De salud y república, y también de corona

De salud y república, y también de corona

14 de abril, Día de la República en España. Se conmemora la proclamación de la II República española en 1931. Cinco años más tarde estallaría la Guerra Civil española, que se llevaría por delante, al menos, a medio millón personas [1], aunque otras fuentes suben esta cifra a 2 millones[2].

5 de mayo, Día de la Liberación en los Países Bajos. Se conmemora el fin de la ocupación Nazi en los Países Bajos en 1945. El total de muertos a consecuencia de la Segunda Guerra Mundial en el país de los tulipanes: 240 000. Un 2.1% de la población[3].

Ambos países tienen a día de hoy dos coronas: una vírica y otra política. Creo que todos estaremos de acuerdo, independientemente de nuestros colores políticos, que la microscópica es la que más le pesa a ambos países en este momento.

Hoy me permito reflexionar. No soy historiador ni analista, soy físico (afortunadamente vuelvo a estar convencido de esto). Mis referencias son la Muy Interesante, la Wikipedia, y Google. Pero pienso en velocidades, cambios, intervalos y eventos. Supongamos un intervalo de tiempo, y un caudal que cruza ese intervalo. Los diferentes eventos a considerar serán a) la Guerra Civil en España, b) la Segunda Guerra Mundial en los Países Bajos, o c) el COVID-19 en España o los Países Bajos. Y el caudal, el número de fallecidos [4]. Caronte, sácate la calculadora y compruébame la tabla, porque me cuesta digerirla.

Evento

Comienzo

Fin

Días (approx.)

Total fallecidos

Fallecidos/día

Guerra Civil Española

17 de Julio de 1936 

1 April 1939

620

500 000

508

COVID-19, España

31 de enero de 2020

93

24 543

264

Segunda Guerra Mundial en los Países Bajos

10 de mayo de 1940

5 May 1945

1820

240 000

132

COVID-19,

Países Bajos

27 de febrero de 2020

65

4 893

75

La conclusión es clara. El número de fallecidos por día debido al COVID-19, aunque muy por debajo de los números de la cruenta Guerra Civil Española, apunta dimensiones bélicas. La humanidad está en guerra contra un enemigo común e invisible. Lamentablemente, no estamos tan unidos como deberíamos, ni entre países ni entre personas. Siento la división entre la Europa del norte y del Sur ensancharse día a día, partiendo de la falta de medidas comunes contra la crisis a nivel Europeo. Cuando pase lo peor de esta crisis, la diferencia entre países podría ser abismal. 

Como en toda guerra, el adormecido instinto de supervivencia se despierta: todos pensamos en nosotros mismos y nuestro futuro. Sin embargo, en esta guerra no habrá fotos de Capa, sino de personal sanitario exhausto. Son ellos, y los investigadores que trabajan contra reloj buscando una cura, contra el maldito virus. No me atrevo a plantearme qué bando tiene ventaja ahora mismo. Solo sé que esta guerra solo se gana siendo racionales, y tomando las precauciones necesarias para evitar en lo posible la propagación del virus. 

Me gustaría acabar con una nota optimista: las cosas irán a mejor. La Tierra se ha recuperado. Y la debilidad del sistema social-económico actual ha sido puesta en evidencia.  Honestamente, prefiero una guerra de la humanidad contra un virus que una guerra en la que no atomizamos entre nosotros. Confío en que, como especie, saldremos mejor de esta crisis.

Me despido desde la comodidad de mi encierro moderado, con la tristeza natural nacida de saber que nada volverá a ser igual. Espero que me perdonen el posible macabrismo que algunos puedan leer entre estas líneas. Sólo son números; la forma de lidiar con esta crisis está, en gran medida, en nuestras cabezas. Es allí donde podemos, y debemos, ganarle el pulso al virus.

Salud y absencia de corona para tod@s.

Referencias:

[1]https://www.scientificamerican.com/espanol/noticias/recopilando-el-testimonio-genetico-de-los-muertos-de-la-guerra-civil-espanola/

[2] https://en.wikipedia.org/wiki/Spanish_Civil_War#Death_toll

[3] https://en.wikipedia.org/wiki/World_War_II_casualties

[4] https://gisanddata.maps.arcgis.com/apps/opsdashboard/index.html#/bda7594740fd40299423467b48e9ecf6

¿Por qué morimos antes?

¿Por qué morimos antes?

Buena pregunta, ¿no? Me refiero a los hombres, la esperanza de vida de los cuales es siempre inferior a la de las mujeres, sin importar el país que consideremos. En algunos casos la diferencia es anecdótica, como en Baréin (80 a 79) o en el Pakistán (67 a 66). Ahora bien, también hay casos donde la diferencia es muy notable: en Letonia una mujer vive de media diez años más que un hombre (80 a 70) y en Armenia, 7 (78 a 71). En situaciones intermedias encontramos estados tan variados como España (86 a 80), Libia (75 a 69), EE.UU. (81 a 76), Ecuador (79 a 74), Singapur (85 a 81), Cuba (81 a 77)…

Así pues, parece que podemos establecer con bastante tranquilidad un hecho: los hombres morimos antes. ¿Cómo puede ser? Dada la aparente universalidad del fenómeno, es tentador recurrir a explicaciones biológicas: debe de ser por alguna hormona que tenemos nosotros que ellas no tienen, o al revés. O porque la próstata da más problemas que el útero. O por lo que sea, la cuestión es que es un hecho natural que los hombres morimos antes y, por lo tanto, poca cosa se puede hacer. Simplemente, es así.

