por Ramón del Buey Cañas | Nov 28, 2020 | Artículos, ENTREVISTAS, Libros |
El pasado mes de septiembre llegó a las librerías Filosofía y consuelo de la música, de Ramón Andrés. Conversé con el autor a propósito de algunas de las inquietudes que me suscitó la lectura de su último trabajo:
Usted sabe lo que es interpretar como músico una partitura. En su último libro, y en otros trabajos anteriores, interpreta textos filosóficos consagrados a pensar la música. ¿Qué similitudes y qué diferencias destacaría a propósito de ambas prácticas exegéticas?
—El de la filosofía y el de la música son dos lenguajes que a menudo se trenzan, todavía hoy. Ambos tienen en común que abren un espacio en nosotros, me refiero al pensamiento que indaga y crea, a la necesidad de preguntar y hacerlo en otra dimensión del tiempo. Platón había intuido algo así, y en cierto modo, en tanto que lenguajes «escogidos», estuvo convencido de su capacidad para crear parámetros éticos, inalcanzables a través de otras ciencias u otras artes.
Las diferencias son ciertamente claras. Mientras que el lenguaje filosófico tiene un grado de abstracción determinado, en la música ese grado es mucho más amplio, por no decir ilimitado, y más desde que la electrónica y la informática han entrado en juego. Yo diría que la filosofía es el puente más sólido para mediar entre la palabra y el lenguaje comunes y la música.
¿En qué se distingue para usted la teoría de la música con respecto a la filosofía de la música? En su obra argumenta que ha habido periodos históricos en los que la primera ha experimentado un gran desarrollo mientras que la segunda no ha dado ningún fruto relevante. ¿Considera que esta correlación entre teoría y filosofía es indicativa de la altura intelectual de una época?
—La teoría de la música y la filosofía de la música son dos terrenos muy definidos, muy acotados, por lo tanto yo no buscaría una distinción, dada la claridad de los términos. Es cierto que históricamente no han ido a la par, pero habría que decir que se han pasado el testigo en más de una ocasión, por así decir. Lo notable es que, a medida que han avanzado los siglos, el interés de la filosofía por la música ha aumentado. Son tantos los filósofos contemporáneos que han escrito y escriben sobre música que resulta muy significativo. Y eso se debe, seguramente, a que ambos lenguajes son los más libres y versátiles para formular cosas nuevas en nuestra mente. Con respecto a lo último que pregunta, por supuesto: el vínculo entre filosofía y música dice mucho de «la altura [e inquietud] intelectual de una época».
Si me permite la paráfrasis, ¿cuáles son, a su juicio, las utilidades y los inconvenientes de la historia de la filosofía de la música para el presente de la filosofía de la música?
—No veo inconvenientes, sino sólo utilidad. Siempre hay que pensar y escribir desde el conocimiento de lo anterior, de lo pasado, para generar con solvencia ideas nuevas. La filosofía contemporánea debe ser lo suficientemente hábil para no sentirse lastrada por lo ya dicho, y ser libre sabiendo que ella misma es, en el fondo, un fruto de la memoria.
La confección de Filosofía y consuelo de la música ha atravesado paisajes muy distintos: dibuja un amplio arco que comienza en Barcelona y concluye en el Valle de Baztán. ¿Qué sonidos, incluida la música, ha escuchado durante semejante travesía?¿Diría que éstos han afectado a la composición de su obra? De ser el caso, ¿cómo?
—Lamentablemente vivía en una ciudad que, en muchos aspectos, está yendo a la deriva. Cada vez más hostil al ciudadano, cada vez más ruidosa, invivible en muchos aspectos, incluso el económico. Los jóvenes tienen que abandonarla a causa del abuso de los alquileres. Hay mucha delincuencia, además. El paro la desborda. Todo esto crea un «ruido de fondo mental» que acaba aturdiendo. Con eso quiero decir que no sólo llegan a la mente unos sonidos físicos, reales, porque la ansiedad y la inquietud tienen también su música silenciosa y corrosiva para la mente. He regresado a los paisajes de mi infancia y adolescencia, y no deja de ser significativo que ahora esté trabajando un libro sobre Josquin Desprez, autor de una música transparente, de sonido muy puro, creadora de amplios espacios. Ahora oigo milanos y petirrojos, se oye el río desde mi casa, el viento corre distinto, los bosques suenan…
Usted testifica y piensa el vínculo entre filosofía y música desde la Antigüedad hasta la Ilustración, una periodización que justifica en la nota final de su libro. ¿Qué criterios ha seguido para incluir en su estudio a las figuras a partir de las cuales testifica y piensa dicho vínculo?
