EUFORIA: festival de cine trans y no binarie

EUFORIA: festival de cine trans y no binarie

La primera edición del festival de cine trans y no binarie: Euforia se inauguró el pasado 23 de noviembre, con motivo del día internacional de la memoria trans, teniendo otras dos sesiones los días 25 y 28 del mismo mes. Los beneficios de las entradas de la muestra se destinaron a la caja de resistencia Nit de Reinonis, una agrupación de peña trans que surgió del grupo de apoyo mutuo (GAM) de Valencia. El festival presentó cortometrajes de Ángel Morales, Carlos Torres, Rio Molinengo, Colectivo Tekiero, Cande Lázaro, Álbert García, Savel Alonso, Saya Solana, Víctor Díez y Aikkke Hernández. Asimismo, se proyectaron videoclips de Asier Elgars, Leña Dora, Gadyola y Vinaixa, y contó con la exposición de obras plásticas de Pablo Salse y Yun Ping.

Natalia y Angie sirviendo. Imagen de Celia Dosal.

Angie y Natalia se conocen en el contexto del cine. Comienza el movimiento. Con marcada emoción hacia un día de memoria, ambas deciden organizar un festival de cine trans y no binarie. A partir de esto, y a través de una intensa búsqueda en redes sociales y el apoyo de algunas organizaciones comprometidas con la causa, se desarrolla un proceso de selección interna de piezas audiovisuales creadas por personas que formasen parte de esta realidad y que abordasen el tema de la identidad, de la transición y del cuerpo. La composición de este festival -que en un principio pudo entenderse como evento o certamen, y que vio la necesidad de ampliar fechas en vista del interés general- ha pasado por un camino orgánico dada la respuesta de su comunidad más cercana. Angie afirma:

“Terminamos considerando Euforia como un festival después de visionar todas las propuestas y quedar destrozadas con el potencial que prestaba cada una de ellas”.

Esto no fue un encuentro casual, sino un lugar de resignificación. Entonces, Euforia -nombre que, de hecho, se inspira en el cuerpo textual del cortometraje de Aikkke Hernández- llevó a sus organizadoras a sentir la necesidad de mantenerlo en el tiempo. Existe una narrativa en la que la representación está determinada por vórtices y relatos trágicos que llevan a quienes tienen la voluntad de contarlo a que las demás seamos testigos de algo así como un sueño febril. Alrededor de esto, Natalia y Angie quisieron lanzar reflejos que no siguieran un discurso preceptivo, sino que estuvieran atravesados por la ternura, la diversión y la vulnerabilidad.

Llegamos a una ambiciosa programación, de hora y media de duración, compuesta por catorce obras audiovisuales y cinco plásticas. Se configuraron tres bloques: uno musical, a saber, Poniendo el corazón en las cosas que me importan (Asier Elgars); Cliente (Leña Dora); Travesti de Perú (Gadyola) y Vecinas (Vinaixa), que atienden a lo queer dentro de la cultura del videoclip. El segundo, con tono documental, presentó Ancla (Ángel Morales); Cuerpo a cuerpo (Carlos Torres); Habitándome (Rio Molinengo); Uranite (Colectivo Tekiero); Mar(i)cona (Cande Lázaro); Enby (Álbert García); Versión Definitiva (Savel Alonso); Piropo Maniacs (Saya Solana); Montería (Víctor Díez) y Moratoria (Aikkke Hernández). Y un tercer bloque expositivo, sobre las paredes de la misma sala, donde se dispusieron las fotografías Self-portrait with sock as a penis y Self-portrait with dildo de Yun Ping, que a pesar de tener dos años de distancia de creación entre una y otra, comparten espacio con su serie de fotografías Be water, my friend. En frente, la obra CELIA de Pablo Salse, una pieza de gran formato que establece un diálogo entre el avatar digital y el transformismo.

(De izquierda a derecha) Ángel, Aikkke, Savel, Vinaixa y Carlos pasándoselo bien. Imagen de Celia Dosal.

“Por encima de cualquier cosa, Euforia ha sido vital, transformador, inspirador, único y necesario”.

Este festival, organizado de manera autónoma, no sirvió exclusivamente como plataforma de representación. Fue, durante toda su jornada, un espacio íntimo que permitió tener un coloquio compuesto por quienes acudieron, tratando lo sustantivo dentro de las realidades de cada une, con naturalidad y confianza, como si formásemos parte de un grupo de apoyo. Natalia, emocionada y satisfecha, confiesa:

“Al final de cada día de presentación, pensaba en que ojalá la Natalia de hace un tiempo hubiese tenido la oportunidad de vivir algo así. Me llevó a sentirme plena con lo que hicimos”.