Aun así, ¿y si el fenómeno fuese universal sin ser natural? ¿Y si fuera social? No es ninguna majadería, esto. Es muy conocido que el nivel socioeconómico es un factor de riesgo de nuestra salud: los más pobres mueren antes que los ricos. Es un hecho universal y social: nos costaría entender que alguien intentara dar una respuesta a esto en base a genes, hormonas u otros sustratos físicos. No hay un gen de la pobreza con una muerte prematura programada, sencillamente, el hecho de ser pobre lleva asociado toda una serie de elementos (peor alimentación, peor acceso a la sanidad, precariedad, estrés…) que te hacen morir antes. En el caso que nos ocupa, no se trata de afirmar que la biología no tiene ningún papel, que quizá sí, sino de poner el foco en otra cuestión: ¿es posible que el hecho de socializarnos como hombres nos lleve a morir antes?

Y todo apunta en la misma dirección. Parece que las mujeres siguen estilos de vida más saludables que los hombres. Determinadas conductas de riesgo están más presentes en el género masculino, como fumar, conducir sin el cinturón de seguridad o directamente bebido (“¿y quién te ha dicho a ti que quiero que conduzcas pormí?”, nos decía un entrañable ex presidente amante del buen vino).

Acabamos de descubrir que el género es otro factor de riesgo para la salud: si eres hombre estás en el bando perdedor (paradojas del patriarcado). Ahora bien, igual que la pobreza se cura tomando los medios de producción, la masculinidad hegemónica también puede ser analizada y deconstruida. ¡Manos a la obra!

Al parecer, muchas de las maneras que los hombres tienen para demostrar que son hombres son más bien poco saludables: resistirse a ir al médico, porque ir al médico quiere decir reconocer una debilidad, y esto no puede ser; conducir temerariamente, cosa que muestra como controlo mi coche y a mí mismo, porque el “yo controlo” en el fondo va de dominación, que es una cosa muy masculina; saltar un barranco con monopatín como Bart Simpson en un famoso episodio, porque así muestro que nada me da miedo y soy muy valiente; no ponerse protección solar, porque esto de las cremas para la piel es cosa de mujeres, etc. Y después pasa lo que pasa: en los EE.UU. la tasa de muertes por cáncer de piel es el doble entre los hombres que entre las mujeres. No morimos antes por ser hombres (sexo biológico), sino por querer serlo (género).

Así pues, parece que ser hombre implica tener que demostrar que se es un “tipo duro”. Ahora bien, esto se puede demostrar de muchas maneras diferentes: desde practicar escalada hasta meterse en bandas callejeras. Optar por unas opciones u otras dependerá fundamentalmente del nivel económico y entorno social de la persona en cuestión. Los grupos de hombres más marginalizados, que no pueden construir su masculinidad en base a, por ejemplo, tener un buen trabajo, optarán por actividades más arriesgadas. Incluso entre hombres que pensaríamos que no se dejarían influir por estas cuestiones de “machos”, por el hecho de representar masculinidades no hegemónicas, también encontramos conductas de riesgo para reafirmar su masculinidad. Nos referimos, por ejemplo, a gays que se negaban a usar protección contra el sida porque ellos eran muy hombres. Datos recogidos en los años 90 en los EE.UU. indican que los hombres no heterosexuales y los afroamericanos tenían ideas más tradicionales sobre la masculinidad que los otros. En particular, los jóvenes sin trabajo tenían ideas más conservadoras que los adultos ya incorporados al mundo laboral. De alguna manera, todos estos grupos tienden a compensar su marginación o masculinidad no hegemónica con una hipermasculinidad más destructiva.

Riqueza, fuerza física y drogadicción: un tipo duro canónico.

 

Hemos comentado hace un momento que tener un buen trabajo puede ser un recurso para construir nuestra masculinidad que nos hace prescindir otros mecanismos más peligrosos. Ahora bien, si esto es así, no es solo porque el trabajo nos proporciona un salario que nos hace sentir muy bien como proveedores de riqueza a la familia: hay trabajos que también son propios de tipos duros. Y en ellos no escapamos del riesgo. Bomberos, mineros, pescadores, trabajadores de la construcción… Los sectores más masculinizados son también los más peligrosos, con las consiguientes elevadas tasas de mortalidad en el puesto de trabajo.

Ya vemos que nos están apareciendo un montón de factores no biológicos que explican la menor esperanza de vida de los hombres. Hay que huir de los reduccionismos que tienden a naturalizarlo todo: “de acuerdo, sí, todo esto que dices es cierto, pero es así porque los hombres, con la testosterona, somos más violentos, nos gusta el riesgo…”. Esto no hay testosterona que lo explique. Ni supuestos (me atrevería a decir descartados) cerebros masculinos que nos hacen ser de determinadas maneras. Hombres de diferentes grupos sociales construyen sus masculinidades de diferentes formas. Una explicación puramente naturalista siempre quedará coja.

Para acabar, me gustaría destacar que la idea del hombre como fuerte y la mujer como “sexo débil” nos la ha jugado también a los hombres. Nos ha hecho no prestar atención a nuestra salud. Y que no nos la presten. Se ha documentado que los hombres somos despachados más rápidamente de la consulta del médico, o que se nos informa muy poco de cómo hacernos exámenes testiculares, en comparación con la normalidad con que se explica a las mujeres como hacerse exámenes de las mamas. También se nos diagnostican menos depresiones, a pesar de que nos suicidamos más. Todo el rato juega el doble factor: mi machismo me hace no ir al médico porque soy un hombretón; el machismo del médico hará que este no me vea deprimido porque, al fin y al cabo, soy un hombretón.

