¿Por qué morimos antes?

¿Por qué morimos antes?

Buena pregunta, ¿no? Me refiero a los hombres, la esperanza de vida de los cuales es siempre inferior a la de las mujeres, sin importar el país que consideremos. En algunos casos la diferencia es anecdótica, como en Baréin (80 a 79) o en el Pakistán (67 a 66). Ahora bien, también hay casos donde la diferencia es muy notable: en Letonia una mujer vive de media diez años más que un hombre (80 a 70) y en Armenia, 7 (78 a 71). En situaciones intermedias encontramos estados tan variados como España (86 a 80), Libia (75 a 69), EE.UU. (81 a 76), Ecuador (79 a 74), Singapur (85 a 81), Cuba (81 a 77)…

Así pues, parece que podemos establecer con bastante tranquilidad un hecho: los hombres morimos antes. ¿Cómo puede ser? Dada la aparente universalidad del fenómeno, es tentador recurrir a explicaciones biológicas: debe de ser por alguna hormona que tenemos nosotros que ellas no tienen, o al revés. O porque la próstata da más problemas que el útero. O por lo que sea, la cuestión es que es un hecho natural que los hombres morimos antes y, por lo tanto, poca cosa se puede hacer. Simplemente, es así.

Aun así, ¿y si el fenómeno fuese universal sin ser natural? ¿Y si fuera social? No es ninguna majadería, esto. Es muy conocido que el nivel socioeconómico es un factor de riesgo de nuestra salud: los más pobres mueren antes que los ricos. Es un hecho universal y social: nos costaría entender que alguien intentara dar una respuesta a esto en base a genes, hormonas u otros sustratos físicos. No hay un gen de la pobreza con una muerte prematura programada, sencillamente, el hecho de ser pobre lleva asociado toda una serie de elementos (peor alimentación, peor acceso a la sanidad, precariedad, estrés…) que te hacen morir antes. En el caso que nos ocupa, no se trata de afirmar que la biología no tiene ningún papel, que quizá sí, sino de poner el foco en otra cuestión: ¿es posible que el hecho de socializarnos como hombres nos lleve a morir antes?

Y todo apunta en la misma dirección. Parece que las mujeres siguen estilos de vida más saludables que los hombres. Determinadas conductas de riesgo están más presentes en el género masculino, como fumar, conducir sin el cinturón de seguridad o directamente bebido (“¿y quién te ha dicho a ti que quiero que conduzcas pormí?”, nos decía un entrañable ex presidente amante del buen vino).

Acabamos de descubrir que el género es otro factor de riesgo para la salud: si eres hombre estás en el bando perdedor (paradojas del patriarcado). Ahora bien, igual que la pobreza se cura tomando los medios de producción, la masculinidad hegemónica también puede ser analizada y deconstruida. ¡Manos a la obra!

Al parecer, muchas de las maneras que los hombres tienen para demostrar que son hombres son más bien poco saludables: resistirse a ir al médico, porque ir al médico quiere decir reconocer una debilidad, y esto no puede ser; conducir temerariamente, cosa que muestra como controlo mi coche y a mí mismo, porque el “yo controlo” en el fondo va de dominación, que es una cosa muy masculina; saltar un barranco con monopatín como Bart Simpson en un famoso episodio, porque así muestro que nada me da miedo y soy muy valiente; no ponerse protección solar, porque esto de las cremas para la piel es cosa de mujeres, etc. Y después pasa lo que pasa: en los EE.UU. la tasa de muertes por cáncer de piel es el doble entre los hombres que entre las mujeres. No morimos antes por ser hombres (sexo biológico), sino por querer serlo (género).

Así pues, parece que ser hombre implica tener que demostrar que se es un “tipo duro”. Ahora bien, esto se puede demostrar de muchas maneras diferentes: desde practicar escalada hasta meterse en bandas callejeras. Optar por unas opciones u otras dependerá fundamentalmente del nivel económico y entorno social de la persona en cuestión. Los grupos de hombres más marginalizados, que no pueden construir su masculinidad en base a, por ejemplo, tener un buen trabajo, optarán por actividades más arriesgadas. Incluso entre hombres que pensaríamos que no se dejarían influir por estas cuestiones de “machos”, por el hecho de representar masculinidades no hegemónicas, también encontramos conductas de riesgo para reafirmar su masculinidad. Nos referimos, por ejemplo, a gays que se negaban a usar protección contra el sida porque ellos eran muy hombres. Datos recogidos en los años 90 en los EE.UU. indican que los hombres no heterosexuales y los afroamericanos tenían ideas más tradicionales sobre la masculinidad que los otros. En particular, los jóvenes sin trabajo tenían ideas más conservadoras que los adultos ya incorporados al mundo laboral. De alguna manera, todos estos grupos tienden a compensar su marginación o masculinidad no hegemónica con una hipermasculinidad más destructiva.