Esto va a durar. Esto no se acaba aquí. Y ahora, en momentos afilados, de cuestionamiento y derogación de los derechos más básicos de nuestra comunidad, seguirá arrojándose desde el activismo; la academia; desde lo público y lo privado; desde la educación; cualquier plataforma y, sobre todo; desde la cultura, toda una luz capaz de perforar la normatividad e iluminar ese cosmos en el que han de convivir todas las realidades con la mayor sensibilidad identitaria, conciencia de clase, perspectiva de género y mucha -de verdad, mucha- euforia.

Vista general de una de las sesiones del festival. Imagen de Celia Dosal.

El “nacimiento de una nueva era” en el Festival de Eurovisión

El “nacimiento de una nueva era” en el Festival de Eurovisión

Primer ensayo de la banda Go_A, representantes de Ucrania en Eurovisión 2021, 9 de mayo de 2021. Fotografía: © EBU / THOMAS HANSES

Un 0 inasumible

“El odio prevalecerá” fue la polémica canción con la que la autodenominada “banda de BSDM industrial” Hatari representó a Islandia en Eurovisión 2019. Su estética apocalíptica, tanto en el tema como en la puesta en escena, tras la pandemia global que sobrevendría unos meses después, adquiere hoy una lectura terriblemente profética. La sentencia “Europa se derrumbará” en una de sus estrofas acabó cumpliéndose (de una forma no precisamente muy metafórica), revelando así cómo las distopías pueden llegar a ser algo más que mera ciencia ficción. Eurovisión, por tanto, deviene así un reflejo de la situación política de su tiempo a través de las tecnologías de la imagen en movimiento y la cultura del espectáculo.

La cancelación del Festival en 2020 a causa de la pandemia fue insólita. Más aún cuando tan solo unos días antes se había completado el número de candidaturas electas para uno de los trofeos más reñidos que se recuerdan. Así, uno de los principales investigadores de los Eurovision Studies, Dean Vuletic, destacó el “extraño lugar” en que quedarían las candidaturas de aquel 2020 en la historia del longevo concurso. Un festival que en sus 64 años de vida había conseguido celebrarse ininterrumpidamente, superando desde conflictos políticos en las sedes organizadoras hasta gestiones negligentes del más diverso calado.

Este parón replanteó de este modo el propio formato del concurso, dejando a todas las canciones de aquel año sin sus ansiados puntos, en un 0 inasumible. Por ello, la mayoría de países concursantes decidió regresar al concurso en 2021 con los mismos artistas de esta malograda edición. Así, estos disfrutarían de una suerte de reválida (aprovechando, por otro lado, un año más de promoción). Manteniendo unas estrictas medidas de seguridad, el Festival ha podido celebrarse de forma presencial (aunque no exento de contagios, como en el de la delegación islandesa). En esta “segunda oportunidad” se sitúan algunas de las candidaturas más destacadas de este año.

Volveremos a las discotecas, pero bailaremos solos

Si bien no hubo un ganador oficial de Eurovisión 2020, la mayoría de apuestas y rankings daban como triunfadores al maduro conjunto lituano The Roop, con la canción On fire. Se trataba de una composición up-tempo de base electrónica que comenzaba expresando afirmaciones tan elementales como “soy un humano, no una piedra, puedo desviarme e ir a donde quiera”, o “la temperatura está subiendo, siento que estoy a tope”. Juzguen ustedes mismos…

El baile, de simple e incluso absurdo era tan exportable (en fin, memificable) que contagió a un público ansioso de la llegada de la primavera con una canción efectivamente fogosa, a lo que contribuyó una estética andrógina muy apropiada para el velo carnavalesco (que no por ello menos reivindicativo) del Festival. Este tema luminoso en nada presagiaba el oscuro Discoteque que presentan para este 2021 (eso sí, aunque vestidos de un radiante amarillo inaceptable para supersticiosos).

Repiten fórmula, pero desde unos versos más monótonos y unos arreglos más indies, incluyendo, de manera enigmática, unos susurros en determinado momento de la canción que más bien parecen sonidos ASMR. Además, la canción es un homenaje a esos lugares de ocio tan resentidos por la pandemia como son las discotecas, de ahí su insistencia en “bailar solo”. Por cierto, a pesar de los tacones que porta, el cantante consigue moverse con una soltura impecable en su autoasumido aislamiento, en un número tan minimalista como sofisticado.

Adolescentes en mayúsculas y desajustes emocionales

Así, en mayúsculas, a lo firma adolescente grandilocuente, se daba a conocer VICTORIA, una muchacha a la que comparaban a Billie Eilish con un tema, Tears are getting sober, que daba a entender que no había conciliado bien bebida y melancolía. Pero este tema se emparentaba al de otra lolita del pasado 2020, ROXEN (también en letras capitales) por parte de Rumanía, con su Alcohol You, un juego de palabras (“I will call you”) que quería decir “te llamaré”, a lo que sumaba el tan preocupante: “cuando esté borracha”.

