por María Jesús Beltrán Brotons | Ago 21, 2020 | Críticas, Libros |
Me convierto en cómplice del autor y co-autores del crimen si leo la última novela de Laura Restrepo “Los divinos” (Alfaguara, 2018) – basada en hechos reales – y me quedo tranquila de brazos cruzados esperando “al día en que todos los hombres, a la par con las mujeres, se manifiesten en las calles contra el feminicidio», como reza la dedicatoria de esta última novela publicada por la escritora colombiana. Me convierto en cómplice porque, como el narrador de la historia, Hobbit, formo parte del universo cultural al que él recurre una y otra vez en su tejido narrativo para ilustrar sus reflexiones, para orientarse en el maremagnum de dudas, para ubicarse en un mundo en el que ESE crimen hace tambalearse y perder cualquier referencia a SER humano.
El hecho desencadenante de esta obra es el secuestro, violación, tortura y asesinato de una menor a manos de un hombre de 38 años, ocurrido en diciembre de 2016 en Bogotá, y la reacción de miles y miles de personas que salieron a la calle movidas por la mayor indignación imaginable en un país azotado por una violencia ya extrema y más que desbordada. Pero estos acontecimientos ocupan un espacio muy reducido en la novela sin ser en absoluto anecdóticos, más bien se presentan encumbrados culturalmente. En efecto, el corazón de la novela es el capítulo 4 y está dedicado a la Niña, que la imaginación de la voz narradora convierte en Ninfa (Ramón Andrés, p. 185), dulce niña pálida (José Asunción Silva, p. 233 y p. 299) y Ofelia (Shakespeare, p. 233).
El texto está formado por seis capítulos cuyos epígrafes llevan el nombre de los protagonistas y co-autores- de la desgracia: 1 Muñeco, 2 El Duque, 3 Tarabeo, 5 El Píldora y 6 Hobbit. Cinco amigos de poco más de 30 años que se autodenominan de forma jocosa Tutti frutti y se sienten sagradamente unidos en la logia de los Tuttis. El relato, engarzado con monólogos, diálogos, fragmentos de documentos reales y numerosas citas en cursiva, está escrito desde la perspectiva de Hobbit (Yo, Hobbit. El traductor, el intérprete. Yo, Hobbo. El filtro, el infiltrado), en un dinámico presente continuo que abarca cuatro meses, seguramente el mismo tiempo vertiginoso que la autora necesitó para expresarse.
Desde su posición marginal, pues forma parte del grupo de íntimos, pero es un allegado a la casta, Hobbit pasa revista no solo a los tres hombres más poderosos del grupo – por su nivel social, económico y de actitud narcisista arrebatadora de voluntades ajenas –, sino también vemos desde la primera página cómo late una tensión entre él mismo y el asesino, que todavía no lo es: Hombre de loco apetito, la pérdida del gusto lleva al Muñeco a buscar pasiones cada vez más sápidas. Que luego no se diga que no lo sabíamos (p. 12). Hobbit-Job vive bajo presión porque está viendo sin ver lo que su amigo hace: Aunque no lo vea puedo verlo en este instante (p. 10) siendo consciente de que su casi hermano (p. 11) está superando límites.
La novela se abre con un telefonazo de Muñeco -alias Kent, Kento, Mi-lindo, Dolly-boy, Chucky- a Hobbit -alias Hobbo, Bitto, Bobbi, Job-, que azota el silencio y descanso nocturno del amigo. Entonces este se desata a contar, nos acerca a través de la palabra vulgar, soez, transparente, al ambiente en el que está ovillado el protagonista: Qué plaga, este Muñeco. Qué manera de joder… Que haga lo que le dé la gana … Puta la gracia que me hace. Jodido Muñeco … Qué vaina con el Muñeco. Qué mierda rastreará a estas horas. Mientras que, a través de la palabra fina, culta, docta, ilustrada, va desvelando el entramado en el que se cuaja el crimen. Porque el narrador es una persona culta que trae a colación dichos y reflexiones de personajes que al menos una lectora, un lector, atentos, van reconociendo: Este segundo nivel discursivo nos abarca, ya que usa referencias culturales que nos atañen, nos configuran, definen y describen nuestra tradición letrada y artística.
Este es el coro trans-textual, nuestro universo de referencia:
César Vallejo, Diane Arbus, Evangelio de Marcos, Evangelio de Mateo, Fernando Vallejo, Francesco De Gregori, Georges Didi-Huberman, Giorgio Agamben, Giovanni Battista Piranesi, Guido Ceronetti, J.L. Borges, Job, Luis Eduardo Aute, Marcel Schwob, Michel Tournier, Oscar Wilde, Osvaldo Soriano, Ovidio, Patrick Süskind, Roberto Fernández Retamar, Valentine Penrose, W. G. Sebald, Francesco De Gregori.
