Si lo que se pondera es la escenografía del Un ballo in maschera que inaugura la temporada 2020/2021 del Teatro Real, uno desea que el arranque del primer acto y el cierre de la función no operen como los augurios de la pitonisa verdiana, uno quiere que no acaben convirtiéndose, por azar o por necesidad, en el signo que definirá la secuencia del resto de obras programadas durante el presente curso. Porque la cámara del Parlamento de Boston en la que se inicia la acción y el salón «amplio y ricamente decorado en la residencia del gobernador» constituyen lo menos malogrado del diseño de Gianmaria Aliverta, quien, independientemente de las dificultades circundantes a esta producción, ofrece elementos dramatúrgicos valiosos únicamente en su comienzo y en su conclusión.

Cuando se alza el telón acude vagamente al recuerdo el montaje con el que en 2012 se abría la Poppea e Nerone de Krzysztof Warlikowski: hileras de mesas (aunque esta vez de perfil y no frontalmente, como era el caso en la ópera de Monteverdi) y un orador que medita erguido (en aquella ocasión el Séneca glorioso de Willard White, ahora Fabiano, entero y consistente, encarnando a Riccardo, que ejerce su profesión con una credibilidad que sólo le tributan quienes se lo encuentran de cara y a su misma altura). Más arriba, en el paraíso de la sala, se divisa a los conspiradores, visiblemente peor vestidos, amontonados y alborotados: traman, guiados por Samuel y Tom (Daniel Giulianini y Goderdzi Janelidze respectivamente, ambos correctos en su papel), el asesinato de un Riccardo completamente obnubilado por su pasión secreta.

Todo lo que se contempla sobre la tarima hasta la consumación del complot resulta en buena medida intrascendente por decorativo y aburrido por obvio: desde el movimiento ortopédico de espejos (que evoca a cámara lenta, tal vez involuntariamente, los espasmos del séquito de Ulrica) hasta la cruz que arde en los campos desolados donde el Ku Klux Klan lleva a cabo sus asesinatos (un rescoldo a escala únicamente en tamaño del recurso que ya enturbiara precisamente otro Verdi inaugural, el Don Carlo del año anterior), pasando por el monumentalismo barato de la bandera de Estados Unidos y la cabeza decapitada de la Estatua de la Libertad (que, por cierto, suscita un elocuente símil con la clausura de la versión cinematográfica de Schaffner de El planeta de los simios).

Por eso, el cuadro conclusivo acaso parezca mejor de lo que en realidad es: la coreografía testimonial danza al compás de un minueto que desprende la mayor fuerza dramática, a pesar del número de personas que pueblan el escenario mientras tanto, a pesar del disparo que quita la vida de Riccardo y a pesar de la anagnórisis sentimental postrera, que revela las verdaderas intenciones de éste.

Pero justamente en virtud de la primacía musical que tiñe el mencionado episodio conviene prodigar comentarios de muy distinta índole al apartado orquestal y coral. En primer lugar, fue digna de aplauso la labor de Luisotti en el foso, cada vez más ampliamente reconocida por el público del Real. Es cierto que hubo momentos de duda y falta de compenetración con sus músicos, y también acudió eventualmente como rescate rítmico en socorro del canto; sin embargo, la sonrisa y la incandescencia del italiano parecieran capaces de disipar cualquier mal pensamiento o incertidumbre.

En cuanto al elenco solista, Pirozzi se alza por encima de las demás voces dando vida a una Amelia sutil y de rico registro, según pudo comprobarse con particular claridad en el aria Morrò, ma prima in grazia. Ruciński, en el rol de Renato, con dicción y dirección firmes pero matizadas, imprime una tensión que la homogeneidad tímbrica de Fabiano puntualmente podría menoscabar, la Ulrica de Daniela Barcellona aporta solvencia y estabilidad, y el Óscar de Elena Sancho Pereg se gana una simpatía ausente en los demás personajes por lo general.

En definitiva: al margen del valor simbólico que amerita esta reanudación, las tres horas de función se reifican como una losa difícilmente soportable. Ojalá que las venideras entregas discurran de un modo más vivaz: evitaría el riesgo de que celebrar la reapertura de nuestro teatro se convierta en una exigencia de guión formal.