Es interesante comentar algunos indicadores médicos que han legitimado con “datos objetivos” esta construcción de la mujer como sexo más enfermizo: la utilización de índices como el tiempo de reposo en cama o el uso de atención médica han tendido a patologizara la mujer. No obstante, estos índices más bien explican cómo hombres y mujeres afrontan una enfermedad, y no si están más o menos enfermos. Si partimos del hombre como medida de todas las cosas, es natural concluir que las mujeres son más débiles porque necesitan más tiempo de descanso y van más al médico. Ahora bien, puesto que sabemos que las mujeres viven más (curioso sexo débil, aquel más longevo), quizá las podemos tomar a ellas como referentes de salud. Entonces podríamos concluir que los hombres no descansamos lo suficiente y vamos demasiado poco al médico, motivos que ciertamente ayudan a entender por qué morimos antes. De hecho, en muchos hogares es la mujer la que concierta citas con el médico cuando considera que su marido debe ir. Y quizás estaría bien que empezáramos a cuidarnos a nosotros mismos. Tomemos nota: descansemos y pidamos ayuda cuando la necesitemos. Porque ya se sabe que hombre precavido vale por dos.

 

Este artículo es una traducción al castellano del original publicado en la Revista Maig (en catalán).

Bibliografía

Courtenay, Will H. (2000). “Constructions of masculinity and their influence on men’s well-being: a theory of gender and health”. Social Science & Medicine, 50: 1385-1401.

Criado, Miguel Á. (2015). “No hay un cerebro masculino y otro femenino”. El País. https://elpais.com/elpais/2015/11/30/ciencia/1448904392_009014.html

Global Health Observatory data repository: Life expectancy and Healthy life expectancy. Data by country. http://apps.who.int/gho/data/view.main.SDG2016LEXv?lang=en

Un museo alemán. Sobre la propaganda política del nuevo museo berlinés Futurium.

Un museo alemán. Sobre la propaganda política del nuevo museo berlinés Futurium.

Parece que nunca hemos visto hacia el futuro con tanta angustia e incertidumbre como el día de hoy. El nuevo museo berlinés Futuriumque tiene como tema ese complejo tan lleno y tan vacío del futuro, parece que lo ve sorpresivamente todo muy claro. La exposición está acompañada por una sonrisa constante, un optimismo ingenuo que no logra esconder su trasfondo ideológico. Para decirlo de una buena vez, el Futurium es una de las expresiones más espectaculares y explícitas del green washing alemán, es el espectáculo político de cómo la incertidumbre y el desasosiego actuales encuentran su paliativo en su comercialización, en su consumo.

El futuro, con su pintarrajeada oscura cara, se muestra como consumible, espectacularmente consumible: una exposición abierta sin paredes, columpios gigantes, estructuras en madera de grandes proporciones, robots de distintas formas y tamaños, simulaciones de visitas médicas del futuro, un brazalete como acompañante en el que se puede guardar la información para llevársela a la casa, encuestas que se manejan con la sola mano en el aire y sin pantalla, y muchas otras atracciones que parecen expresar lo que el filósofo Robert Pfaller en Erwachsenensprache llama la infantilización contemporánea de los adultos. Los adultos consumen, disfrutan de una idea de futuro maquillada de atenuada apocalipsis, para cuidar sus nervios, sus infantiles cabezas.

El museo sobre el futuro berlinés es gratis, como deberían serlo todos los museos, solamente que en este caso la democratización de la “cultura” tiene una doble función: pensándolo de otra forma, lo único que consumimos hoy en día de forma gratuita es la propaganda y la publicidad, y si no lo pagamos al ser precisamente consumidores de la misma publicidad (como en Facebook, Twitter, etc.). El cobro de las entradas a un museo garantiza, en nuestro contexto capitalista, de cierta forma su independencia de las políticas y negocios del estado. El hecho de que este museo sea gratuito, es decir que sea subvencionado en su totalidad por el estado, ya introduce una cierta desconfianza al pensarlo dos veces, tomando en cuenta que se trata de un tema de evidente importancia política (¿no es pues el futuro el tema principal de toda teoría política, de toda teoría de la justicia?). Esta desconfianza se ve corroborada al comienzo de la exposición en un segundo plano de un edificio magnífico de metal y vidrio, una fantasía hípster anacrónica del futurismo de los años 60. A la entrada, y a manera de contextualización, el vistante se ve arrinconado hacia el presente con datos socioeconómicos que contextualizan la entrada al “futuro”. Uno de estos datos asegura que el estado alemán ha podido abastecerse desde comienzos de año (no dice cuál tampoco) íntegramente de energías renovables y naturales. Por medio de la evasión de información pareciera que Alemania desde el primero de enero de este año solo se estuviera abasteciendo de energías renovables – sin embargo, buscando un poco en internet, fueron realmente solo unas horas, un solo día, el feriado primero de enero.

Es evidente que en uno de los países más industrializados del planeta, en uno de los centros del problema del calentamiento global, en una potencia en la industria automotriz el hecho de presentarse como héroes en un momento en el que el point of no return ya ha sido dejado atrás, pareciera ser una evidente evasión de culpa y responsabilidad política ante la catástrofe. El museo presenta varios descubrimientos científicos –claramente todos hechos en Alemania y subvencionados por industrias alemanas – que parecen ofrecer el paliativo que las personas necesitan a la pregunta: ¿podremos seguir consumiendo igual (que para muchos es «vivir igual») sin destruir al planeta? Se trata de la exposición de soluciones acrobáticas de la invención de materiales nanotecnológicos, carne in vitro, etc., que parecen desplazar la pregunta fundamental y política de cómo cambiar nuestros hábitos, sí, de cómo cambiar nuestra vida, de cómo cambiar nuestro consumismo, de cómo salir de la máquina al parecer devoradora de todo y sin alternativa llamada capitalismo. Las preguntas políticas y filosóficas que están inevitablemente implícitas en el problema que trata de evaluar el Futurium no aparecen por ningún lado. Es el sueño tecnócrata y positivista alemán, uno que se imagina el futuro como proyección de la producción en el que la vida parece solamente ser eso que los visitantes ven por todos lados: robótica y por ende ausente.

