Sobre gitanos vascos y vascos gitanos

Sobre gitanos vascos y vascos gitanos

El pasado día 14 de febrero en Got Talent, el programa de talentos de Tele 5 que cuenta con las expertas voces y juicios de Risto Mejide, Edurne, Eva Hache y Jorge Javier Vázquez, actuó Sonakay, un grupo de flamenco proveniente de Euskadi. Extrañados, los miembros del jurado levantaron sus cejas y un espontáneo “andá” salió de la boca de Edurne, acompañado todo ello de un sonoro murmullo y tímidos aplausos del público. Normal. Cuando una ve a un vasco espera, al menos, que le dé una pista llevando una txapela o soltando algún “aibalaostia”. Pero eso de que te aparezcan de repente cinco hombres gitanos que dicen venir de Donostia y que cantan flamenco hace falta digerirlo.

El cantante del grupo, que hacía las veces de portavoz, dejó claro desde el principio de qué iba la historia: Sonakay es un grupo musical de gitanos vascos que se sienten muy orgullosos de sus dos culturas y se dedican a hacer versiones flamencas de canciones en euskara de consagrados artistas vascos como Mikel Laboa o Benito Lertxundi. Lo primero que deberíamos matizar aquí es que el flamenco no es un género musical gitano en sí mismo, sino que se trata de un tipo de música que nace, como la conocemos hoy, en el siglo XVII entre la población marginal y pobre de Andalucía. Es cierto que la aportación de los gitanos andaluces a esta música ha sido muy grande, pero el hecho de relacionar a gitanos con flamenco es más bien una reducción que, a base de repetirla, se ha convertido en una creencia universal. Volviendo al tema que nos incumbe, lo que en el escenario de Got Talent pudimos escuchar en aquella ocasión fue la versión que el grupo interpretó de la canción “Txoriak txori” del propio Laboa que, más que una canción, es ya un himno en Euskal Herria. Los integrantes de Sonakay se llevaron un sí unánime del jurado porque “ojalá en este país todo el mundo se fusionara tan bien” o “tenéis un sonido muy limpito, como muy Donosti”.

Llama la atención, o quizá no tanto, la sorpresa con la que el jurado de Got Talent recibió a este grupo, teniendo en cuenta que los gitanos llevan instalados en territorio vasco desde el siglo XV. Parece que esos primeros gitanos, además, fueron bien recibidos por las altas esferas de la sociedad. Con el tiempo, sin embargo, al no encajar en el modelo social local, comenzó un proceso de marginación popular que terminó en un brutal rechazo institucional. Legislativamente, el caso de los gitanos en las provincias de Euskadi fue especial si lo comparamos con el resto de España, ya que, directamente, no podían existir dentro de sus límites jurisdiccionales. Las instituciones evitaron su entrada y ordenaron su expulsión cuando fue necesario. Y esta situación duró hasta el siglo XIX.

En este proceso, no es difícil imaginar que una de las pérdidas que sufrió el pueblo gitano fuera su lengua, la romaní, asimilando las lenguas hegemónicas del territorio, el euskara y el castellano, en este caso. El de los gitanos vascos es, pues, un claro caso de integración por asimilación cultural. Es decir, la única posibilidad de integración pasa por la asimilación de las características culturales del territorio en el que se encuantran, no siendo, por tanto, verdadera integración. El revuelo mediático que la actuación de Sonakay ha generado en Euskadi, -donde diferentes medios de comunicación se han lanzado a realizarles entrevistas elogiosas y los aplausos han sido generalizados en redes sociales-, no es más que la prueba de que ese mismo grupo cantando por bulerías en castellano o en romaní, no habría sido recibido con tanto aplauso. Dudo mucho, también, que se les hubiera recibido como un grupo vasco, por muy de Donostia que fueran. Parece, pues, que continuamos instalados en el discurso bipolar de aplaudir la diversidad sólo cuando se adapta al discurso cultural hegemónico, de aplaudir a los gitanos sólo cuando deciden asimilar unas características asociadas al ser vasco. Esto, además, ocurre en un territorio en el que tanto valor se le da a la tradición y a las características culturales propias, y que tanto se esfuerza en mantenerlas vivas allá donde vaya.

