Un museo alemán. Sobre la propaganda política del nuevo museo berlinés Futurium.

Un museo alemán. Sobre la propaganda política del nuevo museo berlinés Futurium.

Parece que nunca hemos visto hacia el futuro con tanta angustia e incertidumbre como el día de hoy. El nuevo museo berlinés Futuriumque tiene como tema ese complejo tan lleno y tan vacío del futuro, parece que lo ve sorpresivamente todo muy claro. La exposición está acompañada por una sonrisa constante, un optimismo ingenuo que no logra esconder su trasfondo ideológico. Para decirlo de una buena vez, el Futurium es una de las expresiones más espectaculares y explícitas del green washing alemán, es el espectáculo político de cómo la incertidumbre y el desasosiego actuales encuentran su paliativo en su comercialización, en su consumo.

El futuro, con su pintarrajeada oscura cara, se muestra como consumible, espectacularmente consumible: una exposición abierta sin paredes, columpios gigantes, estructuras en madera de grandes proporciones, robots de distintas formas y tamaños, simulaciones de visitas médicas del futuro, un brazalete como acompañante en el que se puede guardar la información para llevársela a la casa, encuestas que se manejan con la sola mano en el aire y sin pantalla, y muchas otras atracciones que parecen expresar lo que el filósofo Robert Pfaller en Erwachsenensprache llama la infantilización contemporánea de los adultos. Los adultos consumen, disfrutan de una idea de futuro maquillada de atenuada apocalipsis, para cuidar sus nervios, sus infantiles cabezas.

El museo sobre el futuro berlinés es gratis, como deberían serlo todos los museos, solamente que en este caso la democratización de la “cultura” tiene una doble función: pensándolo de otra forma, lo único que consumimos hoy en día de forma gratuita es la propaganda y la publicidad, y si no lo pagamos al ser precisamente consumidores de la misma publicidad (como en Facebook, Twitter, etc.). El cobro de las entradas a un museo garantiza, en nuestro contexto capitalista, de cierta forma su independencia de las políticas y negocios del estado. El hecho de que este museo sea gratuito, es decir que sea subvencionado en su totalidad por el estado, ya introduce una cierta desconfianza al pensarlo dos veces, tomando en cuenta que se trata de un tema de evidente importancia política (¿no es pues el futuro el tema principal de toda teoría política, de toda teoría de la justicia?). Esta desconfianza se ve corroborada al comienzo de la exposición en un segundo plano de un edificio magnífico de metal y vidrio, una fantasía hípster anacrónica del futurismo de los años 60. A la entrada, y a manera de contextualización, el vistante se ve arrinconado hacia el presente con datos socioeconómicos que contextualizan la entrada al “futuro”. Uno de estos datos asegura que el estado alemán ha podido abastecerse desde comienzos de año (no dice cuál tampoco) íntegramente de energías renovables y naturales. Por medio de la evasión de información pareciera que Alemania desde el primero de enero de este año solo se estuviera abasteciendo de energías renovables – sin embargo, buscando un poco en internet, fueron realmente solo unas horas, un solo día, el feriado primero de enero.

Es evidente que en uno de los países más industrializados del planeta, en uno de los centros del problema del calentamiento global, en una potencia en la industria automotriz el hecho de presentarse como héroes en un momento en el que el point of no return ya ha sido dejado atrás, pareciera ser una evidente evasión de culpa y responsabilidad política ante la catástrofe. El museo presenta varios descubrimientos científicos –claramente todos hechos en Alemania y subvencionados por industrias alemanas – que parecen ofrecer el paliativo que las personas necesitan a la pregunta: ¿podremos seguir consumiendo igual (que para muchos es «vivir igual») sin destruir al planeta? Se trata de la exposición de soluciones acrobáticas de la invención de materiales nanotecnológicos, carne in vitro, etc., que parecen desplazar la pregunta fundamental y política de cómo cambiar nuestros hábitos, sí, de cómo cambiar nuestra vida, de cómo cambiar nuestro consumismo, de cómo salir de la máquina al parecer devoradora de todo y sin alternativa llamada capitalismo. Las preguntas políticas y filosóficas que están inevitablemente implícitas en el problema que trata de evaluar el Futurium no aparecen por ningún lado. Es el sueño tecnócrata y positivista alemán, uno que se imagina el futuro como proyección de la producción en el que la vida parece solamente ser eso que los visitantes ven por todos lados: robótica y por ende ausente.