—Sencillamente he ido a buscar a los pensadores que en el pasado aportaron mayor contenido a la música y al hecho musical. He tenido que hacer una selección, a veces severa, ya que fueron muchos los que escribieron sobre lo que ahora nos concierne. Una de las dificultades ha sido el paso por la escolástica, de la que, en general, salieron ideas muy afines y por eso mismo difíciles de diferenciar. En un libro como el mío, que en el fondo es divulgativo, ahondar en un asunto como el mencionado llenaría de tedio al lector que sólo desea informarse sobre el tema que presenta una obra como la que se acaba de publicar.
La longitud de sus oraciones es notablemente desigual, y lo mismo sucede con la extensión de sus párrafos y del espaciado que constituye los intersticios entre éstos. Su discurso, por otra parte, incorpora puntualmente diversos tipos de imágenes, como fotografías, pinturas, dibujos o pentagramas. ¿Tiene algún significado para usted el contraste entre el desorden (si «desorden» es el término apropiado) que evidencian estos rasgos estilísticos y el impulso sistemático que implica su cometido de ofrecer una revisión cronológica, acotada y minuciosa del vínculo entre filosofía y música?
—Cada vez más procuro efectuar cambios rítmicos de lectura, generar pausas, combinar un párrafo extenso con unas líneas de carácter aforístico, por ejemplo. Lo vengo haciendo en los últimos libros, también en la poesía. El lector no es tan sacrificado, por así decir, como lo era antes, necesita estímulos constantes, algo casi imposible de conseguir en un libro que te está hablando de música y filosofía. Nos estamos volviendo cada vez más fragmentarios, tal como lo demuestra el arte. Así que este «desorden» es premeditado. No escribo para musicólogos, entre otras cosas porque yo no lo soy. Tan sólo soy un lector y un buscador, nada más.
Su libro también se encuentra intermitentemente veteado por una serie de apartados que rotula «Consuelo de la música». Si establecemos un paralelismo entre estos fragmentos y el lenguaje musical, acaso cabría hablar de silencios o cadencias. ¿Cómo ha decidido la ubicación de estos pasajes?
—Estos «consuelos» casi siempre están al final de un capítulo y están, casi en todos los casos, siguiendo una línea cronológica. Es un modo de mostrar al lector que en todo tiempo, aparte de lo estrictamente filosófico, ha habido cabida para el consuelo, ya se exprese en una miniatura de la Edad Media o en un cuadro del Barroco.
Filosofía y consuelo de la música incluye asimismo numerosas citas de poemas. Cuando éstos han sido creados en lenguas extranjeras, no siempre proporciona su versión original. ¿Este modo de proceder obedece a alguna razón en particular?
—Sí, quizá habría que haberlo mencionado en una nota. En general es así porque son traducciones mías. Me pareció un exceso de presencia mía, sinceramente.
Afirma que su estudio seguramente defraudará al especialista. ¿Le gustaría que no fuese así?¿Por qué?
—Lo acabo de comentar, más o menos. Seguramente el especialista en Boecio, en Hugo de San Víctor o en Marsilio Ficino, por poner unos casos, echará de menos una mayor profundidad y más extensión en el que es su campo de estudio. Esto es inviable en un libro que trata simplemente de informar y de abrir caminos, su cometido es otro. Piense que sobre Dante y la música se podrían escribir cientos de páginas, y esto en casi todos los casos.
A modo de coda: ¿qué filosofía de la música escrita en nuestro siglo o en las postrimerías del s. XX le interesa?
