para el alma, que debía aprender a dominarlo. Esto ha caracterizado la historia occidental, también del arte, donde los genitales se tapan con parras o las curvas de las mujeres se tornean para el ojo masculinizado que lo sexualiza. Pero hay otros griegos, menos leídos (Platón, de hecho, pedía la quema de sus libros, como luego harán los nazis en 1938 en la Bebelplatz de Berlín con los intelectuales), que hablan de otro tipo de deseo. Veamos: el deseo de los griegos más modositos es el deseo como falta en el doble sentido. Como algo que no está y como algo moralmente despreciable. Por eso Platón sugiere que hay que buscar un complemento, por eso complemento se lleva después a la teología y se propone que todo tenga que estar cerrado, bien atado, que encaje, que sea perfecto, como una esfera. De aquí parte la identidad, el uno, lo reconciliado, lo sin aristas. No encontrar ese único complemento se traduce en culpabilidad y enfermedad. Y así también el perdón.

La música también era modosita. Si piensan en cómo es toda la tonal, se darán cuenta de que se caracteriza con por tensión, nervio en el oyente, y luego relajarla. E, incluso, llevarnos a una historia de los temas complejísima que se resuelve en un final triunfante. Lo explica bastante bien Jacques Attali cuando dice: “la música provoca ansiedad y luego la sensación de seguridad, provoca desorden y luego propone orden, crea un problema para resolverlo”. Por eso casi toda la música tonal se construye generando tensiones y relajándolas, siguiendo así también las lógicas temporales de casi toda la prosa, en la que tiene que haber una introducción, un nudo y un desenlace. De hecho, en música se comparte nomenclatura y el nudo se llama desarrollo, nombre aceptado también en literatura. Pero sobre todo tiene que haber desenlace. Que sea redondito y eficaz, como la esfera de Platón. En la música pop se simplifica la estructura, y se combina la tensión con la relajación en estructuras más breves (las que, originalmente, permitía el microsurco de gomalaca). Bajo esa lógica funcionan los “breaks” del tecno, por ejemplo.

Los otros griegos, como Leucipo o Demócrito, hablan del deseo como exceso. Lo que les dicen a los amigos de Platón es que la falta empieza en el amor como búsqueda cuando no hay nada que encontrar (así nos lo cuenta, al menos, Michel Onfray). Y que el cuerpo no tiene nada preso, que el deseo no sabe obedecer. Sin embargo, la música, por el contrario, tiene una filiación secreta con la obediencia, como nos dice Pascal Quignard: «Oír es obedecer. En latín escuchar se dice obaudire. Obaudire derivó a la forma castellana obedecer. La audición, la audientia, es una obaudientia, es una obediencia». Oímos sin pausa. Porque oímos aprendemos un lenguaje, que se nos impone en nuestro entorno. No podemos nunca distanciarnos de ser audiencia. Cuando esto se pierde, cuando otras narrativas y temporalidades se cuelan en la música, todo se vuelve exceso. Y se atestigua eso de que “no hay nada que encontrar”. Se vuelve experimento, sin hipótesis que confirmar, y se saca de encima el peso de la culpa, de lo políticamente correcto. Tendríamos que pensar en un oír en el que ya no opere el obedecer, sino el proponer y revolver lo dado.

¿Y a qué viene todo esto? Pues que en ese “no hay nada que entender, baila” se esconde la secreta disociación entre cuerpo y alma, donde el cuerpo no debe entender lo que el alma sí, donde el cuerpo simplemente se deja llevar y todas esas cosas. No defiendo, espero que no se lea así, que no se puede bailar y disfrutar y todas esas cosas. Critico dos cosas, a saber, (i) que no se “tenga que entender el baile” y lo que él oculta y expone y (ii) la separación implícita entre cuerpo y razón (o alma, en la jerga griega), algo que responde a un dualismo tan antiguo como falaz. Bailar, de una determinada forma, puede significar oír como obedecer u oír como proponer. Quizá sería más interesante pensar en los elementos coreográficos del orden social más que en filiar el reguetón con una suerte de liberación corporal mediante el baile. Tenemos bastante claro lo de que lo personal es político hasta que se cuela el baile. ¡Qué curioso!

