¿Se habrán enterado ya Las Vulpes, el grupo punk de los años ochenta, de que una institución gubernamental ha incluido su canción Me gusta ser una zorra en una lista de reproducción de canciones “adecuadas” para las fiestas de verano de las ciudades y los pueblos de Euskadi? ¿Tomarán como un triunfo el hecho de que su subversivo mensaje haya conquistado el terreno de lo políticamente correcto o, por el contrario, lo vivirán como la derrota definitiva del punk y de lo que quisieron representar? Más aún, ¿estaría la canción original de Iggy Pop I wanna be your dog en esta lista?

¿Qué opinará Shakira, si es que le importa, de que su canción Me enamoré, en la que narra su profunda historia de amor con el futbolista Piqué, haya sido considerada peligrosa por estas mismas instancias gubernamentales por avivar el sexismo que tantas formas toma en nuestra sociedad actual? ¿Sentirán ella y Luis Fonsi -cuya canción Despacito también ha sido excluida de la lista de canciones adecuadas- angustia al pensar en el prematuro y amargo final de sus carreras porque, al estar en la lista negra, ya nadie más bailará sus canciones?

¿Estará Calle 13 brindando con piña colada en alguna playa de Puerto Rico para celebrar que esta misma institución pública no haya considerado sexistas versos como “súbete la minifalda hasta la espalda” o “yo también quiero consumir de tu perejil” de su canción Atrévete-Te-Te, sino que haya tenido el privilegio de verlos incluidos en la playlist de canciones empoderadoras y decentes?

Sirvan estos ejemplos para retratar la aleatoriedad con la que Emakunde-Instituto Vasco de la Mujer, a través de su plataforma Beldur Barik (Sin Miedo), ha seleccionado una lista de reproducción en Spotify de unas doscientas canciones “libres de sexismo” con la intención de concienciar y evitar ataques machistas durante las fiestas. El hecho de que una institución pública pretenda decidir, con un criterio absolutamente sesgado y casi azaroso, lo que debemos o no bailar en estas fiestas populares debería, antes de a abrazar la decisión con entusiasmo por el discurso buenista bajo el que se escuda, incitarnos a la reflexión.

Dicen en la página web de Beldur Barik que “la música no es machista. Ahora, otro cantar es la utilización que hacemos [de ella].” Y añade más adelante que “(…) si quieres bailar twerk… ¡hazlo! Pero que tengan clarito que lo haces por ti, porque tú quieres. Y si quiero bailar para seducir a alguien, para entrarle, porque quiero que me miren… ¡ya te vas a enterar!… y lo haré porque yo quiero”. El problema no parecería estar, por tanto, en la música, sino en el uso que hacemos de ella. Pero, por otro lado, no parece haber inconveniente en que las mujeres hagamos el uso que nos dé la gana de esa música. Si esto es así, el problema no estaría ni en Despacito ni en cómo la bailo, sino en que no tengo por qué ser acosada ni por mi gusto ni por el modo de bailarla. Entender, pues, ciertas canciones como las causantes del machismo y de la desigualdad entre sexos, más que una denuncia del problema, es un planteamiento reduccionista y simplista. Pretender, además, con su veto, que este gravísimo problema desaparezca y dar a entender que, al ritmo de Paquito el Chocolatero o Pajaritos -que sorprende que no están en la lista-, o al de Las Vulpes o Calle 13, el problema de la violencia sexista en las fiestas va a verse disminuido es, además de muy ingenuo, bastante peligroso.

Por un lado, se criminaliza a las personas que disfrutan con un cierto tipo de consumo cultural, llegando así a la simplificación más absoluta del problema al reducirlo al absurdo silogismo de “si te gusta Despacito, eres un acosador en potencia”. En la misma lógica, se premia a las personas que encajan en lo que la institución vasca ha declarado ser el consumo musical que fomenta la cultura igualitaria y democrática, llegando al mismo reduccionismo de que “si te gusta Skalariak, eres mejor persona”. Y se olvida, de este modo, que el problema del machismo es transversal y que, al englobar a personas de todas las clases sociales y gustos culturales, se revela como un fenómeno hondamente arraigado y enquistado en la sociedad.

Por otro lado, nos encontramos con el peligro que suponen los vetos y las censuras. Y es que, cuando las instituciones públicas se toman la licencia de hablar desde un púlpito y asumir un papel cuasi-religioso, enviando mensajes morales sobre lo que está bien y lo que está mal en cuanto al consumo cultural, se plantea un problema de mayor calado. Si Despacito es la canción más reproducida de la historia, habrá que analizar por qué sucede, pero optar por la vía del veto y la censura no parece ser la mejor idea. La solución, más compleja y de más a largo plazo, parecería, más bien, consistir en educar el pensamiento crítico de los jóvenes, en tratar de que desarrollen las herramientas necesarias para desenvolverse en el mundo de manera libre y hacerse conscientes de lo que consumen y cómo lo consumen. Otras maneras de querer atajar el problema podrían derivar en otro mayor. Porque, tal y como puede comprobarse aquí, la playlist de Emakunde es un batiburrillo de canciones que ciertas personas consideran adecuadas para la construcción de un Zeitgeist a su medida. Y este es el gran problema: el hecho de que la institución se atribuya, de un lado, la capacidad de distinguir entre lo bueno y lo malo, arrogándose una función moralista que no le corresponde, y, de otro, abuse de su poder, imponiendo el consumo cultural que considera adecuado. Cuando, según están las cosas, la cuestión es, creo yo, que las mujeres podamos bailar lo que queramos y como queramos, sin miedo a que nadie nos acose. Si no, que se lo pregunten a Las Vulpes, que, como dicen en esta entrevista, hubo quienes “entendieron mal” el mensaje de su canción y, entre otras lindezas, las llamaban zorras. No se trata, pues, de que la música sea o no machista, sino de que son los machistas los que utilizan hasta la música -y todo tipo de músicas- para comportarse como tales. Y esto ni se arregla ni se reduce recomendando arbitrariamente canciones.