—Más que libros concretos son autores los que me han interesado. Dilthey, Bloch, Jankélévitch, Severino, Cacciari, Sloterdijk, entre muchos otros, como Zambrano, han escrito páginas de gran interés. Lo que no quería ―ni lo pretendía― era escribir, pongamos por caso, una obra que pudiera tener el sello de Adorno, que, a juicio de algunos, es un tanto «gris» y difícil de leer para quien no está muy versado en la materia. No es una crítica, en absoluto. Pero hoy las obras tienen otro tipo de lector, y eso no significa que la profundidad sea inferior. La mirada es distinta. Tenemos otra manera de leer, de escuchar música, de contemplar un cuadro o una instalación, una película.
por Ramón del Buey Cañas | Oct 3, 2020 | Críticas, Música |
Si lo que se pondera es la escenografía del Un ballo in maschera que inaugura la temporada 2020/2021 del Teatro Real, uno desea que el arranque del primer acto y el cierre de la función no operen como los augurios de la pitonisa verdiana, uno quiere que no acaben convirtiéndose, por azar o por necesidad, en el signo que definirá la secuencia del resto de obras programadas durante el presente curso. Porque la cámara del Parlamento de Boston en la que se inicia la acción y el salón «amplio y ricamente decorado en la residencia del gobernador» constituyen lo menos malogrado del diseño de Gianmaria Aliverta, quien, independientemente de las dificultades circundantes a esta producción, ofrece elementos dramatúrgicos valiosos únicamente en su comienzo y en su conclusión.
Cuando se alza el telón acude vagamente al recuerdo el montaje con el que en 2012 se abría la Poppea e Nerone de Krzysztof Warlikowski: hileras de mesas (aunque esta vez de perfil y no frontalmente, como era el caso en la ópera de Monteverdi) y un orador que medita erguido (en aquella ocasión el Séneca glorioso de Willard White, ahora Fabiano, entero y consistente, encarnando a Riccardo, que ejerce su profesión con una credibilidad que sólo le tributan quienes se lo encuentran de cara y a su misma altura). Más arriba, en el paraíso de la sala, se divisa a los conspiradores, visiblemente peor vestidos, amontonados y alborotados: traman, guiados por Samuel y Tom (Daniel Giulianini y Goderdzi Janelidze respectivamente, ambos correctos en su papel), el asesinato de un Riccardo completamente obnubilado por su pasión secreta.
Todo lo que se contempla sobre la tarima hasta la consumación del complot resulta en buena medida intrascendente por decorativo y aburrido por obvio: desde el movimiento ortopédico de espejos (que evoca a cámara lenta, tal vez involuntariamente, los espasmos del séquito de Ulrica) hasta la cruz que arde en los campos desolados donde el Ku Klux Klan lleva a cabo sus asesinatos (un rescoldo a escala únicamente en tamaño del recurso que ya enturbiara precisamente otro Verdi inaugural, el Don Carlo del año anterior), pasando por el monumentalismo barato de la bandera de Estados Unidos y la cabeza decapitada de la Estatua de la Libertad (que, por cierto, suscita un elocuente símil con la clausura de la versión cinematográfica de Schaffner de El planeta de los simios).
Por eso, el cuadro conclusivo acaso parezca mejor de lo que en realidad es: la coreografía testimonial danza al compás de un minueto que desprende la mayor fuerza dramática, a pesar del número de personas que pueblan el escenario mientras tanto, a pesar del disparo que quita la vida de Riccardo y a pesar de la anagnórisis sentimental postrera, que revela las verdaderas intenciones de éste.
Pero justamente en virtud de la primacía musical que tiñe el mencionado episodio conviene prodigar comentarios de muy distinta índole al apartado orquestal y coral. En primer lugar, fue digna de aplauso la labor de Luisotti en el foso, cada vez más ampliamente reconocida por el público del Real. Es cierto que hubo momentos de duda y falta de compenetración con sus músicos, y también acudió eventualmente como rescate rítmico en socorro del canto; sin embargo, la sonrisa y la incandescencia del italiano parecieran capaces de disipar cualquier mal pensamiento o incertidumbre.
En cuanto al elenco solista, Pirozzi se alza por encima de las demás voces dando vida a una Amelia sutil y de rico registro, según pudo comprobarse con particular claridad en el aria Morrò, ma prima in grazia. Ruciński, en el rol de Renato, con dicción y dirección firmes pero matizadas, imprime una tensión que la homogeneidad tímbrica de Fabiano puntualmente podría menoscabar, la Ulrica de Daniela Barcellona aporta solvencia y estabilidad, y el Óscar de Elena Sancho Pereg se gana una simpatía ausente en los demás personajes por lo general.