Y aquí la segunda:

Hace unos días hubo una polémica bastante sonada en los medios porque a dos concursantes de Operación Triunfo, que mueve a casi más seguidores que el fútbol, se les asignó una canción de reguetón como candidata para Eurovisión, “Chico malo” (Morgan y Will Simms y Brisa Fenoy), ahora “Lo malo”. Las chicas se quejaban de que no querían quedar marcadas, si iban a Eurovisión, por cantar un tema de reguetón y que no se sentían identificadas con la canción (Ana Guerra, en concreto, decía que «Yo no soy una tía que vaya dando este tipo de mensajes por la vida»). La directora del programa, Noemí Galera, les hizo ver que -al menos- desde que habían entrado en el concurso, también lo habían hecho en las lógicas de la industria musical y que, por tanto, deberían aceptar a partir de entonces lo que se les impusiera y mostrar menos sus opiniones si realmente querían triunfar. Pese a que muchos seguidores mostraron su apoyo a las concursantes, al mismo tiempo, hubo una gran ola de comentarios en los que se tildaba la canción de feminista porque es la mujer la que toma las riendas. Aquí les dejo un fragmento del texto. Y ahora seguimos:

[…] La noche es pa mí, no es de otro

Te voy a colgar

Ya no hay vuelta atrás

Si me llamas no respondo

Tira porque te toca a ti perder

Que aquí ya se perdió tu ‘game’

Tiro porque me toca a mí otra vez

Solo con perderte ya gané

Pero si me toca, toca, tócame

Yo decido el cuándo, el dónde y con quién

Que voy a darme a mí de una, y otra y otra vez

Lo que tanto me quité, que pa’ ti tan poco fue

Y yo voy, voy, voy lista pa’ bailar

Porque tu boy, boy me has hecho rabiar

Y yo voy, voy, voy lista pa’ bailar

Y tengo claro que no me voy a fijar

En un chico malo no, no, no

Pa’ fuera lo malo no, no, no, no

No quiero nada malo no, no, no

En mi vida malo no, no, no

Tú ya no estás

Dentro de mí

[…]

Yo no te miro y tú me vas a ver

Yo no te escucho y tú me vas a oír

Paso de largo, yo voy a por mí

Esta noche bailo mejor sin ti

Yo no te miro y tú me vas a ver

Yo no te escucho y tú me vas a oír.

Paso de largo y paso de ti

Esta noche bailo solo para mí

En un chico malo no, no, no

Pa’ fuera lo malo no, no, no, no

No quiero nada malo no, no, no

En mi vida malo no, no, no

En un chico malo no, no, no

Pa’ fuera lo malo no, no, no, no

No quiero nada malo no, no, no

En mi vida malo no, no, no

Pa mala yo.

[…]

No nos liemos. La letra puede parecer feminista, pero de feminista tiene poco. Por dos motivos: (i) porque parece que la chica está reaccionando a que el chico le ha hecho rabiar.  Por lo que por un lado se repiten los roles de género porque (a) la relación es chico-chica en términos heterosexuales tradicionales y (b) la acción de la mujer no es autónoma, sino que se articula por lo que le niega al hombre (“no te respondo”, “bailo sin ti”, “no te escucho”, “paso de ti”, etc.). Eliminamos, por tanto, la autonomía de la acción. Vamos: que una letra que tuviera realmente aspiraciones feministas diría algo así como “bailo porque me da la gana” o algo parecido. (ii) Y este es el punto que más me interesa: se repiten las lógicas que tildamos como machistas si fuesen pronunciadas por un hombre contra una mujer (algo que ya comentamos en esta revista a colación de Becky G): (a) “Yo no te miro y tú me vas a ver/Yo no te escucho y tú me vas a oír”, por ejemplo, nos abre un marco de acción que justamente la crítica al amor romántico quiere desarticular: que haya como principio una desigualdad de partida. Aquí hay claramente una apología a que la otra persona esté a la espera, pasivamente recibiendo su castigo auditivo y visual sin poder intervenir. La pasividad que el reguetón atribuye a las mujeres, se le otorga ahora al polo que le quiere oponer aquí, al “boy”. Y (b) porque, pese a negar mil veces “lo malo” y a los “chicos malos”, la canción termina diciendo “pa’ mala yo”, en la que claramente, por un lado, se acepta el rol del opresor -justamente se adopta aquello que se critica- y, por otro, se reproduce la lógica de estereotipos que opera en el reguetón -así como en el rap o el trap-: la marca del “malo”. Ahí se inserta tanto el que, supuestamente, “desobedece las normas sociales”, aunque con su práctica normalmente las reproduce, como el que se quiere distanciar de “lo bueno” como lo frágil, lo vulnerable, lo débil, etc. Es cierto que éstas son las categorías en las que ha entrado la mujer en el marco sexista, pero hay que hacer un esfuerzo fundamental por desmontar la construcción binómica, en la que entra tanto la división mujer-hombre como el resto de modelos que articulan nuestras formas de relación como “bueno-malo” o “verdadero-falso”. Quizá porque las cosas no son “blanco o negro”. En fin, adonde quiero llegar es que quizá la cosa no consiste precisamente en hacer una inversión de roles, sino pensar en qué se reproduce en esa inversión. No me meto, en esta ocasión, con la forma. Ya habrá ocasión.