¿Qué significa esta abundancia de referencias culturales que abarcan la filosofía, la fotografía, la arquitectura, la literatura, la música, el cine? La novela está salpicada de cultura occidental, que somos todos. Todos los que estamos del lado de acá, espectadores de un infierno. De ahí que sea inevitable preguntar qué parte de responsabilidad nos corresponde asumir al leer, -antes, durante, después- esta novela.
La inocencia de la Niña trasciende y es aquella de todos los niños -incluidos los niños soldados, los MENA, los huérfanos de nuestras guerras. Su inocencia toca el gramo de verdad que todos llevamos dentro bien escondido. La voz del narrador es pues la del mediador entre actores y público lector, pero forma parte tanto de unos como de otros. Está implicado en ambos bandos y nos vincula, lo queramos o no. Rinde pleitesía a sus amigos a la vez que se distancia introduciéndose en nuestros mundos literarios, lector precoz, hobbit y ratón de biblioteca. Su función en la novela parece que consiste en rescatar hechos premonitorios, episodios agoreros. Es decir, se debate entre querer saber o intuir que va a pasar algo grave con su amigo y la angustia de no haber sabido a tiempo lo que sólo supimos demasiado tarde.
A la vez, Hobbit somos quienes leemos pues con él al leer, pensamos, reflexionamos, nos enfadamos, reconocemos, nos escondemos; aunque solo sea él quien se arrepiente, él es quien se abre al público lector. Es el personaje más a-social y sin embargo el que está más cerca de usted y de mí. Pongamos un ejemplo: Hobbit es capaz de equiparar Le Carceri d´Invenzione, de Giovanni Battista Piranesi (p. 324) con la prisión real impuesta en la ficción, donde finalmente está internado el asesino. Ese tipo de cotejos los hemos hecho en más de una ocasión, si no con Piranesi quizás sí con Escher. ¿Acaso usted también?
A lo largo del texto de la novela se plantea el narrador en qué medida son ellos, sus más cercanos, responsables de no pararle los pies al futuro asesino en la escalada desbocada de agresiones. El texto de ficción está sazonado de avisos que funcionan como premonición no tomada en cuenta. Hobbit transmite como mediador la verdad del co-hecho. Recorre el texto sembrando un hilo de Ariadna indagando con preguntas retóricas la parte de responsabilidad de los co-autores, los íntimos amigos. Se cuestiona el saber, el intuir, el prever.
Todos sabemos lo que ocurrió por los medios de comunicación y la novela está salpicada por textos extraidos de la realidad (carta del preso, retazos de la sentencia). Tanto quienes leen la novela como el narrador estamos al tanto de los sucesos. Sí, la ristra de preguntas o afirmaciones sobre si lo sabían o no pertenecen a la retórica de la construcción ficcional. Pero al mismo tiempo sirven para crear inquietud en quien lee, para recordar que en principio se sabe.
Salvando las distancias de tipología criminal, nos está ocurriendo algo semejante – a nivel de re-conocimiento – con el cambio climático, la escasez o privatización de los recursos acuíferos del planeta, la desertización y catástrofes consecuentes, etc. No es una crónica de ninguna muerte anunciada, es la evidencia del caldo de cultivo que pone en bandeja el crimen.
Por eso la novela está dedicada no a una persona sino a un día concreto: “Al día en que todos los hombres, a la par con las mujeres, se manifiesten en las calles contra el feminicidio». Por eso, afirmo: Si no quieren implicarse en el contexto que conduce a la realización del crimen y convertirse en cómplices, dejen de leer esta extraordinaria novela, o bien, salgan de sus casillas. Tomen partido. Todos somos Hobbit, al menos, todos los que nos hemos alimentado de la cultura occidental y nos vanagloriamos de conocer a Shakespeare, Ovidio y Ramón Andrés.
por Luis Aarón González Hernández | May 5, 2020 | Libros, Recomendaciones |
Reimann, Brigitte, Franziska Linkerhand, Madrid, Errata Naturae, 2016.
Bajo los efectos de la morfina apura Brigitte Reimann (Burg, 1933 – Berlín Este, 1973) en el hospital donde, aquejada de un cáncer en estado avanzado, moriría prematuramente a la edad de cuarenta años, la línea que cierra Franziska Linkerhand, su proyecto literario más ambicioso. Su escritura, a la que se dedicó durante los últimos diez años de su vida siempre que su estado de salud se lo permitía, se había convertido en una especie de exorcismo de sus traumas, fracasos y frustraciones al que le costaba ponerle punto y final.
El garabato alucinado del final es parte de la leyenda que en torno a esta novela se ha construido, a la que también contribuyen su rescate póstumo (y elusión de la censura), el tema del urbanismo y su atrevida estructura formal. Sobre este último aspecto cabe destacar los audaces cambios de perspectiva (salta de la primera a la tercera persona, en contra de la linealidad decimonónica por entonces imperante); los cambios de dimensión temporal y en la narración, que van del narrador objetivo (incluso para referirse a sí misma) a la voz interior; y el método, que evoluciona según nos adentramos en la lectura y parece estar supeditado a los vaivenes de sus estado anímico y de salud del momento en el que escribe. Al comienzo abundan las descripciones de lugares y ambientes, pero después da la sensación de avanzar sin rumbo fijo, al azar de los encuentros fortuitos con las emociones de sus personajes. No sabe muy bien por qué, pero siente que está haciendo lo correcto: “acumular vida, sin más, lo cotidiano y casual, no necesario.”