Riqueza, fuerza física y drogadicción: un tipo duro canónico.

 

Hemos comentado hace un momento que tener un buen trabajo puede ser un recurso para construir nuestra masculinidad que nos hace prescindir otros mecanismos más peligrosos. Ahora bien, si esto es así, no es solo porque el trabajo nos proporciona un salario que nos hace sentir muy bien como proveedores de riqueza a la familia: hay trabajos que también son propios de tipos duros. Y en ellos no escapamos del riesgo. Bomberos, mineros, pescadores, trabajadores de la construcción… Los sectores más masculinizados son también los más peligrosos, con las consiguientes elevadas tasas de mortalidad en el puesto de trabajo.

Ya vemos que nos están apareciendo un montón de factores no biológicos que explican la menor esperanza de vida de los hombres. Hay que huir de los reduccionismos que tienden a naturalizarlo todo: “de acuerdo, sí, todo esto que dices es cierto, pero es así porque los hombres, con la testosterona, somos más violentos, nos gusta el riesgo…”. Esto no hay testosterona que lo explique. Ni supuestos (me atrevería a decir descartados) cerebros masculinos que nos hacen ser de determinadas maneras. Hombres de diferentes grupos sociales construyen sus masculinidades de diferentes formas. Una explicación puramente naturalista siempre quedará coja.

Para acabar, me gustaría destacar que la idea del hombre como fuerte y la mujer como “sexo débil” nos la ha jugado también a los hombres. Nos ha hecho no prestar atención a nuestra salud. Y que no nos la presten. Se ha documentado que los hombres somos despachados más rápidamente de la consulta del médico, o que se nos informa muy poco de cómo hacernos exámenes testiculares, en comparación con la normalidad con que se explica a las mujeres como hacerse exámenes de las mamas. También se nos diagnostican menos depresiones, a pesar de que nos suicidamos más. Todo el rato juega el doble factor: mi machismo me hace no ir al médico porque soy un hombretón; el machismo del médico hará que este no me vea deprimido porque, al fin y al cabo, soy un hombretón.

Es interesante comentar algunos indicadores médicos que han legitimado con “datos objetivos” esta construcción de la mujer como sexo más enfermizo: la utilización de índices como el tiempo de reposo en cama o el uso de atención médica han tendido a patologizara la mujer. No obstante, estos índices más bien explican cómo hombres y mujeres afrontan una enfermedad, y no si están más o menos enfermos. Si partimos del hombre como medida de todas las cosas, es natural concluir que las mujeres son más débiles porque necesitan más tiempo de descanso y van más al médico. Ahora bien, puesto que sabemos que las mujeres viven más (curioso sexo débil, aquel más longevo), quizá las podemos tomar a ellas como referentes de salud. Entonces podríamos concluir que los hombres no descansamos lo suficiente y vamos demasiado poco al médico, motivos que ciertamente ayudan a entender por qué morimos antes. De hecho, en muchos hogares es la mujer la que concierta citas con el médico cuando considera que su marido debe ir. Y quizás estaría bien que empezáramos a cuidarnos a nosotros mismos. Tomemos nota: descansemos y pidamos ayuda cuando la necesitemos. Porque ya se sabe que hombre precavido vale por dos.

 

Este artículo es una traducción al castellano del original publicado en la Revista Maig (en catalán).

Bibliografía

Courtenay, Will H. (2000). “Constructions of masculinity and their influence on men’s well-being: a theory of gender and health”. Social Science & Medicine, 50: 1385-1401.

Criado, Miguel Á. (2015). “No hay un cerebro masculino y otro femenino”. El País. https://elpais.com/elpais/2015/11/30/ciencia/1448904392_009014.html

Global Health Observatory data repository: Life expectancy and Healthy life expectancy. Data by country. http://apps.who.int/gho/data/view.main.SDG2016LEXv?lang=en

Ciencia galante o pedante: feminidad y masculinidad en el estilo de la ciencia de los siglos XVII y XVIII

Ciencia galante o pedante: feminidad y masculinidad en el estilo de la ciencia de los siglos XVII y XVIII

¿Cómo se escribe la ciencia? Podemos tomar algún artículo de una revista científica al azar para examinarlo, o incluso una entrada de la Wikipedia. Hallaremos en todos los casos algunos aspectos en común: un lenguaje sobrio, preciso, riguroso, a poder ser sin exceso de pompa y, por supuesto, en prosa. El tema es que no siempre ha sido así.