El museo hace la pregunta a manera de slogan: ¿cómo queremos vivir? («Wie wollen wir leben?») y su respuesta es desoladora y al mismo tiempo la más alemana de todas: «queremos vivir alemanamente» parece decir el museo. Por esto mismo es que el Futurium puede ser visto también como el más alemán de los museos en Berlín, sumándosele al Technisches Museum. Si hay algo que ha constituido la cultura y la identidad federal alemana ha sido su positivismo cientifico-indistrial que ahora viene a construir también los propios imaginarios del futuro. El Deutsches Museum en Múnich, al llevar el adjetivo de “deutsch” (alemán) y al tratarse de un museo sobre la historia de la industria y la tecnología, parece corroborar lo que digo: no hay nada más alemán que la excesiva industrialización (su paisaje por excelencia son las chimeneas de la Región del Ruhr). Ahora bien, hay algo más que persigue la política alemana a toda costa y es evitar la pesadilla de la mala consciencia (sus políticas internacionales frente al ultraje israelí contra los palestinos es otro ejemplo) que sigue cargando desde la segunda guerra: el Futurium trata de asumir la tarea de lidiar con la mala consciencia de una responsabilidad ineludible con el futuro que carga Alemania al ser potencia industrial. La solución es presentar un fantasma ideológico de un planeta deshumanizado, robótico, industrial completamente: una sola Región del Ruhr. 

Irrupciones al límite del leguaje. Sobre el último libro de Juan Álvarez «Insulto»

Irrupciones al límite del leguaje. Sobre el último libro de Juan Álvarez «Insulto»

“Insultar […] no es mera expresión descontrolada de cólera. Al contrario: insultar es la respuesta que se calcula porque se decide; y aunque se calcula, no se desconecta de los rigores de la emotividad.” Juan Álvarez, Insulto, Planeta, 204.

El escritor colombiano Juan Álvarez ha sacado este año un libro teórico como pocas veces se ha visto en el ámbito editorial colombiano: una mezcla de ensayo y de texto académico, un libro con partes poéticamente llamativas, intercaladas por ilustraciones tipo comic, una verdadera rareza. Insulto. Breve historia de la ofensa en Colombia (2018) es un gran libro sobre el pragmatismo lingüístico, sobre la política del lenguaje y sobre su sonoridad. El libro de Álvarez se posiciona en una línea de pensamiento de la teoría del lenguaje de J. L. Austin, de la teoría política de Slavoj Zizek o de Judith Butler, pero hace parte al mismo tiempo de una nueva generación del ensayo latinoamericano que, como Lina Meruane, le ha dado indudablemente a este género, y a la literatura en general, una actualidad e importancia política.

Insulto hace un recorrido brevísimo (tal vez demasiado breve) de la historia de la injuria en Colombia, como su título lo anticipa. Sin embargo, más que aproximarse a la etimología y al uso de ciertas palabras procaces de la lengua colombiana (algo que a muchos lectores les podría interesar: una reflexión sobre la palabra “pirobo”, “gonorrea”, “chimba”, “marica” o “malparido”, por ejemplo), el autor recorre algunos específicos lugares de enunciación de palabras o discursos explosivos que llevaron a cambios radicales en la historia del país. El capítulo más memorable, y tal vez el más impactante de todos, trata de dilucidar el discurso del honor y de la ofensa que fue justamente el horno en el que se cocinó a alta temperatura lo que ocurrió en el famoso 20 de julio de 1810, momento en el que un pequeño roce, pero sobre todo un calentamiento en las lenguas del pueblo y del discurso de un honor herido, llevó a la independencia nacional. Se podría decir que ese irrisorio mito fundacional (el florero destruido), acompañado por la retórica del insulto y del mostrarse ofendido, llevó al surgimiento de la nación como la conocemos hoy. El análisis meticuloso de fuentes de la época desde muy distintas perspectivas, de la lectura historiográfica de ese evento, hacen del primer capítulo del libro un ensayo memorable sobre la historia de Colombia.