No sé si el famoso axioma pitagórico que afirma eso de «el orden de los factores no altera el producto» funcionará en el inabarcable universo matemático. De lo que estoy segura es de que no lo hace en el igual de inabarcable mundo del lenguaje. Ocurre esto, precisamente, cuando, al alterar el orden de las palabras, éstas adquieren otra función gramatical, convirtiéndose en adjetivos las que habían sido sustantivos y viceversa. Y ya sabemos que no es lo mismo acompañar al nombre que ser el nombre. Por lo tanto, volviendo la vista al título de este artículo, podemos entender que no es lo mismo ser un gitano vasco que un vasco gitano. De hecho, si nos tomamos en serio eso de que lo que no se nombra no existe, diríamos que el primero puede existir, mientras que al segundo deberíamos incluirlo en el mundo de la fantasía.

 

Handia o la insoportable (in)adaptabilidad del ser

Handia o la insoportable (in)adaptabilidad del ser

Cuando se termina la película, nadie se mueve de su asiento. La frágil música de Pascal Gaigne sigue sonando mientras por la pantalla pasan los títulos de crédito. Ninguno de los que hemos acudido al cine parece tener la intención de abandonar la sala.

Handia cuenta la historia de Miguel Joaquín Eleizegi Arteaga, que vivió entre 1818 y 1861, y su hermano Martín. Ambos nacieron en un caserío aislado en la montaña gipuzkoana, en el seno de una familia rural en la que un estómago más que alimentar sólo dejaba de ser un problema si venía acompañado por unos brazos que trabajaran duro desgranando el maíz y arando la tierra. Martín fue reclutado por el bando carlista para luchar en la guerra contra los liberales isabelinos, hecho que determina su vida psicológica y físicamente, al perder la movilidad de su brazo derecho y quedar incapacitado para el trabajo. Al volver de la guerra, Martín se encuentra con que él no es el único que ha cambiado. Su hermano pequeño Joaquín tampoco es el mismo. Durante los años que ha estado ausente, Joaquín ha crecido hasta superar los dos metros veinte de estatura. Y no dejará de hacerlo hasta el día de su muerte. A partir de entonces, pues, ante las dificultades de subsistencia en el caserío debidas a los cambios físicos de ambos hermanos, Martín, con la ayuda de un empresario de espectáculos, comienza a hacer de manager de su hermano, a quien expone por los teatros de toda Europa. Joaquín sólo mantendrá su nombre de pila dentro del núcleo familiar. El resto del mundo lo conocerá desde entonces como “el gigante de Alzo”.

Más allá de la fábula que late tras esta historia real, cuya excepcionalidad habría sido suficiente para dedicarle un largometraje, Jon Garaño y Aitor Arregi llevan a cabo con maestría una película llena de sensibilidad, emoción y delicadeza, que les sirve para ahondar en lo que hay de universal en la vida de todo ser humano. Y esa dimensión humana universal no es otra que la necesidad de adaptación de las personas al cambio y la tensión que se crea por la imposibilidad de hacerlo. El cambio no se elige. Es imparable, sucede poco a poco, sin aparente agresividad, sin que uno se dé cuenta. Pero el cambio es también un deseo que choca frontalmente con la realidad.

Las vidas de Martín (Joseba Usabiaga) y Joaquín (Eneko Sagardoy) representan esa tensión entre el Antiguo Régimen y el liberal, esa inevitabilidad del cambio histórico que cada uno vive atrapado en su propia realidad inmutable. Joaquín reza angustiado cada noche para que sus huesos dejen de crecer. “Que pare, que pare”, grita, pero su cuerpo no deja de crecer. Él sólo quiere que las cosas se queden como están, volver a Alzo, comprar el caserío con su hermano y vivir como siempre lo ha hecho, en paz. Martín, por su parte, no crece por fuera, pero sus ambiciones se hacen más y más grandes. Su cuerpo lisiado, sin embargo, refleja la imposibilidad de realizarse y de escapar de un destino que siempre le hace volver al inicio. Martín abraza el cambio, desea salir del caserío, hacer dinero a través de su hermano para irse a las Américas. Pero no puede. Día tras día, en su cama, Martín le pide a su brazo derecho que se mueva, pero no le hace caso. Una vez más la realidad se impone y los deseos no son más que voluntad irrealizable. Por mucho que Joaquín rece, no dejará de crecer. Por mucho que Martín sueñe, no dejará de ser un campesino manco que utiliza a su hermano porque él no puede trabajar. Y ambos personajes se nos presentan atrapados, evidenciando, por un lado, una tensión entre ellos y, por otro, la tensión más angustiosa, si cabe, de cada uno dentro de sí. Ambos deben adaptarse al cambio, pero ninguno es capaz de hacerlo. Uno, porque no lo desea; el otro, porque, aunque lo desee, quizá hasta demasiado, no lo logra.