De hecho, en el siglo XVII estaba en plena efervescencia el debate sobre cómo debía ser el lenguaje científico. Es este un siglo interesante por la confluencia (y los conflictos) de la cultura erudita (los que usan la cabeza) con la cultura técnica y artesanal (los que usan las manos). La Revolución Científica de Galileo y compañía nace, dicho deprisa y corriendo, por la unión del pensamiento teórico con la práctica experimental: es la síntesis de ambos mundos. La ciencia ya no puede ser solo contemplativa: para saber, hay que hacer, fabricar, manipular. Tanto es así, que incluso para observar hay que ser artesano: Galileo se fabricaba sus propios telescopios.

La cuestión es que estos dos mundos habían estado separados hasta entonces: los eruditos usaban las manos solo para escribir y los artesanos usaban la cabeza para seguir recetas que se sabía que funcionaban; ni a los unos les interesaba aprender oficios, ni a los otros teorizar. Un ejemplo clásico de esta separación entre mundos es el del médico que lee la lección de anatomía a los universitarios desde un atril, mientras el cirujano va mostrando las partes del cuerpo sobre el cadáver.

Es cuando los eruditos empiezan a interesarse por el mundo de los artesanos y leen sus textos (mucho más pedestres que los escritos por ellos) que se plantean cómo hay que explicar la ciencia. En la Royal Society, posiblemente el primer club de científicos (se fundó en 1662), lo tenían claro. A sus miembros se les exigía:

una manera de hablar discreta, desnuda, natural […] la claridad propia de las matemáticas; una preferencia por el lenguaje de los artesanos, de los campesinos, de los mercaderes, más que por el de los filósofos.

Un lenguaje claro y conciso, sin grandes ornamentaciones retóricas. Lo importante es el rigor, no demostrar lo muy bien que sabemos escribir. Y aquí podría terminar este artículo, y nos iríamos a dormir pensando incluso que los científicos de la Royal Society tenían razón. Pero hay más.

En el debate sobre escribir de forma seca y técnica o de forma alegórica, elaborada e incluso poética, se dejan entrever cuestiones de género también. La nueva ciencia que surge en el siglo XVII, caracterizada por este uso de instrumentos y experimentos para forzar a la naturaleza a manifestarse en determinadas situaciones concretas, es una ciencia basada en la dominación de la naturaleza, en agarrarla y “torturarla” hasta que confiese sus secretos (es activa). La de los antiguos era una ciencia basada en la observación empírica y la teorización. Por observación empírica se entiende únicamente la contemplación de lo que hay, sin modificarlo. Obviamente, si queremos estudiar la naturaleza, hay que estudiarla tal y como es, no mediante artefactos. No se puede mezclar lo artificial con lo natural. De este modo, recibiremos los conocimientos de la naturaleza tal y como es, que es lo que queremos (la ciencia antigua es contemplativa y pasiva). Estas cualidades hicieron que algunos modernos acusaran a los antiguos de ser demasiado “femeninos”: la nueva ciencia, en cambio, exigía virilidad, era una ciencia “masculina”.

Una ciencia masculina requería un estilo masculino: la galantería y la suavidad de la poesía no parecían encajar demasiado bien en ese ideal. Sobraban. Sobraban tanto como las mujeres que, lógicamente, eran femeninas.

Bajo su influencia, se quejaba Rousseau, los hombres se vuelven afeminados, por no hablar de que tienen que rebajar su discurso para que ellas les entiendan, resultando en la decadencia de las artes y las letras en Francia. Poca broma. Para Rousseau, lo importante del discurso eran las razones, no que este fuera muy pulido y educado. Los hombres no se siguen la corriente en las conversaciones, sino que se defienden con todas las armas para imponer su argumento. Esta es la forma correcta de dialogar y escribir, de forma tajante y clara, con fuerza y vigor, una fuerza y vigor que no son solo mentales, sino físicas. Y ya sabemos quién es el “sexo débil”… Rousseau, en definitiva, pensaba que los hombres debían reunirse en asociaciones similares a la Royal Society de sus colegas ingleses, para hablar de cosas de hombres, mientras las mujeres debían quedarse en casa haciendo sus cosas de mujeres.

 

Rousseau (1712-1778): revolucionario para algunas cosas, pedante para otras.