Uno de los propósitos del ensayo de Álvarez es aquella especie de apología de una parte del lenguaje que ha sido siempre despreciada en el ámbito de los discursos oficiales. El Otro del lenguaje: el insulto que revela las fisuras, los límites de la retórica argumentativa y sosegada. El insulto adquiere entonces de nuevo toda su fuerza regeneradora, su rol de revuelta y de crítica necesaria. Más que apología, se podría decir que Álvarez le echa por primera vez un vistazo crítico, sin moralidades presupuestas, al fenómeno de la ofensa. En el último capítulo, después de un gran retrato del maltrecho Vargas Vila, Álvarez presenta la estética barroca del insulto en la obra de Fernando Vallejo, logrando llegar hasta el centro de la crítica vallejiana, su proceso retórico de desbordamiento de los discursos oficiales (sobre todo de la biología y del catolicismo), de enjuiciamiento y de reclamo. Álvarez presenta finalmente a Vallejo como clímax de una historia de la injuria en Colombia donde la retórica del insulto adquiere su mayor fuerza política en el lenguaje, su capacidad destructiva y renovadora.

Todos aquellos que pretendan encontrar en el libro una posición del autor ante los últimos hechos nacionales (muchos de ellos citados a manera de epígrafe al inicio del libro), sobre el día a día del insulto en Colombia, un análisis sociológico sobre esta forma de expresarse, se verá totalmente decepcionado. El libro de Álvarez se asemeja a un proyecto foucaultiano: el propósito de encontrar entre el archivo de eventos históricos un par de ejemplos que puedan llevar a aseveraciones más generales, un trabajo histórico-filosófico que trata de sopesar la naturaleza del insulto en general (explicado en el prólogo y en el epílogo). Si bien Álvaro Uribe y su famoso “le voy a dar en la cara, marica” aparecen al inicio del libro, solamente algunos hechos célebres de la actualidad vienen a ser discutidos al final (como el conflicto entre Carolina Sanín y Los Chompos). Todo su contenido y su lenguaje, que coquetea con Derrida y mantiene un estilo claramente académico, hacen que el libro esté destinado, muy en contra de su estética de comic y tal vez de sus intensiones, a un círculo de lectores bastante reducido. Sin embargo, la mezcla entre lo académico, el cómic, el ensayo, lo literario, etc. hacen de Insulto una obra imperdible del pensamiento contemporáneo colombiano.

 

[Foto sacada de: https://www.elpais.com.co/entretenimiento/cultura/manual-para-aprender-a-insultar-en-colombia.html]

Música atonal y limpieza social en Berlín

Música atonal y limpieza social en Berlín

Hace unos días la BVG, la empresa alemana de transporte decidió lanzar un proyecto piloto que consiste en poner «música atonal» (sic) en la estanción berlinesa de Hermannstrasse para invitar a «drogadictos» y dealers a que dejen de ocupar sus instalaciones. Los argumentos que esgrimen es que es una música incómoda que hará que no quieran estar por allí mucho tiempo. Lo que se extrae de aquí es lo siguiente:

