El Teatro Real acoge la ópera Madama Butterfly de Giacomo Puccini, la cual el 10 de junio estuvo dirigida por Nicola Luisotti. Esta ópera está pensada no solo como una representación, sino como un paseo por su historia, ya que el Teatro Real acoge las exposiciones «Puccini fotógrafo» y «Homenaje a Victoria de Los Ángeles», pudiendo además apreciar vestuario que utilizó la soprano para interpretar el personaje de Madama Butterfly. De hecho, estas representaciones están dedicadas a esta intérprete para conmemorar el centenario de su nacimiento y el poder disfrutar de toda una experiencia relacionada con esta obra hace que sea más inmersiva.
Los supuestos escándalos de los estrenos de algunas obras hay que observarlos con cierta distancia. De hecho, sorprende que parte del público abucheara el estreno de esta representación en Madrid cuando este teatro ha acogido óperas que destacan por ser transgresoras, destacando especialmente por su genialidad Moses und Aron de Arnold Schönberg, por ejemplo.
La estética de la escenografía está basada en una gran ciudad japonesa donde impera el consumismo a todos los niveles, incluido el humano y de hecho aparece con grandes carteles y neones. El libreto de Giuseppe Giacosa y Luigi Illica no narra la historia edulcorada de una mujer, sino de la explotación a la que se sometía a muchas mujeres a principios del siglo XX cuando los soldados estadounidense prácticamente las compraban a través de un matrimonio falso para ellos. De hecho, el personaje de B. F. Pinkerton (interpretado por Charles Castronovo) se casa con una niña de 15 años con el beneplácito de todos sus familiares. Disculpen pero esto sí parece mucho más escandaloso a nuestros ojos de la época que estamos viviendo que la estética con la que se represente.
El peso de la ópera recae por completo en el personaje de Madama Butterfly quien apareció en escena de la mano de Ailyn Pérez trayendo la cohesión entre la orquesta y el escenario. Esta soprano inundó el escenario a todos los niveles interpretativos mediante la exploración por completo de los estados de ánimo de su personaje. El juego en escena de los juguetes que aparecen cuando es una niña y cuando su hijo juega con ellos es un gran detalle. En cuanto al tema supuestamente controvertido del vestuario de esta gran protagonista, entiendo que la camiseta de Hello Kitty también tiene su trasfondo: tal y como comentó su diseñadora Yuko Yamaguchi en la revista Time, es una gata inexpresiva porque la gente puede proyectar sus sentimientos sobre ella. Es decir, Madama Butterfly está desgarrada por la crueldad de su amado y nosotros como público lo estamos viviendo mientras lleva esa muñeca, símbolo a su vez de inocencia y consumismo de la moda kawaii.
En cuanto a la escenografía, personalmente hubiera necesitado más variedad en cuanto a movimiento y ritmo visual, además de contar con recursos variados para acompañar a Madama Butterfly y arroparla mucho más desde sus ingenuos inicios en el amor hasta su trágico final auto inflingido con tan solo 18 años.
En suma, esta interpretación de Madama Butterfly destacó por la coordinación y el entendimiento entre Nicola Luisotti y Ailyn Pérez. Juntos encumbraron de nuevo este personaje con un trabajo soberbio por parte de la soprano, quien llevó todo el peso de esta ópera de manera sublime.
Vivimos tiempos confusos, en los que, durante la misma tarde, es posible participar en la Marcha por el Clima junto a Greta Thunberg, presenciar cómo los acordes de Mecano emergen de esa alegoría del Armagedón con forma de gran bola navideña/bomba de relojería hiperiluminada frente al Edificio Metrópolis (12 metros de diámetro, siete toneladas de peso y 43000 luces led amenazando las cuentas de Instagram con una frecuencia de tres pases diarios) y, también, asistir al Teatro Real para conocer Il pirata, de Vincenzo Bellini. “¿Cuál es el mejor modo orientarse, de reconocer la posición desde la que valoraré esta producción?”, me pregunto mientras penetro en el patio de butacas y escucho cómo los comentarios del tipo “uy, qué gustito, ya se nota la calefacción” sustituyen a las proclamas ecologistas (acude a mi mente uno de los muchos carteles naif que vi en la manifestación: “La gente rica contamina más”).