En definitiva: al margen del valor simbólico que amerita esta reanudación, las tres horas de función se reifican como una losa difícilmente soportable. Ojalá que las venideras entregas discurran de un modo más vivaz: evitaría el riesgo de que celebrar la reapertura de nuestro teatro se convierta en una exigencia de guión formal.
por Ramón del Buey Cañas | Dic 10, 2019 | Críticas, Música |
Vivimos tiempos confusos, en los que, durante la misma tarde, es posible participar en la Marcha por el Clima junto a Greta Thunberg, presenciar cómo los acordes de Mecano emergen de esa alegoría del Armagedón con forma de gran bola navideña/bomba de relojería hiperiluminada frente al Edificio Metrópolis (12 metros de diámetro, siete toneladas de peso y 43000 luces led amenazando las cuentas de Instagram con una frecuencia de tres pases diarios) y, también, asistir al Teatro Real para conocer Il pirata, de Vincenzo Bellini. “¿Cuál es el mejor modo orientarse, de reconocer la posición desde la que valoraré esta producción?”, me pregunto mientras penetro en el patio de butacas y escucho cómo los comentarios del tipo “uy, qué gustito, ya se nota la calefacción” sustituyen a las proclamas ecologistas (acude a mi mente uno de los muchos carteles naif que vi en la manifestación: “La gente rica contamina más”).
Escribe Joan Matabosch en sus notas al programa que Il pirata llega al coliseo madrileño 192 años más tarde (el estreno tuvo lugar en el Teatro alla Scala de Milán en 1827) y la afirmación, antes de que se alce el telón, me hace recordar aquel ideologema de que “nunca es tarde si la dicha es buena”. ¿Me encuentro ante el enésimo acto de restitución caprichosa, basado en el delirio recuperador de la conservación negligente y ávida de gastar presupuestos concedidos prácticamente por inercia, o verdaderamente hay alguna razón para reivindicar (léase: dedicar una considerable suma de dinero público al montaje de) esta ópera de Bellini en 2019? Mi curiosidad se incrementa cuando reparo en que el rol de escenógrafo lo desempeña Daniel Bianco, director artístico del Teatro de la Zarzuela y a quien leí en el comienzo de la presente temporada reflexionar sobre el desafío de actualizar la zarzuela (una cavilación, por cierto, en la que brilló por su ausencia lo que probablemente sea la pregunta fundamental a este respecto: a la vista de todos los desafíos que nos depara el mundo contemporáneo, ¿cuán peregrino es el de actualizar la zarzuela?). En la citada entrevista, Bianco cifraba buena parte de la dificultad de su empresa en la paupérrima calidad (un criterio que no ha de basarse únicamente en la letra, sino también en el espíritu) del libreto en cuestión, interrogante que emerge ahora nuevamente a propósito de Felice Romano y una historia que huele a chamusquina: hombres de distinta clase que se retan a muerte por el amor de una mujer, una mujer que ruega a esos hombres que la maten a ella para evitar el derramamiento de sangre entre sí, y un largo etcétera remozado mediante panegíricos al honor, la justicia, el amor romántico…
Por lo demás, la figura del pirata es ciertamente sugestiva, pero resulta anacrónica (a pesar de que el parche en el ojo se resiste a abandonar nuestro entorno mediático, especialmente en determinadas tribunas y platós de televisión) si se la presenta, como ocurre en la puesta en escena de Emilio Sagi, descamisada, llena de roña, al estilo del siglo XIII. Y eso, si se me permite el obiter dictum, logrando neutralizar el hecho de que el halo aventurero e idealista que alimenta la etimología del término griego originario (πειρατης, peiratēs) refuerza asimismo una lectura escéptica, atenta al sangrante olvido de que, igual que el arquetipo Robin Hood, se nos plantea un imaginario propio del folclore medieval (aunque Il pirata halle su germen en 1814, el año del Bertram de Charles Maturin, que sirve de inspiración a Romani) y en nuestros días, haciendo una gran concesión a la generosidad hermenéutica, en peligro de extinción.