  1. un uso vago de «música atonal». Aunque esto pueda parecer una discusión meramente musicológica, los adjetivos que añadimos a la música explicitan nuestro compromiso con el concepto de música que utilizamos, su legitimidad social y el rol que ocupan en la realidad sociopolítica. Nadie se refiere a la música «clásica» o «popular» como «tonal», pues se asume que no se entiende bien a qué género(s) se hace referencia con eso de tonal. Por otro lado, lo de «tonal» o «atonal» apunta, en principio, a la aceptación o no de la organización jerárquica de los sonidos y, por tanto, no da cuenta de la complejidad de otras decisiones en la composición y lo que tales decisiones implican para el concepto de música.
  2. por ello, decir «música atonal» en este contexto simplemente repite los estereotipos sobre la «música contemporánea», que se equipara acríticamente con la «música de creación actual» o la «música experimental». Se mete dentro de ella música de Schönberg de ¡1907! (que no sé hasta qué punto podría llamarse actual para los amantes de la cronología) y las bandas sonoras tipo The killing of the secret deer.  Entre esos estereotipos se encuentran aquellos que dicen que es una «música insoportable», que «no le interesa a nadie», «que es solo ruidos» o que «no es artística». Aunque no me puedo detener aquí con esto, valga decir que tales estereotipos suelen ser anunciados por gente -¡incluso especialistas de la música!- que defienden un concepto decimonónico de música (que se sostiene en la creencia de que los fundamentos de la música occidental y blanca son «naturales» y que, por tanto, deben tener validez universal pues satisfacen un concepto absoluto de belleza sonora; siendo éste, por tanto, el objetivo de las artes sonoras), que rara vez asisten a conciertos de música «atonal» y no conocen absolutamente nada -ni creen que sea importante- del contexto de su creación-. Es decir, en el adjetivo de «atonal» hay un compromiso con el desprecio por una forma de composicióny una larga trayectoria de creacióin, investigación y, en definitiva, de cultura (que, entre otras cosas, expresa pulsos sociales).
  3. Esta música despreciada es la que se propone para expulsar, más aún, a los despreciados sociales. No se asume que hay una responsabilidad gubernamental ante el olvido de drogadictos y gente sin casa (en una ciudad, que como tantas en Europa, están aumentando sus precios por la burbuja turística a pasos agigantados, expulsando a sus ciudadanos de sus viviendas habituales). Lo ideal es que no aparezcan, que no se les vea, que no estén, aunque estén, porque «molestan». No es casualidad que se actúe así en Neukölln, uno de los barrios más cool de Berlín, y también uno de los que más ha sufrido por la gentrificación y los continuos ataques racistas neonazis, que no salen en la prensa ni local ni nacional.
  4. Igual que la música «atonal», es decir, aquella que no repite acríticamente los ideales de la burguesía, de los conciertos carísimos, en esmoquin y con gente limpia y con el salario asegurado; o que no cede fácilmente a ser producto de consumo y crear formas de vestir y actuar asociadas a ella, ha sido expulsada de los circuitos mayoritarios de acceso a la cultura, también se expulsa a los que han dejado de alimentar el sistema y le abren grietas. Ya ha habido pruebas en otras ciudades, como Hamburgo, en las que se ponía música clásica para relajar a los usuarios. Decía Alex Ross en un artículo en el que reflexiona por qué la gente rechaza la música contemporánea, lo siguiente: «Lo que debe desaparecer es la noción de que la música clásica es un conducto fiable de belleza consolatoria, una especie de tratamiento de spa para almas cansadas. Esta actitud afecta no sólo a los compositores del siglo XX, sino también a los clásicos que pretende apreciar. (…) Los oyentes que se acostumbren a Berg y Ligeti encontrarán nuevas dimensiones en Mozart y Beethoven. También lo harán los artistas. Durante demasiado tiempo, hemos colocado a los maestros clásicos en una jaula dorada. Es hora de dejarlos salir».
  5. La belleza consolatoria: la de la ciudad «limpia» de todo lo que nos molesta ver, lo que es mejor hacer como si no existiera; con una banda sonora que promete que llueve como la música de Vivaldi o que nos morimos mientras suena Fauré.
  6. Tema de otra serie de reflexiones sería incluir cómo se dirige nuestra acción por la construcción de lo sonoro en nuestro entorno: desde el techno en las tiendas de ropa hasta los villancicos en Navidad en los centros comerciales, desde la música en los aviones hasta la de los bares de copas. Nada es gratuito y, por tanto, todo obedece a unas formas de dominación sonora.
  7. Quizá mientras limpian la ciudad así, lo que en realidad quieren hacer es legitimar una ideología: la del desprecio, la ignorancia y la de la hipocresía, camuflándola con argumentos de protección y seguridad. Y, de paso, asociar al rechazo social de los sin techo de Hermannstrasse con el rechazo de un repertorio.
  8. Quizá, con estos argumentos que unen la música tonal y el colectivo expulsado del circuito de «los normales», se fortalece el secreto vinculo entre música y política, que lleva años intentando ser reprimido: no vaya a ser que la música se cree conciencia y acción crítica. Esto ya lo sabía Platón cuando finalizó el capítulo III de  La República con la reflexión de que no se pueden modificar las reglas musicales sin alterar a la vez las más grandes leyes políticas. La música «atonal» se enfrentó a valores sagrados de la cultura occidental y, con ello, puso en duda sus compromisos políticos. Así, empezó a mostrar que nada en la música es «solo» música. No nos cansaremos de tratar de demostrarlo.