Resulta difícil adscribir Franziska Linkerhand a un género concreto, lo que da muestra de su carácter inclasificable, innovador e inconformista. Tras el abandono de Hans Kerschek, su tercer marido (representado en la novela por el personaje de Ben Trojanowicz), reescribe Reimann la novela en forma de carta de despedida. Ben es un personaje idealizado, si bien no el único de estas páginas, que homenajean a todos los hombres que han sido importantes en su vida: los personajes de Reger y Schafheutlin tienen trasuntos en la vida real. En el caso del primero se trata de Hermann Henselmann, arquitecto estrella de la RDA, maestro e interlocutor de la escritora; y en el del segundo de Siegfried Wagner, nuevo arquitecto jefe de Hoyerswerda.
Sin embargo, no estamos ante un texto exclusivamente introspectivo, encerrado en los límites de la subjetividad de las emociones y los sentimientos de su protagonista. Franziska, alter ego de Brigitte, es una joven arquitecta que, en acto de rebeldía, rompe con los códigos burgueses de su familia casándose primero con un obrero y yéndose a vivir y trabajar a la periferia después, en el marco del proyecto que debe sentar las bases de la nueva ciudad obrera y socialista.
Los temas y las preocupaciones de Franziska no son solo reflejo de las de Brigitte, sino las de toda una sociedad en el lapso de tiempo que va desde la construcción del muro de Berlín desde 1961 hasta el relevo de Ulrich por Honecker en 1971. La crítica que la protagonista lanza sobre el aspecto uniforme y desangelado de las ciudades dormitorio que se estaban construyendo por doquier para proveer de vivienda a la clase trabajadora sigue siendo actual tras años de desenfreno constructivo. Otros temas interesantes sobre los que se reflexiona son: la relación entre la arquitectura y el estado anímico de las personas; los desafíos políticos del presente y el futuro; o el carácter efímero de la vida y la perdurabilidad del arte.
Detrás de la reedición del libro en 1998, publicitada a bombo y platillo como un éxito de la RFA que rescataba el texto original liberado de la censura de 1974 y lo reubicaba en el panorama literario de las letras alemanas, había mucho de interés comercial y mera propaganda ideológica. Como bien señala Ibon Zubiaur, responsable de traducir a Reimann al español, la edición de 1998 no representa un cambio sustancial en el sentido de la obra, ni tampoco las partes agregadas añaden información que no pudiera ser ya entrevista en la anterior. También en los años noventa se recuperaron su diario y sus cartas, en las que se revela una personalidad arrolladora, pasional y sensible, que vive intensamente el día a día con sus picos, valles y acantilados.
La relación que Reimann mantuvo con la RDA fue contradictoria. Por un lado, estaba comprometida con la revolución y los ideales comunistas hasta el punto de abandonar, al igual que Franziska, las comodidades de la ciudad y de la casa familiar para iniciar una nueva vida por su cuenta en la nueva ciudad que se estaba construyendo en Hoyerswerda. Además, se beneficiaba de un sistema que le daba todas las comodidades para dedicarse a lo que más le gustaba: escribir. Por otro, nunca terminó de encajar en él y siempre vivió en un estado de contradicción permanente, pues se sentía aprisionada en los límites y las convenciones preestablecidas para desarrollar su obra. Resulta paradójico que, bajo las circunstancias históricas en las que le tocó vivir, lograse una obra tan rica, compleja y original. O quizá no lo sea tanto a tenor de los numerosos ejemplos que, en este sentido, existen entre los artistas y escritores de su generación. Quizás, como dice Zubiaur en la introducción a este libro, tuvo una repercusión positiva para el arte y la literatura el sistema de censura y represión del régimen comunista en Alemania, al igual que ocurrió en los años de la dictadura franquista en España.