Las propias imágenes de la película, con una fotografía exquisita, reflejan esta tensión: las montañas con su falso estatismo; el paisaje nevado, siempre igual y siempre distinto; el leitmotiv del lobo como figura desestabilizadora ante la que Joaquín se acobarda y que Martín abraza valiente; el caserío que aparece intermitentemente con su vida monótona y cíclica. Joaquín muere joven a causa de su enfermedad. Martín sigue vivo recordando las hazañas con su hermano, manteniendo viva la memoria y alimentando así lo que su vida pudo haber sido y no fue. Resignado como propietario del caserío familiar, sigue pidiéndole a su brazo derecho que se mueva. Los huesos de su hermano descansan en el terreno del caserío del que jamás quiso salir. Pero, cuando Martín va a enterrar en el mismo lugar a su padre, se da cuenta de que han desaparecido. No queda ni rastro de su hermano, sólo su recuerdo. “Inor ez da etengabe hazten”. Nadie crece eternamente.

Las luces de la sala se encienden y ya no queda otra que abandonarla, con la extraña sensación de no saber si se ha asistido a algo extraordinario o completamente familiar. Una vez en la calle, la lluvia sigue estando ahí. Nada parece haber cambiado. Habrá quien rece para que pare. Habrá quien implore que no pare jamás. Pero la lluvia cae ajena a nuestros deseos.

 

Nunca pierdas una oportunidad de perder una oportunidad

Nunca pierdas una oportunidad de perder una oportunidad

Cuando escuché el título del nuevo programa de talentos de La 2 de TVE, pensé por un momento que había algo de luz al final del túnel. Clásicos Irreverentes, quiso entender mi optimista cerebro. Pero, como casi siempre, éste me había jugado una mala pasada convirtiendo una conjunción copulativa en un prefijo de negación. Clásicos y Reverentes es, pues, el nombre del nuevo talent show de la televisión pública. No esperéis verlo en hora punta, ya que se le tiene reservado el privilegiado horario del mediodía dominical, entre el programa Pueblo de Dios y Zoom Tendencias. Tampoco esperéis aprender nada de música clásica ni mucho menos ser testigos de algo reverencial, porque este programa de una larga hora de duración se mueve entre lo cutre y lo ridículo.

Sendos retratos caricaturescos de Vivaldi, Bach, Mozart y Beethoven presiden el plató. Esa es, pues, la imagen de la música clásica que resiste, a base de empeño, al paso del tiempo y se fosiliza y enquista en el imaginario colectivo. Unos señores que vivieron hace mucho tiempo, cuyos nombres nos suenan, como nos suenan ciertas marcas de yogur. Y, a partir de ahí, todo es aburrimiento, simulada frescura, falsa excelencia y tristeza, mucha tristeza. Porque el gran problema de este programa es que ni siquiera se han molestado en que sea un espejo distorsionado de la realidad, sino que se trata, directamente, de la realidad misma. Y, ¿quién quiere ver en televisión la cruda realidad? ¿Acaso no pago yo religiosamente mis impuestos para poder encender la televisión y ver algo que, aunque falso, me ilusione? ¡Que me mientan, por favor! ¡Que me digan que un mundo mejor es posible!

Lo presentan como el Operación Triunfo de la música clásica. Jamás pensé que diría esto, pero, ojalá lo fuera. Vayamos por partes. Por un lado, este no es un programa de música clásica, sino un programa en el que unos jóvenes instrumentistas se enfrentan a una prueba de orquesta con el mismo procedimiento con el que se suceden a lo largo y ancho del mundo. Cada uno elige una obra libre de la que sólo podrá tocar dos minutos, ya que, cuando pasen esos ciento veinte segundos, uno de los miembros del jurado tocará una campanita para que se calle. Esta fase es eliminatoria y sólo tres de los cinco pasarán a la segunda que, cómo no, consiste en la interpretación obligada de alguno de los conciertos de Mozart (o de Haydn) escrito para el instrumento en cuestión. El tiempo límite vuelve a ser de dos minutos y la odiosa campanita volverá a hacerlos callar. Así pues, querido melómano, olvídese de escuchar música clásica, ya que lo único que llegará a sus oídos serán unas cuantas obras clásicas o románticas mutiladas, descontextualizadas y acompañadas por un pianista que toca como puede las reducciones de orquesta y con el que no se ha podido ensayar. Como la vida misma, vamos. Y lo digo sin ninguna ironía.