Escribe Joan Matabosch en sus notas al programa que Il pirata llega al coliseo madrileño 192 años más tarde (el estreno tuvo lugar en el Teatro alla Scala de Milán en 1827) y la afirmación, antes de que se alce el telón, me hace recordar aquel ideologema de que “nunca es tarde si la dicha es buena”. ¿Me encuentro ante el enésimo acto de restitución caprichosa, basado en el delirio recuperador de la conservación negligente y ávida de gastar presupuestos concedidos prácticamente por inercia, o verdaderamente hay alguna razón para reivindicar (léase: dedicar una considerable suma de dinero público al montaje de) esta ópera de Bellini en 2019? Mi curiosidad se incrementa cuando reparo en que el rol de escenógrafo lo desempeña Daniel Bianco, director artístico del Teatro de la Zarzuela y a quien leí en el comienzo de la presente temporada reflexionar sobre el desafío de actualizar la zarzuela (una cavilación, por cierto, en la que brilló por su ausencia lo que probablemente sea la pregunta fundamental a este respecto: a la vista de todos los desafíos que nos depara el mundo contemporáneo, ¿cuán peregrino es el de actualizar la zarzuela?). En la citada entrevista, Bianco cifraba buena parte de la dificultad de su empresa en la paupérrima calidad (un criterio que no ha de basarse únicamente en la letra, sino también en el espíritu) del libreto en cuestión, interrogante que emerge ahora nuevamente a propósito de Felice Romano y una historia que huele a chamusquina: hombres de distinta clase que se retan a muerte por el amor de una mujer, una mujer que ruega a esos hombres que la maten a ella para evitar el derramamiento de sangre entre sí, y un largo etcétera remozado mediante panegíricos al honor, la justicia, el amor romántico…
Por lo demás, la figura del pirata es ciertamente sugestiva, pero resulta anacrónica (a pesar de que el parche en el ojo se resiste a abandonar nuestro entorno mediático, especialmente en determinadas tribunas y platós de televisión) si se la presenta, como ocurre en la puesta en escena de Emilio Sagi, descamisada, llena de roña, al estilo del siglo XIII. Y eso, si se me permite el obiter dictum, logrando neutralizar el hecho de que el halo aventurero e idealista que alimenta la etimología del término griego originario (πειρατης, peiratēs) refuerza asimismo una lectura escéptica, atenta al sangrante olvido de que, igual que el arquetipo Robin Hood, se nos plantea un imaginario propio del folclore medieval (aunque Il pirata halle su germen en 1814, el año del Bertram de Charles Maturin, que sirve de inspiración a Romani) y en nuestros días, haciendo una gran concesión a la generosidad hermenéutica, en peligro de extinción.
Así que, si tuviese que condensar en una idea lo que me suscita este Il pirata, no me detendría en desgranar consideraciones obvias, como que Javier Camarena y Sonya Yoncheva son un tándem solista excepcional (al que, sin embargo, se aplaude demasiado, incluso en los dúos de la segunda parte con George Petean en el papel de Ernesto, que rozan el agravio comparativo), que la Orquesta Sinfónica de Madrid, bajo la dirección de un sobresaliente Maurizio Benini, y el Coro Intermezzo brindan otra muestra de su gran estado de forma musical o que lo único rescatable de la propuesta escénica es el número final (y ello, desde luego, no compensa, ni artística ni ideológicamente, toda la vergüenza y el sopor anterior, que es lo que sugiere Fabrizio Della Seta en su texto), sino que más bien me preguntaría, un poco autoparódicamente (¿acaso no sabía a lo que iba?) y hasta parafraseando a Hölderlin (perdón): ¿Para qué piratas (como éste) en tiempos de penuria (como éstos)? ¿Para regalarse los oídos durante tres horas y cinco minutos, si es que se consigue hacer abstracción de todo lo demás? Porque si es para eso, me temo que 192 años de retraso (o los que sean) siempre parecerán muy pocos…
El sábado 9 de octubre pasó a la historia del Teatro Real porque sucedió algo prácticamente insólito: el público interrumpió la actuación con una grandísima ovación de más de cuatro minutos tras la interpretación del tenor mexicano Javier Camarena del aria Una furtiva lagrima. Fue tal la insistencia de los asistentes que, por cuarta vez en la historia de este teatro desde su reapertura en 1997, se hizo un bis en plena representación de una ópera.