Sea como fuese, lo que está fuera de toda duda es el valor artístico de la obra reimanniana. La lectura de Franziska Linkerhand constituye una experiencia estética de primer orden que pone en juego todos los sentidos. Leyéndola uno tiene la sensación de situarse fuera del tiempo y el espacio, y fuera también de los límites que separan la realidad y la ficción. Ahora podemos disfrutar de ella también en español gracias a la excelente traducción de Zubiaur (Errata Naturae, 2016), dedicado los últimos años a traducir y reivindicar su obra y la de otros grandes autores de la RDA.
por María Jesús Beltrán Brotons | Dic 26, 2019 | Críticas, Libros, Literatura, Recomendaciones |
Leer “Tiempo muerto” (2017), novela corta de Margarita García Robayo, resulta incómodo y aun así engancha, interesa, vincula, inspira: Presenciamos la imagen congelada del desmoronamiento de un matrimonio y percibimos las manchas de una diáspora (latinos en EEUU). Irreversibles. La familia con la que lidiamos en la lectura, está compuesta por Lucía, su esposo Pablo, y los 2 hijos comunes, mellizos, Rosa y Tomás. Su residencia habitual es New Haven, un espacio en el que, en la percepción de Lucía, uno puede convertirse en “un punto indistinto en el paisaje frondoso y civilizado” a poco que se descuide. Un lugar donde mezclarse significa “desaparecer”, algo que -y este es un centro existencial de la protagonista- a ella no le importa; New Haven es un hábitat donde cada cual está “a lo suyo” (p. 110) donde no hay nada “roto ni virulento” (p. 111) como en Colombia.
ELLA
Lucía experimenta su existencia situada en un hueco, un espacio vital donde se deja llevar por inercia, por ejemplo, al asumir que “[S]u vida estaba llena de cenas importantes que no servían para nada” (p. 146). La protagonista vive a regañadientes consigo misma, es más, parece que todo lo hace contra su voluntad, pero lo hace: escribir artículos para la revista Elle, comer, abrazar fuerte a sus hijos, emborracharse, meterse en el agua del mar hasta casi perder la conciencia. Y, sobre todo, pensar. Su vida se asemeja a un gruñido anímico y mental.
Ahora bien, con su pareja no actúa, pues ni ella ni su esposo mueven ficha para cambiar algo de su descalabrado matrimonio: están asentados en un “tiempo muerto que ninguno se ha dignado a remover” (p 54). Las únicas escenas de sosiego y silencio, que contrastan con la mayoría de situaciones donde se plasman retazos de vidas rotas, son aquellas en las que Lucía contempla el mar, abrazada a sus hijos: con ellos dos a sus costados se levanta y se cierra el telón. De ahí que podamos afirmar que ese “tiempo muerto” de la protagonista que se nos ofrece en la lectura se enmarca en un fragmento de espacio temporal anímico ubicado en la Tierra al borde de un mar. Aunque en realidad, Lucía no reside en ningún lugar identificable geográficamente, ni es su deseo arraigarse a ningún sitio concreto. Solo se pertenece a sí misma en su vacío de relación vinculante con el mundo.
ÉL
Pablo, su esposo, colombiano, es un individuo destartalado. Una ruina de sí mismo. Trabaja como profesor en una secundaria que “pretendía favorecer a la comunidad hispana. Todos los chicos hablaban español. Inglés también. Pero mal. Ambos idiomas terriblemente mal” (p. 31). Marido, padre, profesor, amante convulsivo de vecinas, drogadicto, alcohólico. La afirmación del médico de confianza de la familia lo retrata: un “fiestero de puta madre” (p. 16).
Pablo, en un rincón apartado de su escasa voluntad, pretende buscar sus raíces volviendo a su patria mental, atrapándola con las palabras metidas en una novela. Reconoce que su deseo es dejar las clases y dedicarse solo a escribir, pero en el trazo vital que abarca la novela este personaje también se encuentra en un punto muerto: ni avanza ni retrocede. Vive al lado de sí mismo, encenagado, “llevaba cerca de un año escribiendo una novela sobre una isla colombiana donde había vivido parte de su infancia” (p. 14). Él, al contrario de su esposa, sí que se siente arraigado a Colombia –“patria lejana” (p. 43) y aguanta –“sobrevive”- en los EEUU. Vive -transita- por la vida familiar con un desinterés pasmoso por sus hijos, por su mujer, quien pone a los pequeños como parapeto entre ambos quedándose ella con la mayor parte de sus vidas. Los consejos de Lucía o no llegan a Pablo o le sobrepasan. Desea crearse un destino de escritor, pero no hace nada fundamental para llevarlo a cabo. Su tía Lety -mujer hacendosa, empresaria, pragmática, con un hobby que la arraiga al mundo: el bingo-, le comenta lacónica después de leer el manuscrito de su novela: “¿Tú quieres volver, Pablito? ¿Es eso lo que te pasa?” (p. 53). La novela es el hilo que le une a sus raíces pues según él “un hombre sin raíces es un hombre muerto” (p. 41). La visión de su Colombia, la de su infancia es a todas luces lo que lo mantiene a flote, le facilita la supervivencia.
LOS HIJOS
Han nacido en Estados Unidos. Hablan indiferentemente español e inglés, son “bellos, avispados y extraños” (p. 29). Rosa se sorprende de que haya venezolanos en Miami y le pregunta a su madre por qué no viven en Venezuela. Cuestión cuya respuesta queda en el aire y hace pensar en su propia familia migrante en EEUU. En ningún pasaje de la novela se ofrece etiqueta alguna a esta familia: ni colombiana ni estadounidense. Están los cuatro en Tiempo muerto. En un limbo de identidades nacionales.