Así que, si tuviese que condensar en una idea lo que me suscita este Il pirata, no me detendría en desgranar consideraciones obvias, como que Javier Camarena y Sonya Yoncheva son un tándem solista excepcional (al que, sin embargo, se aplaude demasiado, incluso en los dúos de la segunda parte con George Petean en el papel de Ernesto, que rozan el agravio comparativo), que la Orquesta Sinfónica de Madrid, bajo la dirección de un sobresaliente Maurizio Benini, y el Coro Intermezzo brindan otra muestra de su gran estado de forma musical o que lo único rescatable de la propuesta escénica es el número final (y ello, desde luego, no compensa, ni artística ni ideológicamente, toda la vergüenza y el sopor anterior, que es lo que sugiere Fabrizio Della Seta en su texto), sino que más bien me preguntaría, un poco autoparódicamente (¿acaso no sabía a lo que iba?) y hasta parafraseando a Hölderlin (perdón): ¿Para qué piratas (como éste) en tiempos de penuria (como éstos)? ¿Para regalarse los oídos durante tres horas y cinco minutos, si es que se consigue hacer abstracción de todo lo demás? Porque si es para eso, me temo que 192 años de retraso (o los que sean) siempre parecerán muy pocos…
por Ramón del Buey Cañas | Oct 16, 2019 | Música |
El vocablo ductus (proveniente del verbo latino ducere: conducir) despliega una serie de significados que pueden ofrecer una semblanza de los rasgos principales en los que se condensan las cualidades de Esa-Pekka Salonen como director de orquesta (y, particularmente, como el director de orquesta que ha liderado a la Philharmonia Orchestra en los dos conciertos que la formación ha realizado en Madrid, como parte de la programación de la 50ª temporada de Ibermúsica). Primeramente, conviene traer a colación la declinación caligráfica y lingüística del término, según la cual el ductus denomina las características de la grafía manual y del habla, refiriendo su trazado, el modo, sentido, secuencia y velocidad con la que se componen las letras, o, en el ámbito del discurso oral, la determinación performativa que perfila la métrica vocal. Pero este concepto también ha sido empleado como elucidación de una de las formas de poder más relevantes para una genealogía del Imperium: el ductus «[…] va más allá de un liderazgo político, y se funda en el concepto weberiano de carisma. El ductor, como lo llama De Francisci (con la clara voluntad de evitar el término “dux”, demasiado cargado ideológicamente), guía las voluntades de los miembros del comitatus (por utilizar un término caro a Tácito) con una actividad creadora, dinámica, que tiene un reflejo en la conducta colectiva» (la cita pertenece al ensayo “La Farsalia: una teoría del Imperium”, de Valerio Rocco, en Félix Duque y Valerio Rocco (eds.), Filosofía del Imperio, Abada Editores, Madrid, 2010, pp. 15-60). Si bien el paralelismo puede resultar inadecuado o excesivamente grueso, la idea del ductus aplicada a Salonen no deja de ser útil en la medida que combina sus propiedades caligráficas (en este caso, extrapoladas a la gestualidad del finlandés, cuya técnica de dirección ha alcanzado un grado de depuración magistral) con el influjo que su figura ejerce sobre los músicos de la Philharmonia Orchestra, de la que asume la titularidad desde 2008 (en una etapa que, por lo demás, concluirá en 2021, con el traspaso de éste a la San Francisco Symphony y la venida de su compatriota Santtu-Matias Rouvali).
Otro argumento a favor de la comparación radica en el parentesco etimológico que hallamos en el adjetivo «dúctil», una palabra que denota la maleabilidad, la flexibilidad, la capacidad de alteración que posee un cuerpo sin que ello comporte su fisura. Y esto es precisamente lo que ha demostrado Salonen al frente de dos programas con exigencias muy diferentes, pero que sin embargo se entrelazan mediante un vínculo tan coherente como profundo. La estrecha relación entre la Novena de Gustav Mahler y la Suite de Lulú de Alban Berg ha sido puesta de manifiesto por T. W. Adorno en la monografía consagrada al compositor de la Segunda Escuela de Viena: «En ninguna otra parte es tan clara la relación con las obras del último Mahler como aquí. Cinco movimientos: los dos extremos, de tipo enteramente sinfónico, como la Novena de Mahler, limitan tres breves movimientos centrales con “caracteres” determinados —quizá como en la Séptima—. El movimiento con que se abre es igualmente casi mahleriano: un rondó con la más rica articulación, muy extenso y de una tectónica muy rigurosa. […] El finale del adagio es la escena de la muerte. Es bien curioso que precisamente esta pieza, que la primera vez que se escucha parece la más llamativa y pegadiza de todas, sea la que rompa el marco de la sinfonía e invoque imperiosamente la escena. Porque el horror que rodea a la música […] sólo podrá soportarse cuando el ojo armado pueda asistir conscientemente al proceso del que surge esta música» (en T. W. Adorno (2008) [1971], Monografías musicales. Ensayo sobre Wagner. Mahler. Una fisionomía musical. Berg. El maestro de la transición mínima, Akal, Madrid, pp. 465-6). Pues bien, es tal mirada, fijada sobre los múltiples núcleos de tensión que atraviesan la partitura de ambas obras, la que ha proyectado Salonen en los dos conciertos que reseñamos.