 

Tampoco vayamos a ser muy duros con Rousseau, porque el hecho de que las mujeres eran una mala influencia se “sabía” de hacía tiempo. Los grandes intelectuales de la Edad Media, los clérigos, eran célibes. Igual que los profesores de las universidades de Oxford y Cambridge, a los que les estaba prohibido casarse hasta bien entrado el siglo XIX, porque ya se sabe que (palabras del historiador inglés William Alexander):

Los doctos y estudiosos se han opuesto con frecuencia a la compañía femenina, que tanto enerva y relaja la mente y la hace tan proclive a la nimiedad, la ligereza y la disipación, ya que hace totalmente incapaz de la aplicación que es necesaria si se quiere destacar en cualquiera de las ciencias.

¿Qué pasaba en Francia, para que Rousseau se quejara tanto? Según Karl Joël, un historiador decimonónico, lo que pasaba es que en la Ilustración francesa “la mujer era filosófica y la filosofía era mujeril”. ¿Cómo es esto posible?

El estilo refinado y hasta poético que se pretendía desechar de la ciencia (y de paso a las mujeres que lo encarnaban) era el estilo de la cultura cortesana y los salones. Es evidente que en el ambiente aristocrático había mezcla de hombres y mujeres que podían charlar con la delicadeza y galantería que nos han enseñado las películas y series de televisión. Por otro lado, los salones eran eso, “salones”, literalmente estancias de una residencia regentados habitualmente por mujeres donde los invitados e invitadas iban a discutir de filosofía, arte, literatura, ciencia… Los asistentes a los salones se llamaban a sí mismo savants, sabios que combinaban conocimiento con buenas maneras. A los que solo se dedicaban a lo primero, por el contrario, les llamaban pédantsAnne-Thérèse de Marguenat de Courcelles, marquesa de Lambert, una famosa salonnière (anfitriona de su salón), en el fondo estaba de acuerdo con Rousseau: “los hombres que se apartan de las mujeres pierden la cortesía, la suavidad y esa fina delicadeza que solo se adquiere en la presencia de mujeres”. En efecto, los hombres rodeados de mujeres sí que son más afeminados, en el sentido descrito. La cuestión es que esto, lejos de ser un defecto, es una cualidad deseable.

 

Madame Lambert (1647-1733), salonnière defensora del estilo refinado.

 

Nótese que a los salones asistían felizmente hombres y mujeres que discutían en pie de igualdad en un espacio femenino, en el sentido de que la anfitriona era mujer. Esto desconcertaba a los ingleses, por ejemplo, que desconfiaban de una sociedad en la que las mujeres hablaran de “temas de hombres”. Algunos se preguntaban cómo era posible que no solo las mujeres no se retirasen de la mesa después de comer, sino que los hombres no mostrasen intención de querer echarlas. Qué locura.

Para Georges Louis Leclerc, conde de Buffon y sabio de la historia natural, en cambio, era propio de naciones refinadas que las mujeres estuvieran en igualdad de condiciones, puesto que debía ser la cortesía la guía de las relaciones entre los dos sexos, y no el uso tiránico de la fuerza para someter al (a la) débil, propio de salvajes e incivilizados.

 

Buffon (1707-1788), un inesperado “aliado” sabio entre la nobleza.

 

Es importante destacar que el estilo femenino no era por ello necesariamente el de las mujeres. Había hombres como Hume o Diderot que se sentían bien cómodos con este tipo de discurso. El ya citado Buffon redactó un panegírico de bienvenida a un nuevo miembro de la Académie Française en el que dijo que tenía treinta años en lugar de veintisiete para mantener el ritmo de la frase. Hasta ahí llegaba la poesía. Pero a este estilo se le acumulaban los problemas: con la Revolución Francesa, un estilo asociado no solo a las mujeres, sino a la aristocracia, no ganaba para disgustos.

Por supuesto, también había mujeres que defendían el uso de un estilo masculino en el sentido que hemos caracterizado aquí. La intelectual inglesa Judith Drake consideraba que escribir de forma galante era una imposición indeseada y notó que muchos criticaban su Essay in Defence of the Female Sex por estar escrito de forma masculina.

Ya sabemos quién ganó la batalla. Los defensores de las tesis de Rousseau y la Royal Society se fueron imponiendo poco a poco. A finales del siglo XVIII ya estaba claro que la literatura era una cosa y la ciencia, otra. De alguna forma, encontramos la típica división entre ciencias y letras que hoy en día se sigue estilando. Y la típica categorización de las mujeres con las letras y los hombres con las ciencias: el estilo femenino, ya desterrado de las ciencias, se había llevado consigo a las mujeres (independientemente de cómo escribieran) y marcaba a los hombres los límites que no debían cruzar en su manera de expresarse.