El museo hace la pregunta a manera de slogan: ¿cómo queremos vivir? («Wie wollen wir leben?») y su respuesta es desoladora y al mismo tiempo la más alemana de todas: «queremos vivir alemanamente» parece decir el museo. Por esto mismo es que el Futurium puede ser visto también como el más alemán de los museos en Berlín, sumándosele al Technisches Museum. Si hay algo que ha constituido la cultura y la identidad federal alemana ha sido su positivismo cientifico-indistrial que ahora viene a construir también los propios imaginarios del futuro. El Deutsches Museum en Múnich, al llevar el adjetivo de “deutsch” (alemán) y al tratarse de un museo sobre la historia de la industria y la tecnología, parece corroborar lo que digo: no hay nada más alemán que la excesiva industrialización (su paisaje por excelencia son las chimeneas de la Región del Ruhr). Ahora bien, hay algo más que persigue la política alemana a toda costa y es evitar la pesadilla de la mala consciencia (sus políticas internacionales frente al ultraje israelí contra los palestinos es otro ejemplo) que sigue cargando desde la segunda guerra: el Futurium trata de asumir la tarea de lidiar con la mala consciencia de una responsabilidad ineludible con el futuro que carga Alemania al ser potencia industrial. La solución es presentar un fantasma ideológico de un planeta deshumanizado, robótico, industrial completamente: una sola Región del Ruhr. 

Matemáticas de destrucción masiva

Matemáticas de destrucción masiva

Desde que Isaac Newton pusiera de relieve la utilidad del lenguaje matemático más allá de la geometría, y en paralelo a los siempre sorprendentes avances científicos y tecnológicos, se ha generado un halo de prestigio alrededor de este particular lenguaje.

Un lenguaje que, como tal, es parcial: no permite una comunicación amplia como si lo permiten el alemán, el francés, el árabe o el quechua. Aún así, la fascinación generada a consecuencia de su idoneidad para describir y anticipar distintos fenómenos de nuestra realidad es cada vez mayor.

Al unir estas fantásticas capacidades con la disciplina paradigmática del consumismo, el marketing y el idioma de lustrar conceptos; sucede lo propio y, sorpresa, tenemos la nueva doctrina mágica de nuestro sistema económico: los datos.

Big Data, Data Analytics, Smart Data, o el algo más castizo “basado en datos”. Día tras día llevamos tiempo escichando la misma canción. Una canción que, una vez la intentamos representar nosotros, nos sorprende con sus virtudes. Además, seguramente conozcamos a algún “experto en datos” o, en un caso rozando lo fatídico, los seamos nosotros mismos.

Este artículo no pretende negar la mayor: un buen análisis de la información disponible es imprescindible para tomar buenas decisiones. Los datos correctamente tratados son una herramienta muy adecuada y precisa para tal tarea. Aún así, es necesario conocer sus límites y, ante todo, los sesgos de todos aquellos entusiastas lanzados a “analizar datos” con un descontrol muy propio de la pubertad.

Cathy O’Neil era una de esas. Ella misma se autodenominaba científica de datos. Una persona con una carrera académica y profesional brillante a base de usar las matemáticas para identificar patrones. Hasta que un día, como San Pablo, cayó del caballo y vio la luz. Esos datos mágicos, responden a fenómenos en el mundo real, fenómenos muchas veces vinculados a individuos. A personas. A tí, querido lector, y a mí.

La sobreexcitación en el uso del dato empieza a emponzoñarse, a dejar ver los problemas existentes. Cuando se elaboran modelos automatizados, los datos empiezan a tomar decisiones que nos afectan directamente. Los modelos automatizados generan resultados que, a su vez, retroalimentan al modelo, reafirmando cualquier sesgo sufrido por los primeros resultados. Y empezamos a sufrir sus consecuencias en nuestro día a día: en nuestra economía, en nuestra educación, en nuestro trabajo e incluso en nuestro estatus jurídico y político.

A partir de una serie de casos mediáticos y bien documentados (a mi parecer, un factor común en el ensayo estadounidense) la autora empieza a hilar una serie de injusticias resultantes del uso incontrolado de estos modelos. O’Neil elabora un claro paralelismo al nombrar estos modelos Weapons of Math Destruction, cuyo acrónimo WMD se popularizó durante el mandato de George Bush Jr. debido a la acusación sobre Iraq de la tenencia ilícita de Weapons of Mass Destruction.

Según la autora, hay tres elementos clave que se deben dar para poder considerar un modelo como una Arma de Destrucción Matemática. Primero, la magnitud; ¿cuánta gente se verá afectado por ello? Segundo, la retroalimentación del modelo; ¿recibe éste información sobre qué errores comete o únicamente bebe de sus propios datos sesgados? Finalmente, la opacidad; ¿es posible entender cómo funciona el modelo para ofrecer sus resultados?

El libro va más allá del mero aviso sobre el exceso de celo en el uso de modelos computerizados: aboga por un uso más responsable. Para O’Neil la solución pasa por enseñar, junto a la programación y la estadística, ética. Si los estudiantes aprenden sobre las consecuencias de su trabajo, serán más cuidadosos en su desempeño. Su propuesta: Juramento hipocrático para la nueva economía digital.

Me parece un comienzo encomiable y un buen cierre para el libro, tal como lo ha desarrollado la autora. Por mi parte eché de menos el abordar con mayor profundidad una hipótesis: la relación entre humanidades y ciencia. Es probable que la autora no aborde con profundidad este punto ya que no llega a tratar la CIENCIA, solamente los modelos matemáticos.

Aun así, apunta al desconocimiento de muchos “científicos de datos” sobre como la inescapable telaraña de la sociedad contemporánea esta constituida por elementos y sesgos culturales.