Aparte de su aparente simplicidad, sorprende la profundidad tanto del primer tema, que recitaba con dolor: “con el tiempo mi herida se hará cicatriz (in time my wound will be a scar)”, como del que ha presentado para este 2021: Growing up is getting old (Crecer es hacerse mayor). Sorprende esta obsesión por el “getting”, por el hacerse, por el paso del tiempo, en una joven de solo 23 años. Por otro lado, si ROXEN el año pasado tomaba el teléfono de forma apresurada, en esa edición el título de la canción se llama Amnesia (a lo “ya no me acuerdo, y si no me acuerdo no pasó”, de Thalía) y en una coreografía donde un grupo de bailarines la persigue pese a sus intentos desesperados de zafarse. La sincronización a la que asistimos es hipnótica.

Pero quedémonos con el intenso momento en que la primera canta “Estoy devastada por el doliente sistema nervioso (I’m torn by nervous system’s aching)”, toda una oda a este año en blanco que nos ha envejecido al igual que ha puesto de relieve cuestiones en referencia al encierro, al paso del tiempo y a la salud mental. En los ensayos, como vemos, un hilo de arena cae del techo (simulando un reloj de arena, obviamente) al son de un metrónomo, y una especie de losa emergente parece el solar al que VICTORIA desea aferrarse como si temiera pisar directamente un escenario tan costoso. Además, se trata de un tema que, más allá de “urbanizarse” para atrapar a la juventud (a saber, la griega), encuentra en su corte clásico una delicia para los oídos de los más veteranos seguidores del concurso.

Por cierto (y esta ya es otra historia), VICTORIA ha actuado, al igual que el siguiente participante, en el documental de Rocío Carrasco

Un dramático accidente helvético y un improvisado estilo urbano

Y sí, del estilo urbano no nos escaparemos. Una de las mayores sorpresas del pasado año fue la de Gjon’s Tears, joven suizo de padres albanokosovares que con el también melódico Repondez-moi (Respóndeme) pretendía colocar en el podio de Eurovisión por primera vez en más de 30 años un tema en francés (la última fue Cèline Dion, también por Suiza… ¡y por tan solo un punto!). Si el tono aciago de la melodía no parecía suficiente, la letra nos lo aclaraba: “¿Por qué la muerte viene después de la vida? (Pourquoi la mort vient après la vie?)”.

Las expectativas con este tema, de sublimes matices y sobrenaturales agudos, estaba tan alta que nada haría presagiar que el posterior Tout l’univers rompería todos los moldes (de hecho, tal como comenta en ruedas de prensa, la canción va de una explosión). La propuesta está entre las favoritas de este año, y el videoclip muestra un paisaje montañoso (suponemos alpino) donde ha tenido lugar un accidente de tráfico, aludiendo a una pérdida inconmensurable: “¿Como curaremos nuestros corazones estallados? (Comment soigner nos coeurs qui éclatent?)”, entona. Que haya sido la sintonía del documental Rocío. Contar la verdad para seguir viva aumenta las dosis de dramatismo.

No obstante, tras los ensayos generales el hype se ha desinflado al mostrarnos una puesta en escena donde el pequeño Gjon baila e incluso se balancea como un rapero quizás para acercarse al estilo -de eso que se viene a llamar- “urbano” pero enturbiando una apuesta que en sí sola podía haber dado grandes resultados. Construcción, destrucción… si de eso va el tema y, siguiendo la caída en picado en las apuestas, veremos cómo es el descalabro. De momento ha pasado a la final gracias a una actuación complejísima a nivel escenográfico y de un nivel vocal e interpretativo irreprochable.

Ella, discreta

Hemos tardado en mencionar a Destiny, la representante de Malta (que ya ganó el Festival en la versión Junior), a propósito. Si ya el año pasado con All of my love despuntó aunque sin llegar a ensombrecer a las grandes favoritas, en este año ha copado el número uno en la mayoría de apuestas durante todo el periplo eurovisivo hasta que llegaron también los ensayos (de momento se estanca en el tres).

Con Je me casse nos brinda una serie de ingredientes que los eurofans siempre reclaman y que atañen al tema tan posmodernista de la différence: una canción pegadiza que va de aceptarse a una misma, en este caso cantada no por una diva canónica, sino por una figura femenina con curvas, exótica (maltesa-nigeriana), empoderada, de voz “negra” (o racializada) que en algunas partes tiende más al funky que al pop, y con gestos que contienen eso que se viene a denominar popularmente como flow (no sabemos hasta qué punto impostados por los productores que la dirigen). En la semifinal lo ha hecho bien, pero el videoclip prometía demasiado a nivel visual.

Destiny, no obstante, tan solo tiene 18 años, con lo que el mérito de haber soportado la presión de ser favorita todo este tiempo ya es encomiable. Por último, en un momento del tema, escrito en inglés, aunque de título y estribillo (si se le puede llamar así) en francés se confiesa: “Perdón por mi francés (Excuse my french”). Este no es un tema baladí, sino que nos conecta con el siguiente punto, muy a tener en cuenta para los seguidores y estudiosos de las dimensiones estéticas de la historia del concurso.