Por otro lado, el objetivo didáctico no se ve por ninguna parte: no se explican las obras que se tocan, no se contextualizan ni se tocan enteras. Las valoraciones de los miembros del jurado, formado por Máximo Pradera -conocido experto en la materia…televisiva y quien hace un año publicó el libro Tócala otra vez, Bach: Todo lo que necesitas saber de música para ligar-, Judith Mateo -a quien presentan como “la única mujer violinista del rock español”-, Albert Batalla -Subdelegado Artístico de la Orquesta y Coro RTVE– y Ramón Torrelledó -director de orquesta-, las valoraciones, pues, consisten en una sucesión de obviedades, exageraciones y superficialidades del tipo “normalmente la gente entiende los lentos”, “pareces una muñequita de una caja de música”, “el clarinete suena como un pajarito cantando” o “tienes una sonoridad que yo no había escuchado en la trompeta con anterioridad”. Si Miles Davis levantara la cabeza…

Los cinco aspirantes que tocaron el domingo pasado en Clásicos y Reverentes compiten por formar parte de la plantilla de la Orquesta de RTVE en el concierto de gala que presentará Anne Igartiburu. Habría estado bien aprovechar el empeño y la ilusión de estos jóvenes para crear un producto televisivo un poco más atractivo, tanto para ellos como para los espectadores. Al final, estos instrumentistas se encontrarán con pruebas de este tipo durante el resto de sus carreras, por lo que quizás habrían agradecido enfrentarse a una experiencia en la que la creatividad tuviera un poco más de espacio. Lo preocupante, sin embargo, no es el hecho de haber perdido de nuevo una buena oportunidad para la difusión de la música clásica en el medio televisivo, sino que todo hace sospechar que hay muy poca voluntad de cambiar ciertos clichés desde dentro de la profesión. Nos encontramos con el papel gregario del intérprete, que tiene que demostrar sus capacidades técnicas en dos minutos, pero del que poco cuentan sus capacidades intelectuales ni creativas; la autoridad incuestionable del director de orquesta; el repertorio canónico clásico-romántico, fuera del cual no creo que en este programa escuchemos nada.

La televisión, como medio de comunicación de masas, funciona como creadora de realidades. Todo lo que en ella sucede es mentira, pero -y ese es el éxito de los realities– se asimila como verdad. Esto tiene el peligro de que tengamos una imagen distorsionada de lo que es la realidad. Sin embargo, precisamente por lo mismo, la televisión puede ser una gran herramienta para crear las realidades que queremos que sean, de proyectar la imagen que queremos alcanzar como sociedad. Este programa, en cambio, decide mostrar una imagen encorsetada, triste, competitiva y muy poco creativa de la música clásica y de la juventud relacionada con ella. Una pena.

 

Las mil muertes de Voltaire

Las mil muertes de Voltaire

“Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Esta frase, atribuida a Voltaire, pero que en realidad nunca pronunció, sino que fue su biógrafa británica Evelyn Beatrice Hall quien la utilizó para reflejar las ideas progresistas del pensador francés en el libro Los amigos de Voltaire, es lo bastante poderosa para resumir a la perfección el tema que aquí me he propuesto abordar. Si algo tienen de bueno las redes sociales es que han dejado en evidencia que el concepto que tenemos sobre la libertad de expresión es bastante sesgado, oportunista e interesado. Porque el problema no parece estar en que una diga lo que quiera en el ámbito privado, sino en que lo haga en el público. La cuestión es que ya nadie puede controlar cuándo y cómo coge una el altavoz y dice, literalmente, lo que le da la gana. Así, los censores se multiplican y el insulto fácil sale del teclado anónimo de cualquiera en el momento en el que alguien decide opinar sobre lo establecido. Lo vemos y vivimos cada día cuando, por ejemplo, una persona decide dar su opinión política en cualquiera de las direcciones y se encuentra con ofendidos que desde su smartphone le regalan insultos. Sin embargo, lo curioso no es tanto esto, sino que quienes profieren las lindezas en cuestión se escudan en un concepto para defenderse que, por trillado, carece casi de significado: la libertad de expresión. La cuestión es, por tanto, que la libertad que no nos gusta es la del otro, pero defendemos a wifi y espada la nuestra.