Hay una llamada a la acción del colectivo Field Notes Field Notes contra estas políticas de la empresa de transporte público de Berlín

Música atonal para todos
Vie 24 Agosto 2018
Estación de Herrmannstraße S-Bahn

El S-Bahn Berlin está planeando un proyecto piloto en septiembre para expulsar a las personas sin hogar de la estación de la Hermannstraße S-Bahn poniendo en el vestíbulo de entrada música atonal.

¿La música atonal en la vida cotidiana? ¡Nos encanta!

Por lo tanto, queremos agradecer al S-Bahn por este impulso de la música atonal y le invitamos directamente al acto de inauguración el 24 de agosto a partir de las 19:00 horas en la entrada de la estación de Hermannstraße S-Bahn. Allí queremos reunirnos con comida y bebida para que los sin techo escuchen música atonal o incluso la toquemos juntxs.

El viernes por la noche nos gustaría entender la música atonal, que representa la liberación de las jerarquías (tonales) y la igualdad de todos los sonidos, como una metáfora de la igualdad social y la participación y para contrarrestar la discordia social con nuestras disonancias musicales.

Estamos abiertxs a todxs los que quieran contribuir con comida o hacer música. Para simplificar la coordinación de las acciones pueden registrarse aquí: (marketing@inm-berlin.de).

Estarán con nosotrxs:

– Sirje Aleksandra Viise: Julius Eastman «Preludio a la Santa Presencia de Juana de Arco»

– Juliana Hodkinson: «A-Tonart S-Bahn station Herrmannplatz

– Ruth Velten: Saxofón de Improvisación
Con programas innovadores, la saxofonista Ruth Velten se ha hecho un nombre internacionalmente como intérprete de obras modernas. La flexibilidad artística y la búsqueda de algo nuevo caracterizan su trabajo.

Otros enlaces:

Berliner Kurier: «S-Bahnhof Hermannstraße Berliner vom Nervmusik-Pilotprojekt» de Mike Wilms (21.08.18): https://bit.ly/2LcaBmZ

Berliner Zeitung: «S-Bahnhof Hermannstraße Schräge Musik debe distribuir a los drogadictos y bebedores» de Norbert Koch-Klaucke (20.08.18): https://bit.ly/2wecxGn / https://bit.ly/2PnqASy

Tagesspiegel: «En los oídos» de Thomas Wochnik (18.08.18): https://bit.ly/2Mo6NEG

Berliner Morgenpost: «El S-Bahn quiere asustar a los bebedores con «música atonal» de Thomas Fülling (20.08.2018): https://bit.ly/2OXMYRD

rbb 24: «With music against uninvited station guests» (18.08.18): https://bit.ly/2nYZODM