En nota aparte hay que situar el comentario de su actuación durante el primero ellos, a propósito de la Novena de Mahler. Esta ocasión permitió advertir toda la solidez que jalona la granada trayectoria de Salonen: un tempo interno tan marcado como ecuánime en los momentos de modulación agógica (virtud que, sin duda, lució con su mayor brillo en la lectura del Andante comodo inicial), una estabilidad estructural que traslució en la apenas existente movilidad sobre la tarima (más allá de incansables brazadas que funcionaron a modo de metrónomo viviente, anticipando prácticamente la totalidad de entradas y anacrusas sustanciales), un conocimiento exhaustivo del pentagrama (a pesar de recurrir al atril puntualmente, Salonen dirigió de memoria, muy pendiente de todos sus músicos y de la rápida corrección de los escasos desajustes) y una tensión irresoluble que, especialmente en Mahler, es la piedra basal de cualquier interpretación con aspiraciones elevadas.
Aunque, afortunadamente, no hubo que lamentar irrupciones de teléfonos móviles u otros elementos perturbadores por parte del público, Salonen fue completamente abducido por la música, evidenciando un nivel de concentración extremo. De él cabe afirmar lo mismo, mutatis mutandis, que aseveró Schönberg sobre la posición de Mahler en su última sinfonía conclusa: «Su Novena es sumamente extraña. En ella el autor apenas habla ya como un individuo. Parece casi como si esta obra tuviera un autor oculto que utilizara a Mahler meramente como su portavoz, como su intérprete» (en Arnold Schönberg (1963) [1950], El estilo y la idea, Madrid, Taurus, p. 64). Así pues, Salonen se asemejó más a su propio ventrílocuo que a alguien desdoblado entre su ocupación y la atención dispensada al impacto que aquélla genera en la audiencia (una sobriedad que asimismo se percibió en la estricta funcionalidad de sus indicaciones, sin el mínimo espacio para acrobacias heroicas ni para los banales reclamos de protagonismo a los que con tanta frecuencia se presta la actividad sobre el podio), obteniendo la fusión absoluta con una exégesis anhelada y, en la mayoría de sus tramos, lograda.
Porque si algo enturbió ligeramente la excelente performance del finlandés fueron los eventuales (e incluso, debido a su notoria disonancia con respecto al resultado en conjunto, incomprensibles) errores de la Philharmonia Orchestra, fundamentalmente de balance, que impidieron una versión para el recuerdo. El más acusado de ellos se cifró en el descompensado timbre de flautín, requinto y trombones (es necesario señalar que la ausencia de empaste se subsanó tras el primer movimiento), seguramente más producido por la frialdad de los instrumentos que por la falta de pericia de sus ejecutantes. Los dos números intermedios, por contra, exhibieron la calidad que la Philharmonia ha adquirido bajo el mandato de Salonen: la dinámica del ritmo danzado contribuyó a la fluidez que emanó de cada sección, articulando una urdimbre de giros sorpresivos y células temáticas descompuestas que prosiguió a través del célebre Rondo-Burleske. Por último, el final sinfónico más emblemático de todo el corpus mahleriano (alimentado por las conocidas circunstancias vitales que envolvieron su escritura) recibió un tratamiento justo, acaso mínimamente alterado por crecidas demasiado enfáticas en ciertos pasajes, pero siempre enmarcadas en un diminuendo prodigioso (el desempeño de la cuerda aquí fue sobresaliente) y gradualmente constante que, en definitiva, brindó una puesta en acción a la altura de la expectativa que esta página demanda.