Tomás revela una facilidad exuberante por retener palabras inusuales: pterodáctilo, guayaba, shitty place (p. 76). Como la propia voz narrativa cuando emplea -siempre en el contexto argumental de Lucía- términos inusitados del tipo: voces ríspidas (p. 9), para referirse al sonido de la lengua rusa; ácido muriático; o el neologismo “proxemia”, refiriéndose a la mirada de Lucía sobre la gestualidad de Cindy, la niñera: “su sentido de la proxemia era la de un perro faldero” (p. 12). Lucía necesita distancia. La importancia que para ella tiene la expresión verbal de sus hijos se refleja no solo en sus quejas cuando dice que resulta trabajoso que los niños construyan frases largas (p. 29). También en sus conversaciones es obvio que fomenta la capacidad imaginativa de su hijo varón. Este se inventa historias y “sabe palabras. Es un pequeño adulto. Y es tan parecido a ella”. En cuanto a su hija, más interesada por el deporte y los deportistas, Lucía se alegra de que Rosa haya incubado una “rebeldía fabulosa”. Sin embargo, hay algo que diferencia fundamentalmente a las generaciones: Si sus hijos asumen la lengua inglesa como algo natural, propio, ella, la madre, se excluye conscientemente en el ámbito de esa lengua, no porque no la domine, sino porque no forma parte intrínseca de su estar en el mundo. Cuando ella se dirige a un fan de su hija (se trata de un tal David Rodríguez, “tercera generación de dominicanos en Estados Unidos”) y le pregunta si se tomaría una foto con ellas (Lucía y su hija), piensa que el joven nieto de dominicanos no habla “ni gota de español”. Cuando le repite la misma pregunta en inglés, “se excluye, dice “the girl”, refiriéndose ya solo a su hija, la llama “the girl”. ¿Por qué hace eso?” (p. 61). ¿Es una inercia no querer involucrarse en la lengua inglesa? Creo que no. Creo que es consciente de que ella no cuaja en el mundo anglosajón. Lucía pertenece a sus palabras: Su vínculo a la lengua, a su lengua materna, que es el español, es su patria, que es eso “que se muda contigo” (p. 113).
También se traslada con uno mismo el sabor primigenio, el que se lleva consigo desde la infancia. Cuando cocina comida “calórica y grasienta”, pasando por alto dietas y curas de salud, todos comen en abundancia y disfrutan: “Es el día que se siente más querida. Es el día que se siente su madre y su abuela” (p. 65). Palabras originales (del origen hispanohablante), comida primitiva (de los orígenes de aquellos países de Latinoamérica por donde pasaron sus padres) son sus herramientas sensitivas de ubicación terrestre. El resto en su vida es parálisis. Y contemplación.
EL HORIZONTE
Cuando al final de la historia se encuentra de nuevo sola con sus hijos en una playa mirando hacia el horizonte se adueña de ese pequeño espacio de arena húmeda que ocupan. Y ¿qué es lo que hace? Respirar. Su única forma de arraigarse. El aire del arraigo. Pide a sus hijos que respiren también en cuatro tiempos, para elevar sus pulsaciones, y porque quiere “limpiarlos, llenarlos de oxígeno, preservar sus corazones.” Pero ellos se niegan y se alejan. La siguiente actividad de los mellizos es el negocio insertado en el juego -la ilusión- infantil. Rosa, que es quien más se afianza en la tierra agarra una caracucha (flor ornamental) y se la ofrece a Tomás, su hermano, por siete dólares. Este hace el gesto de sacar dinero del bolsillo y le reta: “Tengo cinco”. Están anclados en el terreno que pisan.
Lucía representa aún y todavía la pertenencia a su pasado, porque ante esta últimísima escena de la novela “Piensa en la ambición inútil de fijar momentos”, es decir, acumular experiencia, hacerla consciente allá donde se encuentre. Por el contrario, sus hijos, ya están instalados en otra esfera: la más pragmática del presente. Allá donde estén, actúan.
Según Lucía es necesario “aprender a orientarse”, parece que eso es lo que importa. En esta novela corta del desarraigo, la orientación de la mirada de la protagonista es literalmente el horizonte, una línea inexistente que divide dos elementos coexistentes en un mismo espacio: La esencia del migrante. Esa persona que se ha movido, ha salido de su hueco y co-existe.
por María Jesús Beltrán Brotons | Dic 18, 2019 | Críticas, Libros, Literatura, MujeRes, Recomendaciones |
La lectura de un libro singular de Marina Perezagua (Sevilla, 1978), publicado en septiembre de 2019, me ha provocado un fogonazo, una sacudida mental, en unos momentos de publicaciones literarias, en el ámbito hispanohablante, en los que me encontraba a punto de tirar la toalla y retirarme para volver a los clásicos. ¿Había alguna novedad que valiera la pena leer a finales de 2019? Sí, la había: Seis formas de morir en Texas (Barcelona, Anagrama). En esta novela se cuenta, por un lado, la historia de un hombre que busca la paz para su familia china en el seno de una tradición budista. En su búsqueda comete crímenes, sobornos, depreda y huye finalmente desistiendo de su empeño. Pero el verdadero hilo conductor de la obra lo constituyen las palabras de una mujer que se (re)construye a sí misma desde las cuatro paredes de una celda en el corredor de la muerte, en una prisión estadounidense.