L’elisir d’amore (1831) es una ópera bufa de Gaetano Donizetti. Narra la divertida historia de una caprichosa Adina -interpretada por una estupenda Sabina Puértolas– y su sufrido e inocente enamorado Nemorino (Camarena en su única actuación en Madrid). Se trata de una obra amena, alegre pero con momentos donde la emotividad es la gran protagonista. Fue justamente en uno de esas partes de la obra, en el aria Una furtiva lagrima, donde Camarena volvió a hacer historia. Estuvo brillante, sensible, expresivo y, sobre todo, magistral. Tanto en la primera interpretación como en la segunda. Fue un auténtico placer poder estar allí presente.
Aun así, como lo mejor es escucharlo, pueden hacerlo en el siguiente vídeo:
Con una coproducción con el Palau de les Arts Reina Sofía de Valencia, esta propuesta además de inolvidable, fue divertida. En ella no solo hay que destacar el papel realizado por los cantantes. Tal es el caso de Paolo Fantin, quien fue el escenógrafo que partió de un planteamineto jovial ambientado en una playa con un llamativo chiringuito amarillo. Aquí también hay que destacar el gran trabajo del director de escena Damiano Michieletto. Incluyeron elementos poco habituales en la puesta en escena de óperas, como las del siglo XIX, como por ejemplo las sombrillas y las tumbonas de playa, las colchonetas acuáticas con diversas formas o la gran tarta hinchable que dio cabida a una auténtica fiesta de la espuma en la que celebrar la alegría del futuro matrimonio y también la exaltación del amor interesado.
En un alarde de gran compenetración, todos los partícipes en esta ópera consiguieron que la actuación, más allá de lo musical, fuese completa, atractiva y muy divertida. Lograron arrancarnos sonrisas y risas gracias a todas las actuaciones, desde la de la voluble Adina al rufián y chulesco «doctor» Dulcamara (muy bien representado por Adrian Sampetrean).
El resultado de este L’elisir d’amore fue inmejorable, dando cabida a una enorme plasticidad estética y musical donde pudimos pasar de la diversión y la jarana, a la brillantez de la expresividad y el virtuosismo.
Al socaire de los últimos simulacros de espasmo que aparentan minimizar la trombosis electoral —por limitarnos a un adjetivo— de la España actual, nadie podrá tachar de extemporánea la decisión de inaugurar la Temporada 2019/2020 del Teatro Real (a pesar, naturalmente, de la anticipación de la planificación de ésta en varios años con relación a la fecha de ejecución, como dicta la temporalidad de la programación operística) con el estreno de la versión de Módena de Don Carlo, la adaptación a cargo de Giuseppe Verdi —en esta ocasión liberada del corsé impuesto por las exigencias parisinas previas— del schilleriano Dom Karlos, Infant von Spanien. El reconocimiento y el interés por este hecho, sin embargo, no gozan de una distribución tan igualitaria como la que René Descartes presumía con respecto al «buen sentido» en el célebre inicio de su Discours de la méthode: una rápida y aleatoria mirada al patio de butacas bastará para percibir la no generalizada pero evidente impostura de maniquí, ora encarnada —hasta donde funcione la metáfora— en el ritual de la selfi, ora en el anodino scroll que recorre catálogos web de ropa alla moda incluso con el telón alzado.
Frenesí y curiosidad se contraponen, por tanto, a la abulia de quienes dos horas después, en el ansiado intermedio, comprobarán espantados que el auto de fe no sólo tiene lugar sobre el escenario: Don Carlo representa un estandarte de la denominada grand opéra, y a su duración debe añadirse la espesura de una trama que avanza con densidad directamente proporcional al carácter proceloso del conflicto interior de los protagonistas. Un dilema que, por lo demás, es tan antiguo como L’incoronazione di Poppea de Monteverdi: la contradicción entre pasión y poder, entre amor y deber; el mismo enfrentamiento que constituye el núcleo dramático de Idomeneo de Mozart, Oedipus Rex de Stravinsky, o de Aida y Simon Boccanegra, si nos ceñimos al propio corpus verdiano.