La Chanson se empodera

Es muy curioso como este año hay un regreso, una vuelta a lo francófono en tiempos post-Brexit. Si este es el año cero de Eurovisión, es posible intuir que de alguna manera podría “recomenzar” con una victoria en francés tanto de Suiza como hemos visto como de Malta (aunque solo fuera por su estribillo) y, más probable aún, de Francia. De hecho, los tres temas han ocupado el podio en las apuestas durante todos estos meses. Si tanto Francia como Suiza son los clásicos fundadores del concurso en 1956 (el primero con 5 triunfos, el segundo con 2), hay que recordar cómo Malta (que debutó en 1971) ha sido otro de los países con más éxito, especialmente de 1991 a 2005 (14 años en los que estuvo siempre en el top 10 menos en 3 ocasiones, alcanzando 2 segundos puestos y 2 terceros).

Algunos favoritos del año pasado se han desinflado: artistas que en 2020 aportaban una propuesta convincente en este 2021 parece que no han superado la terrible prueba de la comparación (pensemos en Efendi, por Azerbaiyán), pero por el contrario, países como Francia han sorprendido, en este caso renovando su candidatura y optando por una dramática solista que, por cierto, también se ha dejado caer donde Rociíto… Barbara Pravi, con su tema Voilà parece querer aportar una nota clásica al certamen (a lo Patricia Kaas) en un momento de crisis europeísta con la pandemia y el divorcio con el Reino Unido. Que este país haya ganado Eurovision Junior en 2020 es también un aliciente que contribuye a este “giro”, y quizás, puede, acabe aportando algo de variedad (aunque solo sea idiomática) a un concurso que en sus dos últimas décadas ha abusado del “estilo internacional” impuesto por el inglés.

PD: Algunas sorpresas regionales

El año pasado califiqué la candidatura ucraniana como “una propuesta que parece sacada de un encuentro de bailes regionales, que no ha intentado traducir su estribillo”. En este año no solo reafirmo estas palabras, sino que las remarco con neones (los mismos que emplean en su actuación). La banda Go_A, que de hecho fue a promocionar su canción a Chernóbil, nos brinda un letra en ucraniano que habla presumiblemente sobre la llegada de la primavera (reseñada en el verde plumaje que viste la hierática cantante). Una “llegada” que termina más bien en una fiesta “etno-tecno” (como ella mismo mantuvo en una de las entrevistas con cara de mayúsculo entusiasmo), e incluso en una auténtica “rave” post-apocalíptica en la nieve.

En este sentido, las candidaturas de Países Bajos y Rusia han querido adherirse al club de aquellos que aún siguen viendo el Festival como una muestra de las idiosincrasias de cada país, aunque el primero haciendo una llamada decolonial con Birth of a New Age (su videoclip es memorable) donde el cantante de origen surinamés entona un apoteósico estribillo en Sranan Tongo. Los segundos, liderados por la cantante Manizha (procedente de Tayikistán), apelan a la matrioshka con una apuesta, Russian Woman, en ruso e inglés, visibilizando la lucha feminista.

Por otro lado, la candidatura danesa también nos ofrece una vuelta a los orígenes del concurso, con un tema íntegramente interpretado en danés (no lo hacían desde 1997) de presumibles resonancias ochenteras, y los italianos que, en lugar de la típica clásica balada de San Remo nos presentan un tema glam rock que, por cierto, tras los ensayos se ha colocado como favorito…

Vuelve el festival berlinés Heroines of Sound, feminismo, música y género sin épica

Vuelve el festival berlinés Heroines of Sound, feminismo, música y género sin épica

Foto con copyright: Udo Siegfriedt

El pasado fin de semana el espacio multidisciplinar Radialsystem, en Berlín, acogió la sexta edición de Heroines of Sound, un festival comisariado por Bettina Wackernagel dirigido a pensar críticamente cuestiones de feminismo y género en la música electrónica (en un sentido amplio de todos los términos que te parezcan problemáticos de esta frase). El programa está articulado como una mezcla entre mesas redondas con conciertos al uso. Este año, los debates  versan desde la actualidad de los problemas de representación de las mujeres en la industria musical o a la escena musical en la electrónica en Sudamérica (es decir, temas directamente vinculados con el género) a problemas de la práctica artística, en concreto, el error, el daño y el cuerpo la interrupción como estrategias estéticas. Los programas de concierto, en principio sin una línea curatorial interna clara en cada uno, ponen el énfasis en tres estrenos (a AFG, Laura Mello y Judit Varga), el interés en la escena sudamericana -como es explícito en la mesa anteriormente señalada- así como el acuerdo con Hungría (cuyo actual gobierno es poco sospechoso de feminista y eso hace aún más urgente este tipo de cooperaciones) y Eslovenia dentro de un proyecto de Europa Creativa. Todo ello queda reforzado por una publicación con textos de Hannah Bosma, Janina Klassen, Christa Brüstle o Helen Hess, así como de artistas como Clara Maïda, Jutta Ravenna o Susanne Kirchmayr. Insisto tanto dentro como fuera de este marco en la necesidad de potenciar la investigación de y por mujeres -en concreto, por lo que nos ocupa aquí- en el ámbito musical, pues sigue siendo escandaloso en gran número de voces masculinas que copan todos los espacios de la palabra -y el sonido-. Asimismo, creo que es muy relevante, especialmente en la música contemporánea, dotar de más espacios para el aspecto teórico, en la medida en que es crucial el cruce entre lo conceptual y lo sonoro. Hay que asumir (¡e incluso celebrar!) que la relación inmediata con las obras de arte deseada por tantos románticos es solo una utopía. El ejercicio por desentrañar las mediaciones, justamente, es donde radica el esfuerzo estético y también -sobre todo- político en el arte.