El chispazo desencadenante de la trama argumental es la bala que le disparan a Zhou Hongqing, un preso del centro penitenciario de Guangzhou (China), que no le produce la muerte inmediata para así poder extraerle el corazón del cuerpo aún vivo. Este órgano lo recibe un estadounidense quien ha pagado una elevada suma por él. A Linwei, hijo del ejecutado, y más tarde a Xinzàng, el nieto, les embarga una única ambición: concluir la búsqueda del corazón de su padre-abuelo para apagarle la vida, pues según su creencia, una parte de su shen, que se transfiere y anida en los hijos, está en el corazón, y hasta que este no deje de latir, el espíritu de la persona muerta no descansa. Edward Peterson (Austin, Texas), que recibe el órgano, muere de muerte natural. Su hijo, James T. Peterson será el donador de esperma para que la madre de la protagonista, de la segunda, aunque más importante línea argumental, pueda tener descendencia. Ahí se juntan los recorridos vitales: Xinzàng, quien en EEUU se hace pasar por Zhao, y Robyn, la joven e inocente portadora del shen de aquel abuelo chino, que es ciega desde un accidente sufrido a los 7 años, en 1992. Esta desgraciada persona – “niña topo” (p. 24)-, al regresar una noche a su caravana, alcoholizada y drogada, encuentra a su madre muerta de once cuchilladas. Según le cuentan a Robyn, le falta el corazón. El asesino no aparece y es a la hija a quien acusan de haber matado a su madre. Aquí empieza lo que se desarrollará durante toda la novela como una puesta en abismo de las actuaciones policiales y judiciales en EEUU; y de forma paralela, la revelación de las prácticas de asesinatos en la República Popular China, pues Zhou Hongqing fue solo uno de los casi once mil ejecutados (p. 19) cada año durante la década de los ochenta por los mismos motivos. Robyn es encarcelada, maltratada, juzgada a los 16 años. Su sentencia es la pena de muerte, cuya forma (una de las «seis formas de morir en Texas») podrá ella elegir por ley. Después de 16 años en el corredor de la muerte, a los 32, decide ponerse a escribir cartas “como testimonio y como despedida” sobre su vida. Se las dirige o bien a su padre – quien a cambio de devolverle la vista a su hija biológica dándole sus propias córneas recibirá el corazón de Robyn -; o bien a Zhao, quien se convierte en su representante legal. El arco temporal-espacial abarca desde el 2 de febrero de 1984 en el patio central del centro penitenciario de Guangzhou, hasta el 31 de diciembre de 2017 en el zoológico del Bronx, Nueva York. Esta exactitud documental es solo una gota de agua en el océano novelesco. Sabemos que la inserción de elementos documentales en un universo de ficción ha producido numerosas obras de arte el las últimas décadas, tanto en el cine como en literatura. Pero la dimensión de lo documentado en este libro de 281 páginas, se compensa con la franqueza límpida, diáfana, de la voz de un narrador omnisciente que mueve y organiza los capítulos, rompe expectativas, hilvana un desarrollo saltarín de la trama, teje una urdimbre que pone entre las cuerdas nuestra propia y asimilada cordura de lectoras. En nota a pie de página (p. 149-150) se explica: “Tanto esta como todas las escenas y descripciones referidas en este libro a la práctica ilegal de trasplantes de órganos en China están documentadas y se corresponden con casos reales. (…) Fuentes e indagaciones rigurosas atestiguan que estas operaciones siguen practicándose”; y a continuación se dan detalles bibliográficos de estudios e investigaciones sobre los asesinatos masivos. A las informaciones adicionales en forma de notas a pie de página se le añaden varias páginas de notas con datos bibliográficos y referencias online.