Dolor ante el desgarro existencial de ambas pulsiones, no obstante, es un término inadecuado si con él se pretende cubrir lo que expresan un correcto pero mejorable (especialmente en lo referido al pathos de su timbre) Marcelo Puente (Don Carlo) o, más notoriamente, Maria Agresta (Elisabetta de Valois) en no pocas de sus intervenciones: dinámicas por debajo de los requerimientos del texto (un déficit que, por otra parte, se acusa más que en ningún otro rol en el paje Tebaldo de Natalia Labourdette, inaudible durante numerosos momentos), énfasis ausentes y una presencia escénica perceptiblemente atenuada cuando la acción no se desarrolla ni en dúo ni en solitario. Ello también responde, huelga decir, a la evolución del lenguaje musical de Verdi, que en esta partitura aboga por frases más cercanas a la armonía y melodía de autores como Schumann que al estrépito percutivo, metálico y efectista de títulos anteriores. Pero, fundamentalmente, las limitaciones (eventualmente superadas) que se interponen entre ambos personajes y la Einfühlung del público obedecen a la posición equívoca de los primeros dentro de la narración como tal: su devenir parece demasiado sujeto al móvil de lo que han de ilustrar, y en esa medida la dramaturgia central que se les presupone ve mermada su potencia, invirtiendo los papeles y depositando el mayor interés en las figuras de Rodrigo (Luca Salsi, lo más acertado de todo el elenco), Filippo II (un inmenso Dmitry Belosselskiy) y el Gran Inquisidor (Mika Kares, voz sobresaliente y no menor capacidad actoral).
Anverso y reverso de las tensiones entre la Corona, la Iglesia y el pueblo de Flandes encuentran, en cambio, una lograda sinopsis en la dimensión escenográfica al cuidado de David McVicar. La estructura transformable que enmarca cada uno de los cinco actos tiene la virtud de acentuar los elementos dominatrices que monarca e inquisidor comparten, más allá de sus particulares enfoques y ambiciones. Así, transitamos de Fontainebleau al claustro del monasterio de Yuste, los jardines de la reina en Madrid, una plaza frente a la basílica de Nuestra Señora de Atocha, los aposentos de Filippo o la cárcel en la que Rodrigo arriesga y da su vida por la de Don Carlo únicamente a través de modificaciones mínimas, como la elevación o el ocultamiento de columnas y promontorios, que no requieren ni propician, en cualquier caso, la interrupción o la desconexión con el desenvolvimiento de la historia (algo sin duda encomiable, que la sencillez y eficacia de Robert Jones no ha de impedirnos reconocer). Es evidente que todas las dramatis personae son prisioneras (aquello que coarta sus correspondientes libertades se manifiesta mediante las alteraciones del espacio), pero McVicar no se contenta con señalar este hecho, sino que invita al espectador a descubrir tras las variaciones de superficie un substrato común (¿el fundamento místico de la autoridad postulado por Jacques Derrida?). En este sentido, la simetría entre los cuadros vinculables a la fuerza regia y aquellos que remiten al dominio eclesiástico casi siempre es perfecta, por eso el recurso de la enorme cruz en llamas con la que cae el telón antes del receso se antoja un desmán conceptualmente más excéntrico que sorpresivo, enturbiando ligeramente una dirección de escena pulcra e inteligente.
Cimientos igualmente basales resultan en esta producción la iluminación de Joachim Klein y los excelsos figurines de Briggite Reiffenstuel, que demarcan respectivamente y con certera agudeza la transformación psicológica y la matriz jerárquica del reparto completo. En último lugar, pero intencionadamente, dado que son orquesta y coro el apartado que encabeza e insufla vida a todo lo precedente, hay que aplaudir la elección de Luisotti como batuta para la apertura de este nuevo curso. Una colocación próxima al proscenio permitirá contemplar cómo aquel conduce de manera elegantemente plácida, con gesto preciso pero amable, y una sonrisa permanente. La seguridad y el empaste que emanan desde el foso se advierten asimismo en la atención que el italiano dispensa a solistas y coro (convenientemente preparado por Máspero, y que inicia la presente temporada con un nivel a la altura del final de la pasada), marcando entradas infatigablemente, guiando la dicción y el fraseo sin fricciones y obteniendo, en definitiva, un resultado extraordinario que no hace distingos entre cantantes e instrumentistas.
Llora, así pues, Elisabetta el rapto del infante a manos de un espectral Carlos V, pero la conclusión de este Don Carlo ofrece, sobre todo, motivos para la alegría.