Pero bueno: lo que me importa más de ambas cuestiones, como ya dije en mi primer artículo sobre el reguetón, es la reivindicación de este género desde Europa, que se ve como liberador de la sexualidad. De momento, me parece que hay más una especie de exotización del género, una simplificación de lo que significa el feminismo en música que se reduce de una forma fallida a lo que cuentan las letras que -como hemos visto- de feminista poco, así como una aceptación acrítica desde la izquierda se afilie con productos culturales creados pura y exclusivamente para reproducir las fórmulas de consumo que ya se sabe que funcionan (de hecho, Noemí Galera añadía en su rapapolvo a las concursantes algo así como que había que tener claro que una canción de reguetón representaría bastante bien a España en Eurovisión, pues es el género que más se consume y gusta según las estadísticas). Y eso que no entro en que, en el caso de las triunfitas, ambas cumplen perfectamente con el canon de belleza blanco, delgado y heterosexual. Si usted quiere bailar reguetón de este tipo, hágalo, pero no se escude en teorías del más variopinto calado que solo consiguen calmar su mala conciencia (signo de la culpabilidad cultural que nos rodea) pero le hacen un flaco favor a propuestas realmente emancipadoras. Es mejor que vayamos asumiendo que somos seres contradictorios y pelear por el derecho a la incoherencia. Eso también va, por cierto, en contra de Platón.

A mí me gustan mayores y que censuren: sobre Becky G

A mí me gustan mayores y que censuren: sobre Becky G

Siempre me ha parecido muy gráfica y representativa la analogía de entender el patriarcado como un bidón de brea en el que te sumergen al nacer y por el que luego te pasas el resto de tu vida intentando limpiarte, y al final, por mucho que lo intentes, acabas con restos entre las uñas. Esto siempre lo he sentido así hasta la semana pasada cuando, debido al asunto por el que escribo esto, me di cuenta de mi error y empecé a repensar la sociedad patriarcal como un organismo vivo que se defiende a sí mismo de ataques o agentes externos que controvierten o ponen en jaque su existencia.

En julio de este 2017 la artista México-estadounidense Becky G lanzó el tema Mayores en colaboración con el puertorriqueño Bad Bunny, conocido por colaborar en temas como: Si tu novio te deja sola, Un polvo o Mala y peligrosa. O sea, alguien que te puede acompañar a un concierto Riot Grrrl. La canción entró a formar parte al momento de mi lista de spotify: “Joder qué pena que la letra sea machista porque este tema me pone muy sandunguero”. Por conversaciones con amigas y amigos sé que no soy el único que siente una pena-rabia ante este tipo de temones que por una parte te llaman a bailar y por otra a vomitar. Un sentimiento parecido debieron sentir las chicas de Law Revue Girls cuando cambiaron por completo la letra del tema de Robin Thicke, Blurred Lines, (tema que también está en la lista) por su versión feminista Defined Lines. La propia Becky G ha comentado en varias entrevistas que la idea de la canción se originó tras las reacciones de sorpresa y comentarios de rechazo cuando ésta subió a su instagram la primera foto de ella con su novio, Sebastián Francisco Lletget, un futbolista estadounidense cinco años mayor que ella.

La canción se divide de dos partes: una cantada por BeckyG y otra por Bad Bunny. Personalmente creo que en este dialogo se exponen situaciones cotidianas de la mayoría de ambientes nocturnos de la noche reguetonera (sería interesante ver hasta qué punto esta dialéctica del flirteo se circunscribe solo a ese ambiente): la mujer como sujeto pasivo que solo marca los parámetros que busca; y el hombre como parte activa y absurdamente insistente que trata de convencerla de que ella en realidad no quiere lo que está buscando, que lo que quiere, y aún no lo sabe, es a él: Como yo, ninguno / Un caballero con 21, yeah / Yo estoy puesto pa’ todas tus locura’ / Que tú quieres un viejo, ¿está segura?”, y así hasta el vomito.