Seis formas de morir en Texas es una novela unívoca y plural a un tiempo. La unicidad viene dada por el tema central: “la extracción de órganos humanos de prisioneros para abastecer el floreciente negocio de trasplantes” (p. 150). Ahora bien, en el universo de ficción que divisamos a través de una inteligente composición y una trama sub-versiva, desestabilizante, aparece una pluralidad de voces y de materiales narrativos. La mirada (voz) omnisciente revela desde las primerísimas líneas que “de todas las crónicas, ninguna entraña tanta dificultad a quien intenta comunicarla como la que sucede dentro de los límites del ser humano … Yo, que cuento la historia que leerán a continuación, puedo distinguir a vista de pájaro las grandezas y las ruindades de las mentes que la pueblan. Allí donde el lector ve solo una frase a mí se me despliega la panorámica de las conductas” (p. 13). Por un lado, se nos coloca en el interior de quien vive y experimenta la certeza de que va a morir. Esta persona que hasta el momento de su escritura no “ha vivido” sino que solo es, va creciendo como persona con entidad propia conforme va adquiriendo saberes y sabores reales. Quienes leemos somos testigos de los entresijos y redes de su mundo interior, que, por ficticio, no deja de ser real. A su vez, nos presenta la relación que ella misma establece con el mundo a sus costados: otras reas pendientes de ser ejecutadas, maltratadas como ella misma por los guardianes. Las vejaciones que sufren se condensan en tres palabras en la entrada de su diario del día 10 de octubre de 2017: “Me han violado.” El resto de la página queda en blanco. Silencio. Es la voz del narrador quien retoma el hilo del relato contando cómo reacciona Robyn después de la violación: lavándose de forma convulsiva. No denuncia: “Sabe que las violaciones son comunes y conoce la impunidad de los guardias” (174). Como en un acto de globalización, la voz narradora explica y expone que “A la misma hora en que Robyn escribió esas palabras, en el mundo sucedían infinidad de cosas tan ajenas como, en cierto modo, conectadas a su violación, al sudeste de un país que se llama España“ (pp. 175-179). Se describen hechos reales acaecidos en 2012 en una finca de Fuente el Álamo (Murcia): cómo tres trabajadores de una granja y su dueño matan a palos golpeándolos en la cabeza y en todo el cuerpo a cinco cerdos sin razón aparente. Una granja fácil de ubicar en nuestra geografía dado que aparece el nombre real. A continuación, se nos lleva al noreste de China, en las riberas del río Liao, donde existe lo que se denomina una granja de personas: los sótanos de un hospital donde se extraen de personas vivas sus órganos para trasplantarlos a otras que han pagado grandes sumas de dinero por ellos. Es esta la importancia de ver lo que se nos oculta, porque “Lo que se nos oculta significa” (p. 246).
Ya sabemos, pues, qué está pasando. Fogonazo. Robyn, la joven que no fue y ha devenido en ser, inventa y crea gracias a sus textos -poéticos, narrativos, reflexivos, descriptivos- su libertad interior, la convierte en “el canto del mundo” y nos la ofrece englobándonos en su/nuestra realidad. Al final, somos depredadores si no pertenecemos a esa especie particular que ve en el otro el creador del canto del mundo.
por Diego Zorita Arroyo | Sep 20, 2019 | Críticas, Libros, Recomendaciones |
Título: Paradigmas para una metaforología,
Autor: Hans Blumenberg
Traducción: Jorge Pérez de Tudela Velasco
Editorial Trotta (2018)
Colección: Estructuras y procesos. Serie Filosofía
186 págs.
Por primera y última vez. Una vez desintegrada esta unidad, ya nunca más hubo una totalidad espontánea del ser. La fuente cuya agua desbordada había barrido con la vieja unidad se había agotado; pero los lechos de río, ya irremediablemente secos, habían marcado el rostro de la tierra para siempre.
Teoría de la novela, György Lukács
El texto que edita rigurosamente Trotta en esta versión del año 2018, con un minucioso estudio introductorio de Jorge Pérez de Tudela, se publicó originalmente en 1960 en la revista que Eric Rothacker había lanzado para ser un medio de difusión e investigación de la historia de los conceptos. Esta mención filológica no tiene valor por sí misma sino que resulta significativa en tanto que el proyecto de la metaforología únicamente adquiere sentido en su relación dialéctica con la historia de los conceptos. Hans Blumenberg participaba activamente en el grupo de «Historia de los conceptos» del que formaban parte Gadamer, Rothacker, Ritter y Koselleck, así como en el grupo de «Poética y Hermenéutica» que fundó junto a Hans Robert Jauss y Clemens Hesselhaus en la universidad de Giessens. Fue precisamente en una de las conferencias organizadas por el grupo de <<Historia de los conceptos>> donde Blumenberg ofreció por primera vez una versión embrionaria del texto que aquí leemos. Fue en 1958 y la conferencia llevaba por título Tesis para una metaforología.