Sin embargo, en su segunda intervención, Salonen y sus entregadas huestes no quisieron hurtar al público madrileño la perfección acariciada en el día previo. Las obras de Beethoven y Alban Berg, con la inestimable ayuda de Rebecca Nelsen en el rol solista, propiciaron esta vez la redondez. Tras una imperiosa obertura Rey Esteban, en la que resaltaron vívidamente las experimentaciones beethovenianas sobre las que evolucionó todo un estilo (en general, las oberturas del autor de Bonn constituyen laboratorios privilegiados en los que es posible observar las tentativas de un lenguaje musical en permanente desarrollo), asistimos a una inconmensurable Suite de Lulú. Los cinco movimientos en los que Berg sintetizó fuera de escena su ópera inacabada estuvieron dotados de una precisión insólita, recorridos por detalles en el contrapunto y por fraseos que otorgaron a Nelsen el mejor trasfondo para su macabro rol. Ataviada con un llamativo vestido escarlata que disimuló el menoscabo en la potencia escénica que su personaje detenta en el contexto operístico, la soprano ameritó un nivel encomiable tanto en el Lied der Lulu como en el Adagio, haciendo gala de una dicción extraordinaria que dibujó con maestría los escabrosos contornos psicológicos del drama bergiano. La Philharmonia Orchestra, por su parte, aportó lo deseable en cada una de las piezas, que afianzaron la impronta de encontrarnos ante una representación de gran consistencia.
Pero fue tras el descanso, con motivo de la Séptima de Beethoven, cuando las potencias orquestales se sacudieron las exiguas trazas de conformismo mostradas anteriormente para troquelar una audición superlativa. La radical energía que habita en el núcleo de este trabajo paradigmático se canalizó mediante secciones sumamente engranadas: contrabajos y violonchelos no únicamente sentaron las bases del edificio armónico, sino que también manifestaron un preciado refinamiento lírico (como pudimos atestiguar en el Allegreto), que, a su vez, fue el mayor atributo de un viento madera (descollante flauta travesera) en estado de gracia. Violines, violas, metal y percusión completaron la nómina, pluralmente acompasada y exuberante, y que encontró la clausura merecida en un Allegro con brio triunfalmente estremecedor. Si, parafraseando las palabras de Wilhelm Furtwängler en sus Consideraciones sobre la música de Beethoven (en Wilhelm Furtwängler (2012) [1918-1954]), Sonido y palabra, Acantilado, Barcelona, pp. 9-15) la dificultad esencial del «[junto con Bach] más puro y acrisolado de los “sólo músicos” que conocemos» estriba en que «no ofrece ningún tipo de asidero a la comprensión “literaria”», sólo podemos asombrarnos ante la fuerza que ha logrado domeñar semejante naturaleza salvaje: Esa-Pekka Salonen ha constatado en Madrid el primado del ductus.
por Ramón del Buey Cañas | Oct 5, 2019 | Críticas, Música |
Al socaire de los últimos simulacros de espasmo que aparentan minimizar la trombosis electoral —por limitarnos a un adjetivo— de la España actual, nadie podrá tachar de extemporánea la decisión de inaugurar la Temporada 2019/2020 del Teatro Real (a pesar, naturalmente, de la anticipación de la planificación de ésta en varios años con relación a la fecha de ejecución, como dicta la temporalidad de la programación operística) con el estreno de la versión de Módena de Don Carlo, la adaptación a cargo de Giuseppe Verdi —en esta ocasión liberada del corsé impuesto por las exigencias parisinas previas— del schilleriano Dom Karlos, Infant von Spanien. El reconocimiento y el interés por este hecho, sin embargo, no gozan de una distribución tan igualitaria como la que René Descartes presumía con respecto al «buen sentido» en el célebre inicio de su Discours de la méthode: una rápida y aleatoria mirada al patio de butacas bastará para percibir la no generalizada pero evidente impostura de maniquí, ora encarnada —hasta donde funcione la metáfora— en el ritual de la selfi, ora en el anodino scroll que recorre catálogos web de ropa alla moda incluso con el telón alzado.
Frenesí y curiosidad se contraponen, por tanto, a la abulia de quienes dos horas después, en el ansiado intermedio, comprobarán espantados que el auto de fe no sólo tiene lugar sobre el escenario: Don Carlo representa un estandarte de la denominada grand opéra, y a su duración debe añadirse la espesura de una trama que avanza con densidad directamente proporcional al carácter proceloso del conflicto interior de los protagonistas. Un dilema que, por lo demás, es tan antiguo como L’incoronazione di Poppea de Monteverdi: la contradicción entre pasión y poder, entre amor y deber; el mismo enfrentamiento que constituye el núcleo dramático de Idomeneo de Mozart, Oedipus Rex de Stravinsky, o de Aida y Simon Boccanegra, si nos ceñimos al propio corpus verdiano.