Yo como hombre me siento especialmente sensible a aquellas obras que reproducen modelos de masculinidad con los que abiertamente no me siento identificado, ni creo que sean modelos deseables. Y en este caso Becky G hace una confesión directa y sin tapujos, que por una parte me encanta y por otra me da pereza, de sus gustos en cuanto a lo que ella busca en el hombre: “A mí me gustan mayores / de esos que llaman señores / de los que te abren la puerta / y te mandan flores”. Personalmente, no es hasta este momento de la canción que yo dejo de bailar y me digo: “Espera ¿qué?”. Es en esta alabanza a la caballerosidad más rancia y clasista, junto con el darle voz al flirteo más machirulo donde residen las principales almendras amargas del tema.

Pese a todo esto, y aquí se encuentra la cuestión principal, la canción de Becky G está siendo conocida por ser la de la tía a la que le gustan las pollas grandes, por ser la del: “A mí me gustan más grandes / Que no me quepa en la boca”.  Aquí es donde está la mierda. Os reto a que busquéis a Becky G en Google en cualquier noticia o entrevista posterior a julio del 2017 en la que no se mencione la dichosa frase. La propia Becky G reconoce lo obvio, es un doble sentido, sí, ¿y qué?:

         Cuando un hombre canta ‘solo en tu boca, yo quiero acabar’, eso sí está bien. El doble sentido en un hombre está bien, no importa, pero cuando una mujer dice algo… O cuando se dice: ‘Esta noche te quiero comer, te va a encantar’. Y eso no es ni con doble sentido, es al punto. Y aún así son las canciones más grandes del mundo de la música latina. Creo que es algo muy interesante ver que para algunas personas que yo cante esto es un problema. Es mi modo de empoderarme como mujer”.

Tía, Becky, estoy contigo al 100%. Reconoced que ahora os va cayendo bien. En una lectura tranquila, desde mi punto de vista, toda esta parte es con mayor o menor habilidad, un verdadero acto de empoderamiento femenino dentro de este género.

 

Y con esto en mente nos plantamos en Noviembre de 2017, una de las primeras actuaciones de Becky G en España y la primera -hasta donde he podido comprobar- actuación en directo que hace por la televisión en nuestro país, en una gala de Operación Triunfo en TVE. En dicha actuación, TVE obliga a cambiar esa frase por la alternativa Ned Flanderista: «A mí me gustan más grandes, que con un beso en la boca me haga volar en el aire y que me vuelva loca«. En un ejercicio de censura que, por otra parte, tampoco sorprende viendo la deriva de la cadena pública.

En este momento, mi sorpresa no iba tanto por la censura en sí como por la parte censurada. De toda la canción, esa frase representa el único destello realmente interesante desde la perspectiva del empoderamiento femenino: una mujer de 20 años hablando, dentro de un género musical fundamental y orgullosamente machista, de sus preferencias sexuales. Llamen a la policía, hay una bruja en el escenario. Mi pregunta tras ver esto fue: ¿Cuántas veces habrá obligado TVE a cambiar la letra de una canción? Hasta donde ha llegado mi búsqueda, ninguna. Lo plantearé de otra forma: ¿Cuántas veces ha vetado TVE una canción? Pues no tantas como esperaba:

En 1986 TVE hizo la que sería la primera censura de la “democracia” española al eliminar y no emitir la actuación de Javier Krahe cantando Cuervo Ingenuo en el directo de Joaquín Sabina. La razón no era otra que porque en este tema Krahe metía el dedo en la llaga de las nuevas políticas del PSOE, especialmente por la campaña de permanencia de España en la OTAN.

En 2003 la cadena vetó que el grupo andaluz Las Niñas interpretaran en directo su tema “Ojú” (todo tan raro como suena) por criticar la guerra de Irak . El por aquel entonces gobierno de Aznar no debió ver bien que tres sevillanas veinteañeras cantaran lo de: «Decimos no, no a la guerra que la guerra es mu perra / y si nadie nos quiere echá cuenta, que mira que la peña está que revienta”.

Este está más cogido con hilos, pero en 2008, para la participación en Eurovisión, TVE cambió la letra del Chiki Chiki por su “contenido político” y ojalá pudiese entrecomillarlo más porque la letra era:  “Lo baila Rajoy, lo baila Hugo Chávez, lo baila Zapatero, mi amol, ¡ya tú sabes!”.