La lectura de este texto embrionario en el seno del grupo de historia de los conceptos resultaba altamente controvertida pues consistía, en cierto sentido, en una enmienda a la totalidad de esta nueva corriente de pensamiento por cuanto toda historia de los conceptos, planteaba Blumenberg, habría de estar necesariamente precedida de una investigación metaforológica que desvelara aquellas metáforas absolutas que preceden y condicionan preteóricamente la formación de los conceptos. Estas metáforas absolutas no tendrían la pretensión de resolver axiomaticamente determinados problemas del pensamiento, pero sí constituirían una subestructura que condicionaría la ulterior formación de los conceptos, así como su sentido. En esta oposición dialéctica con la historia de los conceptos se aprecia ya que el interés de Blumenberg por las metáforas no es tanto ontológico como funcional. Las metáforas constituyen para Blumenberg la herramienta pragmática para dar sentido a una realidad que se presenta como teóricamente incomprensible; las metáforas tienen por tanto un valor posicional o situacional dado que permiten orientarse ante problemas que son irreductibles a la terminologización. Algunas de las metáforas que, desde esta comprensión ha analizado Blumenberg son la posición del ser humano en el cosmos (ampliamente en este volumen que estamos reseñando), el carácter legible del mundo (en su libro La legibilidad del mundo) o la desnudez de la verdad (a la que dedica un capítulo completo en Paradigmas para una metaforología).
Siendo la metáfora para Blumenberg una técnica antropológica puesta al servicio de la orientación pragmática en el mundo no resulta casual que Paradigmas para una metaforología se abra con una cita del parágrafo 59 de la Crítica del juicio y se cierre con una mención explícita a Nietzsche y, de forma más oblicua, a su Verdad y mentira en sentido extramoral. Parece plantear Blumenberg que el proyecto de la metaforología nace del desarrollo de la reflexión kantiana sobre el símbolo como un “procedimiento del transporte de la reflexión” (36). No merece la pena aquí realizar una descripción pormenorizada del mencionado parágrafo de la Crítica del juicio pero sí conservar el postulado kantiano general en virtud del cual los conceptos puros de la razón, para los cuales no existen ejemplos, exigen el transporte hacia una representación simbólica. Blumenberg recupera el caso que Kant plantea para ilustrar esta idea: un estado despótico constituye una abstracción total cuya representación simbólica sería el molinillo por cuanto entre ellos no existe parecido alguno, pero si en la regla de su causalidad. Las metáforas estarían al servicio de la representación simbólica o intuitiva de conceptos que son irreductibles a su terminologización, conceptos que no pueden ser subsumidos en un conjunto definido de rasgos teóricos. No obstante, el hecho de que Blumenberg emplee la noción de absoluto para caracterizar este tipo de metáforas no implica que estas estén arrebatadas de la historia, sino que son absolutas en tanto que no se pueden resolver en conceptualidad (pg. 37). De hecho, buena parte de Paradigmas para una metaforología consiste en el seguimiento de las transformaciones históricas que las metáforas absolutas de la desnudez de la verdad y la cosmología antropocéntrica han experimentado desde la Antigüedad clásica a la modernidad.
Decide cerrar Blumenberg su obra con la siguiente mención a Friedrich Nietzsche:
“Que el movimiento circular sea el movimiento «natural», tenía todavía en Aristóteles un trasfondo completo de justificación metafórico-racional; para Nietzsche significa el último principio, que ya no hay por qué justificar: «racionalidad o irracionalidad no son predicados del universo», el círculo es una necesidad irracional sin ninguna consideración formal, ética, estética». La metáfora absoluta, como hemos visto, irrumpe en un vacío, se proyecta sobre la tabula rasa de lo teóricamente incompletable; aquí ha ocupado el lugar de la voluntad absoluta, que ha perdido su vivacidad. A menudo, la metafísica se nos mostró como metafórica tomada al pie de la letra; la desaparición de la metafísica llama de nuevo a la metafórica a ocupar su lugar.” (pg. 186)
Si la Crítica del Juicio kantiana había supuesto el primer cuestionamiento de la metafísica, la obra de Nietzsche y, sobre todo, su texto de juventud Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, cierra el crepúsculo de la metafísica. En ese texto, la posibilidad de que una conceptualización precisa del mundo sea verdadera, en tanto que se adecúe a la realidad exterior y no solo se adecúe sino que desvele su arquitectura lógica, ha quedado clausurada. La confianza en que nuestro modo de conceptualizar y clasificar el mundo arraigue en la duplicación de su estructura real ha fenecido. Si no existe un arquetipo primigenio que constituiría el ser mismo de la realidad y por tanto no hay una correlación verdadera entre logos y mundo, todas las representaciones verbales del mundo han sido aproximaciones verosímiles. Los conceptos que referían el ser del mundo no eran sino metáforas que lo describían aproximativamente por el juego de sus semejanzas. La obra de Blumenberg, siguiendo el sendero abierto por este texto de Nietzsche toma como tarea la de desentrañar el caldo de cultivo de las cristalizaciones sistemáticas (pg. 37) que constituyeron el germen de la metafísica.
La obra que publica Trotta es por tanto una referencia ineludible para comprender el desarrollo de la historia de la filosofía occidental pero no resultará únicamente provechosa para entusiastas del pensamiento filosófico, sino que permitirá también a estudiosos de la literatura comprender el estrecho vínculo que existe entre la escritura y el pensamiento, rompiendo así una obstinada escisión administrativa entre disciplinas humanísticas que ha terminado por reducir los tropos retóricos a figuritas de lladró obliterando así su potencial epistemológico.