El programa  del primer día, interpretado de forma excelente por el ensemble LUX:NM, se abrió con el estreno de Pig in Note Out, de Laura Mello, que pese a ser compuesta para saxofón, trombón, acordeón, cello, piano y electrónica, sus lugares más potentes eran aquellos en los que los instrumentos por separado establecían diálogos con la electrónica, como el cello en la apertura o el piano en su parte intermedia. El estreno de Anamorphose 01, de Judit Varga, a continuación en el programa, fue uno de esos ejemplos en los que las visuales no siempre favorecen o dialogan bien con el trabajo sonoro. Las visuales, creadas por Volkan Mengi, seguían esa estética noventera de los wallpaper de Windows 98, creando movimientos serpenteantes de tuberían de cuadraditos o de rayas, resultaban plenamente anodinos para el potencial rítmico, obsesivo de las distintas células melódicas que construían la obra. La relación fluctuante a nivel sonoro, trabajada desde un cuidado dibujo de volúmenes crecientes y decrecientes (como una visita contemporánea a lo deseado en los cohetes de Mannheim…), era mucho más micrológica que lo que el vídeo presentaba. La primera parte se cerró con la simpática Oh, I see, de Carola Baukholt, donde unos ojos gigantes sirven no solamente como personajes que interpelan directamente al oyente mediante un gesto tachado socialmente, que es el mantener fijamente la mirada, sino que además convertían al propio escenario en un ser vivo. Es curioso cómo dos ojos caricaturescos proyectados en dos bolas como las de hacer pilates, de pronto, resignificaban todo el espacio del concierto. Estas bolas, además,  servían también como aparatos de percusión que invitaban a la desubicación de la escucha. Quizá por un exceso de mickeymousing en el trabajo sonoro y centralidad de los ojos, los lugares de más potencial musical llegaron, justamente, cuando los ojos se cerraron y la música tuvo que reivindicar su lugar, renunciando a efectos predecibles y buscando un sonido más compacto.

La segunda parte estuvo marcada por los tres encargos de la Ernst Siemens Musikstiftung -que fueron estrenados meses antes-. El primero, Mole’s breath, de Lisa Streich, continúa la estética de la interrupción que ha venido desarrollando con su ensemble y cello motorizado, esta vez incluyendo pequeños motorcitos dentro del piano, que hacen que su música siempre genera una sensación de distanciamiento del propio espacio de concierto. Centrada, en esta ocasión, en la respiración, en esa actividad constante que posibilita las demás, y que, además, está articulada por procesos que solo de forma micrológica pueden ser analizados. Algo así sucedía con su propuesta, marcada por una disección de los gestos musicales. El Concierto de piano de Oxana Omelchuk, toma como punto de partida la relación entre el original y la copia, aunque no tanto como otros compositores que tratan de repensar esta relación entre tradición y actualidad, sino más bien desde la presencia e importancia del remix hoy en día. Para ello, extendía el piano tradicional en cinco teclados Casio que le permitían al mismo tiempo espacializar y pensar de forman expandida -más que en el ahora sí ya tradicional piano expandido cagiano- el trabajo melódico. Se creaban  así grandes planos sonoros que convergían y divergían en las cinco voces -que al mismo tiempo eran una- en los teclados Casio. Quizá fue la obra con más enjundia de la noche, en la medida en que su propuesta no trataba de buscar esos lugares de autoironía, como busca Simon Steen Andersen, por ejemplo, o de revisita del pasado, como Alberto Bernal, sino más bien deformar hasta el límite la creencia de que es necesario partir de un original para crear copias. Solo la copia hace al original un original y, por tanto, no es original en absoluto pues no es autónomo. Esto se conseguía, justamente, con un trabajo sonoro circular, por decirlo de alguna manera, que desdibujaba el principio y el final, mostrando también la artificialidad de la división del tiempo. Scrap, de Annesley Black, con una potente propuesta de electrónica en vivo, fue la más radical a nivel sonoro, tratando de pensar de forma micrológica los recovecos y posibilidades de particulas sonoras mínimas. De este modo, la electrónica generaba la pregunta de cuáles serían sus componentes más allá del marco de los parámetros musicales habituales. El resto de días, el programa lo formaron obras de Charo Calvo, Elsa M’bala, ALE HOP,  Andrea Szigetvári, Tatiana Heuman o KSEN. 