Para rizar más el rizo, una semanas más tarde Becky G actúa en un programa de Telecinco y es obligada de nuevo a cambiar la letra por ser demasiado obscena. Repito: Becky G actúa en un programa de Telecinco y es obligada a cambiar la letra. Que Telecinco te diga que algo es demasiado obsceno para ellos es como si Intereconomía te censurase por ser demasiado facha, o si Kim Jong-un te dijese que eres demasiado autoritario. Estos ejercicios de censura no han hecho más que desembocar en un claro efecto Streisand y ahora el tema de Becky G está siendo más famoso si cabe por ser “el tema que ha sido censurado por TVE y Telecinco”. Al parecer en España hay dos cosas que no permitimos en la música televisada: que atenten contra el gobierno y que atenten contra el patriarcado.

Ahora cerrad los ojos e imaginad que en la actuación de Maluma en el especial de nochevieja de 2017, TVE hubiese decidido cambiar la letra de: “Te dije mami, tomáte un trago / Y cuando estés borracha pa’ mi casa nos vamos”, o que simplemente no lo hubiesen contratado por ser abiertamente machista. O imaginad que TVE se hubiese disculpado por poner a tres mujeres en bañador como azafatas en el programa de Cárdenas. O imaginad que Telecinco no emitiese Hombres y Mujeres y Viceversa. O que Pablo Motos fuese desterrado de la televisión de por vida… Todo eso bien, pero si una mujer habla de sus gustos sexuales, con el patriarcado hemos topado.

Sobre música y resistencia política: el falso potencial político de las Pussy Riot

Sobre música y resistencia política: el falso potencial político de las Pussy Riot

Ayer comenzó uno de los eventos en los que la Haus der Kulturen der Welt (HKW) de Berlín más dinero se ha gastado en publicidad, bien pensada y muy dirigida a un público joven guay, hípster y cool: el festival No Music!, centrado en prácticas punk y DIY. En su cabeza de cartel estaban las Pussy Riot. No voy a hacer una crítica al uso, sino una reflexión al estilo de la “reguetonización de la izquierda”. Esta vez, seguimos hablando de forma y contenido, pero también sobre la falsa adscripción de potencial político a grupos declarados como comprometidos o algo por el estilo, como las Pussy Riot.

Justamente, hace unos días discutía con unos amigos la tendencia entre los filósofos a considerar análisis estéticos aquellos que no rebasan los sociológico. Por ejemplo, el análisis del punk en términos de impacto social o político o de organización colectiva. En pocas ocasiones, se considera un elemento fundamental la articulación formal o la técnica artística. Eso, claro, debe ser campo de los musicólogos o los historiadores del arte. Así que los filósofos, tan críticos ellos consigo mismos siempre -¡e incluso con el concepto de filosofía, sobre el que se ha discutido tanto y desde el propio origen de la disciplina!-, han claudicado y han caído en la separación disciplinaria. Claro, no se puede saber de todo. Y menos ahora, donde Wikipedia ha preformado las formas de aproximación a la información, travestida de conocimiento.

El colectivo Pussy Riot llegó a todas las redes sociales y periódicos en 2012, por un vídeo en el que se burlaban de Putin y de la iglesia ortodoxa. Tres (Maria Aliójina, Yekaterina Samutsévich y Nadezhda Tolokónnikova) de sus supuestos miembros (¡o miembras!) fueron condenadas a dos años de prisión lo que provocó una ola de condena a la política rusa, especialmente de Amnistía Internacional. Este hecho, para un filósofo de bien, sería suficiente para considerar a las Pussy Riot revolucionarias, o como música verdaderamente implicada políticamente o algo por el estilo.