O’Neil reconoce modelos sesgados. Hasta cierto punto, incluso lo defiende como parte del proceso de evolución del modelo hacia una herramienta mejor. Otra cosa muy distinta son los sesgos de sus creadores. Estos pueden entrar el modelo y definir una realidad prejuzgada, impidiendo así el correcto análisis de los fenómenos.

Al final de la lectura (tanto del libro como de mi crítica) es necesario recordar la importancia de este fenómeno. Mi voluntad no es negar el uso de estos modelos, ni impedir abrazar la senda del análisis. Al igual que la autora del libro, considero demasiado grandes las potenciales pérdidas si se renuncia a este tipo de herramientas.

Sin embargo, debemos ser cautos. Aprender y preguntar dos veces cuando estamos frente a éstos modelos. Lo que nos anula como ciudadanos es el desconocimiento y la falta de voluntad de explicarnos estos modelos. Nuestro deber es buscar respuestas, bien aprendiendo las herramientas o bien exigiendo explicaciones no guiadas por un Deus Ex Machina. La curiosidad es nuestro camino al empoderamiento.

 

 

Ciencia galante o pedante: feminidad y masculinidad en el estilo de la ciencia de los siglos XVII y XVIII

Ciencia galante o pedante: feminidad y masculinidad en el estilo de la ciencia de los siglos XVII y XVIII

¿Cómo se escribe la ciencia? Podemos tomar algún artículo de una revista científica al azar para examinarlo, o incluso una entrada de la Wikipedia. Hallaremos en todos los casos algunos aspectos en común: un lenguaje sobrio, preciso, riguroso, a poder ser sin exceso de pompa y, por supuesto, en prosa. El tema es que no siempre ha sido así.

De hecho, en el siglo XVII estaba en plena efervescencia el debate sobre cómo debía ser el lenguaje científico. Es este un siglo interesante por la confluencia (y los conflictos) de la cultura erudita (los que usan la cabeza) con la cultura técnica y artesanal (los que usan las manos). La Revolución Científica de Galileo y compañía nace, dicho deprisa y corriendo, por la unión del pensamiento teórico con la práctica experimental: es la síntesis de ambos mundos. La ciencia ya no puede ser solo contemplativa: para saber, hay que hacer, fabricar, manipular. Tanto es así, que incluso para observar hay que ser artesano: Galileo se fabricaba sus propios telescopios.

La cuestión es que estos dos mundos habían estado separados hasta entonces: los eruditos usaban las manos solo para escribir y los artesanos usaban la cabeza para seguir recetas que se sabía que funcionaban; ni a los unos les interesaba aprender oficios, ni a los otros teorizar. Un ejemplo clásico de esta separación entre mundos es el del médico que lee la lección de anatomía a los universitarios desde un atril, mientras el cirujano va mostrando las partes del cuerpo sobre el cadáver.

Es cuando los eruditos empiezan a interesarse por el mundo de los artesanos y leen sus textos (mucho más pedestres que los escritos por ellos) que se plantean cómo hay que explicar la ciencia. En la Royal Society, posiblemente el primer club de científicos (se fundó en 1662), lo tenían claro. A sus miembros se les exigía:

una manera de hablar discreta, desnuda, natural […] la claridad propia de las matemáticas; una preferencia por el lenguaje de los artesanos, de los campesinos, de los mercaderes, más que por el de los filósofos.

Un lenguaje claro y conciso, sin grandes ornamentaciones retóricas. Lo importante es el rigor, no demostrar lo muy bien que sabemos escribir. Y aquí podría terminar este artículo, y nos iríamos a dormir pensando incluso que los científicos de la Royal Society tenían razón. Pero hay más.

En el debate sobre escribir de forma seca y técnica o de forma alegórica, elaborada e incluso poética, se dejan entrever cuestiones de género también. La nueva ciencia que surge en el siglo XVII, caracterizada por este uso de instrumentos y experimentos para forzar a la naturaleza a manifestarse en determinadas situaciones concretas, es una ciencia basada en la dominación de la naturaleza, en agarrarla y “torturarla” hasta que confiese sus secretos (es activa). La de los antiguos era una ciencia basada en la observación empírica y la teorización. Por observación empírica se entiende únicamente la contemplación de lo que hay, sin modificarlo. Obviamente, si queremos estudiar la naturaleza, hay que estudiarla tal y como es, no mediante artefactos. No se puede mezclar lo artificial con lo natural. De este modo, recibiremos los conocimientos de la naturaleza tal y como es, que es lo que queremos (la ciencia antigua es contemplativa y pasiva). Estas cualidades hicieron que algunos modernos acusaran a los antiguos de ser demasiado “femeninos”: la nueva ciencia, en cambio, exigía virilidad, era una ciencia “masculina”.

Una ciencia masculina requería un estilo masculino: la galantería y la suavidad de la poesía no parecían encajar demasiado bien en ese ideal. Sobraban. Sobraban tanto como las mujeres que, lógicamente, eran femeninas.

Bajo su influencia, se quejaba Rousseau, los hombres se vuelven afeminados, por no hablar de que tienen que rebajar su discurso para que ellas les entiendan, resultando en la decadencia de las artes y las letras en Francia. Poca broma. Para Rousseau, lo importante del discurso eran las razones, no que este fuera muy pulido y educado. Los hombres no se siguen la corriente en las conversaciones, sino que se defienden con todas las armas para imponer su argumento. Esta es la forma correcta de dialogar y escribir, de forma tajante y clara, con fuerza y vigor, una fuerza y vigor que no son solo mentales, sino físicas. Y ya sabemos quién es el “sexo débil”… Rousseau, en definitiva, pensaba que los hombres debían reunirse en asociaciones similares a la Royal Society de sus colegas ingleses, para hablar de cosas de hombres, mientras las mujeres debían quedarse en casa haciendo sus cosas de mujeres.

 

Rousseau (1712-1778): revolucionario para algunas cosas, pedante para otras.