Las redes dan visibilidad y hacen que un mensaje naturalmente minoritario pueda llegar a mucha más gente de lo que en un inicio podría. Ahora escuchamos, vemos y leemos casi sin querer aquello que en otras circunstancias jamás conoceríamos, porque no moveríamos un dedo para hacerlo. Y en este batiburrillo de información, en el que todos somos emisores, receptores y mensajes, a través de estas vías que, dicen, democratizan mucho nuestras vidas, nos podemos encontrar con mensajes que las instituciones del Estado preferirían que se quedaran donde, supongo, creen que deberían estar. Y es que cuando lo alternativo, lo underground y lo subversivo deciden utilizar las mismas vías de comunicación que utiliza el establishment, esa tensión se convierte en conflicto y censura.

Todo nos ofende hoy. Siempre hay algún colectivo que, ante cualquier opinión, chiste, anuncio de televisión, canción, viñeta o publicación se siente ofendido. La cuestión es que, como hacemos las veces de emisores y de receptores, nos convertimos, según el caso, en ofendidos u ofensores. Sin embargo, cuando el ofendido toma una posición activa en el asunto y pretende callar voces ajenas, deja de serlo y se convierte en censor. He escrito varias veces sobre este tema porque es una cuestión que me resulta especialmente preocupante. Me permito, pues, el lujo de citarme a mí misma y volver a compartir un par de artículos que abordan este tema desde diferentes perspectivas (Ofensa, delirio y censura/¡Bailad lo que yo digo, malditos!).

Las diferentes expresiones artísticas se han movido siempre durante la historia en ese terreno tenso entre lo que política y socialmente está aceptado y lo que no. El arte, pues, trata siempre de jugar con esos límites para ensanchar el espacio en el que se mueve. El problema se agrava, sin embargo, cuando la palabra entra en juego. La tolerancia del receptor ante una determinada expresión artística depende, pues, de su literalidad. Una imagen no figurativa creará más problemas a la hora de interpretarla políticamente, por lo que su oposición será menor y la indiferencia con la que se encontrará, por eso mismo, será mucho mayor. Sin embargo, ahí tenemos, por ejemplo, la polémica con la canción Cuatro Babys de Maluma, polémica que no reside tanto en sus ritmos reguetoneros como en lo explícito de su letra. Pero esta canción no ha recibido ningún castigo judicial -cosa que, espero, no suceda nunca-. Y la razón sólo puede ser que, al fin y al cabo, aun teniendo en cuenta su explícito contenido sexual y su mensaje misógino, esta y otras canciones del mismo tipo envían un mensaje, en cierto modo, políticamente aceptado en una sociedad machista como la nuestra. ¿Escandaliza? Puede que sí. Pero, en realidad, se mueve en un terreno políticamente aceptado y económicamente rentable, por lo que no hay razones para la censura.

¿Qué ocurre, sin embargo, con otros géneros y canciones cuyos mensajes se dirigen, directamente y sin disimulo, contra el statu quo?, ¿esas canciones cuyos mensajes violentos, literales, sin poesía ni maquillaje, que han salido de los locales de ensayo, de la periferia de las ciudades y los pueblos toman Youtube y consiguen de esa manera que sean escuchadas? Pues que te caen dos años y un día de cárcel, como les ha ocurrido a doce raperos del colectivo La Insurgencia. No entraré aquí a valorar lo que personalmente me parecen sus letras, porque eso no le interesa a nadie. Lo que sí diré es que, al margen de lo que yo o cualquiera pueda opinar, creo que el delito de este colectivo no parece residir únicamente en lo que sus letras dicen, sino en su intención de organizarse como colectivo. Porque, como ellos mismos explican, “la insurgencia es un colectivo musical que pretende fomentar el internacionalismo, difundir y expandir la cultura revolucionaria y elevar el nivel de conciencia de las masas trabajadoras”. Lo harán con mayor o menor torpeza y ofenderán, seguro, a muchísima gente, pero enviarlos a la cárcel es una auténtica aberración. Una ya no sabe cuántas veces tendrá que morir Voltaire.