Algo valioso habrá de entrañar la Giovanna d’Arco de Verdi cuando se le sacude el hisopo de una nueva representación. Que esta se articule en versión de concierto, y con maestros de ceremonias como Plácido Domingo, James Conlon, Carmen Giannattasio y Michael Fabiano, arroja luz sobre las razones que pueden alentar el acontecimiento. Y lo mismo cabe apuntar a propósito de los dos textos que conforman el programa de mano: la introducción de Joan Matabosch, en buena medida consagrada a la contextualización de los estrenos españoles de este título y a la crítica del libreto de Temistocle Solera, y el valioso estudio de Liana Püschel, concentrado en las diversas metamorfosis fictivas del personaje histórico de Juana de Arco (resulta agradecida, a este respecto, la vindicación de la Canción en honor de Juana de Arco, de Cristina de Pizán) y, especialmente, en la adaptación musical verdiana.
La virtud esencial de Giovanna d’Arco, a nuestro juicio, radica en su partitura, un sofisticado dispositivo de contención donde el empleo de la orquesta y la equilibrada dialéctica entre coro y solistas aquilatan la progresiva construcción de los distintos episodios que jalonan la historia de la campesina francesa. Esta lógica pudo intuirse desde los compases iniciáticos de la Sinfonia, hábilmente interpretados por la Orquesta Titular del Teatro Real bajo la dirección de Conlon, quien, a su vez, delineó con éxito las transiciones entre números y los fraseos seccionales de todo el prólogo. La aparición de las voces principales, sin embargo, evidenció una irregularidad notable: convencieron más en sus presentaciones Fabiano (Carlo VII) y Domingo (Giacomo) que Giannattasio (Giovanna), y brilló por encima de cualquier otra intervención un —progresivamente más seguro— Coro Intermezzo, que aportó durante el transcurso completo de su actuación el empaque del que ocasionalmente careció la entonación del elenco protagonista.
Tras un preludio templado, el Acto I propició eventuales heroicidades líricas en el vuelo melódico de algunas arias, como fueron los casos de Franco son io, ma in core (que se desarrolló con la moderación demostrada hasta entonces por Domingo, pero probando ahora una firmeza más reconocible) y el O fatidica foresta, en el que la soprano italiana permitió entrever por vez primera la solidez del carácter de Giovanna (a pesar de la zozobra y agitación emotiva que relata la letra de este cuadro). La mejora se hizo patente incluso a través de la presencia escénica, siempre a medio camino entre el formato operístico y la versión de concierto, pero no exenta de gestos dramáticos (si bien se habían dispuesto tres atriles y sillas de manera fija, el ritual de salidas y entradas de cada uno de los papeles respetó la dinámica de una función escenificada).
Tras el receso protocolario, la segunda parte confirmó la tendencia ascendente con la que se había desenvuelto el último tramo del Acto I: Fabiano y, particularmente, el tándem Domingo-Giannattasio brindaron una lectura (en su acepción literal: durante no pocos pasajes la atención al pentagrama fue excesiva) notoriamente más solida, provista de audacia y soltura inadvertidas hasta el momento, y suscitando casi de inmediato la empatía con el público. A guisa de ejemplo puede aducirse el Ecco il luogo de Giacomo, ejecutada por un excelso Domingo en su registro medio, sin gran despliegue de decibelios, pero exhibiendo maestría en la métrica y dicción de los versos. Es de tal modo como se encadenaron prácticamente la totalidad de escenas de los actos segundo y tercero, a cuya meritoria factura también contribuyeron las aportaciones de Moisés Marín (Delil) y Fernando Tardó (Talbot). El apartado coral no abandonó el nivel alcanzado previamente y ofreció de forma ininterrumpida cobertura musical al crecimiento de solistas y orquesta. Así, lo que inicialmente no había trascendido la mera corrección, en la segunda parte logró conquistar cotas más acordes con la entidad del reparto, hasta el punto de enhebrar lo que podría denominarse una narración épica fuera de campo. Acaso no sea pertinente cifrar en este triunfo postrero la verosimilitud y vigencia de Giovanna d’Arco, pero sí, al menos, la justificación de un esporádico rescate como el presente. Si se reúne la suficiente fe (también sobre la tarima), igual que la Juana de Arco de Solera, podemos, finalmente, contemplar cómo s’apre il cielo.