 

Tampoco vayamos a ser muy duros con Rousseau, porque el hecho de que las mujeres eran una mala influencia se “sabía” de hacía tiempo. Los grandes intelectuales de la Edad Media, los clérigos, eran célibes. Igual que los profesores de las universidades de Oxford y Cambridge, a los que les estaba prohibido casarse hasta bien entrado el siglo XIX, porque ya se sabe que (palabras del historiador inglés William Alexander):

Los doctos y estudiosos se han opuesto con frecuencia a la compañía femenina, que tanto enerva y relaja la mente y la hace tan proclive a la nimiedad, la ligereza y la disipación, ya que hace totalmente incapaz de la aplicación que es necesaria si se quiere destacar en cualquiera de las ciencias.

¿Qué pasaba en Francia, para que Rousseau se quejara tanto? Según Karl Joël, un historiador decimonónico, lo que pasaba es que en la Ilustración francesa “la mujer era filosófica y la filosofía era mujeril”. ¿Cómo es esto posible?

El estilo refinado y hasta poético que se pretendía desechar de la ciencia (y de paso a las mujeres que lo encarnaban) era el estilo de la cultura cortesana y los salones. Es evidente que en el ambiente aristocrático había mezcla de hombres y mujeres que podían charlar con la delicadeza y galantería que nos han enseñado las películas y series de televisión. Por otro lado, los salones eran eso, “salones”, literalmente estancias de una residencia regentados habitualmente por mujeres donde los invitados e invitadas iban a discutir de filosofía, arte, literatura, ciencia… Los asistentes a los salones se llamaban a sí mismo savants, sabios que combinaban conocimiento con buenas maneras. A los que solo se dedicaban a lo primero, por el contrario, les llamaban pédantsAnne-Thérèse de Marguenat de Courcelles, marquesa de Lambert, una famosa salonnière (anfitriona de su salón), en el fondo estaba de acuerdo con Rousseau: “los hombres que se apartan de las mujeres pierden la cortesía, la suavidad y esa fina delicadeza que solo se adquiere en la presencia de mujeres”. En efecto, los hombres rodeados de mujeres sí que son más afeminados, en el sentido descrito. La cuestión es que esto, lejos de ser un defecto, es una cualidad deseable.

 

Madame Lambert (1647-1733), salonnière defensora del estilo refinado.

 

Nótese que a los salones asistían felizmente hombres y mujeres que discutían en pie de igualdad en un espacio femenino, en el sentido de que la anfitriona era mujer. Esto desconcertaba a los ingleses, por ejemplo, que desconfiaban de una sociedad en la que las mujeres hablaran de “temas de hombres”. Algunos se preguntaban cómo era posible que no solo las mujeres no se retirasen de la mesa después de comer, sino que los hombres no mostrasen intención de querer echarlas. Qué locura.

Para Georges Louis Leclerc, conde de Buffon y sabio de la historia natural, en cambio, era propio de naciones refinadas que las mujeres estuvieran en igualdad de condiciones, puesto que debía ser la cortesía la guía de las relaciones entre los dos sexos, y no el uso tiránico de la fuerza para someter al (a la) débil, propio de salvajes e incivilizados.

 

Buffon (1707-1788), un inesperado “aliado” sabio entre la nobleza.

 

Es importante destacar que el estilo femenino no era por ello necesariamente el de las mujeres. Había hombres como Hume o Diderot que se sentían bien cómodos con este tipo de discurso. El ya citado Buffon redactó un panegírico de bienvenida a un nuevo miembro de la Académie Française en el que dijo que tenía treinta años en lugar de veintisiete para mantener el ritmo de la frase. Hasta ahí llegaba la poesía. Pero a este estilo se le acumulaban los problemas: con la Revolución Francesa, un estilo asociado no solo a las mujeres, sino a la aristocracia, no ganaba para disgustos.

Por supuesto, también había mujeres que defendían el uso de un estilo masculino en el sentido que hemos caracterizado aquí. La intelectual inglesa Judith Drake consideraba que escribir de forma galante era una imposición indeseada y notó que muchos criticaban su Essay in Defence of the Female Sex por estar escrito de forma masculina.

Ya sabemos quién ganó la batalla. Los defensores de las tesis de Rousseau y la Royal Society se fueron imponiendo poco a poco. A finales del siglo XVIII ya estaba claro que la literatura era una cosa y la ciencia, otra. De alguna forma, encontramos la típica división entre ciencias y letras que hoy en día se sigue estilando. Y la típica categorización de las mujeres con las letras y los hombres con las ciencias: el estilo femenino, ya desterrado de las ciencias, se había llevado consigo a las mujeres (independientemente de cómo escribieran) y marcaba a los hombres los límites que no debían cruzar en su manera de expresarse.

El caso Alfie Evans y la ética médica

El caso Alfie Evans y la ética médica

En caso de Alfie Evans -el bebé que sufría una enfermedad degenerativa desconocida y que murió el pasado sábado después de ser desconectado del soporte vital- lleva muchos meses en la prensa del Reino Unido, desde que en diciembre de 2017 el desacuerdo entre la familia y el equipo médico llegara a los tribunales. En cambio, hace apenas un mes que la prensa española se ha hecho eco del caso -algunos medios con más rigor que otros-, justo a tiempo de cubrir la parte más sensacionalista, con la visita del padre de Alfie al Papa Francisco -que ha expresado públicamente su soporte a la familia-, huestes de activistas pro-vida concentrándose alrededor del hospital e incluso la curiosa injerencia del gobierno italiano, que concedió a Alfie la nacionalidad para facilitar su traslado al hospital infantil Bambino Gesù de Roma, donde sus padres deseaban que fuera tratado.