Quizá es que desde 2012 a 2017 las cosas se han calmado o es que es difícil mantenerse o que la lucha nunca se llevó a la práctica artística. Pero lo de ayer en la HKW fue una burda banalización del arte comprometido. Lleno de clichés y supuestos tabúes sociales que se saltaban a la torera, el concierto de las Pussy Riot fue más una especie de montaje escolar bastante caro más que un espacio de protesta serio dentro de las herramientas de la música y la performance. Coreografías dignas de las Spice Girls (las cuales, al menos, no tenían más pretensiones que las que mostraban fríamente en sus vídeos y explotaban su caricaturización como la del tertuliano de los programas del corazón), letras que se podían resumir en “somos super malas y antisistema, míranos, ¡qué provocación!” y una estética dudosamente feminista definieron su espectáculo. Su música, fácilmente bailable, tenía a gran parte del público haciendo lo que tenía que hacer, bailar, mientras veían su conciencia política dirigirse a la estratosfera. En resumen: la simplicidad fetichizada. Incluso, pensaba yo en mi butaca, suponiendo que todo fuese adrede, que se mostrase sin tapujos las herramientas más básicas de la industria cultural (rítmicas dignas de los coches más bakalas del barrio, la dicotomía simple entre el policía y las presas -totalmente inesperado, claro-, bailecitos casi de para-para -para no sudar mucho, antes muerta que sensilla-, símbolos fácilmente politizados -bandera anarquista, por ejemplo- o la cosificación de la mujer con un acompañamiento basado en gemidos -tan moderno y rompedor que se nos borraba el verdaderamente erótico “Je j’aime ma non plus” de Brigitte Bardot y Serge Gainsbourg-), la puesta en escena era de una ingenuidad -en el grupo y presupuesta al público- casi insultante. Me enoja, no sé si se nota, que no se asuma un oyente inteligente, capaz de comprender estructuras complejas, de entender lo implícito. Me enoja, mucho más, la reducción de lo político al contenido (véase, en este caso, las letras) y se pase por alto la repetición de modelos de consumo en lo formal. La selección de rítmicas radicalmente comerciales o la puesta en escena adolescente (a là Britney Spears) disuelven de un plumazo las pretensiones políticas del texto, pues firman la paz con aquello que denuncian. Las situaciones límite, como la tendencia al ruido y a lo in-formal, el cuestionamiento del espacio ocupado por el artista y el oyente, la puesta entre paréntesis de las formas alienadas de cultura trascienden ese supuesto contenido y nos hacen ver que la forma es ya contenido. Qué tipo de ficción se abre cada vez que se articula una propuesta artística, qué tipo de colaboración (o negación de ella) se abre con el oyente, qué relación con la tradición de la que se viene (sí, también formal) son las claves, a mi juicio, para entender el compromiso con el posicionamiento político desde el que se “hace arte”. Se suele pensar  -peligrosamente- que la forma en que se articula un contenido es indiferente a él: si queremos denunciar a Rajoy, dará igual que sea en un soneto o en una canción. Error. No da igual. Porque mientras creemos que denunciamos a Rajoy en una canción de reguetón, por ejemplo, repetimos estructuras de poder que refrendan las políticas neoliberales de Rajoy. Se simplifica o, incluso, se obvia, lo que redunda en una igualación en el conocer, convirtiéndola en la mera confirmación de aquello que ya queríamos encontrar en el producto cultural. Si quier refrendar mi posición política, debo escuchar x o b, ver a o h películas, vestir de una forma y no otra y todas esas cosas. Las Pussy Riot colaboran en su conversión en producto en el que el oyente supuestamente comprometido se encuentra y se reafirma, y entiende inmediatamente la rebeldía en el irónico «I love Russia. I am a patriot». A ver si vamos a empezar a reflexionar y se nos cae el chiringuito. Dice Rancière: «La política y el arte, como los saberes, construyen «ficciones», es decir, reordenamientos materiales de signos e imágenes, de las relaciones entre lo
que se ve y lo que se dice, entre lo que se hace y lo que se puede hacer».  El problema es, como en el caso de las Pussy Riot, cuando la «ficción» no abre otra ficción de lo posible, sino que confirma acríticamente lo existente. No hay una reordenamiento, sino que «se ve y se dice» lo que se espera que se vea y se diga. Es la obediencia radical. Obediencia, por cierto, viene de «audire», de escuchar: literalmente se refiere al que escucha y hace lo mandado. No habla, no opina. Repite. Hace lo que le toca. Que esto no se enfatice es lo que ha llevado a que haya camisetas en el H&M que rezan “I am a feminist”. La capacidad de absorción de formas preestablecidas de articulación de “contenidos”, como formas petrificadas de salsa -que unifican un fenómeno muy complejo- o el uso del compás 4 por 4 o de la estructura armónica I-V-VI (si queremos dramatismo)-IV-I, son las que reducen la multiplicidad posible de la expresión cultural. Me explico: si siempre utilizamos las mismas formas, y éstas han venido articulándose por cierta adscripción a modelos de expresión (por ejemplo, las escalas menores son “tristes”, las mayores son “alegres”) no habrá forma de crear otras expresiones. Ya no solo de lo aún no expresado, sino también de lo que aún es invisible, inverbalizable, de lo que no tiene presencia porque queda fuera de las formas preestablecidas, cómodas, de creación. Eso por expresar, eso que aún no ha adquirido su forma, así como la búsqueda de formas no petrificadas, es la resistencia política desde el arte. Todo lo demás es, me parece, una tranquilidad falsa (e ideológica) de conciencia.