Las mil muertes de Voltaire

Las mil muertes de Voltaire

“Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Esta frase, atribuida a Voltaire, pero que en realidad nunca pronunció, sino que fue su biógrafa británica Evelyn Beatrice Hall quien la utilizó para reflejar las ideas progresistas del pensador francés en el libro Los amigos de Voltaire, es lo bastante poderosa para resumir a la perfección el tema que aquí me he propuesto abordar. Si algo tienen de bueno las redes sociales es que han dejado en evidencia que el concepto que tenemos sobre la libertad de expresión es bastante sesgado, oportunista e interesado. Porque el problema no parece estar en que una diga lo que quiera en el ámbito privado, sino en que lo haga en el público. La cuestión es que ya nadie puede controlar cuándo y cómo coge una el altavoz y dice, literalmente, lo que le da la gana. Así, los censores se multiplican y el insulto fácil sale del teclado anónimo de cualquiera en el momento en el que alguien decide opinar sobre lo establecido. Lo vemos y vivimos cada día cuando, por ejemplo, una persona decide dar su opinión política en cualquiera de las direcciones y se encuentra con ofendidos que desde su smartphone le regalan insultos. Sin embargo, lo curioso no es tanto esto, sino que quienes profieren las lindezas en cuestión se escudan en un concepto para defenderse que, por trillado, carece casi de significado: la libertad de expresión. La cuestión es, por tanto, que la libertad que no nos gusta es la del otro, pero defendemos a wifi y espada la nuestra.

Las redes dan visibilidad y hacen que un mensaje naturalmente minoritario pueda llegar a mucha más gente de lo que en un inicio podría. Ahora escuchamos, vemos y leemos casi sin querer aquello que en otras circunstancias jamás conoceríamos, porque no moveríamos un dedo para hacerlo. Y en este batiburrillo de información, en el que todos somos emisores, receptores y mensajes, a través de estas vías que, dicen, democratizan mucho nuestras vidas, nos podemos encontrar con mensajes que las instituciones del Estado preferirían que se quedaran donde, supongo, creen que deberían estar. Y es que cuando lo alternativo, lo underground y lo subversivo deciden utilizar las mismas vías de comunicación que utiliza el establishment, esa tensión se convierte en conflicto y censura.

Todo nos ofende hoy. Siempre hay algún colectivo que, ante cualquier opinión, chiste, anuncio de televisión, canción, viñeta o publicación se siente ofendido. La cuestión es que, como hacemos las veces de emisores y de receptores, nos convertimos, según el caso, en ofendidos u ofensores. Sin embargo, cuando el ofendido toma una posición activa en el asunto y pretende callar voces ajenas, deja de serlo y se convierte en censor. He escrito varias veces sobre este tema porque es una cuestión que me resulta especialmente preocupante. Me permito, pues, el lujo de citarme a mí misma y volver a compartir un par de artículos que abordan este tema desde diferentes perspectivas (Ofensa, delirio y censura/¡Bailad lo que yo digo, malditos!).

Las diferentes expresiones artísticas se han movido siempre durante la historia en ese terreno tenso entre lo que política y socialmente está aceptado y lo que no. El arte, pues, trata siempre de jugar con esos límites para ensanchar el espacio en el que se mueve. El problema se agrava, sin embargo, cuando la palabra entra en juego. La tolerancia del receptor ante una determinada expresión artística depende, pues, de su literalidad. Una imagen no figurativa creará más problemas a la hora de interpretarla políticamente, por lo que su oposición será menor y la indiferencia con la que se encontrará, por eso mismo, será mucho mayor. Sin embargo, ahí tenemos, por ejemplo, la polémica con la canción Cuatro Babys de Maluma, polémica que no reside tanto en sus ritmos reguetoneros como en lo explícito de su letra. Pero esta canción no ha recibido ningún castigo judicial -cosa que, espero, no suceda nunca-. Y la razón sólo puede ser que, al fin y al cabo, aun teniendo en cuenta su explícito contenido sexual y su mensaje misógino, esta y otras canciones del mismo tipo envían un mensaje, en cierto modo, políticamente aceptado en una sociedad machista como la nuestra. ¿Escandaliza? Puede que sí. Pero, en realidad, se mueve en un terreno políticamente aceptado y económicamente rentable, por lo que no hay razones para la censura.