Basta leer la multitud de comentarios en las redes sociales para ver que el caso ha conmovido al mundo entero, que mayoritariamente se ha posicionado a favor de la lucha de la familia por no desconectar al bebé. Algunos medios han llegado a cuestionar que el estado (por medio de los tribunales) pueda imponer su voluntad a la de los padres. Pero lo que olvidan es que, mientras en algunos países los jueces se toman la libertad de juzgar si una víctima de violación ha disfrutado demasiado durante dicho «abuso», en el Reino Unido los jueces han escuchado la opinión de los expertos médicos. Son, pues, los profesionales médicos los que consideraron que continuar manteniéndolo artificialmente con vida sería «cruel e inhumano», decisión que distintos tribunales ingleses compartieron y en la que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no vio ninguna evidencia de violación de los derechos humanos.

 

Manifestantes delante del hospital Alder Hey de Liverpool, donde estaba ingresado Alfie Evans.

 

Actualmente la medicina ha logrado reducir enfermedades antes mortales a simples molestias temporales, que pueden curarse fácilmente con medicamentos o intervenciones quirúrgicas. Por ello resulta tan difícil aceptar que una enfermedad sea incurable y que ni siquiera exista un tratamiento experimental para seguir luchando. Este era el caso de Alfie Evans. Su cerebro se estaba desintegrando progresivamente por una causa desconocida, y no había modo de pararla aunque lo trasladaran a otro hospital, ya que nadie propuso en ningún momento un posible tratamiento (ni siquiera el equipo médico del hospital italiano que tanto insistía en el traslado). Los padres, como es natural, se resistían a dejarlo morir, y se podría pensar que eso era lo mejor para el bebé, ya que manteniéndolo con vida se dejaba la puerta abierta a identificar la causa de la degeneración y tal vez encontrar un tratamiento efectivo en el futuro.

Pero aquí es donde entran en juego los comités de ética de los hospitales: las decisiones de un equipo médico tiene consecuencias más allá de la vida o la muerte del paciente, y es su deber considerarlas independientemente de los deseos de los familiares, especialmente cuando el paciente no puede participar en la toma de la decisión, como era el caso. El examen médico del bebé, que se encontraba en estado semivegetativo, revelaba que el cerebro sufría daños irreversibles y que solo era capaz de generar convulsiones. La práctica totalidad del tejido cerebral estaba destruido, siendo remplazado por agua y fluido cerebroespinal. A finales de febrero, los escáneres cerebrales indicaban que las conexiones neuronales básicas para los sentidos -vista, oído, tacto y gusto- habían desaparecido, lo que significaba que Alfie jamás sería capaz de interactuar con su entorno. Incluso si se hubiera logrado encontrar una cura, el tratamiento solo pararía la degeneración de lo que para entonces quedara de cerebro, pero el tejido destruido es irrecuperable, condenando a Alfie a una vida aislada, sin poder sentir ni reaccionar a ningún estímulo. Es más, nuestra conciencia -nuestros recuerdos, nuestra personalidad, en resumen, nuestra identidad- está inevitablemente ligada al tejido cerebral y a las conexiones entre las neuronas que lo forman. Suponiendo que en el momento de tratar la enfermedad quedara suficiente tejido vivo para mantener de forma autónoma las funciones vitales, no hay ninguna garantía de que siguiera albergando algún tipo de conciencia, cosa que tampoco podría ser comprobada dado que el bebé no tendría ya capacidad alguna para comunicarse. ¿Qué médico con un mínimo de empatía con su paciente (en este caso Alfie, y no sus padres) se atrevería a condenarlo a vivir reducido a un mero contenedor de órganos sin conciencia? O incluso peor, ya que si en efecto conservara algo de conciencia, ¿que clase de infierno sería su vida? Es en base a estas evidencias, ignoradas en la mayoría de informaciones publicadas por los medios, que los médicos del hospital Alder Hey de Liverpool consideraron la desconexión del soporte vital lo mejor para su paciente, opinión que fue confirmada por médicos externos de hospitales alemanes e italianos. El juez Hayden consideró que «a nivel intelectual, el Sr Evans se mostró capaz de comprender la complejidad de la evidencia médica, pero ha sido del todo incapaz de hacerlo a nivel emocional «. Lo cual es perfectamente comprensible, y por ese motivo existen los comités de ética.

 

Antecedentes polémicos: el caso Charlie Gard

Si el caso de Alfie suponía una decisión relativamente «fácil» para los médicos, ya que no existía tratamiento posible, más complicada debió ser la decisión en el caso del también inglés Charlie Gard, que fue desconectado del soporte vital y falleció el pasado mes de julio, a los pocos días de cumplir un año de vida. La enfermedad de Gard -un raro desorden genético- pudo ser diagnosticada y, a pesar de que tampoco existe tratamiento para ella, unos cuantos médicos propusieron tratamientos experimentales. Inicialmente, el equipo médico que trataba al bebé en un hospital de Londres aceptó someterlo a un tratamiento experimental propuesto por un médico de Nueva York, Michio Hirano. Todo cambió cuando complicaciones de la enfermedad causaron a Charlie daños cerebrales irreversibles, con lo que el comité de ética descartó seguir con el tratamiento al considerarlo inútil. Hirano, que no había examinado a Charlie directamente ni había visto ninguna de las pruebas que se le habían realizado, seguía insistiendo en el tratamiento experimental, afirmando que recientes datos sugerían una probabilidad de éxito mayor que la esperada inicialmente. La familia intentó entonces el traslado a Nueva York, y ante la negativa del hospital el caso acabó en los tribunales. El impacto mediático fue enorme, con la implicación del Papa Francisco e incluso un tweet de Donald Trump, mientras desde los Estados Unidos aprovechaban para señalar a la titularidad pública del sistema de salud británico como la causa del conflicto. Expertos en genética y en ética criticaron duramente las interferencias políticas, considerándolas crueles y contraproducentes. Las reacciones en las redes sociales fueron todavía más agresivas, incluyendo amenazas de muerte a miembros del personal del hospital. Al final, siete meses más tarde, y a petición del juez, Hirano viajó a Londres para examinar personalmente a Charlie, tras lo cual reconoció que el daño cerebral era peor de lo que él imaginaba y que el tratamiento era, en efecto, inútil. Llegados a este punto, la familia aceptó voluntariamente la decisión de retirar el soporte vital a Charlie.