He de reconocer que no termina de convencerme el nombre el festival: heroínas del sonido. Justamente porque rechazo recuperar la idea romántica de héroe, tan vinculada al genio, a la superación -por medio del autodominio y del control de la naturaleza- de las afrentas, a la virilidad de la victoria, a favor de los procesos, la fragilidad, la vulnerabilidad y otras formas de creación. Pero, al mismo tiempo, en la medida en que las mujeres seguimos sin tener un espacio de agencia en ningún ámbito más allá de los vinculados a los cuidados y al hogar, exigir espacios de sonido y en la cultura es una heroicidad. Así que tenemos que ser heroínas hasta que no haga falta relatos épicos para narrarnos.

Festival Internacional de Cine de Rotterdam 2019: una jornada particular

Festival Internacional de Cine de Rotterdam 2019: una jornada particular

La última edición del Festival Internacional de Cine de Rotterdam ha demostrado que el elevado volumen de filmes programados garantiza la presencia de un número suficiente de apuestas que legitiman no únicamente la vigencia de la institución, sino también su lugar prominente entre los grandes circuitos internacionales de exhibición cinematográfica. Sin embargo, la estrategia alienta inevitablemente un cuestionamiento a propósito de la mayor o menor idoneidad en la diversidad y amplitud de públicos, estilos, y, en definitiva, propuestas que congrega anualmente el certamen. Y todo ello sin entrar a considerar la relevancia del IFFR en cuanto a su igualmente  meritoria —si no más tangible— contribución como foro de producción y distribución, en el que se negocian tanto los fondos que impulsarán nuevos proyectos como su propia elaboración y   sus posibilidades de difusión. En este sentido, la pregunta por el objetivo y la impronta fundamental de un festival de cine —en esta ocasión el de Rotterdam, pero cabe extrapolar el aserto a cualquier otro— ha de acompañarse de un examen dedicado a la recepción de sus contenidos que no solo vindique una inclinación personal traducida en el catálogo de recomendaciones y críticas de turno, sino que asimismo justifique —o, cuando menos, explicite— las coordenadas desde las que se experimenta, se reflexiona y se da cuenta de dicho fenómeno.

 

A este respecto, las prácticas de visionado que imperan en esta clase de citas acaso desaconsejen un line-up excesivamente bien nutrido —atendiendo a una serie de parámetros disputables, pero frecuentemente reconocibles por un sector concreto de los asistentes habituales o potenciales, que invitan a concentrar en varios nichos los cribados finales de las distintas competiciones y focos temáticos—. En el consumo de cine al por mayor la sensibilidad puede caer en una espiral viciosa y hasta desquiciada, donde los títulos excelsos terminan evidenciando con más énfasis su carácter excepcional si el resto de la parrilla se encuentra ostensiblemente por debajo del grado de calidad que detente la película en cuestión. Naturalmente, este tipo de juicios y de prejuicios dependen directamente de los gustos de la audiencia —en cualquier caso, mayoritariamente aficionada a la bacanal—, pero no siempre la parcelación cuidadosa logra poner coto a los presumibles éxitos y fracasos de cada sección, desdibujando, así, los paradigmas e ideales que en principio rigen las sesiones de las que aquellas se componen.

Entonces, ¿qué motivos —al margen de los puramente profesionales— tendría alguien para pasar el día entero encerrado en una sala de cine, como sistemáticamente ocurre en estos eventos? Probablemente la solución se cifre en un elemento que el IFFR ha incorporado desde sus inicios como sello distintivo y que atraviesa la totalidad de su oferta, permitiendo a los espectadores menos acomodaticios la opción de cruzar resultados, de completar la agenda diaria con decisiones no algorítmicas que, a pesar de su índole aparentemente antojadiza o indeterminada, serán recompensadas con un alto índice de acierto —si esto significa descubrir películas deslumbrantes, audaces y pertinentes—: el riesgo. A continuación brindamos una configuración hipotética pero plausible, articulada mediante siete muestras del cine más destacado —según este criterio— que pudimos ver en Rotterdam, sucediéndose en dirección ascendente y dando lugar a una jornada particular, heteróclita y modélica, ante la que no parecen existir alternativas que prometan un mejor empleo del tiempo. La respuesta al interrogante que encabeza este párrafo, por tanto, radicará en la capacidad de los festivales para iterar combinaciones de jaez similar al que sigue, sin que ello implique un aumento exagerado de sus proporciones, una disminución de los interesados o una tendencia hacia el convencionalismo cobarde y mediocre.