¿Qué ocurre, sin embargo, con otros géneros y canciones cuyos mensajes se dirigen, directamente y sin disimulo, contra el statu quo?, ¿esas canciones cuyos mensajes violentos, literales, sin poesía ni maquillaje, que han salido de los locales de ensayo, de la periferia de las ciudades y los pueblos toman Youtube y consiguen de esa manera que sean escuchadas? Pues que te caen dos años y un día de cárcel, como les ha ocurrido a doce raperos del colectivo La Insurgencia. No entraré aquí a valorar lo que personalmente me parecen sus letras, porque eso no le interesa a nadie. Lo que sí diré es que, al margen de lo que yo o cualquiera pueda opinar, creo que el delito de este colectivo no parece residir únicamente en lo que sus letras dicen, sino en su intención de organizarse como colectivo. Porque, como ellos mismos explican, “la insurgencia es un colectivo musical que pretende fomentar el internacionalismo, difundir y expandir la cultura revolucionaria y elevar el nivel de conciencia de las masas trabajadoras”. Lo harán con mayor o menor torpeza y ofenderán, seguro, a muchísima gente, pero enviarlos a la cárcel es una auténtica aberración. Una ya no sabe cuántas veces tendrá que morir Voltaire.

 

 

Patria, de Fernando Aramburu

Patria, de Fernando Aramburu

Parece que hablar de la patria estos días es peligroso. Si vives en Cataluña es ya demasiado recurrente. Pero este artículo, aunque sí tratará de Patria (Tusquets), la última novela de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959), no quiero que trate de política. O no sólo eso.

Patria cayó en mis manos por casualidad mientras esperaba el vuelo que me traería de vuelta a casa tras varios meses de estancia en Bruselas. Vi la novela en el bolso que colgaba del hombro de una amiga y mi mente de pronto viajó otros tantos meses atrás, a la fecha de su publicación, en septiembre de 2016. En ese instante recordé que había leído alguna que otra crítica acerca de la grandiosa y extensa novela de Aramburu, que de nuevo se adentraba en el conflicto vasco, ahora sí para narrar los cuarenta años de fascistización de una sociedad impenetrable y hosca, anclada en el pasado, y cuyo deterioro moral contaminó hasta las propias instituciones del Estado.

Aramburu describe a lo largo un centenar de capítulos, pequeñas píldoras o casi breves cuentos aglutinados, el mundo de la lucha armada de ETA y el encarcelamiento de sus “héroes”, el sufrimiento eterno de sus víctimas y la invisibilidad y el ninguneo por parte de la Iglesia Católica y ciertos líderes políticos. La justificación de la violencia y las amenazas se erigen como sustento de una sociedad patriarcal en la que el máximo agente socializador es la “cuadrilla” de amigos del pueblo. Y también lo es la unidad familiar, en este caso custodiada por dos mujeres, Miren y Bittori, amigas inseparables desde la adolescencia, pero separadas por el conflicto. A través de sus voces, de sus hijos y de sus maridos también, Aramburu entabla una conversación entre generaciones: aquellos que no quieren mirar atrás sino idear un futuro alejado de la violencia; y los que no pueden olvidar todo el dolor y toda la muerte, y luchan por encontrar cierto sosiego.

Algunas frases escritas en primera persona se entremezclan con pasajes en estilo indirecto libre, confundiendo un tanto al lector hasta el punto de no saber quién cuenta qué, siempre desde ese tono personal y propio de Aramburu. El resultado estético de la obra parece apremiar al lector pero también al autor, que se decanta por unos diálogos lúcidos y expresivos a través de los cuales se profundiza en los submundos psicológicos de cada personaje: la dualidad de algunas expresiones, el uso alternado del castellano y el euskera, entre otros aspectos.

Hace algunas semanas, HBO España anunció que adaptaría la novela a la pequeña pantalla, a manos del productor independiente Aitor Gabilondo. Habrá que esperar a ver si en imágenes esta historia acongoja tanto como en palabras.