 

Vivir con las consecuencias

Casos como los de Alfie y Charlie seguirán provocando consternación, y es difícil no posicionarse al lado de las familias. Sin embargo, es importante comprender todas las consecuencias que hay detrás de una decisión médica, y no únicamente cuando el paciente no puede dar su opinión. Los adultos que sufren enfermedades graves se aferrarán a cualquier oportunidad de luchar por su vida. En ocasiones caerán en manos de charlatanes que con sus promesas de curación milagrosa les llevarán a una muerte segura (y, de momento, la legislación vigente no nos protege de ellos). En otras, la fuente de esperanza serán tratamientos inútiles o incluso experimentales, cuyos efectos estén todavía por probar. La cuestión es, ¿está el paciente capacitado para asumir la responsabilidad de la decisión? ¿Debemos proteger a los pacientes ante médicos ansiosos de probar tratamientos tan novedosos como potencialmente peligrosos? ¿Y a los mismos médicos que, presionados por sus pacientes, pueden tomar decisiones que los pueden atormentar de por vida?

El prestigioso neurocirujano Henry Marsh afirmaba en una entrevista que «lo difícil de mi trabajo no es operar. Lo complicado es decidir si hacerlo o no. Y vivir con las consecuencias». Marsh plantea muy bien estas cuestiones en su precioso libro Do no harm (Ante todo, no hagas daño, en la edición española de Salamandra), en el que, por ejemplo, cuenta como a menudo se arrepintió de acceder a operar de nuevo a pacientes con tumores reincidentes e incurables, que lo presionaban con la esperanza de qué la intervención alargara su vida algunos meses más, y que al final acababan muriendo incluso antes, de forma dolorosa, a causa de complicaciones de la operación. Pero, ¿como decirle a un paciente que intentar curarlo puede ser peor? Además, se da la paradoja que nuestra sociedad exige a los médicos que mantengan con vida los pacientes a toda costa, pero si por ello su calidad de vida se ve reducida a límites insoportables, no se les permite ayudarles a morir de forma digna. Y la condición legal de la eutanasia sí que depende del estado y las leyes que promulga, y no de los profesionales médicos que tienen que sufrir y mitigar las consecuencias.

 

Entre el terror y la ciencia ficción

El neurocirujano Sergio Canavero junto a Valery Spiridonov, voluntario para someterse a un transplante de cabeza.

 

Más alarmantes son las consecuencias de la ambición del neurocirujano italiano Sergio Canavero, que anunció su intención de llevar a cabo un transplante de cabeza (es decir, transplantar la cabeza de un paciente al cuerpo sano de un donante con muerte cerebral). A pesar de que Canavero solo ha probado su técnica en cadáveres (y que, de momento, no ha presentado ninguna evidencia fiable de que funcione, evitando dar detalles siempre que se lo preguntan), ya está planeando realizar el procedimiento con pacientes vivos que se han presentado voluntarios, y lo quiere hacer en China, ya que en Europa los comités éticos se lo impedirían. Es comprensible que un paciente de 30 años con una enfermedad degenerativa incurable decida arriesgarlo todo con una operación, hasta puede que se lo plantee como una contribución al avance de la ciencia. Pero, ¿debe la comunidad médica permitirlo? Incluso si la operación tiene éxito y el paciente no muere, se desconoce por completo cual va a ser su estado posterior. Hay quien piensa que su destino puede ser mucho peor que la muerte, con dolores inimaginables, cambios profundos de personalidad y crisis de locura nunca vistas, causadas por los intentos del cerebro de reconectarse con su nuevo cuerpo. ¿El beneficio que supondría tal operación para toda la humanidad justifica el tormento de los primeros conejillos de indias? No hay una respuesta única a esta pregunta, por esa razón la decisión debe ser consensuada por los comités éticos. Lo que no impide el avance de la ciencia: Canavero es un émulo de Viktor Frankenstein, que al descubrir el secreto de la vida decide empezar a lo grande, creando él solo y en secreto una criatura de dimensiones humanas; pero la verdadera ciencia avanza paso a paso, probando cada descubrimiento para comprobar si funciona. Mientras Canavero busca voluntarios para su experimento, la comunidad médica le recrimina que, si realmente dispone de la tecnología para reconectar una médula espinal, ¿por qué no la usa primero para curar a pacientes con lesiones medulares, en lugar de empezar con el caso mucho más complejo e incierto del transplante de cabeza?

 

El paciente ante todo

Manteniéndoles artificialmente con vida, los equipos médicos de Alfie Evans y Charlie Gard podrían haber alcanzado reconocimiento (y seguramente dinero en forma de fondos para nuevas investigaciones) descubriendo nuevos tratamientos para sus dolencias, a pesar de que, con ello, ni Alfie ni Charlie habrían ganado nada en calidad de vida. Decidieron, en cambio, priorizar el beneficio del paciente por delante de intereses económicos o profesionales, y no permitir que su sufrimiento se prolongara o aumentara artificialmente. No es una decisión fácil, y por desgracia hay que tomarla diariamente en hospitales de todo el mundo y en pacientes de todo tipo, ancianos, jóvenes y bebés. Sus médicos no merecen reproches por ello, y mucho menos amenazas como las que han llegado a recibir en estos dos casos que han saltado a la palestra de la opinión pública.