 

 

El chiste ha muerto, ¡larga vida al chiste!

El chiste ha muerto, ¡larga vida al chiste!

Quienes vivimos los años noventa estamos de luto. Los adolescentes de hoy, que visten pantalones de talle alto, camisetas con estampados y sudaderas extra grandes, llenan las calles recordándonos que vamos ya cumpliendo años. Las grandes cadenas textiles están recreando la estética de una época para consumidores que no la han vivido y a quienes, precisamente por eso, les resulta novedosa. Ya hay quien, en pleno siglo XXI, se viste de pin-up idealizando los años cincuenta. Los noventa son, pues, los nuevos cincuenta. Los que aún sufrimos al ver las fotos de nuestra infancia y adolescencia asistimos perplejos al entusiasmo con el que la juventud actual abraza las plataformas de ante, las camisetas por encima de la cintura y las series nostálgicas. Nuestras calles se han convertido en un decorado de Sensación de Vivir o Salvados por la Campana. Y esto no es más que una evidencia de que, como sabiamente dijeron Les Luthiers, cualquier tiempo pasado fue anterior.

Hoy ha muerto Chiquito de la Calzada. Para estos adolescentes este nombre no querrá decir nada, y a quienes sentimos su muerte nos resultará verdaderamente difícil explicarles lo que ha significado. Podremos ponerles sus vídeos en Youtube, pero dudo que entiendan algo cuando sus padres ríen al dar saltitos mientras sueltan ese “no puëdor” (la diéresis es importante) o “diodeno vaginarl”. Simplemente se avergonzarán de ellos, como lo hicimos nosotros cuando los nuestros hablaban de guateques. Porque hoy, no sólo nos ha dejado Chiquito, hoy también ha muerto definitivamente la época dorada del chiste.

Ahora tenemos el meme, el sketch o el youtuber gracioso. Hasta el monólogo está ya de capa caída. Pero ese microrrelato humorístico con final apoteósico nos ha dejado abruptamente hoy mismo. Aún rulan por las redes sociales imágenes con conversaciones chistosas, pero ya nadie los cuenta. La figura del pesado que suelta el repertorio completo de chistes en las comidas familiares es hoy una rara avis, una especie en peligro de extinción que, seguramente, mucha gente no echará en falta. Incluso habrá algunos desalmados que se alegren de esta tragedia. Quienes me conocen bien saben que yo soy una gran amante de los chistes, que los he contado en reuniones de amigos y en cenas de trabajo. Pero hoy me he dado cuenta de que hace ya mucho tiempo que no lo hago. Y es que, señoras y señores, el chiste ha muerto.

En esta era de la inmediatez y del eterno deseo de novedad en la que todo se hace viejo antes de nacer, una sueña con volver a escuchar el nombre de Jaimito, un “van un inglés, un francés y un español”, un “se levanta el telón”, un “cómo se dice en japonés” o un “cuál es el colmo de los colmos”. Esas frases hechas que te predisponen para la risa y que te dejan un buen sabor de boca, hasta cuando el chiste no tiene gracia, dejarán de escucharse en unos pocos años. Y eso es triste, muy triste.

Pero no todo es pena hoy, porque el legado de Chiquito de la Calzada trasciende del medio en el que éste se desarrolló. Por eso, sus chistes son lo de menos y su verdadera revolución fue la de ser capaz de ampliar y enriquecer los medios de expresión de toda una época. Fue inventor de fonemas y de palabras, y, a través de sus metáforas, pudo esquivar las limitaciones del horario infantil, conectando así con personas de todas las edades y condiciones a través de un lenguaje personal que todos entendíamos, aunque no supiéramos lo que quería decir.

Por eso yo te pido hoy, querido lector, que, si alguna vez reíste con Chiquito, les hables a tu hijos de lo que es un fistro, del caballo de Bonanza, que les digas jarl las veces que haga falta mientras unes tus dedos y levantas las manos en ese gesto italiano adaptado, que les hables de que hubo un señor que llenó de chiquitazos nuestras mochilas y estuches, que les enseñes ese saltito con la rodilla en alza para que el patrimonio cultural de los noventa no sea enterrado hoy. Porque los vaqueros de talle alto quedarán olvidados al fondo del altillo, pero Chiquito de la Calzada tiene que seguir formando parte de nuestro outfit diario. ¡Muy buen viaje, pecador de la pradera!