 

12.00 h — SEA OF LOST TIME (Gurvinder Singh, 2019): Enmarcada en el Laboratory of Unseen Beauty —programado por Olaf Möller y conformado por realizaciones que, a causa de diversas razones, nunca llegaron a «completarse»—, la última película de Gurvinder Singh condensa no pocos alicientes para incluirla en la primera franja de nuestro itinerario. El director indio, asistido por un equipo de estudiantes del Instituto de Cine y Televisión de India en Pune, llevaba a cabo una versión libre del relato homónimo de Gabriel García Márquez cuando la arbitrariedad de las autoridades locales paralizó la producción del filme. Lo que ahora se proyecta es el montaje de los pecios de este largometraje arruinado, cuya circunstancia no es óbice para alcanzar el acabado de una obra maestra, perfecta en su sobriedad y estremecedora en la narración lírica del dolor y la palingenesia de sus víctimas.

16.00 h — BRING ME THE HEAD OF CARMEN M. (Felipe Bragança & Catarina Wallenstein, 2019): La paráfrasis de la célebre pieza de Sam Peckinpah no arroja demasiadas claves interpretativas a propósito de esta gema fílmica, cuyo imaginario onírico y vital desliza una radiografía tan aguda como oportuna de las aspiraciones que prefiguran la construcción de un futuro balsámico. Su planteamiento discurre a través de lo que podría denominarse realismo mágico formal —el intento de una descripción más precisa traicionaría la fuerza gravitacional de las imágenes—, en el que el protagonismo del color y la hipnótica puesta en escena catalizan el ritmo trepidante que las actuaciones de Helena Ignez, Catarina Wallenstein e Higor Campagnaro imprimen a la trama. Su inteligencia compite con su factura técnica, cristalizando en una fascinante prospección audiovisual hacia el inconsciente político del Brasil contemporáneo.

 

18.00 h — INSTRUCTIONS ON HOW TO MAKE A FILM (Nazli Dinçel, 2018); MAL-FEKATA (Hasabie Kidanu, 2019), CENIZA VERDE (Pablo Mazzolo, 2019) y E-TICKET (Simon Liu, 2019): La representación del cine experimental en el IFFR tuvo la fortuna de contar con los últimos trabajos de Dinçel, Kidanu, Mazzolo y Liu, cuyo denominador común puede sintetizarse en una concepción artesanal de la manipulación del celuloide —bien al servicio del retrato urbano o de la sátira, bien consagrada a la reflexión elegíaca sobre la historia de la Argentina indígena—. En las películas de Mazzolo, Liu y Kidanu el tiempo se contrae para explorar la huella de una realidad ausente, convocada mediante la meditativa observación de los interiores de Adís Abeba, el trágico capítulo del suicidio de los hênîa y los kâmîare en la Sierra de Córdoba o la superposición fugaz y caleidoscópica de recuerdos que transitan desde la India hasta una protesta en el Hong Kong de 2005. Por su parte, el humor y la saturación del blanco y negro son concitados en el filme de Dinçel, canalizando un discurso sobre el rodaje en analógico tan corrosivo como disimulado por la pulcritud de sus fotogramas en 16mm.

20.00 h — THE MOVIE ORGY – ULTIMATE VERSION (Joe Dante, 1968): Si la noche está reservada para la subversión de los códigos morales oficiales y la irreverencia desenfrenada, este collage de películas de serie B, cortos publicitarios y filmes educacionales ofrece un pretexto sublime para que el jolgorio se extienda durante casi cinco horas. La orgía que nos ocupa es un homenaje a las veladas de gamberrismo cinéfilo que Joe Dante y Jon Davison auspiciaron a finales de los sesenta y comienzos de los setenta. El mecanismo era sencillo: encadenar unos materiales con otros mientras el público se drogaba y se deleitaba con cada aparición en pantalla —o profería toda suerte de injurias en su contra—. Estos aquelarres no son un simple entretenimiento, sino que también permiten comprender los resortes de la represión en la Norteamérica de aquellos años. Ahora bien, independientemente de con qué ojos uno se enfrente a estos documentos pueriles e impúdicos, parece recomendable tener a mano la suficiente cantidad de cerveza fría y compañía cómplice. Cuanto más de ambas, mejor. 

Diez días de normalidad musical en Barcelona

Diez días de normalidad musical en Barcelona

Vivimos una situación anómala. Bueno, una no, muchas, pero aquí nos limitaremos a hablar de anomalías musicales. En una época en que hay más creadores que nunca, las programaciones miran tercamente al pasado, alimentándose no sólo de grandes obras que han superado el juicio del tiempo, sino también recuperando olvidadas (algunas probablemente con razón), mientras que la creación contemporánea se encuentra exiguament representada. Esto no ha sido siempre así, al contrario, no es hasta finales del siglo XIX que el pasado desplaza definitivamente el presente en los gustos del público, con el consiguiente disgusto de los artistas con ansias creativas (y de supervivencia). Hasta entonces, lo normal era la renovación, no la repetición. No es el objetivo de este artículo analizar los motivos de esta situación, sino más bien hablar de aquellos que trabajan duro para recuperar la «normalidad» perdida. Es el caso, entre otros, del Mixtur, festival de músicas de investigación y creación interdisciplinaria, que un año más ha vuelto a hacer hervir la Fabra i Coats (y, puntualmente, el Auditori y el Institut Français) con las sus propuestas. En total han sido 21 conciertos, 12 conferencias y clases magistrales, 4 mesas redondas, 3 instalaciones sonoras y 5 talleres, todo repartido en 10 intensos días.