Dolor ante el desgarro existencial de ambas pulsiones, no obstante, es un término inadecuado si con él se pretende cubrir lo que expresan un correcto pero mejorable (especialmente en lo referido al pathos de su timbre) Marcelo Puente (Don Carlo) o, más notoriamente, Maria Agresta (Elisabetta de Valois) en no pocas de sus intervenciones: dinámicas por debajo de los requerimientos del texto (un déficit que, por otra parte, se acusa más que en ningún otro rol en el paje Tebaldo de Natalia Labourdette, inaudible durante numerosos momentos), énfasis ausentes y una presencia escénica perceptiblemente atenuada cuando la acción no se desarrolla ni en dúo ni en solitario. Ello también responde, huelga decir, a la evolución del lenguaje musical de Verdi, que en esta partitura aboga por frases más cercanas a la armonía y melodía de autores como Schumann que al estrépito percutivo, metálico y efectista de títulos anteriores. Pero, fundamentalmente, las limitaciones (eventualmente superadas) que se interponen entre ambos personajes y la Einfühlung del público obedecen a la posición equívoca de los primeros dentro de la narración como tal: su devenir parece demasiado sujeto al móvil de lo que han de ilustrar, y en esa medida la dramaturgia central que se les presupone ve mermada su potencia, invirtiendo los papeles y depositando el mayor interés en las figuras de Rodrigo (Luca Salsi, lo más acertado de todo el elenco), Filippo II (un inmenso Dmitry Belosselskiy) y el Gran Inquisidor (Mika Kares, voz sobresaliente y no menor capacidad actoral).
Anverso y reverso de las tensiones entre la Corona, la Iglesia y el pueblo de Flandes encuentran, en cambio, una lograda sinopsis en la dimensión escenográfica al cuidado de David McVicar. La estructura transformable que enmarca cada uno de los cinco actos tiene la virtud de acentuar los elementos dominatrices que monarca e inquisidor comparten, más allá de sus particulares enfoques y ambiciones. Así, transitamos de Fontainebleau al claustro del monasterio de Yuste, los jardines de la reina en Madrid, una plaza frente a la basílica de Nuestra Señora de Atocha, los aposentos de Filippo o la cárcel en la que Rodrigo arriesga y da su vida por la de Don Carlo únicamente a través de modificaciones mínimas, como la elevación o el ocultamiento de columnas y promontorios, que no requieren ni propician, en cualquier caso, la interrupción o la desconexión con el desenvolvimiento de la historia (algo sin duda encomiable, que la sencillez y eficacia de Robert Jones no ha de impedirnos reconocer). Es evidente que todas las dramatis personae son prisioneras (aquello que coarta sus correspondientes libertades se manifiesta mediante las alteraciones del espacio), pero McVicar no se contenta con señalar este hecho, sino que invita al espectador a descubrir tras las variaciones de superficie un substrato común (¿el fundamento místico de la autoridad postulado por Jacques Derrida?). En este sentido, la simetría entre los cuadros vinculables a la fuerza regia y aquellos que remiten al dominio eclesiástico casi siempre es perfecta, por eso el recurso de la enorme cruz en llamas con la que cae el telón antes del receso se antoja un desmán conceptualmente más excéntrico que sorpresivo, enturbiando ligeramente una dirección de escena pulcra e inteligente.
Cimientos igualmente basales resultan en esta producción la iluminación de Joachim Klein y los excelsos figurines de Briggite Reiffenstuel, que demarcan respectivamente y con certera agudeza la transformación psicológica y la matriz jerárquica del reparto completo. En último lugar, pero intencionadamente, dado que son orquesta y coro el apartado que encabeza e insufla vida a todo lo precedente, hay que aplaudir la elección de Luisotti como batuta para la apertura de este nuevo curso. Una colocación próxima al proscenio permitirá contemplar cómo aquel conduce de manera elegantemente plácida, con gesto preciso pero amable, y una sonrisa permanente. La seguridad y el empaste que emanan desde el foso se advierten asimismo en la atención que el italiano dispensa a solistas y coro (convenientemente preparado por Máspero, y que inicia la presente temporada con un nivel a la altura del final de la pasada), marcando entradas infatigablemente, guiando la dicción y el fraseo sin fricciones y obteniendo, en definitiva, un resultado extraordinario que no hace distingos entre cantantes e instrumentistas.
Llora, así pues, Elisabetta el rapto del infante a manos de un espectral Carlos V, pero la conclusión de este Don Carlo ofrece, sobre todo, motivos para la alegría.