El formato festival tiene ventajas e inconvenientes. Por un lado, ayuda a crear un clima propicio, tanto para los músicos y creadores, que pueden compartir ideas e impresiones, como para el público, que, al exponerse en poco tiempo en una variedad tan grande de estilos y formatos, puede desarrollar más fácilmente nuevas maneras de escuchar. Por otra parte, concentrar tantas actividades en pocos días hace que, por fuerza, los horarios no siempre sean compatibles para el público general, con lo que algunas actividades, a pesar de ser abiertas, acaban nutriéndose mayoritariamente de los participantes de los talleres. Pasa, sobre todo, con las conferencias y las clases magistrales. Y es una lástima porque, por su carácter demostrativo, algunas son excelentes introducciones para los espectadores, como la magnífica demostración que hizo Ricardo Descalzo de las posibilidades del piano preparado, o bien la conferencia de Tristan Murail, que expuso de forma cristalina un tema tan difícil como es la esencia y las técnicas de la música espectral, que él mismo contribuyó a desarrollar en los años sesenta.

Como no podemos hacer una crónica exhaustiva de todos los conciertos que tuvieron lugar, nos limitaremos a destacar algunos, empezando por el concierto final del taller de interpretación de piano que dirigía Ricardo Descalzo. Participaron un total de cinco pianistas: Magdalena Cerezo, Silvia Carolina Aguirre, Beatriz González, María Ivánovich y Rodrigo Roces. Cada uno de ellos interpretó dos obras breves, todas de gran dificultad y con profusión de recursos de todo tipo. Destacamos las que ofrecieron Cerezo y Aguirre. La primera escogió fragmentos de Kiste for piano and tape, de Benjamin Scheuer, uno de los participantes en el taller de composición y experimentación sonora, y de los Microludis fractals de Ramon Humet. La obra de Scheuer, llena de imaginación y humor, jugaba con la combinación de sonidos del piano, sonidos electrónicos que la misma pianista controlaba desde un pequeño teclado adicional, y sonidos de objetos diversos, como campanillas o juguetes. El uso de los efectos electrónicos, que se fusionaban perfectamente con el sonido amplificado del piano, permitía simular efectos imposibles para un instrumento percutido, como glissandi o crescendi. Aguirre eligió la deliciosa A little suite for Christmas, de George Crumb, y Polygon labyrinth de Matias Curiel -también participante del taller de composición-, una obra que permitía un cierto grado de liberto a la pianista, que debía decidir el orden de algunos elementos.

Siguiendo con la búsqueda de nuevos sonidos, cuatro miembros del Zafraan Ensemble nos ofreció una selección de siete obras que exploraban los límites de la combinación de saxo, piano, contrabajo y percusión, y entre las que destacaba el Klarinettentrio de Carola Bauckholt, una de las profesoras del taller de composición. Junto a formaciones internacionales también encontramos de locales, como el conjunto Frames Percussion, que en febrero también actuó con gran éxito dentro del ciclo musical Sampler Series. Los cuatro percusionistas iniciaron el concierto con una pieza muy acertada: As we are speaking, de Fritz Hauser, construida a partir de la superposición de pulsaciones ligeramente diferentes. El volumen casi inaudible y las sutiles variaciones de los ritmos preparaban acústicamente el público para un festival de sonidos que alcanzó el punto máximo en Difficulties in putting into practice, del siempre estimulante Simon Steen-Andersen. No podían faltar las copas musicales, aunque en esta ocasión Yair Klartag, a su obra All day I hear the noise of waters, llevó este instrumento casero a un nivel superior, introduciendo glissandi que el percusionista ejecutaba añadiendo agua a las copas mientras las golpeaba y / o rozaba.

Dentro de la programación del Mixtur 2018 cabe destacar también An index of metales, de Fausto Romitelli, interpretada por el Ensemble PHACE en el Auditori y producida por el Sampler Series, que ya hemos comentado en un artículo anterior. El festival finalizó con la representación de Skyline, un concierto-performance creado por Kònic Thtr. Basada en Barcelona, esta plataforma artística se caracteriza por la aplicación de tecnología interactiva a las artes, que en este caso consistía en el uso de dispositivos móviles con los quuals los mismos intérpretes registraban y manipulaban imágenes en vivo, así como sensores que a partir de los movimientos de la bailarina controlaban la imagen y el sonido producidos. Una propuesta experimental e interdisciplinaria que encajaba perfectamente con la ambición del Mixtur.